Llega a los cines la continuación de “Taxi”, una saga que va por el 5to capítulo. Si las primeras impactaban, lamento decirles que este no es el caso, amigo lector. Quién protagoniza el film es el mismo que lo dirige y, por si fuese poco, uno de los guionistas. Tomó una gran responsabilidad Franck Gastambide para realizarlo y actuarlo, luego de que pasara tanto tiempo desde la última entrega. Sylvain Marot es un policía eficiente, con aspiraciones de hacer una gran carrera dentro de la fuerza y, por sobre todas las cosas, tiene una gran habilidad y pericia para manejar veloces automóviles por las intrincadas y congestionadas calles francesas. Su trabajo estaba en París, era feliz, tenía prestigio, comenzaba a ser reconocido y se sentía un ganador, en el amplio sentido de la palabra, tal es así que se involucró sentimentalmente con la mujer equivocada y, a causa de ello, lo transfirieron a Marsella para que ocupe un puesto de menor jerarquía en la Policía Comunal. Lo que parecía un planteo inicial clásico, pero efectivo, se transformó en un desatino que ni los soleados días, el mar azul, la ciudad sureña, o los autos caros, pudieron compensar Porque el director contó con una gran producción, dinero, unos cuantos vehículos preparados para destruirlos, varias locaciones, un gran elenco, etc., pero la historia falló desde el guión. Intenta ser graciosa, pero no lo es. Cada personaje es estereotipado al máximo. Todos los compañeros del cuartel tienen exacerbados los defectos, hasta su compañero de aventuras, un taxista llamado Eddy (Malik Bentalha) que, de tan torpe con sus movimientos, como con sus dichos, llega un momento en que se vuelve intolerable, Cómo otros personajes secundarios que cruzaron la línea de la comicidad y terminaron siendo ridículos. La tarea de ellos es sencilla, hasta que una banda de asaltantes italianos, especializados en robar joyerías caras, asolan a todo el vecindario. Y el encargado de atraparlos es Marot. Esta narración es desarrollada con un gran ritmo, no dan respiro las persecuciones automovilísticas. Pero aquí se acaban todos los méritos. Es así, estimado lector. La película está hecha con la mejor voluntad del mundo. Los actores están involucrados responsablemente, para que sus interpretaciones resulten creíbles. Lo que no es creíble es el cómo se cuenta el relato, perjudicándolo notablemente.
Durante los primeros años de la década del ´90 un grupo de jóvenes veinteañeros, estudiantes vinculados al mundo de las letras, sienten la necesidad de escribir poesía, aunque no tengan un referente, un guía a quién seguir. Y, como toda persona de esa edad, precisa naturalmente rebelarse, discutir lo establecido. Entonces para llevarlos a los hechos y que no queden en sólo palabras crearon una revista literaria, con un nombre sugestivo, “18 whiskys”. A través de ese medio podían expresarse, escribir lo que querían, sin censura, pero, por una lucha de egos y desavenencias personales, únicamente se editaron dos números dobles. Para reflotar esos recuerdos Mario Varela, integrante de aquel grupo, filmó este documental. No se escuchan arrepentimientos por no haber continuado con el proyecto, sólo anécdotas y añoranzas de esos tiempos. Hay un narrador principal, Jorge Aulicino, quien relata la historia de la revista y de los integrantes del grupo sentado en un confortable sillón del living de su casa mientras fuma en pipa. El director también está frente a cámara en todo el documental, donde se va encontrando, uno a uno, con sus ex compañeros y charlan sobre el protagonismo que tuvieron en ese entonces, y en la actualidad, dentro del mundo literario. A ellos les gustaba, y les sigue gustando, beber vino, especialmente, y lo hacen notorio en pantalla porque el director exhuma una filmación casera, en la que están todos juntos y en ciertos casos, por separado. Charlan entre ellos, o hacen declaraciones a cámara, todos bajo las influencias de un alto contenido etílico. De jóvenes se los ve diciendo varias cosas inconexas, de adultos, ven esos momentos de otro modo, filosofan lo que ocurrió con la poesía en los últimos 25 años. Algunos de ellos también recitan poemas. El director, aprovecha el tiempo al máximo, se mueve constantemente para reunirse con ellos nuevamente, aunque los visita a uno por uno. También viaja a otras provincias y, como si fuese poco, a Japón y Filipinas. Todo dentro de un concepto estético y narrativo uniforme que le da sentido a lo que quiere transmitir al espectador. Los poetas recuerdan sin melancolía. Añoran, pero no entristecen. Saben muy bien que su vida es el ahora y que aquello fue una linda locura juvenil.
