El buque fantasma emerge de la bruma y avanza sobre un mar de plomo. A bordo, un hombre descolorido y atormentado vomita todo lo que puede en el baño. Es Teddy Daniels, un policía que viaja con su colega a Shutter Island, una isla donde se encuentra la mayor cárcel del país destinada a criminales con trastornos psiquiátricos, para investigar la misteriosa fuga de una reclusa. Desembarcan en medio de una tormenta amenazante y se abren paso entre rocas negras. La atmósfera es tenebrosa: luz macilenta, edificios de ladrillos rojos, sangre coagulada y dispositivos de alta seguridad. Cuando la investigación comienza, Daniels descubre que la fauna local es aún más horrorosa. Lo perturban los rostros de los dementes, el equipo directivo, los enfermeros patibularios y el retorcido jefe de psiquiatría. En la primera media hora el director muestra todas sus cartas y crea un sugestivo ambiente de thriller, con el descenso a los infiernos del protagonista en un atractivo registro expresionista. Pero Scorsese tira todo por la borda, dificulta inútilmente la narración y abusa de flash-backs poco convincentes. El innegable virtuosismo del director convive con el trazo grueso, el kitch y la ironía barroca que recorre toda la película. Pronto las alucinaciones ocupan el centro del relato y la intriga queda vaciada de su propia sustancia. El placer vinculado a la resolución del misterio se licúa por las inverosímiles vueltas del guión. Alienación, claustrofobia, visiones, traumas, sentimiento de culpa. Las pesadillas del protagonista se tornan insufribles, contienen escenas de guerra filmadas con una asombrosa torpeza que bordean el límite de lo obsceno en el tosco paréntesis dedicado Dachau, que incluye un fusilamiento filmado en traveling. A esta altura, poco importa lo que le pase al protagonista. Cuando llega el giro final inesperado (que tampoco es tan inesperado) surgen demasiadas incoherencias con la primera parte del relato y entonces el director se toma quince minutos para atar todos los cabos sueltos, la sorpresa se diluye y la película sólo genera fastidio.
La butaca de la sala de cine es una hamaca que se mece con la brisa ligera, la seducción y el ensueño de una tarde de verano. Una naturaleza desconocida nos transporta con su vagabundeo embriagador por los confines del documental y la ficción en busca de un sujeto. Estamos en algún pueblo perdido en el corazón de Portugal, la cámara se entusiasma con los bailes populares y cada tanto se pierde en una procesión o se distrae con un desfile. De a poco vamos conociendo, como al pasar, a los personajes extravagantes que habitan en sus campings o en el club de los motoqueros. De pronto, el cursor se desplaza hacia una puesta en abismo cuando reconocemos al director, a los técnicos y a los productores enfrascados en una gran discusión. De esta manera se nos revela que la idea original de la película quedó trunca por falta de presupuesto y que el director decidió, de todas maneras, tomar unas imágenes del lugar antes de volver al año siguiente a filmar su frustrado proyecto. Cualquier otro realizador hubiera tirado a la basura el trabajo preparatorio. Gomes, por el contrario, decide comenzar por ahí. Esas imágenes son las que estuvimos viendo, un documental embebido de la indolencia estival que deja una idea precisa de la manera en la que el director va a filmar su ficción. La ficción es un melodrama interpretado por algunos de los personajes que conocimos en el documental. La historia podría ser la que cuenta la canción Morir de amor, una de las tantas que interpretan a dúo los protagonistas centrales de la película: dos primos que se enamoran venciendo todos los prejuicios culturales y haciendo frente a sus respectivas familias. El tercero en discordia es el padre de la chica, un músico al que su mujer abandonó hace tiempo en circunstancias poco claras. Toda la historia está frecuentada por el misterio de esa madre ausente, que cuestiona el sistema estético de una película que hace documental y ficción consubstanciales para que nunca sepamos cuál de los dos es el fantasma. El segundo largo de Gomes es una película libre y estimulante que no resiste comparación, una obra incandescente y bucólica, moderna y romántica. La permeabilidad de los registros, la combustión a fuego lento de los grandes motivos que atraviesan el díptico, la mezcla carnavalesca de humores y sentimientos, y el deseo de volver a creer en el resurgimiento estival de una cultura popular desvanecida, hacen de Aquel querido mes de agosto una película discretamente revolucionaria.
