À bout de souffle. Owen Wilson encarna a un mediocre guionista de Hollywood que busca en París la inspiración para terminar su primera novela. Se hospeda en un fastuoso hotel con su insoportable novia millonaria y con sus suegros, infames miembros del Tea Party. En los primeros minutos de película, entre la exagerada acumulación de planos de la capital francesa que sólo existen para los turistas ricos y la pintura chirriante de la vanidad de estos privilegiados, se instala un ambiente incómodo. Una noche, el protagonista deambula medio borracho y amargado por una callecita empedrada, cuando de repente aparece un auto de los años veinte que lo lleva al pasado para encontrarse con los escritores, artistas y figuras intelectuales que admira. La experiencia se repite cada noche pero, una vez evaporado el encanto del primer aliento, el viaje en el tiempo se vuelve insulso y el juego de las diferencias entre la copia y el original no alcanza para cubrir la vacuidad del planteo. La película oscila entre los fantasmas del protagonista en los años locos y una visión de París de tarjeta postal. Durante el día, Carla Bruni guía a los protagonistas por un city tour donde el conservadurismo facho de los republicanos y la ironía blandengue de nuestro héroe demócrata examinan la ciudad-museo como si fuese una Disneylandia de lujo. Por las noches, el aspirante a escritor se embarca hacia el París de los años veinte junto a Hemingway, Picasso y Dalí, en busca de la llama, el deseo y la carne que no posee en el presente. Pero pronto termina extraviado en un museo de cera donde todo suena falso. Owen Wilson gesticula su asombro cuando los personajes del pasado intercambian citas populares de enciclopedia. Mientras que las escenas de histeria con su ingrata compañera en el presente poseen diálogos que parecen escritos por un asistente. Luego de una hora y media de idas y vueltas temporales e imitaciones más o menos grotescas (la peor es la caricatura de Dalí a cargo de Adrien Brody), el director nos entrega una moraleja perezosa, convencional e hipócrita, según la cual hay que aprovechar el presente aunque nos parezca peor que el fantasma del pasado. Woody Allen se pierde en un boceto que se asemeja a una caricatura de su propio cine. La película termina con la triste impresión que otro recorrido parisino hubiese sido posible: sobre el delicado rostro Léa Seydoux, una actriz secundaria que ilumina cada una de sus escenas, se vislumbra que Woody Allen aún puede sublimar a las chicas bellas con su cámara.
Revolution Rock. El terrorista más buscado en los años setenta y ochenta llega al cine dieciséis años después de su detención por los servicios secretos franceses en Sudán. Carlos es el símbolo de una época bisagra. El personaje, tal como lo muestra Assayas, es una marioneta animada por las turbulencias de su tiempo, un mercenario barrido por la voluntad del viento geopolítico entre Francia, Alemania, Hungría, Libia, Argelia, Irak y Yemen, que deja de existir luego de la caída del muro de Berlín. En la tensa primera hora de película, Carlos está filmado como una estrella de rock, con bellas groupies y grandes fusiles. El director juega con la extraña relación entre el terrorismo revolucionario y el rock, entre el narcisismo del enemigo público número uno y el de la estrella que viene a pervertir a las chicas de familia. Édgar Ramírez se presta al juego de manera prodigiosa. Su físico cambiante y su sonrisa infantil que pueden dar paso a una frialdad aterradora, subyugan tanto a sus socios en la pantalla como al espectador hipnotizado en la butaca. El relato comienza cuando el joven militante ya hizo sus primeras armas en las filas palestinas, durante la expulsión de la OLP de Jordania. Carlos se presenta armado, asumiendo que debe matar, quitándose los escrúpulos pequeño-burgueses con los que los partidarios de la guerra revolucionaria acusaban a los reformistas. Estas primeras secuencias conducen rápidamente a la sección central de la película: la toma como rehenes de los ministros de la OPEP en Viena, en 