Sin suerte. Signado por la desgracia. Así nació Ángel (Vladimir García) alias “El Silbón”. Porque en el momento del parto su madre fallece y su padre Baudilio (Fernando Gaviria), desesperado, busca vengarse, matando a cualquiera, y de paso el odio y el rencor va acumulando hasta convertirse en una desagradable y malvada persona. Tal malo es que, con sus actitudes, culpa a su hijo por haber quedado viudo. Viven en un rancho y el chico está siempre sucio y viste con harapos. Y por portarse mal, lo mantiene encadenado. Esta coproducción mexicana-venezolana, dirigida por Gisberg Bermúdez Molero, cuenta lo que puede parecerse a una leyenda de campo: El mal con el mal se paga. Porque cuando crece “El Silbón” sucede un hecho clave en el que termina muerto, y, desde el más allá, llega a su poblado para asesinar a todos los malos de la manera más violenta y desagradable posible. El film, catalogado dentro del género de terror, pero más vinculado al gore, tiene desde la idea primaria la pretensión de ir generando interés o expectativa, pero está narrado en un ritmo muy lento, que no se traduce en tensión o misterio, Lo mismo podría decirse del elenco, que se mueve como en cámara lenta. La parsimonia manda dentro de la uniformidad de criterio y rigor estético. No sorprende, utiliza el realizador muchos lugares comunes para contar una historia, donde los ruidos incidentales son los ladridos de perros y aleteos de pájaros para resaltar los momentos más álgidos. Otro pecado que puede observarse dentro de la estructura argumental, son ciertos personajes que aparecen en varias escenas y terminan en no influir en el relato. Como el de una nena que está poseída por el demonio, hace profecías dibujando frenéticamente en varias hojas. o el de una bruja que practica magia negra, pero luego desaparecen sin dejar rastro. Lamentablemente es un producto que no asusta. Tampoco pone los pelos de punta. El monstruo recién aparece en el último tramo de la película porque, en la previa, lo que resaltaba era la violencia y resignación de gente muy pobre que, a duras penas vive del campo, y en el que Ángel se transformó en “El Silbón”, para hacer justicia, a su manera.
Bernardo Arias acaba de cumplir 90 años. Aunque no lo parece. Es vital, locuaz, divertido, no precisa usar audífonos ni anteojos. Él tiene un pasado de asistente de dirección de afamados directores de cine y también se animó a dirigir en tres ocasiones. Ahora tiene un deseo que lo viene planificando desde hace mucho tiempo. Sería una suerte de última voluntad, dejar un legado para la posteridad. Es la de realizar una película que pueda explicar lo que es el arte. Menudo objetivo se propuso, porque el tema elegido tiene una infinidad de aristas para abordar. Tuvo suerte Bernardo porque se cruzó en su camino el documentalista Marcelo Goyeneche, que le propuso colaborar en su proyecto y él hacer un documental sobre la filmación del sueño del anciano. Para encarar la producción de esta idea cuentan con la ayuda del artista plástico y escultor Antonio Pujia, quién no sólo da su opinión de lo que es el arte sino que también se lo ve trabajando y dando charlas en su estudio. El documental transita los lugares comunes de filmar a los entrevistados en sus ámbitos más cómodos y familiares, como es la casa del protagonista o siguiéndolo al taller de Pujia. Para acompañar la historia, el mismo director se coloca frente a cámara y, además, una voz en off actúa como hilo conductor. Para completarlo estéticamente, durante las transiciones, en donde no hablan a cámara sino que se los ve trabajando, suena una potente música instrumental. También, para contar sucesos de hace mucho tiempo, el director reafirma los datos exhibiendo archivos fílmicos de noticieros, escenas de largometrajes o ficcionando una parte de la infancia del escultor. Además, Bernardo ofrece a cámara sus más preciados tesoros, que son las fotos de los distintos backstages de las películas en las que él trabajó. El relato sufre a lo largo de su narración ciertas disparidades en cuanto a su rigor conceptual. Tal vez sea por el hecho de haberla filmado durante tres años, y de contar con varias horas de material. Pero hay momentos uniformes, cálidos, cinematográficamente viables, con otros que se asemejan más a un contenido televisivo. La búsqueda de la respuesta correcta sobre qué es el arte no tiene fin. Sólo se pueden permitir ciertas reflexiones como que no importa tanto ser técnicamente perfecto, sino que, lo fundamental, es la manera en que el artista pueda expresarse a través de su obra. Si logra atraer y sensibilizar a la persona que la esté observando tiene el talento suficiente como para sobresalir.
