Sabiduría cotidiana Mia Hansen-Løve continúa explorando sus temas predilectos: el paso del tiempo, la ausencia y la reafirmación personal. La cineasta aborda con sensibilidad, inteligencia y encanto el destino cruel de Nathalie: una profesora de filosofía de cincuenta y cinco años abandonada repentinamente por su marido. Una mujer valiente y obstinada que se enfrenta a la separación, a la crisis por la decadencia de su madre y al desencanto con los hijos que siguen otros caminos. Pero en lugar de un drama recargado de lágrimas y gritos, este duro golpe provoca un vaivén existencial que se revela de un modo extraordinario en el cuerpo de Isabelle Huppert. La energía excepcional, el humor estoico y el desequilibrio permanente se reflejan en su forma de caminar, en el ritmo entrecortado de sus movimientos y en los objetos que están siempre a punto de caerse de sus manos. El porvenir posee una trama hecha de gestos y vibraciones. El refinamiento discreto en el uso de la luz para los movimientos y el paso de las estaciones trasciende la crónica de una mujer para convertirse en un flujo iridiscente pleno de armonías, ecos y sugestiones. La delicadeza de la película está en la circulación de objetos y de cuerpos, con detalles concretos, visuales y sensibles que sugieren la búsqueda interior de la protagonista. Un ramo de flores que no se hunde en el tacho de basura expone la dificultad de Nathalie para hacer el duelo. Los desplazamientos de la heroína en el espacio tienen un sentido existencial. Los lugares están cargados de emociones, fantasmas, afectos y esperanzas de nuevas relaciones. Renunciar a la vida conyugal es abandonar los paisajes de Bretaña, sacar del departamento de París las últimas pertenencias de su marido y descubrir el ambiente rural de Vercors donde vive su antiguo alumno y nuevo amigo Fabien. En el cine contemporáneo es muy difícil encontrar a un profesor de filosofía hablando de su trabajo en una película. El porvenir asume esta elección singular y afirma la importancia del pensamiento. La cineasta reivindica el amor por los libros y su papel en la intimidad de muchas personas. El joven y bello Fabien espera a Nathalie al final de su recorrido como un pretendiente. Los libros circulan entre ellos como un secreto compartido. A través de esta relación intergeneracional, Mia Hansen-Love despliega las inquietudes de nuestro tiempo con preguntas sobre la educación, la política y la transmisión de valores. La peregrinación de la esposa abandonada crea la esperanza de un nuevo encuentro. Pero la cineasta elude brillantemente las expectativas otorgando un lugar especial a la vida intelectual de Nathalie. El diáfano camino hacia la libertad definitiva, la filosofía en acción, la sabiduría de la vida cotidiana.
La hechicera. esde La profesora de piano de Haneke hasta Tip Top de Serge Bozon, las mejores películas de Isabelle Huppert son aquellas donde la violencia deriva hacia el absurdo dejando al espectador en la puerta del secreto de su locura. Si la nueva película de Paul Verhoeven se llama Ella en lugar de Oh… como la novela de Philippe Djian en la que se basa, es debido a la fascinante presencia de la actriz, que despliega los motivos recurrentes en su obra de una manera sarcástica: las relaciones de poder entre madre e hija, verdugo y víctima, placer y sufrimiento. Una película torbellino alrededor de una figura femenina con una energía excepcional. La verosimilitud psicológica y los códigos de identificación son pulverizados por un humor devastador y una lucidez sorprendente. La actriz deriva el curso de los acontecimientos bajo la máscara de un rostro indescifrable. La circulación confusa, atractiva e inquietante de signos es decisiva para hacer de Ella un núcleo ardiente que atrae a todos los que la rodean. Michele es una madre divorciada, económicamente independiente y segura de sí misma, que diseña videojuegos violentos y eróticos con avatares femeninos y guerreros. El mundo de las pulsiones, las apariencias y los vicios ocultos bajo una diversión ligera. El desdoblamiento de la mujer objeto en heroína manipuladora. Los personajes evolucionan en un universo cotidiano, banal y prosaico. Sus perversiones son fluidas, en movimiento con la vida, el placer y el sadismo. Los sonidos son centrales en la compleja estructura: desde la rotura de vidrios y el chasquido de la carne contra el suelo, hasta el ruido de cubiertos y el golpeteo de las persianas. La música concreta de un universo versátil: la superficie apacible