Fuocoammare está filmada en la tristemente célebre isla de Lampedusa, destino de innumerables embarcaciones que intentan cruzar el Mediterráneo desde la costa africana. El director organiza las escenas de un modo extraordinariamente cuidado, púdico y preciso, evitando toda representación dramatizada y sensacionalista. De todas maneras, la visión de la película entra en interferencia con la tragedia mundial: el desborde migratorio bajo los efectos de las guerras, las dictaduras, la miseria atroz y los desastres ambientales permanecen como un inquietante fuera de campo implícito. La película dibuja dos líneas paralelas. Por un lado, la cámara sigue los pasos de Samuele, un niño de once años habitante de la isla, con sus juegos, su vida familiar y sus amigos. Esta crónica se mezcla, mediante un montaje alterno, con las tentativas de salvataje y los procedimientos de recepción de los inmigrantes, adoptando por lo general el punto de vista de los socorristas, los bomberos, la policía y los médicos que se hacen cargo de los vivos y de los muertos. Gianfranco Rosi separa la vida cotidiana del fenómeno gigantesco y monstruoso. El único puente visible entre los dos mundos está encarnado por un médico que atiende a una joven africana embarazada y revisa los problemas de visión de Samuele. El documental sobre el niño nos cautiva de inmediato por su curiosidad, sus travesuras y su naturaleza rebelde, pero la mirada sobre los inmigrantes genera desconcierto. La nave es observada de lejos, desde la costa. La cámara sólo entra en el barco infernal una vez que ha sido despojado de sus ocupantes. La excepción es una escena magnífica de canto grupal que establece cierta individualidad cuando un joven africano grita el largo y difícil viaje a través del Sahara antes de la travesía por el Mediterráneo: a los sobrevivientes del desierto, el mar no los podrá detener. Lo que reconcilia a los dos polos de la película es una misma sensación de peligro frente al espacio marítimo. Fuocoammare es el título de una canción popular que la abuela de Samuele dedica a su marido pescador en una radio local. El mar tempestuoso, capaz de engullir marineros, forma parte de la vida del niño.Las escenas familiares marcan su presencia: los informes meteorológicos en la radio, la cocina a base de pescado y los temas de discusión. La película genera, de este modo, un singular acercamiento entre la tradición marinera del pueblo italiano como una cuestión antropológica y el omnipresente tema sociopolítico que se repite como una pesadilla sin fin.
“No sabes nada de Hiroshima”, decía el protagonista del gran clásico de Resnais. La película de Abbas Fahdel nos interpela del mismo modo: no sabemos nada de Irak ni de los iraquíes, más allá de los lugares comunes forjados por años de noticieros y propaganda. Homeland es un retrato sensible en el que esta visión simplista se desvanece para dar lugar a hombres, mujeres y niños que se convierten en nuestros semejantes. La película es un testimonio único de la vida en Irak antes y después de la invasión norteamericana, con el extraordinario valor de archivo de unas imágenes que conjugan la violencia absurda con el entorno íntimo del cineasta, mezclando la novela familiar y la épica, el diario y la guerra, la pequeña y la gran Historia. Fahdel filma sabiendo de antemano que todo va a desaparecer. La primera parte de la película es una crónica de la espera en un clima inquietante donde paradójicamente hay cierta ligereza. Mientras la televisión vierte las imágenes para la gloria de Saddam Hussein, la cotidianeidad está marcada por los preparativos: se instala una bomba en el jardín para que la familia tenga agua potable durante el conflicto; una montaña de panes se almacenan en una gran bolsa; los vidrios de las ventanas del living se refuerzan con una gruesa cinta de embalaje mientras todavía pueden verse los rastros de la que fue utilizada durante la última guerra. El subtítulo Irak año cero es más que un guiño a Rossellini. Para filmar después de la guerra, Fahdel filma a un niño: su sobrino Haidar. El niño es testigo, mártir y heredero de la guerra. Desde el comienzo, el espectador sabe de su muerte próxima. Será una víctima de tiradores desconocidos, en medio del caos provocado por la intervención norteamericana. El autor se fusiona con su obra, el proceso creativo depende en parte de una herida íntima. “Me tomó diez años hacer el duelo de Haidar”, comenta sobriamente Abbas Fahdel luego de proyección. En la segunda parte, la cámara sale de la casa y filma la destrucción, la angustia y la rabia de la gente que deviene aún más pobre. Abundan los saqueadores, la policía no hace su trabajo, la población comienza a armarse y las chicas no salen de su casa por temor a los secuestros. El cineasta instala su cámara en el auto de su cuñado, que es conductor y protagonista. A pesar de la catástrofe, Homeland conserva una energía singular. La película se contagia de la felicidad del director por estar con los suyos. La intimidad se extiende a personas desconocidas que encuentran en la calle. Y sin embargo, Irak es inhabitable. La tragedia llega al cine y nos estremece. El popular actor y director Sami Kaftan nos permite acceder a las ruinas de los estudios de cine de Bagdad: entre mesas de montaje inservibles y montañas de películas abandonadas, el viejo tema de “la muerte del cine” se materializa de una manera desgarradora.