Denso tratamiento de problemáticas familiares en el contexto de la cultura japonesa Problemas familiares hay en todos lados. No sólo es propiedad del mundo occidental, también se da en una sociedad rígida y fría como la japonesa, donde los padres hacen cosas que terminan lastimando y traumatizando la mente de sus hijos. De eso trata un poco este film de Hirokazu Koreeda, cuya misión es la de contar la vida de tres hermanas que viven juntas, en la casa que fue de sus abuelos primero y luego la de sus padres, pero, actualmente, sólo la ocupan ellas tres. Sachi (Haruka Ayase) es la mayor. Yoshino (Masami Nagasawa), es la del medio y Chika (Kaho), es la más chica. Todas trabajan, tienen novios más o menos estables, se llevan, dentro de todo, bastante bien, se ocupan de la casa, etc. Pero un día se enteran que su padre murió y deben ir al funeral que es en otro pueblo, donde vivía con su otra familia. Este hecho sucede así porque él las abandonó hace 15 años y se fue con otra mujer, con la que tuvo otra hija, Suzu (Suzu Hirose), la hermana menor que hace referencia el título de esta obra. Ellas deciden adoptarla, de algún modo, y se van a vivir las cuatro juntas en la misma casa. Suzu todavía va al colegio secundario y juega muy bien al fútbol. La película transcurre en lo que las hermanas hacen todos los días del año. Sus trabajos, quehaceres domésticos, la producción de licor de ciruelas, la cocción de distintos tipos de comidas. Aquí hay que hacer una llamada de atención, cocinan mucho, no sólo las protagonistas, sino otras personas también. Y comen, comen mucho también. Así que no es recomendable verla con hambre. La realización no se basa en narrar grandes conflictos, porque eso fue expuesto al comienzo del mismo, sino que lo interesante es ver como las chicas se van apoyando mutuamente, cada una con su personalidad. Que les permite aflorar sus emociones, recuerdos dolorosos y sentimientos encontrados. Para buscar sanar las heridas del pasado provocadas por un padre adúltero y una madre que también las abandonó un año después que él por no poder soportar la vergüenza que le provocó su marido. De ese modo transitan las escenas, priorizando las relaciones personales, los diálogos, la ausencia de música, la calidez y la frialdad humana en su máxima expresión. También llama mucho la atención, en un país tan tecnológicamente evolucionado, que nadie utilice una computadora, una tablet o un celular, sólo se habla cara a cara y tienen tiempo para ocuparse de otras cosas, como las de estrechar cada vez con más fuerza el vínculo entre las cuatro y que a la hermanastra sea considerada como una igual, una más de la familia.
Obra pequeña desde la historia, pero grande desde lo filosófico Se podría interpretar desde el título que esta película hace referencia a alguna fábula, pues no es así, pero podría serlo. Porque, pese a que el zorro aparece en algunas ocasiones, lo importante aquí es otra cosa, mucho más profunda, cuestionadora y polémica, como el hecho de que los padres deben querer y aceptar a sus hijos indefectiblemente. Así es, en las profundidades de las sierras cordobesas, más precisamente en Unquillo, transcurre este relato, centrado en la relación de Julia (Umbra Colombo), una prestigiosa actriz de teatro que quedó viuda hace poco tiempo, y su hija de 12 años, Emma (Victoria Castelo Arzubialde) cuando regresan a la casa familiar para venderla: Una propiedad grande, con jardín y pileta de natación, que fue testigo y partícipe de tiempos mejores pero en la actualidad se encuentra deteriorada y vandalizada. Julia no pretende arreglarla, sólo venderla y marcharse de allí para no volver más. La directora Inés María Barrionuevo realizó un film pequeño, desde el punto de vista de la historia, pero grande desde lo filosófico, porque lo esencial de la narración son los climas y las atmósferas en las que se desenvuelven la madre y su hija. Julia está ausente con sus pensamientos y actitudes. La cabeza le trabaja sin parar. Siempre se encuentra pensativa, taciturna. Su única motivación que la saca del letargo es el proyecto de una nueva obra teatral que le acerca su viejo amigo Gaspar (Pablo Limarzi), también actor. Emma, con su corta edad, es mucho más madura y autosuficiente que su madre. Quiere hacer actividades o salidas con ella, pero a Julia le molesta. La lucha se da permanentemente durante todo el largometraje. Ser madre es una vocación y una necesidad, pero para la protagonista es un ancla que le impide tener libertad, situación que logra únicamente cuando está en un escenario. La realización transcurre dentro de estos parámetros. Lenta y parsimoniosa. Pero es necesario apoyarse en este ritmo porque lo rico son las actuaciones de las dos, acompañadas cálidamente por Gaspar. Los vaivenes emocionales de Julia son palpables. Sufre, está rota por dentro, aunque intente demostrar lo contrario. Y, a raíz de esos sentimientos, es que Emma también se ve afectada mucho más que por la muerte de su padre. Por ser una película que transita por los registros menos cómodos y placenteros, despojada de todo, hurgando hasta el fondo, la intimidad de una mujer desdichada, es preciso verla tranquilamente, decodificando cada escena, para no objetarla, sino todo lo contrario, comprenderla y aceptarla. Al cuento y a Julia.