1975. Los hechos se describen con una agudeza histórica y política de precisión quirúrgica, desde la génesis del operativo, pasando por cada detalle de su salvaje ejecución, hasta el asesinato de un delegado libio que priva al grupo que dirige Carlos del apoyo oficial. Assayas se toma el tiempo necesario para mostrar la violencia y la vanidad de cada acción. La operación es un semi fracaso y representa el punto de quiebre en la trayectoria del protagonista. Carlos todavía seduce en el final de la película, pero el espectáculo de su seducción se vuelve vacío. El itinerario de un hombre cuyas convicciones revolucionarias son indeterminadas y fluctuantes conforma el flujo principal que atraviesa toda la película. En el hueco de este retrato se dibuja el fracaso de las ideologías revolucionarias para revertir el imperialismo capitalista. Desde el momento en que aceptan en su propio seno la idea de la corrupción por el dinero, las organizaciones comienzan a ser manejadas por los poderes políticos y devienen simples mercenarios a sueldo del enemigo al que pretendían combatir. El segmento consagrado a la toma de rehenes es ejemplar en este sentido, porque la supuesta lucha para la liberación de Palestina encubre una operación mercantil para hacer subir el precio del petróleo. La película describe los últimos sobresaltos revolucionarios a través de la figura de Carlos, un héroe pragmático y sanguinario, cuyos objetivos individuales y orgullo personal están por encima del furioso idealismo. Género y vanguardia. Olivier Assayas forma parte de la segunda generación de directores franceses provenientes de la crítica de Cahiers du Cinema. Luego del éxito de sus primeras películas de autor, el director arriesga un giro sorprendente con Demonlover, una extraña historia de espionaje industrial en el universo inestable de las multinacionales. Con Boarding Gate, el director francés sube la apuesta y ataca de manera franca temas muy modernos e internacionales en los que la noción misma de frontera parece borrosa y evanescente. Carlos cierra este círculo bajo la forma de una película de género, mezcla de biopic y film de espionaje. Assayas se apodera de Carlos como un personaje familiar, no muy alejado de la traficante que navegaba entre París y Hong Kong en Boarding Gate. Carlos se desliza entre naciones, lenguas y mujeres, forjando su destino. Desde este punto de vista, Carlos es el personaje más logrado de la vena contemporánea e internacional del cine de Assayas, una suerte de resumen vivo de su inquebrantable deseo de movimiento. Assayas es un cineasta del ritmo. En Carlos, el tiempo se precipita, un plano puede presentar a un personaje y ponerlo al mismo tiempo en acción con una eficaz economía de medios. La película oscila entre vibrantes aceleraciones y momentos de calma, cadencia calcada sobre Édgar Ramírez, un metrónomo cuya fuerza de persuasión permite que la película encuentre su equilibrio. La gran fluidez del desarrollo narrativo se apoya en un gesto artístico soberano: la utilización de verdaderas imágenes de archivo que se substituyen de a poco por simulacros de imágenes de actualidad de la época, creando ficción como refugio para las sombras de la Historia. Varias películas de Assayas describen flujos de personajes, dinero, información y lenguas. El recorrido de Carlos encuentra un punto de anclaje para esta temática en el tejido mismo de su puesta en escena, en los planos secuencia y sobre todo en la utilización ejemplar de los raccords en el plano. El tránsito de los protagonistas, de los extras y de los objetos producen a cada momento el efecto motriz de la acción y traducen el sentimiento urgente de un relato donde las fronteras son móviles, donde las alianzas se hacen y se deshacen y donde el margen de maniobra puede reducirse al extremo con un guiño de ojo. La mini serie. Así como Carlos no se conforma con un sólo pasaporte ni un único rostro, la película de Assayas también tiene dos versiones. La que se estrena en los cines es una versión reducida de la extraordinaria miniserie de