A los setenta y cinco años, Marco Bellocchio filma una película deliciosamente excesiva, audaz y compleja. Los siglos fluyen a la sombra de los muros de piedra. Dos historias entrelazadas en el espacio y un salto en el tiempo desconcertante. En el mismo pueblo italiano, un convento poblado en la Edad Media por curas inquisidores, está habitado en la actualidad por un viejo aristócrata, asistido por un par de criados entre telarañas. Algunos actores son los mismos pero en roles diferentes. La pequeña ciudad es el escenario de una farsa gigantesca, un pueblo corrompido por una mafia de vampiros, un desfile de figuras absurdas. El lirismo salvaje de Bellocchio es más inquietante de lo que la superficie deja ver. El drama monástico se transforma en una comedia hilarante alrededor de la Italia contemporánea en la que la carcajada tiene el regusto amargo de una cultura condenada a la extinción. El cineasta se aparta del clasicismo de sus últimas películas en busca de una mayor libertad narrativa. Sangre de mi sangre es oscura, barroca y misteriosa. Los fantasmas y demonios se cruzan en el tiempo sin reconocerse. Las obsesiones permanecen: la familia, la sociedad italiana, la religión, la corrupción política, el reinado del dinero o la justicia a las órdenes de los poderosos. Pero lejos del juicio didáctico, la película mantiene su misterio para que surjan antiguos temores, deseos, emociones. El cineasta redobla la apuesta, su imaginación no tiene límites, su universo parece indescifrable. Una pared se derrumba en el convento, los vapores calcáreos se elevan y aparece una bella mujer desnuda balanceando imperceptiblemente la cabeza al son de una melodía de Metallica en versión coral. Un instante maravilloso; una película libre, hermosa e inolvidable.
El melodrama frente al espejo Sin la distancia irónica ni el humor provocador característico de buena parte de su filmografía, Almodóvar se sumerge en un espléndido melodrama. Las primeras imágenes instalan una atmósfera cargada de maleficios. La cámara acaricia los pliegues de una tela roja que rodea a un objeto misterioso. El autor nos invita a dejarnos llevar por la plenitud de los colores, por la belleza como camino hacia el dolor. La mezcla justa entre el calor pictórico y la frialdad estilística de sus imágenes impregna la historia con una infinidad de tonos. Dos épocas, dos actrices, dos caras de un mismo personaje: la omnipresencia de una mujer doblemente encarnada frente a una ausencia inexplicable. En el cine de Almodóvar la ficción es movimiento. En el corazón de la historia, la heroína se precipita en un tren donde todo se pone en juego: el encuentro con el amor de su vida, la primera confrontación con la muerte, el deseo y el miedo, el dolor y el placer. En el punto culminante de una secuencia de notable intensidad, Julieta ve a un ciervo a través de las ventanas del tren. La aparición del animal profetiza la agitación por venir. Pero el destino importa menos que la ruta tomada por la protagonista para alcanzarlo. A través de un espejo con el filtro de la experiencia, una mujer habla con sus fantasmas para apaciguarse. La Julieta de cincuenta años dialoga con la de treinta, los cuerpos interactúan. La protagonista no puede escapar de su vida anterior. La película está construida alrededor del vacío que la rodea. Julieta deberá esperar que las capas de un pasado inextricable emerjan para entender la naturaleza de su implacable destino. En un instante maravilloso, Almodóvar esgrime su esencia, resume a todas sus heroínas en dos cuerpos y condensa todo su cine en dos rostros que se funden en un soberbio planomágico.