cobija un monstruo listo para emerger ante un ruido de platos rotos. En medio de esta sinfonía disonante, Verhoeven convoca a su musa para que dirija la orquesta. Con su rostro, su cuerpo, su voz y sus gestos, la actriz toca simultáneamente varias cuerdas, desde lo espectacular en extremo hasta lo plenamente cotidiano. La película quiebra su narrativa donde menos se lo espera. La escena de la primera violación es introducida por la mirada relajada de un gran gato que ronronea. La propensión de Michele a promover el caos que anima en lo profundo de su entorno hace insoportable su propia zona de confort. Su personalidad controvertida es aun más ambigua porque establece una relación frontal ante cualquier situación. Cuando le confiesa a su mejor amiga que tuvo una aventura con su marido, ella espera con los ojos abiertos mirándola a la cara, paciente, el efecto devastador de su anuncio. El contraste entre la atrocidad escandalosa de su pasado y el tono ligero con el que se lo cuenta a su vecino deja ver una interioridad tensa, peligrosa, opaca. La combinación infernal entre la neutralidad aparente y las manifestaciones físicas y emocionales engañosas encuentra su cima en el corazón de la historia: el humor negro despliega toda su dimensión en la mesa navideña con una pequeña comedia humana de parejas gravitando en torno a una Isabelle Huppert más pérfida que nunca.
Una cuestión ética Las películas de los hermanos Dardenne, como las de otros cineastas autores, se asemejan en ciertos aspectos. La pereza de algunos críticos hace que se confunda la coherencia apabullante de su obra con una mera repetición. De ahí a decir que su nueva película es menos de lo mismo, hay solo un paso. Pero lejos de ser una película menor, La chica sin nombre tal vez sea la más audaz de su extraordinaria filmografía. Manteniendo el rigor formal y el compromiso ético de su mirada, los cineastas evolucionan hacia una puesta en escena progresivamente depurada, para expresarse de un modo más sereno y sensible. La joven doctora Jenny Davin, esmerada e íntegra, una noche se niega a abrir la puerta del consultorio a una persona que golpea fuera de horario. Al día siguiente, se entera de que aquella persona fue encontrada muerta en el río: se trata de una joven negra sin documentos. Jenny se siente responsable e intenta averiguar las causas de la muerte o al menos encontrar su identidad para que sea enterrada con su nombre. Los Dardenne hacen cine político a partir de situaciones específicas. A diferencia del cine de Ken Loach, ellos nunca formulan explícitamente un gran tema ni reducen a sus personajes a una dimensión unívoca. Los dilemas no pasan por largos diálogos, sino por la acción pura, la urgencia, el movimiento. Las fronteras, los inmigrantes, la preocupación por el otro o la indiferencia, son temas que surgen entre las imágenes. El cuerpo habla Jenny avanza en su investigación como doctora: escuchando a los cuerpos y descifrando sus movimientos internos. Todos los que están implicados o relacionados con la muerte de la chica sin nombre somatizan. Jenny detecta sus mentiras a través de un pulso que se acelera, una crisis de vómitos o un dolor de espalda. Los Dardenne han sido desde siempre cineastas físicos, extremadamente precisos para filmar el cuerpo de los actores, sus movimientos, sus gestos, su materialidad y su posición en el espacio del plano. Los directores logran captar la exterioridad del actor, una intensidad que es asociada a su mirada humanista cuando filman personas, pero que se sostiene con lugares y objetos. La joven doctora no es culpable frente a la policía ni se siente en falta con las buenas costumbres del pueblo. Ella es culpable ante sus propios ojos. Jenny no tiene padres, amigos ni amantes. No es lo que en el cine convencional se conoce como “personaje”. Ella es la figura central de una cuestión ética. La tensión emocional que atraviesa la película proviene de la extraña mezcla entre esa abstracción ligada a la responsabilidad, y la encarnación del personaje por Adèle Haenel. De su cuerpo grácil, vivo y sensual, de su forma de hablar y de sus gestos, afloran simultáneamente caracteres contradictorios: la competencia profesional y la inquietud, la determinación y la incertidumbre. Esta combinación produce un efecto muy humano, una presencia física excepcional. La reflexión sobre la responsabilidad se transforma en un drama inquietante que pone en cuestión de un modo profundo y concreto las dificultades de vivir en sociedad.