tres capítulos que se presentó en Cannes el año pasado y que se emite este mes por TV5. Se trata de un corte realizado por el mismo director para ajustar la película a los cánones de exhibición de las salas de cine. Contra todos los prejuicios, la versión recortada no es más débil que la otra. Algunos acontecimientos se conectan de manera inmediata con elipsis abiertas, pero la acción se concentra al eludir explicaciones. El recorrido del idealismo al renunciamiento es la columna vertebral trágica de la mini serie. La película suprime varios detalles novelescos y el personaje es un poco más mecánico en sus motivaciones. Assayas es consciente de haber rozado la perfección con el segmento central de la toma de rehenes y por eso lo conserva en su integralidad para la película. La versión larga cubre momentos de la infancia de Carlos que se pierden con el nuevo montaje del primer episodio, pero la película gana al estrecharse aún más la historia alrededor de la figura protagónica. No ocurre lo mismo con las elipsis causadas por los cortes en el último episodio, que dejan de lado la interesante pintura de los compromisos entre Carlos, sus amigos de las células revolucionarias alemanas y los servicios secretos del bloque del Este. La mini serie expresa la medida geopolítica de la actividad de Carlos a través de camaradería con Johannes Weinrich, un intelectual convertido en terrorista. Por su parte, la vida en común con Magdalena Kopp, que en la película queda reducida a la mínima expresión, ofrece una última pincelada al retrato de un machista ordinario. Quizá porque la versión que se estrena es la destinada a viajar por el mundo, también desaparecen los atentados cometidos en Francia que detalla la mini serie. De todas maneras, la película original es lo bastante vigorosa y excepcional como para soportar todos estos cortes. Al fin y al cabo, las principales virtudes permanecen inalterables. Las dos versiones son vertiginosas en su despliegue, enérgicas en su puesta en escena y libres en el tratamiento de la Historia.
Jan Thomas cumple una larga condena por el asesinato del pequeño hijo de Agnes, aunque el joven no se siente culpable sino víctima de la mala suerte. Cuando sale de prisión gracias a su buena conducta, lo contratan para tocar el órgano en una iglesia de Oslo. Allí conoce a Anna, una bonita sacerdotisa de la comunidad protestante. Anna tiene un hijo rubio de ocho años que posee un extraño parecido con el difunto precoz. La pasión se instala inevitablemente entre Anna y Jan Thomas, que supera su fobia inicial hacia el niño y comienza a curar las últimas heridas de su pasado. La historia podría detenerse en esta lenta reconstrucción de la identidad del protagonista, respaldada con hallazgos estéticos y narrativos pertinentes. Pero cuando Agnes reconoce por azar a Jan Thomas en la iglesia, reaparecen los fantasmas del pasado con un mar de histerias lacrimales y tentativas desesperadas que desmoronan el sobrio esquema de la película. Erik Poppe filma los tormentos paralelos de Agnes y Jan Thomas. El relato se divide entre episodios del pasado y del presente que entran en colisión y resuenan entre sí para ilustrar la experiencia subjetiva de cada protagonista. Jan Thomas se encuentra empujado por dos madres hacia un examen de conciencia. La película ofrece un estudio sobre la culpa, el perdón y la expiación con algunos simbolismos bastante obvios, el agua es purificadora pero también instrumento de muerte. El protagonista expresa sus emociones positivas a través de la música. Las variaciones líricas del órgano logran acentos sorprendentes que se insertan con naturalidad en las imágenes, la fuerza sorda de los tubos se articula armoniosamente con la suavidad acompasada de las luces. Se trata de un ejercicio arriesgado con el que el director confirma su talento para crear ambientes y ritmos. Pero la atmósfera lograda no concuerda con los desbordes explicativos, con el patchwork de recuerdos dispuesto para rellenar los espacios abiertos en la historia de manera artificial y redundante.