Crimen y castigo Volviendo de un paseo con su perro por el parque, Patrascu sube la escalera de su edificio mientras escucha a una vecina discutir acaloradamente con un hombre, que luego sale al rellano y lo saluda. Es su vecino de abajo. Al día siguiente, la joven es encontrada muerta. El protagonista no comenta el incidente con su familia ni se lo informa al inspector de policía. La muerte, como la pelea de los amantes, ocurre fuera de campo. El sonido determina las acciones de un modo extraordinario. Con una notable economía de medios y un sistema formal riguroso, El vecino hace de Patrascu la figura central de todos los planos, estoico sobre un decorado fuera de foco, tensionado entre callar o comprometerse con la verdad. La sutileza de la película descansa en Teodor Corban, que imprime íntimos matices a su encarnación de un personaje y de un mundo. Patrascu sigue su rutina de trabajo, concentrado en crípticas conversaciones telefónicas o resolviendo las complejas formalidades administrativas para la matriculación de vehículos. Pero el incidente afecta su conciencia como cómplice involuntario. Radu Muntean logra mostrar este golpe sutil sobre la conducta del protagonista con pequeños detalles en el lenguaje corporal que evidencian el dilema moral que está afectando físicamente su vida cotidiana. La película se construye a imagen y semejanza del trabajo repetitivo y meticuloso del protagonista. El comportamiento ambiguo se mantiene incluso cuando Vali, el presunto asesino, comienza a insinuarse en la vida de Patrascu, pidiéndole actualizar su registro o yendo a instalar internet a su casa. Como una mala conciencia, aquella silueta difusa en la escalera regresa y termina en su mesa familiar. El protagonista vuelve a la escena, como Raskolnikov luego de su crimen. Pero el castigo es periférico: es la culpa del testigo. De a poco, el malestar de Patrascu se contagia de una tensión perturbadora, penetrante y creciente. En un momento, la furia será incontenible, habrá un enfrentamiento físico asombroso y el realismo se irá desbordando de un modo imperceptible hacia una pesadilla latente donde los niños devienen sonámbulos para inquietar nuestra conciencia.
El jardín de los senderos que se bifurcan En el cine de Raúl Ruiz conviven la realidad y las visiones, los sueños y las historias paralelas. En Misterios de Lisboa, las ramificaciones son un principio determinante: el campo de juego se extiende en el tiempo y en el espacio, las historias se multiplican y revelan constantemente nuevos personajes. El cineasta se hace cargo con una notable lucidez de la larga tradición literaria, teatral y audiovisual en la que se inscribe su película. El placer de un género popular se funde con la distancia generada por cierta ironía, movimientos de cámara extravagantes y una maravillosa inventiva visual. La mezcla de folletín romántico y precisión psicológica realista es perturbada de a poco por una visión fantástica, levemente humorística, de una sutileza raramente alcanzada en el cine. Por su ambición, su extraordinario logro artístico y su dimensión testamentaria, Misterios de Lisboa ocupa en la obra de Ruiz un lugar comparable al de Fanny y Alexander de Ingmar Bergman. Ruiz construye un dispositivo complejo con viajes al pasado provocados por las historias que cuentan los protagonistas. Pero la técnica del flashback no es utilizada para responder a un interrogante, sino para abrir nuevos misterios. Partiendo del deseo de un niño por saber quiénes son sus padres, un sinfín de personajes de identidad vacilante se debaten entre novelas familiares, transformaciones, revancha social, redención personal, traiciones y venganza pasional. Contra los lugares comunes del cine de época, la puesta en escena está al servicio de la percepción de otro mundo secreto y paralelo. Como en una ópera wagneriana, el cineasta dispone del tiempo necesario para entrar en el universo encantado. Ruiz privilegia los planos largos, los lentos y sensuales movimientos de cámara, mientras la banda sonora arremete con una musicalidad y precisión admirables. Misterios de Lisboa celebra el poder de la ficción conjugando la densidad y la claridad de un modo sorprendente. Las historias, las derivas y los misterios, con el romanticismo a flor de piel, atraviesan todos los temas posibles: el secreto y la sinceridad, la solidaridad y la humillación, la inocencia y la identidad. Los cambios de tono no afectan la coherencia del conjunto: los toques de humor van desde la participación de un loro hasta el sirviente que anda a los saltitos, pasando por momentos que bordean lo grotesco, como cuando el monje le ofrece al hijo el cráneo de su madre. A través de la lúdica recurrencia de los criados detrás de las puertas, ventanas y paredes, Ruiz juega con la idea de que un observador inoportuno puede espiar y ventilar los secretos. La puesta en abismo llega a su cumbre cuando filma a una pareja adultera a través de cortinas teatrales. El artificio convive con el placer y la intensidad de las narraciones. El encuadre de las pinturas dentro del plano desmiente lo que se enuncia. Como en un cuento de Borges, los eventos descriptos tal vez sean sólo una parte de las múltiples posibilidades. En el laberinto temporal, los caminos se bifurcan en una fronda infinita y vuelven a comenzar.