El sentido de la memoria Una realidad de contornos difusos, un sinfín de pequeños fragmentos: recuerdos, sensaciones, fantasmas y anhelos. La narración se deja llevar por las corrientes de la memoria de Inés: desde su casa en el lago hasta su departamento en la ciudad, desde su infancia hasta su inminente maternidad. La necesidad visceral de llenar un vacío doloroso invade la pantalla, la belleza de los colores es el antídoto contra la desesperación. Un libro reúne las imágenes que mezclan una niñez idílica con los vestigios de una vida destrozada. Una vida que se desvanece lentamente por la desaparición del padre poco después de una última fotografía tomada al borde del lago. La orilla que se abisma: un pasado recurrente con el perfume de un misterio sin resolver. La memoria es un gran rompecabezas que se alimenta de la realidad y del ensueño en constante movimiento. La película nos permite componer nuestra propia melodía en una multitud de espirales que se entrecruzan. Inés recuerda una escena jugando a las escondidas de noche en un bosque cerca de la casa. Cuando el juego avanza, el ambiente iluminado por las linternas de los chicos se torna inquietante. El peligro acecha, pero de pronto las pequeñas lucecitas se funden en un universo imaginario, onírico, abstracto. En otra escena en el marco bucólico que rodea al chalet familiar, una rama se desprende de un árbol con un ruido fuerte y aterrador. La memoria también tiene que ver con los sonidos: una sensación, un crujido, el bosque. La idea de un lago es una exploración poética y emocional, una inmersión en la intimidad de una ausencia, una lúcida reflexión sobre el sentido de la memoria.
Acá pueden leer los tres textos sobre la trilogía de Miguel Gomes, a cargo de Aníbal Perotti: Las mil y una noches: Volumen 1, El inquieto (As mil e uma noites: Volume 1, O inquieto) Las mil y una noches: Volumen 2, El desolado (As mil e uma noites: Volume 2, O Desolado) Las mil y una noches: Volumen 3, El encantado (As mil e uma noites: Volume 3, O encantado)
Refugio interior Los caminos de la vida y los senderos de deseo, genealogías y nepotismo, planes de desarrollo inmobiliario y segmentación social. Las historias se construyen con uniones, quiebres y fugas, mediante una estructura tan perturbadora como transparente. La película comienza con un material de archivo que traza la historia urbana de Recife, seguido por un prólogo que transcurre en 1980. La esfera íntima del departamento es el cimiento de la historia. La puesta en escena destaca la geografía sentimental, familiar y social a través de un raccord, un zoom o un reencuadre. Las direcciones de las miradas y las variaciones sonoras conectan a los personajes entre sí y con los espacios. Como en Sonidos vecinos, su formidable debut, Kleber Mendonça Filho pone el foco en la extraña tensión entre las personas, los lugares y las potencias que los habitan. La actuación memorable de Sonia Braga, con una mezcla de pasión y naturalidad sorprendente, eleva a la película a otro nivel. Sonia se pone en la piel de Clara, el personaje central que defiende en el presente aquel bello departamento con vista al mar del prólogo. Su vida cotidiana está amenazada por una suerte de rugido silencioso que nunca dice su nombre. Los insidiosos ataques de un capitalismo sin valores en la trama más íntima del paisaje. Clara no baja la guardia ante los lobos falsamente corteses, ni cede una pulgada de su territorio concreto y abstracto. Los ecos de la esclavitud siguen presentes en los espacios y en los cuerpos, desde un curso de agua que divide la playa hasta la presencia del joven y pulcro empresario que observa la tez “algo mulata” de Clara. El presente muestra la descomposición de la carne y de los edificios. Las capas de memoria salen a la superficie. La película trabaja el tiempo de manera no lineal, desarrollando distintos niveles de profundidad por conexiones secretas: la sutil dimensión onírica de una realidad inquietante en la que el aire está habitado por el pasado. Pero Aquarius no es una película melancólica sobre la pérdida y el pesar. Clara combate en nombre de una fidelidad al pasado, pero también por una necesidad vital absolutamente contemporánea. Un cuerpo asombrosamente libre que reclama su derecho al disfrute con una salida a una disco con sus amigas o con los servicios de un joven amante por horas para conjurar la prepotencia de los ataques que recibe en su refugio.