El dolor de los otros. Incendies camina sobre el filo de la navaja entre la tragedia contemporánea y el thriller familiar, entre los lugares comunes del cine más prestigioso de Hollywood y una narración afianzada en la tradición literaria. La película fascina y exaspera al mismo tiempo. Denis Villeneuve reflexiona sobre la muerte, la reconciliación, la identidad y la confrontación intergeneracional. La crónica familiar del comienzo da lugar rápidamente a una tragedia cargada de conflictos políticos, sociales y religiosos, con hijos ilegítimos, asesinatos sangrientos, venganzas y violaciones, que desembocan en una reinterpretación trash del mito de Edipo con grandes títulos en letras mayúsculas de color rojo sangre. La película cuenta la historia de dos gemelos canadienses que descubren, tras la muerte de su madre, que tienen un padre y un hermano en Medio Oriente. Lanzados sobre sus rastros, descubren el pasado de su madre, Nawal Marwan, en un país árabe destrozado por la guerra entre musulmanes y cristianos. Entre flashbacks y vueltas de tuerca dignas de una telenovela sensacionalista, el director ordena un tour de force narrativo que, gracias a la omnipotencia del guión, completa todos los casilleros y no deja ninguna zona de sombra. La repetición de los planos de choque, la superabundancia de música occidental en Medio Oriente (Radiohead a fondo con imágenes en cámara lenta) y el abuso de los primeros planos generan una explotación del dispositivo emocional que atrae la simpatía, el drama y las lágrimas pero aleja el misterio y la intensidad. Denis Villeneuve licúa el horror en beneficio de la belleza del plano. La escena de la explosión del colectivo resume sus intenciones. Un niño corre de un lado a otro de la pantalla hasta que, sobre el final, un hombre de la milicia cristiana lo ejecuta por la espalda. Luego, por un raccord de movimiento, vemos como Nawal Marwan hunde sus rodillas en la tierra. Enseguida, por un corte franco y un salto de eje de 180 grados, la vemos inmóvil y aturdida, al costado del colectivo incendiado. El rostro de la actriz, con los cabellos al viento en primer plano, revela un hilo de sangre perfectamente centrado en su mejilla, mientras una impresionante columna de humo negro se desprende del colectivo en llamas en el fondo del cuadro. El equilibrio impecable de la composición y la espléndida fotografía conforman un espectáculo visual que obnubila y deja en un segundo plano lo que representa: personas (muchas de ellas aún vivas) quemándose en un colectivo. La matanza queda eclipsada por la cosmética, por la belleza plástica de la imagen y por el sufrimiento sugestivamente encuadrado.
El viejo pastor camina con dificultad, sus músculos secos lo sostienen por costumbre, su rostro está marcado por arrugas petrificadas y su barba se eriza como un arbusto de espinas. El anciano tose mientras sujeta entre sus manos un extraño brebaje como promesa de eternidad. Privado de la sustancia mágica, una noche entrega su último suspiro con la misma tranquilidad con la que deja sobre el banco una herramienta inútil. Al día siguiente, un cabrito se precipita sobre la tierra desde las entrañas de su madre como caído del cielo. Más tarde, el pequeño animal muere extraviado al pie de un abeto. Para celebrar el final del invierno, los habitantes del pueblo derriban el abeto, que se convierte en árbol festivo y luego será transformado en carbón de madera, según un método ancestral. Le quattro volte reúne lo fugaz y lo eterno. El alma se transmite, como un soplo de vida, entre los reinos animal, vegetal y mineral. Michelangelo Frammartino reflexiona con una serenidad límpida sobre el orden de las cosas, partiendo de un localismo afianzado en los trabajos y los días de un pueblo de Calabria encaramado en la cumbre de una montaña, hasta alcanzar lo universal. La película habla del animismo y la reencarnación sin ninguna distancia irónica. El ciclo de la naturaleza prosigue su viaje pedaleando entre las vidas y las muertes, dejando de lado las diferencias entre la carne, la savia y la piedra. Los planos secuencia contemplativos se repiten formando un conjunto de extrema coherencia. El director teje su obra con paciencia y cuidado, sin dejar nada librado al azar. Una piedra que se fija bajo la rueda de un auto, un balde metálico colocado sobre una mesa, unos pedazos de carbón almacenados en una