Lingua franca Francofonia comienza donde terminaba El arca rusa: con la imagen de un barco transportando simbólicamente la memoria de una civilización. Del Hermitage al Louvre, la evocación errante, las fronteras de la historia y del tiempo que se desdibujan. En lugar de aquel monumental plano secuencia, la nueva película de Sokurov asume abiertamente sus rupturas, pasando de escenas documentales a recreaciones de ficción o momentos didácticos, que siguen el flujo del pensamiento del autor a través de asociaciones libres. Con este trabajo poético y artesanal, Sokurov ilumina y pone en relieve lo que conecta a los hombres, países, épocas y sensibilidades: el arte como lenguaje común de la cultura occidental. El tema central es el destino del Louvre y sus colecciones en el comienzo de la década del 40, o cómo Jacques Jaujard, director del gran museo francés, y el conde Franz Wolff-Metternich, jefe de la misión alemana para la conservación de obras de arte, llegaron a un acuerdo tácito. La audacia de Sokurov está en la fantasía de su evocación, que incluyen momentos de humor desconocidos en el autor hasta el momento, como cuando se pone a Hitler abiertamente mal sincronizado en las imágenes de archivo. El cineasta manipula el material sin pudor, inventando, por ejemplo, bombarderos nazis sobre el museo. La película yuxtapone documentos de diferentes orígenes y contenido, mezcla material de archivo y escenas de ficción, alterna colores y texturas. La disparidad de elementos es su gran valor estético. El paseo por las galerías del Louvre y los pasillos del tiempo se ve perturbado por las escenas bajo la ocupación y por la presencia de los fantasmas habituales en el cine de Sokurov. Un Napoleón narcisista aporta una mirada crítica sobre el legado revolucionario, mientras Marianne repite todo el tiempo «Liberté, égalité, Fraternité», como una suerte de mantra vacío de sentido. La cámara intenta desentrañar el misterio de los rostros en las pinturas, cada cuadro se conecta con otro de un modo íntimo, el autor está en el verdadero corazón de la película. La forma ha perdido amplitud, seguridad y contundencia en favor de una película más libre, misteriosa y personal.
Summertime Con las luchas por la emancipación de los años setenta como telón de fondo, Catherine Corsini retrata de una forma directa, personal y conmovedora el romance entre dos mujeres atravesado por sus diferencias sociales: por el abismo entre París y el interior profundo de Francia, por la diferencia entre la joven que reflexiona sobre su condición y la que vive su instinto. Delphine está tensionada entre su amor por el campo y su deseo de liberación: vive con su padre, trabaja la tierra y mantiene en secreto su evidente atracción por las mujeres. Para emanciparse de las ataduras familiares y ganar independencia económica, Delphine se instala en París y logra seducir a la bella Carole que está insatisfecha en su relación con un amable joven de izquierdas. La escritura de la película es inteligente, pero la puesta en escena no siempre está en el mismo nivel, sobre todo en algunas secuencias de manifestaciones colectivas que carecen de la sustancia necesaria para hacer sentir la materia viva de un periodo. Philiphe Garrel hay uno solo. Corsini intuye esta dificultad y abandona rápidamente el retrato colectivo para centrarse en la historia de amor. Las grandes luchas teóricas se funden en una cotidiana y pragmática: vivir la homosexualidad en las zonas rurales. La película vibra con los vaivenes emocionales de una epopeya melodramática en la que los afectos están enredados con las opciones de vida. La apasionante historia de amor entre Delphine y Carole está iluminada por las dos bellas actrices que la encarnan: Izia Higelin y Cécile de France. La cámara de Corsini acaricia la anatomía e indaga las líneas de unión: la gracia infinita de sus cuerpos simboliza maravillosamente el deseo de liberación.