Desde el prólogo, la nueva película de los hermanos Coen provoca un bienvenido desconcierto. Se trata de una escena a mitad del camino entre cuento tradicional y película gore, filmada en blanco y negro y hablada en yiddish. Una parábola indescifrable sin conexión directa con el resto de la película. Recién reconocemos la marca de fábrica cuando aparece en primer plano el hombre tranquilo, modesto y serio del título; y los directores se dedican, como de costumbre, a pudrirle la vida. Sin embargo, debemos evitar un juicio apresurado sobre el nuevo trabajo de los Coen, porque Un hombre serio supone un oportuno cambio de perspectiva dentro de su filmografía. La película se puede resumir enumerando la lista de desgracias, entre absurdas y grotescas, a la que es sometido Larry Gopnik, el protagonista. Desde su mujer, que lo deja por un personaje patético, viejo, gordo y feo; hasta su hijo, que alivia sus angustias escolares con la marihuana; pasando por su hermano, un desocupado crónico que se instala de manera estable entre el sofá cama del living y el baño que utiliza para drenar su quiste. Pero es justamente aquí dónde se produce un hecho inédito en el cine de los directores, porque los personajes son conscientes de su condición y no reaccionan tontamente ante la realidad. Este cambio en el punto de vista provoca que su cine deje de darnos lecciones sobre el estado de las cosas y ensaye una verdadera confrontación con la fatalidad. El espectador acostumbrado al humor caricaturesco e irritante, y a la mirada altiva de los directores, encontrará enseguida una grata sorpresa en la ternura con la que se trata a los personajes en más de un pasaje de la película. Tal vez sea por su carácter autobiográfico, al situarse en una época, una región y una sociología en las cuales estuvo inmersa la juventud de los hermanos; o por abordar por primera vez de manera frontal su cuestión judía. No lo sabemos, pero lo cierto es que han abandonado la mecánica aceitada de aquellos guiones que terminaban asfixiando a sus personajes, para concentrarse en una suerte de crónica provincial desplazada. El encadenamiento de adversidades jamás impide que la película se desarrolle alrededor de la rutina de esta familia de clase media judío americana con la descripción de la vacuidad del suburbio urbanizado donde viven. Por otro lado, los signos que provoca la naturaleza sobre los protagonistas (como ocurre en la hilarante secuencia del Bar Mitzvah) nunca tienen explicación, y es por eso que la película se torna más inquietante. Como contrapartida, el humor absurdo alcanza su apogeo cuando Larry recurre a los rabinos, las autoridades tradicionales de su comunidad. Estas infructuosas visitas resultan tanto más graciosas cuando el protocolo solemne que las rodea revela una cáscara metafísica totalmente vacía, sostenida por parábolas estrafalarias sobre un dentista o la playa de estacionamiento. Larry sube al techo de su casa para reparar la antena y observa la rutina de su barrio. Al principio vemos un plano del cielo, luego aparece una escalera y enseguida el primer plano de Larry. La suma de estas imágenes nos induce a pensar que el protagonista ha encontrado una especie de verdad superior mientras abajo la vida fluye. Es entonces cuando el peso de los directores vuelve a ser relevante y nos recuerdan que, a pesar de su autoconciencia, en el cine de los hermanos Coen el hombre sigue siendo incapaz de elevarse más allá su circunstancia. El final de la secuencia devuelve a nuestro héroe hacia lo trivial, lo concreto, la carne. Larry termina tirado en el suelo, y desde ahí deberá asistir, impotente, al implacable avance del destino, tal como se despliega en el sorprendente plano final.