caldera; cada imagen tiene un motivo secreto y profundo que revela todo su alcance en el trascurso del tiempo. El complejo trabajo sonoro establece puentes íntimos entre los elementos, construyendo literalmente un sistema de ecos: los golpes de pala contra el abono responden a los golpes de martillo sobre un ataúd, anunciando los pasos invisibles entre muerte y el renacimiento. Bajo su apariencia áspera, morosa y austera, con sus planos fijos sin música ni diálogos, brota una obra juguetona y divertida, el feliz encuentro entre Tati y los Straub. Nos podemos conmover con el frágil cabrito librado a su existencia, imperfecto y en perpetua adaptación, pero también nos divierte su presencia turbulenta entre la manada o su desconcierto en el refugio cuando los mayores salen a alimentarse. En un largo plano secuencia hilarante y memorable, la cámara sigue la procesión de una fiesta tradicional con personas disfrazadas de legionarios y se detiene ante un niño que se queda retenido por un perro más ruidoso que malévolo. El perro se revela como un gran comediante retirando la cuña de una camioneta estacionada en pendiente, que termina dando contra el establo y dejando libres a las cabras que aprovechan la ocasión para invadir el pueblo. Este formidable plano burlesco colmado de situaciones cómicas e inesperadas se complementa con la pertinente repetición de amplias panorámicas que intentan capturar la multitud de relatos que continúan fuera de campo. Una realidad trivial se transforma de repente en una situación compleja e inextricable al punto que la cámara parece tener dificultades para contener el conjunto en un único plano. El regreso a los viejos mitos de la naturaleza todopoderosa y la confianza en la energía simple de las fábulas tradicionales recuerdan a la obra maestra de Apichatpong Weerasethakul estrenada hace unas semanas. Los dos directores filman lejos de la civilización pero sus obras se arraigan en la modernidad y en una estética de vanguardia. Le quattro volte es una cautivante exploración de las costumbres y los tiempos que conjuga elegía y simpleza, arte erudito y naif, con un humor visual y sonoro de gran sofisticación. La película posee un aire místico indefinible simbolizado en el humo de carbón de madera que cubre y embalsama los bosques calabreses en las imágenes sublimes del final. Frammartino descubre la poesía secreta para llevarnos a un tiempo inmemorial, hacia nuestras raíces más profundas con una mirada contemporánea.
Patchwork subversivo. En un apacible bosque de cuento de hadas, donde la luz del sol encandila y la música empalaga, Catherine Denueve se desliza vestida con un jogging rojo y ruleros mientras conversa con los animalitos que encuentra en su camino. Más tarde, Gerard Depardieu agita toda su humanidad sobre una pista de baile, probando suerte con unos tímidos pasitos al ritmo de la música pop light. François Ozon revienta los clisés, el kitsch inunda la película de punta a punta y desafía a los grandes nombres del elenco. El director explota al extremo su vena paródica y sofisticada, sus manías fetichistas son evidentes en el uso de los colores y en el decorado. Las tribulaciones de la protagonista provocan vaivenes inesperados, vértigos temporales y flashbacks que desorientan. Ozon utiliza todos los artificios manteniendo al mismo tiempo la coherencia del conjunto. Mujeres al poder es una comedia delirante, sin tiempos muertos y con todos los ingredientes del vodevil: un marido voluble, una mujer anulada y el habitual intercambio de roles, con puertas que se abren para unos y se cierran en la cara de los otros. Catherine Deneuve es Suzanne Pujol, una obediente señora de su casa que escribe poemas simplones, hace bordados y supervisa los quehaceres domésticos bajo el acoso permanente de su marido, Robert Pujol, el director de una fábrica paraguas. El cuadro familiar se completa con un hijo progresista y artista en potencia y una hija reaccionaria con un look a lo Farrah Fawcett exacerbado. Ozon coloca a Suzanne en primer lugar como el objeto decorativo e inexpresivo del título original. La acción se desarrolla en 1977 y comienza cuando una huelga de los obreros pone en riesgo la autoridad del dueño despótico, y entonces su mujer se ve obligada a sustituirlo. Un florero reemplaza al otro. El trueque de la confrontación entre Suzanne y Robert es endiabladamente eficaz. Los