Corazón fantasma El cine de Philippe Garrel está poblado de sombras: el amor y la creación, viejas pasiones y sueños rotos. Su última película prolonga este universo con la pareja, la infidelidad y los celos como corazón palpitante. El tiempo contemporáneo e indefinido, sublimado por un blanco y negro intenso, lleva a los planos hacia una abstracción poética. La voz en off de su hijo Louis, recuerda a la narración de Jules y Jim de Truffaut. Los diálogos atemporales en una París muy Nouvelle Vague respiran el aire de los Cuentos Morales de Eric Rohmer. Una historia simple con una composición de infinita riqueza. Una película sobre la verdad de los sentimientos: ligera y elegante, tierna y lúcida. Clotilde Courau es la presencia femenina más soberana que haya atravesado un plano de Garrel en mucho tiempo: sus movimientos brutos, la opacidad de su rostro y la intensidad de su actuación conforman un cielo cambiante que eclipsa la historia. En la primera escena, un tipo hosco amenaza con desalojarla si no paga una deuda. La cuestión del alquiler no vuelve a aparecer en toda la película pero permanece como una sombra. Su marido cineasta tampoco tiene dinero. Cuando observan el material sobre la Resistencia Francesa que estuvieron filmando, se toman de la mano: son una pareja de otra época. Mientras trabajan, una joven emerge de la cinemateca con latas de celuloide y cautiva a nuestro héroe sombrío. Los rostros, cuerpos y gestos de los protagonistas son instrumentos con los que el cineasta crea dúos armónicos o disonantes. Lejos de limitarse a su sentido inmediato, las secuencias, las imágenes y los diálogos, irradian su camino a través de la película. Un collar se pierde entre los pliegues de las sábanas, una estufa a gas recuerda las privaciones del comienzo: la rareza de los objetos transforma, como en sueños, los sedimentos narrativos. Un corazón fantasma camina en las calles despobladas: el paseo deviene aventura. A la sombra de las mujeres es una película singularmente feliz que utiliza la ironía y el humor como antídotos contra la melancolía. La pareja infiel, unida en la oscuridad de la habitación, se estrecha con una extraña mezcla de felicidad, opresión y costumbre. Instantes de verdad, audacia y belleza que culminan con un abrazo en el que los actores, los cuerpos y las palabras, se fusionan entre risas, rabia contenida y una magnífica frase final: “Perdón mi amor, te mordí”.
Placeres desconocidos La enorme cartografía del espacio en China y el tiempo insondable entre el pasado y el presente constituyen una matriz en la obra de Jia Zhang-ke. El cineasta ausculta las gigantescas mutaciones de su país de un modo estilizado y a la vez inscripto físicamente en una realidad material. Lejos de ella se interroga sobre el devenir de los valores esenciales que sustentan las relaciones humanas en el contexto de la veloz transformación de las formas de vida. La película instala una contradicción dinámica y abierta entre dos concepciones del tiempo: la línea recta, que sigue un curso rápido por los tres episodios en tres épocas diferentes, materializadas en los autos, motos, trenes, camiones, aviones, tranvías y helicópteros que utilizan los protagonistas; y el tiempo cíclico de la tradición, con elementos, figuras y motivos que se repiten o reaparecen de una época a otra. La última película de Jia Zhang-ke explora nuevas tonalidades manteniendo una total coherencia con su obra anterior. El cineasta filma por primera vez en el extranjero y en idioma inglés, abandona a los personajes a lo largo de una historia de más de veinticinco años y juega con los formatos de proyección. Lejos de ella es un cuento desesperado y emotivo que sorprende por el uso de materiales visuales diferentes, a mitad de camino entre el ensueño y el hiperrealismo. La película moviliza los recursos del melodrama clásico: la presencia y la belleza de Zhao Tao aportan una desmesura inédita. Todo va muy rápido, entre elipses y ramificaciones que dejan olvidados temas narrativos. Una sorprendente metamorfosis formal fluye desde el formato de video cuadrado para el himno kitsch “Go West” de Pet Shop Boys, hasta el scope frío y azulado del lujoso exilio australiano. Un país desorientado convertido en un karaoke. La imagen digital como plástica posmoderna, un relato errante, una poética del desvanecimiento, el aire etéreo de la música electrónica y los fuegos artificiales para el vacío que aflora inexorable.