Acné es una comedia fresca y ligera sobre la iniciación que responde a la tradición más pura del género. En este caso nos cuenta las tribulaciones de un adolescente judío de Montevideo en busca de su primer beso. Sin embargo, el planteo no es tan inocente como aparenta. A pesar de su corta edad, Rafa Bregman ya tuvo su primera relación sexual con una prostituta. Pero el primer beso en la boca se revela más difícil de obtener porque su hermosa compañera, la rubia Nicole, no se manifiesta sensible a sus avances. El protagonista tiene dos obsesiones con las que ocupa todo su tiempo: eliminar las pequeñas erupciones que aparecen en su rostro y dan título a la película, y ensayar el ansiado beso que provoca su desvelo y lo lleva a hacer un borrador con todo lo que cae bajo sus labios. En su afán, Rafa descuida los cursos de piano y otras responsabilidades pero, sobre todo, disipa la posibilidad de descubrir parte de su propia historia familiar, que la película insinúa con pequeños comentarios sobre la vida cotidiana de la comunidad judía de Montevideo. La mirada del director es por momentos fría y distante, pero los esfuerzos del protagonista, sus torpezas, incluso su extrema indolencia aportan la cuota de ternura necesaria a una película modesta e inteligente, formalmente rigurosa, que entrega un desenlace honesto y efectivo para los sinsabores del adolescente.
En épocas de tecnología digital y animación 3D, Disney apuesta a recuperar algo del espíritu de sus grandes clásicos con La princesa y el sapo, una comedia musical dibujada a mano, con decorados pastel y abundantes detalles. Aunque para estar a tono con los tiempos que corren, la princesa es afro americana y ciertos tópicos de los cuentos de hadas están reformulados de manera irónica para generar complicidad con los adultos. Así y todo, la protagonista podría ser una digna descendiente de Cenicienta o la Bella Durmiente, si no fuese por su carácter templado que la convierte en una heroína valiente y combativa. La acción transcurre en la Nueva Orleans de los años 20 y le sirve de excusa a los dibujantes para una detallada reconstrucción de la cuidad en el comienzo de la película, pero sobre todo ofrece un marco ideal para la notable banda sonora. El universo musical se integra perfectamente a la narración, la música jazz permite que los animadores se suelten y entreguen por momentos una explosión de colores y figuras abstractas. Si bien la historia central es previsible, y el villano vudú desentona y parece sacado de otra película, los personajes secundarios inclinan la balanza en favor de la película. Se trata de un sinfín de animales alegres y burlescos entre los que se destacan el cocodrilo que anhela tocar jazz con los profesionales y la encantadora luciérnaga con su poética historia de amor. Sin ser una obra personal o que represente algún progreso en el campo de la animación, La princesa y el sapo retoma los fundamentos narrativos y estéticos del dibujo animado clásico para plasmar un trabajo noble e intenso.
Una chica de espaldas que mira sus pies. Rosetta lleva su nombre bordado en la blusa como toda filiación. No hay historia ni novela familiar. Rosetta está condenada al presente. Ningún discurso sobre el personaje que nos impida conocerla, ningún comentario sobre su vida. Los directores encuentran la distancia justa para retratar a su heroína, lo más cerca posible, afirmando la necesidad de la urgencia y la permanencia. No hay un plano que no contenga a Rosetta, no hay una sola escena que no se sacuda con su figura. Esta omnipresencia es una de las grandes fuerzas de la película pero no representa un salvoconducto moral ni compasivo. Rosetta produce rechazo, es una bestia acosada, agresiva, incapaz de entrar en contacto con los otros. Sin embargo, hay algo en su búsqueda que cautiva y genera una identificación extraña. La presencia sensible de la cámara y el tratamiento depurado de la narración constituyen una disposición discursiva moderna. Rosetta pone en actos su imposibilidad de decir en palabras y gestos, utiliza el ruido ensordecedor de un ciclomotor para rebelarse. Los directores adoptan el punto de vista de esta chica que mira sus pies, que no ve a la gente ni el horizonte y permanece recluida en su cuerpo. Cine de poesía. Los Dardenne hacen sentir la cámara. Hay una contaminación estilística evidente entre el estado psíquico del personaje y la puesta en escena. Pero se trata de un cine de poesía distinto al enunciado por Pasolini, porque la cámara no es autónoma y portadora de un juicio moral sobre Rosetta. Sentimos que la acosa, la cerca y jamás la suelta, pero sin embargo no la encarcela sino que la hace vivir. La heroína arrastra a la cámara y con su actividad frenética le impide tomar