El oasis Bruno Dumont es un cineasta único, con un estilo propio y rasgos personales que prevalecen en toda su filmografía. El placentero desconcierto que provoca su nueva película sacude las fronteras de su cine y consolida la sorprendente etapa inaugurada con la miniserie P’tit Quinquin. Dumont conserva el marco geográfico, un notable sentido del encuadre y su excepcional habilidad para dirigir actores. Pero ahora experimenta con una comedia demente, frenética y desmesurada. Y permanece fiel a sí mismo. El cineasta ha alcanzado un grado de madurez y autoconciencia que le permite reírse con los personajes de sus primeras películas. Una atmósfera de principios del siglo XX, un espacio surrealista, un sinfín de criaturas extravagantes. Con una audacia inusitada en el cine contemporáneo, La bahía hace convivir registros opuestos en una misma escena, superpone capas de humor y mezcla las grandes tragedias con el cine de Jacques Tati. Los protagonistas se dividen en tres familias: los Brufort, pescadores de la bahía y ocasionalmente antropófagos; los Van Peteghem, burgueses por excelencia enredados en sus tradiciones y rituales; y el grupo de inspectores comandados por unos nuevos Laurel y Hardy. Los Van Peteghem pasan sus vacaciones en la costa entre la vacuidad y el absurdo, mientras que los Brufort dedican su tiempo a la pesca y ofrecen sus servicios para cruzar un vado llevando en brazos a la gente que no quiere mojarse los pies. Su venganza consiste en devorar a un par de burgueses de vez en cuando. El inspector Machin y su compañero investigan sin suerte las misteriosas desapariciones en la bahía. Pero la piedra angular de la película es la desgarradora historia de amor que une a Ma Loute, el hijo mayor de los Brufort, y a Billie, la mayor de las hermanas Van Peteghem. Con la particularidad de que Billie no es un chico ni una chica, sino un ser fascinante que se mantiene indeterminado hasta los títulos finales. Una indefinición liberadora. La identidad del cine de Dumont no se diluye en contacto con las grandes estrellas. Los Van Peteghem están interpretados por la aristocracia del cine francés: un irreconocible Fabrice Luchini jorobado que camina con dificultad, una histérica Juliette Binoche que introduce el malestar en la familia y Valeria Bruni Tedeschi que, con un corsé demasiado ajustado, sostiene maravillosamente su aire de mujer contenida. Los personajes deliran en el territorio del cineasta. El scope suntuoso magnifica la belleza horizontal del paisaje. Los planos están compuestos como cuadros: manchones rojos en un cielo azul, pequeños personajes con trajes negros y sombreros bombín en la playa dorada como en un Magritte. Dumont confronta los cuerpos y los rostros con la brutalidad del mundo. No es azaroso que los Van Peteghem exageren su admiración frente a paisajes que el espectador no puede ver, o que encuentren tan sublime una bahía salvaje como un omelette que no se animan a comer. En el medio del choque de oposiciones marcadas están Ma Loute, que frecuenta las dos orillas, y Billie, una figura reversible. La ruptura es una constante. La huida de Billie después del sermón de Aude marca un cambio de tono asombrosamente lírico. Lo mismo ocurre con las innumerables caídas en la arena o los gags realistas con sonidos inverosímiles como contrapunto, desde el genial ruido a fricción de globo de goma en los desplazamientos del detective Machin hasta su memorable carrera final. En un último plano triste y luminoso, dos cuerpos se entrelazan y otros dos se separan, las miradas se cruzan y generan tensión entre los seres humanos ante una naturaleza infinita. Solo resta escrutar el cielo para encontrar las respuestas. Detrás de la locura, la experimentación y la comedia radical, se esconde la belleza secreta, y sin embargo familiar, que poseen desde siempre las películas de Bruno Dumont.