El frío y el viento azota al sur argentino, más precisamente en la ciudad de Río Gallegos. Un logar, mucho más inhóspito de lo que es en la actualidad. Hacia allí, a un Penal de seguridad media, fueron trasladados cuatro referentes peronistas pese a que no compartían la misma ideología de cómo hacer política, sí los aunaba el fanatismo y la admiración hacia el General. Y ese fue su mayor castigo. Martín Desalvo recrea un momento histórico ocurrido en los tiempos posteriores al derrocamiento de Perón, cuando asumió el poder un gobierno militar escudado bajo el lema de la Revolución Libertadora. Cuando John William Cooke (Rafael Spregelburd), Jorge Antonio (Lautaro Delgado), Guillermo Patricio Kelly (Diego Gentile) y Héctor J. Cámpora (Carlos Belloso) ingresaron a la cárcel tuvieron muy en claro que sino se escapaban iban a ser fusilados. La película retrata los días que ellos pasaron en prisión, priorizando más la relación y la necesidad forzosa de aceptarse como compañeros para que, de esa manera, tener una mejor oportunidad de fugarse de allí. Filmada en su mayor parte en interiores, con escasos momentos al aire libre, ambientada ajustadamente gracias al vestuario, vehículos, modismos en los diálogos, etc, utilizando en forma exagerada música incidental, para resaltar algunas escenas claves de la narración, conforman una realización bien elaborada desde el equipo de producción. El relato desde el comienzo tiene un final claro. Lo interesante es ver, desde adentro, como se gestó la planificación de la fuga. Por ese motivo, cinematográficamente hablando, la historia es chiquita como para que tenga la duración que tiene. Los protagonistas estaban proscriptos, como tantos otros peronistas, en aquellos tiempos. Pero como no estaban de acuerdo con lo sucedido decidieron torcer el destino y guiarse por sus sensaciones, que eran muy pesimistas, para liberarse gracias a la colaboración y complicidad de otras personas interesadas en ellos.
Sólido guión que transita con delicado equilibrio una historia muy singular Desde tiempos inmemoriales un ser humano tolera y acepta a otro, si es afín con sus pensamientos o comparten la misma religión, como así también la raza o la belleza física, entre tantos otros ítems. Pero cuando nada de esto sucede, la intolerancia y el deprecio mandan. Como en esta nueva película del director negro Spike Lee, quien trae un curioso y verdadero caso a las pantallas cinematográfica sobre un policía afroamericano llamado Ron (John David Washington), hijo mayor del afamado Denzel, que en 1978 logró infiltrarse y conseguir ser socio y miembro activo, con credencial incluida, del Ku Klux Klan. Si, aunque suene increíble, fue una historia real. Ambientada excelentemente en esos años ‘70, con autos, ropa, música y los llamativos peinados afro, se desarrolla este film ubicado en Colorado Springs. La pelea entre los negros y blancos continúa como hace décadas. Nada parece haber cambiado con los siglos. El blanco se cree superior y, como mínimo, discrimina a los que no profesan su misma ideología ni tienen el mismo color de piel. Desde el comienzo, para generar una ruptura, Ron logra entrar y egresa como policía en un territorio dominado por los blancos. Después se convierte en un agente infiltrado en ese Klan. Pero ello, y para presentarse personalmente y que no lo rechacen, necesita de un doble suyo por lo que le pide colaboración a un compañero blanco de la policía, Flip (Adam Driver), que cumple con el aspecto físico necesario para ser parte del Klan, aunque con unos detalles, él no es racista y es judío. La trama gira en torno al intento por parte de la fuerza policial de desbaratar a éste brazo local de dicha asociación, liderada a nivel nacional por David Duke (Topher Grace). El relato avanza entre la lucha y militancia por igualdad de oportunidades para todos, donde se destaca por su activismo Patrice (Laura Harrier), quien se enamora de Ron. El director maneja con un delicado equilibrio, los momentos en que deben transitar cada secuencia de los dos bandos, como así también cuando se entrecruzan, para recrudecer la segregación, el odio, y la violencia extrema. Con un sólido guión y una dirección, que no sólo se dedica a narrar el arriesgado trabajo de un policía que realizó hace 40 años, sino también a tomar este hecho y transformarlo en una denuncia de carácter político y social, para que, como está escrito renglones arriba, demostrar que nada cambia y, para eso, quédese mirando hasta el final de la proyección.