distancia y emitir un juicio. No hay distanciamiento crítico posible y el pensamiento no puede establecerse según los circuitos acostumbrados. Los objetos cotidianos adquieren nuevos roles apartados de su primera utilidad, un secador de pelo puede aliviar el dolor de estómago así como es posible quebrar los huevos con la cabeza. Rosetta no es un personaje neorrealista que observa una situación insoportable sin poder actuar. Ella está sobre sus pasos y la amenaza constantemente con sus movimientos vertiginosos. Rosetta se aferra a la máquina con la que trabaja como si fuera su muñeca. Con una sola imagen los directores describen el estado del mundo con mayor justeza y contundencia que los miles de páginas escritas sobre el tema. El último plano es simplemente extraordinario: Rosetta quiere suicidarse con un tubo de gas que no puede arrastrar por su peso, y esa incapacidad física es lo que finalmente la salva. Para no abrumar al lector realzando el cine de los hermanos Dardenne (al respecto pueden leer un texto acá), sólo agregaré que Rosetta es una película soprendente que marcó la consolidación de su estilo. Su demorado estreno comercial es, sin dudas, el primer gran acontecimiento cinematográfico de este año. En tiempos de tecnología 3D y sonido estridente, es preciso ver la conmovedora escena en la que Rosetta se dice buenas noches a si misma antes de dormirse, para comprobar por dónde pasan las verdaderas posibilidades del cine contemporáneo.
El desencanto. No debe haber nada peor para un cinéfilo dispuesto a defender a capa y espada a sus autores favoritos que verse obligado a claudicar ante las pruebas de su decadencia. Hubo un tiempo en que adoraba a los Bacri, la pareja de actores formada por Agnès Jaoui y Jean–Pierre Bacri que con sus guiones corrosivos transformaron películas a priori intrascendentes, como Un aire de familia, en una colección de diálogos de antología. Los primeros guiones cinematográficos de los Bacri eran comedias corales construidas con una geometría teatral fiel sus orígenes que se valían de un humor cáustico pero sutil e inteligente para conectar a los distintos personajes. La construcción precisa encontraba un complemento ideal en una fluidez narrativa que nos cautivaba con su elogio del abandono a los placeres más banales siempre en una atmósfera de aparente levedad. Un estilo que calzó a la perfección en el magnífico díptico Smoking/No Smoking y llegó a su cumbre con la obra maestra Conozco la canción, ambas dirigidas por Alain Resnais. A pesar de no dirigir sus películas, la huella de los Bacri era reconocible delante y detrás de cámara. Y ahora, con la ventaja que otorga la perspectiva histórica no cabe duda que así debieron seguir. Porque cuando Agnès Jaoui decide pasar a la dirección con El gusto de los otros, la puesta en escena se torna esquemática, aparece una tendencia algo forzada a la reconciliación de los opuestos y comienza un declive que toca fondo en Háblame de la lluvia, película testigo de un modelo agotado que pone de manifiesto el egocentrismo de los Bacri, que pasan de cínicos a misántropos sin escalas. El desprecio. Háblame de la lluvia no es divertida ni inteligente. Los personajes lucen de manera muy evidente los estigmas de su condición. Jaoui encarna a Agathe, una intelectual parisina (y feminista) que se lanza a la política y aterriza en su ciudad natal para presentarse a las elecciones regionales. Tiene una pareja, pero no quiere casarse ni tener hijos (todo porque es feminista). Bacri es un realizador de documentales en decadencia (¿autoparodia?) que decide hacer una película sobre Agathe. Como anexo tenemos a la hermana de Agathe (que es infeliz en su matrimonio y encuentra consuelo en los brazos de Bacri), el hijo de Bacri con todos los clisés de hijo de padres separados, y el ama de llaves de la casa familiar que es argelina (y muy agradable, cómo no). Las sesiones de entrevistas fallidas para el documental, que seguramente provienen de la experiencia que los autores adquirieron del otro lado del micrófono, constituyen los escasos momentos en las que la rigidez se diluye, la película se libera y los actores encuentran un ritmo relajado y seguro. Pero estos instantes de felicidad cinematográfica son efímeros porque, en lugar de dejar que este divague sentimental choque contra los obstáculos naturales, los guionistas impregnan a la fábula de una moralina que encarrila a la fuerza el trayecto de los personajes de un modo amanerado. Debo reconocer que mi entusiasmo previo no estaba del todo justificado por los antecedentes, porque la propensión a la moraleja edificante ya estaba presente en las películas anteriores de Jaoui, pero nunca hubiese esperado semejante torpeza en la construcción dramática.