Pujol se baten en una guerra sin cuartel, cuya dimensión cómica encubre la violencia latente. Bajo el atuendo de una comedia lúdica y brillante, la película ofrece una mirada singularmente aguda sobre nuestro tiempo. El director no evita ningún tema: la transmisión generacional, la mujer que entrega su libertad por el trabajo o la humanización de la empresa por una gestión femenina. El telón de fondo está perfectamente aceitado con los diálogos amargos e ingeniosos, los contrapuntos crueles y un discurso socio político pertinente tanto para finales de los setenta como para la actualidad. Pero en el cine de Ozon no hay lugar para pesados mensajes ni palabrerío inútil, el motor de la película es la acción y el discurso está adherido a la piel de los personajes. La reconstitución de la pareja Deneuve-Depardieu permite una serie de acrobacias, momentos de romance y comedia musical. El guión hace de la burguesa y el dirigente comunista antiguos amantes. Su idilio de otra época es relatado mediante un flashback con jóvenes protagonistas que no se asemejan de ningún modo a los Deneuve y Depardieu de El último subte. Los falsos recuerdos se chocan con las puestas en escena de antaño y la figura de la protagonista se agiganta. Suzanne es un remolino que lleva adelante la farsa del clan Pujol, cada vez que cruza victoriosamente una prueba social o familiar se va despojando de la ingenuidad a la que fue confinada al principio de la película y se convierte poco a poco en una reina madre llena de sabiduría. La metamorfosis de Suzanne reafirma la vigencia de Catherine Deneuve como una comediante de primer nivel. La estrella del pasado es una actriz de puro presente. Ozon la ubica en un tiempo abstracto. Suzanne va a cambiar las cosas en el pasado, modificando la mentalidad y la percepción de la mujer en una sociedad aún patriarcal. El punto de encuentro entre una actriz atemporal y su personaje hace de Mujeres al poder no sólo una comedia atenta a su tiempo, sino también un sublime manifiesto feminista.
atih Akin cambia de registro. El director alemán de origen turco que logró transmitir con rigor los dramas de una minoría silenciosa y poner en cuestión su identidad, apuesta por una comedia ligera, fresca y emotiva, sin descuidar la mirada amarga sobre el contexto socioeconómico de su país. El Soul Kitchen es un bodegón popular de Hamburgo que funciona como centro emblemático alrededor del cual se construye la trama de la película. Zinos, su joven propietario, es el antihéroe absoluto que acumula problemas, injusticias y equívocos. Su pareja decide irse trabajar a Shangai, su nuevo chef auyenta a los habitués y el fisco le reclama una pesada deuda. Todo se complica aún más cuando Zinos decide ir en busca de su mujer, confiando el restaurante a su hermano Illias, recién salido de prisión. El protagonista genera una profunda empatía y nos conduce, al compás de sus calamidades, por una galería de personajes extravagantes, entre los que encontramos a Birol Ünel, el gran protagonista de Contra la pared, personificando a un cocinero lunático que intenta en vano imponer sus platos a los clientes del Soul Kitchen, acostumbrados a la comida chatarra. La música juega un papel preponderante, como en toda la filmografía de Akin. Los standards de funk y soul forman el esqueleto de varias secuencias, los bailes se integran a la narración con naturalidad y la cámara adopta sus ritmos siguiendo el desplazamiento de los personajes. La cadencia del montaje refuerza el dinamismo de los gags. La tipografía y la estética demodé del restaurant confirman a nivel visual la voluntad de hacer referencia a la escena negra americana de los años setenta. Sin embargo, el director no abusa de los códigos y favorece una puesta en escena sobria que evita caer en la parodia y conserva su arraigo con lo cotidiano. El uso de cámara en mano aporta una perspectiva documental que consolida la comedia sobre una realidad tangible. Como buena parte del mejor cine contemporáneo, la película también describe las profundas convulsiones que viven numerosas ciudades, cuyos barrios populares son demolidos y sustituidos por nuevos complejos inmobiliarios que relegan a sus antiguos moradores a la periferia. Fatih Akin, como Pedro Costa, José Luis Guerin o Jia Zhang-ke, retrata el alma del barrio y de sus habitantes antes de que desaparezcan definitivamente.