Una mujer bajo influencia Paolo Virzì intenta periódicamente revivir el espíritu de la mítica commedia all’italiana: aquel inolvidable género en el que el humor emergía de un profundo dolor, la comedia agria despertaba la risa sobre el reverso de lo trágico, y la ironía era el cristal con el que los grandes directores miraban más hondo. En esta ocasión, Virzì cuenta a su favor con una Valeria Bruni Tedeschi extraordinaria en su vena cómica, que bien podría haber sido partenair de Gassman, Mastroiani o Sordi. Pero la película no está a la altura de su talento. Loca alegría se queda en la superficie, lejos de la furia antisocial que pretende emular, con guiños que lucen forzados y vaivenes narrativos que terminan rendidos al sentimentalismo. La primera escena sugiere que todo es una cuestión de punto de vista: la cámara acompaña en plano secuencia a una Beatrice encendida, elegante y soberbia, paseando por los jardines de su soleada propiedad, hasta que en el final descubrimos que la diva en realidad está internada en un instituto para mujeres con trastornos mentales. La impulsividad de Beatrice la convierte en nuestra guía en el corazón de la Villa Biondi, donde funciona el centro en cuestión. Su vértigo transciende al resto de las mujeres e impone su personalidad y su trastorno. Lejos del mundo, Beatrice se convierte en el objeto, fascinante y caprichoso, de nuestra mirada. Valeria Bruni Tedeschi encarna a Beatrice: una rubia divertida, mitómana y excesiva, que dice lo que le viene a la cabeza y siente que su estatus social marca una distancia con las otras internas. Sin embargo, toma bajo su ala a una nueva paciente, introvertida y silenciosa. Donatella, una morocha con un aire a Béatrice Dalle, funciona como su contrapunto y complemento. En una repentina explosión de libertad, Beatrice huye, llevándola con ella. La unión magnética entre la princesa loca y la cenicienta transmite la alegría de dos mujeres fuera de norma. Con un ritmo desigual, el director se aleja de la vida cotidiana en la institución para confrontar a sus personajes con la locura del mundo ordinario y el devenir de Italia. Beatrice es antisocial y sin embargo cortés, lúcida y radicalmente fuera de realidad. Ella no entiende por qué el mundo ya no le pertenece y parece recordar a Berlusconi con nostalgia. Entre idas y vueltas, risas y lágrimas, la comedia se vuelve conservadora, el drama convencional y el final resulta demasiado edulcorado. Loca alegría se sostiene gracias a Valeria Bruni Tedeschi, que atraviesa la película con un timing cómico milimétrico, una sensualidad cautivante y un encanto irresistible.