Los copos de nieve iluminan un suburbio perdido de Estocolmo. Naturaleza inquietante, calles desiertas, edificios lúgubres. Eli llega una tarde y se instala en el departamento vecino al de Oskar, un chico rubio, diáfano y frágil que vive torturado por sus compañeros y su deseo de venganza. Criaturas de la noche es una auténtica película sueca, hecha de nieve, sufrimiento interior e infinitas noches de invierno. Una polifonía extraña que mezcla la puesta en escena de la alienación de Oskar y la extrañeza radical de Eli, al tiempo que alterna los puntos de vista de diferentes personajes para evocar un malestar colectivo difuso. El virtuosismo estético para la organización de los planos y los movimientos de cámara está unido a la densidad narrativa y al rigor matemático con el que Alfredson encadena los acontecimientos, que oscilan entre horror y belleza, alarido y silencio, realismo y alucinación. El maltrato le provoca a Oskar una tristeza profunda vinculada a la exclusión, pero sobre todo engendra una terrible ira. La criatura al otro lado de la pared constituye el cuerpo de su cólera. Oskar profesa por Eli un amor platónico, más allá de su identidad, porque no puede sobrevivir sin ella y porque ambos comparten el mismo ostracismo social. Los dos freaks se fusionan a tal punto que generan cierta ambigüedad sobre la misma existencia del vampiro. El director filma los momentos sangrientos de manera inesperada, negando las convenciones del suspenso y la cámara subjetiva. Pero es ese desconcierto el que acentúa la extrañeza poética de la película. Tomas Alfredson construye un universo dónde el sonido, la duración de los planos y el fuera de campo están conectados en discreta armonía. Utiliza los distintos tonos de azul y rojo para multiplicar los contrapuntos. El espectador observa el pasaje de la inocencia a la locura, del sueño a la pesadilla, con una extraña cadencia que no remite a ninguna otra película del género. Todos los dolores emanan de la falta de comunicación, y las venganzas personales son motivadas por heridas íntimas que refuerzan el potencial universal de la historia. La nieve que cae sin cesar es, antes que un efecto poético, una forma melancólica de traducir la soledad. Criaturas de la noche es un cuento iniciático que transita las distintas formas del miedo, escoge los caminos desiertos y atraviesa sus túneles hasta llegar a la última escena, clímax del espectáculo, que explota el contexto de una pileta de natación para entregar unos planos memorables. El crepúsculo tan temido juega todas sus fichas y provoca una cumbre paroxística que mezcla risa y pavor. La película cautiva con su ritmo linfático y la belleza de las longitudes necesarias para desencadenar una intensidad final que no se agota al salir de la sala.