Había una vez un pueblito rural habitado por gente buena, noble y auténtica que se ocupaba de las cosas verdaderas de la vida y conservaba los buenos sentimientos propios de otra época. Entre aquella buena gente estaba Germain, un grandote inocente, bonachón y un poco retardado, que vivía afligido por una madre malévola y por las burlas de su apreciado grupo de amigos. Hasta que un día, sentado en el banco de la plaza municipal, encuentra a Margueritte, una encantadora y culta abuelita que no tarda en reconocer su buen corazón e intenta inculcarle el gusto por la literatura. Los días transcurren apacibles en este islote perfecto y nostálgico poblado por gente modesta pero generosa. Los que vienen de afuera, como el sobrino de la adorable anciana, son egoístas y justifican todo por el dinero. No caben dudas de que el enemigo es la gran ciudad, la plutocracia parisina, los libros, la cultura, el reino de la elite. Afortunadamente, nuestro héroe demostrará que la verdadera gente piensa con el corazón antes que con las palabras. Todos los acontecimientos y novedades que trasformaron al mundo (y al cine) desde los años cincuenta no forman parte de este universo. La película se auto abastece de manera simplista del fantasma colectivo de un lugar y un tiempo que nunca existieron. Mediocre en su observación, mediocre en su forma, Mis tardes con Margueritte se sustenta en los principios básicos del telefilm, donde el personaje que está en el centro de la intriga es el que está en el centro de la pantalla. Sabemos que el pobre Germain siempre fue rechazado por su madre, sin embargo el director machaca la idea una y otra vez con torpes flashbacks en los que también subraya la estupidez del sistema educativo con un profesor que no hace otra cosa que lanzar juegos de palabras cínicos e insultantes hacia el infeliz alumno. La presencia física de Depardieu y la elegancia y el sentido del ritmo de la veterana actriz no bastan para dar algo de sustancia a un relato que intenta, por sobre todas las cosas, no molestar a nadie. El racismo sereno que exuda la película se acentúa con la aparición esporádica de algunos magrebíes. Uno de ellos es el marido de la dueña del bar que, por supuesto, engaña a su mujer con una joven enfermera venida de la gran ciudad, aunque gracias a la sabiduría de Germain volverá al camino correcto. Otros, que hablan un francés tosco, quedan fascinados por las pizcas de conocimiento que Germain reproduce de los libros leídos por su vieja amiga. La última es una bonita mujer que va al mercado a comprar las verduras que cultiva Germain (con buena tierra y buen corazón, según sus propias palabras), y ante la cual el blanco grandote da muestras de respeto ecuménico proclamando que posee un bonito cabello rizado. Jean Becker es un narrador de tarjeta postal que elige los caminos más previsibles para que el final genere una sonrisa en el espectador, aunque es más factible que provoque náuseas. Mis tardes con Margueritte es un himno a la mediocridad aceptada y al nacionalismo mezquino, un insulto permanente a la sensibilidad artística, intelectual y moral de su audiencia.
Hay algo profundamente infantil en el cine de Weerasethakul, un placer inmediato, sensual y lúdico. No tiene sentido buscar símbolos herméticos en El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, basta con dejarse llevar por el simple placer del movimiento que origina un búfalo que huye, del erotismo que provoca el encuentro entre la princesa y el pez-gato bajo una cascada o de los mundos paralelos que se generan con el desdoblamiento del monje. Lejos de ser incomprensible, la película cuenta la historia del tío Boonmee, que está gravemente enfermo del riñón y siente que llegó su hora. Una noche recibe la visita del fantasma de su esposa muerta y de su hijo reencarnado en una especie de gran mono negro con ojos rojos. Lo primero que hay que hacer para adherir al universo de la película, es rendirse ante la evidencia: los fantasmas se sientan a la mesa de los vivos y son bien recibidos. Primero se percibe una vaga sorpresa, una pequeña duda y luego se acepta el fenómeno con naturalidad. El método utilizado para la aparición del fantasma es casi tan viejo como el cine: una sobreimpresión, simple y mágica. La otra criatura es uno de los hijos de la familia que se ha metamorfoseado en el bosque. Su figura recuerda a la bestia de Cocteau pero evita el grotesco por la fuerza del encantamiento poético. Los fantasmas no tienen nada de espantoso, por el contrario, se manejan con la suavidad característica de todos los personajes