Gelsomina en el país de las maravillas Las primeras escenas nos sumergen en una noche espesa donde unos hombres con armas y perros deambulan en el medio del bosque, descubren una casa, la ignoran y continúan su viaje. La película se detiene en este espacio, esperando el amanecer. Como si despertáramos de un sueño, descubrimos que en la casa vive una familia que se dedica a la apicultura: un hombre que parece alemán, su esposa italiana y sus cuatro hijas. Las maravillas no se inscribe en ningún género ni se asemeja al cine italiano actual:es una película profundamente singular que plantea una tensión permanente entre lo real y lo onírico, integrando las mitologías y adoptando un tono de fábula. La troupe vive en una suerte de autarquía campesina: una utopía puesta en peligro desde el exterior por los cazadores de la escena de apertura, y también desde el interior por la realidad económica que desborda a un padre colérico de frágil autoridad. La heterogénea amenaza exterior puede ser también la llegada a la casa de un adolescente que silba en lugar de hablar,la aparición de un camello incongruente, o el descubrimiento de un equipo de televisión conducido por Monica Bellucci. Esta figura con estatus de ícono pone en abismo la ficción y transporta a los protagonistas hacia una telerealidad onírica y sórdida en la que tienen que promocionar su miel para ganar un premio. La película elude la crítica fácil a los medios y resalta la belleza del romanticismo radical y desesperado de la familia. Desde el punto de vista formal, la calidad pictórica del súper 16 añade una carga sensual a los cuerpos, a las luces y a los paisajes. La empatía evidente de la cineasta con los personajes le permite construir un camino sinuoso en el que el núcleo familiar y el mundo exterior son dos ficciones que comienzan a comunicarse. Gelsomina es la mayor de las hermanas y la favorita del padre. Los muros de la fortaleza se agrietan cuando ella se proyecta hacia otros espacios. La película es testigo de una iniciación, un umbral simbólico y físico, el desplazamiento y la transformación. Gelsomina crea su propio relato tomando La strada como punto de partida hacia nuevos horizontes.
La política de los actores Hollywood, los años treinta, las estrellas, el glamour, la luz dorada, las grandes mansiones, el sueño americano. El joven Bobby llama a la puerta de su tío, un influyente agente de Hollywood en la cima de la efervescencia, para pedirle trabajo y al mismo tiempo escapar de su destino en Nueva York. A partir de esta premisa, el guion imagina, sin mucha convicción, un triángulo amoroso entre Bobby, el tío y su secretaria. Los malentendidos sentimentales en un ambiente de trabajo recuerdan a la típica comedia screwball de esa época. Café Society pretende invocar las emociones de aquel cine con un diseño ampuloso, bellos vestidos y pequeñas melodías de jazz, pero solo consigue un producto tan brillante como insípido. El contexto de la película parece anecdótico, la historia se reduce a lugares comunes predecibles y a un largo desfile de nombres (desde Ginger Rogers a Howard Hawks, pasando por Valentino, Gary Cooper o Judy Garland) pronunciados para darle credibilidad al personaje que interpreta Steve Carell. Los grandes cineastas encuentran el personaje en el actor, en lugar de imponerlo desde el exterior. Aunque la película los nombre como Bobby y Vonnie, vemos en la pantalla a Jesse Eisenberg y a Kristen Stewart, así como es imposible no ver en Bobby un alter ego de Allen. En Café Society, los actores lucen prisioneros de un guion típico del director, que muestra poco interés por los que no son Bobby/Woody. Eisenberg logra imitar algunos gestos de Allen y al mismo tiempo apropiarse del personaje: sus tics personales funcionan como una suerte de melancolía introspectiva por su fracaso en el amor. En cambio, la natural presencia cinematográfica de Kristen Stewart fluye mientras debe ocultar su dilema, pero cuando decide casarse con su jefe, la elección sentimental parece forzada desde el guion. La escritura de Allen es cada vez más perezosa: Vonnie era un personaje mucho más interesante que el que actúa Stewart. Peor aún, el narrador (el propio Allen) la describe como una mujer sin complicaciones, mientras que los sentimientos de Stewart parecen bastante difíciles de desentrañar. El director utiliza el cine clásico como una forma de recordar cierta frescura propia. Los actores contemporáneos recrean aquel imaginario pero nunca se convierten en verdaderos personajes. La fotogenia se pierde en un vestuario recargado. La notable paleta plástica de Vittorio Storarole aporta elegancia a una película mecánica, encorsetada y sin sorpresas, que solo respira en los encuentros, los paseos y las conversaciones entre Jesse Eisenberg y Kristen Stewart.