Luego de un prólogo formal con imágenes oníricas, La invención de la carne comienza en la sala esterilizada de un hospital donde un grupo de estudiantes observa los gestos de un profesor que examina el cuerpo de una mujer que parece muerta. En este universo frio y misterioso, los dos protagonistas se encuentran por primera vez. La que parecía muerta es María, una joven solitaria que presta su cuerpo a cualquier tipo de experiencia, y uno de los mirones es Mateo, un extraño estudiante de medicina que apacigua sus angustias en el agua de una pileta pública. Pero en realidad, los protagonistas son los cuerpos. Cuerpos que sufren, se aíslan, se expulsan y buscan otros cuerpos. Él rechaza su cuerpo con disgusto, ella utiliza el suyo para el placer de otros. Los dos cuerpos están siempre en primer plano, pero son demasiado torpes y temerosos, no saben tocarse, no pueden ponerse en contacto. Loza filma el sexo y la desnudez de manera desconsolada para que podamos percibir la necesidad urgente de oler vida en esos cuerpos. Mateo calla su destino pero busca a alguien que lo acompañe en el viaje. María lo sigue, vagabundea sobre una zona fronteriza que desconoce y se siente extraña a todo lo que observa. Cada uno hace su viaje individual aunque, poco a poco, se van acercando. El silencioso periplo da lugar a una historia de amor ambigua. En una metáfora del regreso a los orígenes, la pareja se encuentra repentinamente con un niño al que Mateo ayudó a dar a luz y que funciona como pretexto anecdótico para el viaje. Pérdida y redención. La película vuelve a ser un gran sueño, poblado de silencios y dolores encontrados, en el que los protagonistas están tironeados por fuerzas opuestas e intensas que los desgarran. Pero en ese magma conflictivo, y tal vez gracias a él, los taciturnos Mateo y María descubrirán una manera inesperada de estar juntos.
Lo importante no es filmar bien, sino filmar. - Jean-Luc Godard Olivier Marchal hace películas para ajustar cuentas con su pasado en la fuerza policial. La catarsis resulta demasiado evidente y sus desbordes de rabia se traducen en una tendencia al exceso a la hora de retratar la mediocridad del género humano y el cinismo de la institución. Sin embargo, el atractivo componente autobiográfico sumado a dos actores de prestigio lograron que El muelle fuera celebrada por gran parte de la crítica y el público, felices de encontrar a un humilde artesano capaz de fabricar una película de género popular, lejos de los delirios elitistas del cine de autor. Para MR 73 Marchal elige una historia todavía más sombría y sórdida, avalada por su experiencia personal como única garantía de autenticidad. Las intenciones están claramente manifiestas: la cara poco reluciente de la policía es el reflejo de la sociedad. La oposición entre el policía de la vieja escuela y su colega arribista y corrupto pierde credibilidad a fuerza de tanto choque. A pesar de todo, podemos rescatar a un Daniel Auteuil irreconocible en el papel de veterano alcohólico moralmente deshecho y físicamente destruido, frecuentado por los fantasmas de un confuso episodio que dejó a su mujer postrada. Pero ahí nomás vuelven los problemas, porque esta confusión es inaceptable para una película que allana el camino del espectador con una gran cantidad de flashbacks explicativos, efectos estilísticos pomposos y consideraciones psicológicas triviales. Cerca del final, el antihéroe se dirige con la cabeza gacha hacia la inexorable fatalidad, provocando una inflexión deliberada hacia la tragedia moral que se revela tan inverosímil y grosera como la reflexión final sobre la redención. El director intenta compensar la falta de intensidad dramática con bellas imágenes, valiéndose siempre de los mismos tintes, el ambiente fuera de época y las lluvias diluvianas, para describir el descenso a los infiernos del protagonista. Marchal fuerza la negrura con la técnica, utilizando una película casi quemada, con blancos deslumbrantes que se ajustan perfectamente a la estética de lujoso telefilme policial de qualité. En realidad, no hay que reprocharle a Marchal su visión pesimista del mundo, sino más bien su concepción profesional del cine, según la cual una buena película es la suma cualidades técnicas. La esmerada fotografía de Denis Rouden, junto a la gran composición del policía desencantado a cargo de Daniel Auteuil, el montaje nervioso de Raphael Urtin y la capa de melancolía que aporta la música de Bruno Coulais. Todo el mundo hizo bien su trabajo para que MR 73 sea un producto anodino que privilegia la suma de destrezas de gente del oficio en detrimento de la expresión de un autor.