del director. Los trabajadores clandestinos empleados por el tío Boonmee producen más temor que la propia muerte. Los traumatismos históricos así como las cuestiones políticas contemporáneas son elaborados de manera subterránea. La evocación de la masacre de los comunistas está relacionada con una herida que el personaje principal intenta curar, un karma cósmico que vuelve a atormentarlo. La curación es un tema central en el que conviven el té amargo y la diálisis, remedios ancestrales y técnicas modernas, sin preferencia ni jerarquía. La fascinante idea de que alguien pueda acordarse de tantos acontecimientos está representada con la imagen, el ícono y la fotografía como herramientas de preservación. El Tío Boonmee decide morir hundido en la gruta donde nació en una de sus vidas pasadas. En plena selva sobrevienen episodios de intensa poesía en los que confluyen la vida y la muerte, el mundo vivo y los otros mundos, lo prosaico, lo onírico, el pasado, el presente y la naturaleza como un rumor profundo. Hay un sentimiento de vida muy fuerte, una abundancia vital que se refleja sobre todo en el sonido. Las vidas vegetales, animales y humanas se conectan. La muerte también hace avanzar lo vivo. Cada una de las seis partes de la película experimenta con formas diferentes sin que se produzca una ruptura brutal con la anterior, como en un proceso permanente de muerte y regeneración o reencarnación. Todo se comunica sin sobresaltos en el maravilloso cine de Weerasethakul, su estilo unifica los universos, las bifurcaciones y los rodeos. Podemos intentar definir algunos contornos, la duración inspirada de los planos, la capacidad para hacer surgir lo inesperado y extraordinario como si fuera banal, el fino humor que atraviesa toda la película o la extrema delicadeza en el montaje, en los silencios y en los murmullos. Podemos analizar en detalle una obra singular y múltiple, experimental y accesible al mismo tiempo, aunque siempre permanecerá en el centro de su belleza un misterio irreductible.
El estreno de una película búlgara, en fílmico y en buenas salas, es una bienvenida rareza para la monótona cartelera porteña. Aunque no se trate de una gran película, siempre celebramos la posibilidad de asomarnos a una cinematografía desconocida. El mundo es grande y la salvación está a la vuelta de la esquina está concebida como una alegoría sobre la pérdida de memoria de los disidentes que huyeron del comunismo. Stefan Komandarev construye un viaje geográfico y temporal intentando remover cuestiones tan pesadas como la identidad de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial. Pero sólo consigue una representación ingenua y grosera de la Historia, dominada por la voluntad de conmover y entregar una enseñanza. La gran actuación de Miki Manojlovic no alcanza para compensar las torpezas de la puesta en escena ni para reducir la pátina de moralina y buenos sentimientos que nos impone el director. La película cuenta la historia de Alex, un joven alemán de origen búlgaro que pierde la memoria luego del accidente que provoca la muerte de sus padres. Su abuelo, un campeón de backgammon que sigue viviendo en Bulgaria, viene a buscarlo y lo lleva de regreso hacia la tierra de sus antepasados. El mundo es grande… es una suerte de road-movie en bicicleta que, mediante el regreso a los orígenes, busca zambullirse en el centro de la memoria. El director alterna las secuencias que muestran el trabajo del viejo para ayudar a su nieto a recobrar la memoria, con otras que presentan la infancia de Alex y las razones que impulsaron a sus padres a huir. Abuelo y nieto pedalean en tándem sobre un fondo de bellas imágenes de tarjeta postal mientras, a grandes golpes de flashbacks amarilleados, el espectador descubre la historia de Alex y su familia. Lo simplista se torna subrayado y maniqueo en las secuencias que ponen en escena las exigencias del poder dictatorial comunista en Bulgaria o la vida en el campo de refugiados políticos en Italia. Con todo, Komandarev se las arregla para destilar algo de humor gracias a la personalidad exuberante de Bai Dan, el personaje que interpreta con justeza Miki Manojlovic, el recordado actor de Underground y Papá salió en viaje de negocios. Carlo Ljubek es bastante menos convincente, al tal punto que por momentos nos preguntamos si no confunde amnesia con estupidez. El resto es previsible. Con un final cantado, el viaje se hace largo y transcurre perezosamente entre aforismos, moralejas, diálogos afectados, metáforas sobre el backgammon como filosofía de vida y demasiado trazo grueso.