Una casa vacía, dueña de recuerdos alegres y tristes. La infancia pasó hace tiempo, y sus padres murieron. Ante este panorama tres hermanas llegan en auto a las afueras de un pueblo de la provincia de Buenos Aires para poner las cosas en orden y poder venderla. Ernesto Aguilar encara su largometraje con la idea de contar una nueva versión del desarme y vaciado, de un inmueble familiar, cuando sus dueños han fallecido. Con un austero presupuesto, sin música incidental, sólo en ciertos momentos importantes se escucha alguna risa de bebé, pero lo que predomina es el sonido ambiente como única compañía de un elenco de tres actrices, filmado casi todo en exteriores, con sólo una pequeña parte en el interior de la casa, se desarrolla la historia. Alejandra (Florencia Carreras), Laura (Yanina Romanin), Daniela (Florencia Repetto) paran por un momento en la propiedad para buscar unos papeles pero, inexplicablemente, se quedan allí todo el día. Sobre eso se basa el relato. Charlan, se ponen al día con sus asuntos, almuerzan, encuentran elementos y juguetes de su niñez y recuerdan los tiempos idos, además, toman sol, etc. El film se sustenta en los diálogos y no en las acciones, pues lo que predomina es el letargo y la parsimonia. Tal vez lo más rico sea la personalidad y la biografía otorgada a cada una para que desarrollen sus personajes en consecuencia. Porque. se muestran ante las otras bien, estables, conformes con lo que son y adonde llegaron, pero la realidad es todo lo contrario. Ellas saben cómo disimular para no quebrarse y avergonzarse por su presente, porque tienen y sienten, en la profundidad de sus almas, muchas más cosas en el debe que en el haber. Los únicos instantes en que afloran sus sentimientos, emociones y angustias guardadas son cuando están solas y se encuentran con los fantasmas que las atormentan. La apatía y calma gobierna la narración. Sólo gracias a la borrachera es que Alejandra confiesa su más oscuro secreto, pero las otras hermanas no aprovechan la oportunidad de imitarla. De algún modo se podría trazar una analogía entre lo que les ocurre a las chicas y la historia en sí misma. El conformismo y la intrascendencia es la que sale victoriosa.
Documental que por coherencia narrativa y unidad conceptual queda registrado en la memoria Durante los tiempos de grandes cambios que hubo en el país, a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, cuando las enormes transformaciones a nivel poblacional y edilicio provocaron un boom social a raíz de las cantidades de inmigrantes que bajaban de los barcos y se instalaban especialmente en las ciudades de Buenos Aires y Rosario, fueron momentos de grandes oportunidades de progreso, y allí estaban también los oportunistas que vislumbraron un gran negocio, a tal punto era redituable que fue legalizado por el Estado y apañado por la policía, como fue la trata de blancas. Este documental reflota un caso muy poco divulgado en la actualidad, pero no por eso menos importante del pasado argentino. Porque hubo una organización, la Zwi Migdal, que traía chicas desde Europa, engañadas con promesas de cambiar sus realidades, pero que, en verdad, terminaban siendo prostituidas y tratadas como una mera mercadería. Con el objetivo de reflotar esta historia, Florencia Mujica y Daniel Najenson investigan y entrevistan a varias personas que saben, o se acuerdan, de lo sucedido, incluso viajan a Jerusalém para conseguir el testimonio de una persona que escribió un libro sobre el tema. Además, se valen de viejas e impecables filmaciones en Polonia, como de aquí también, junto a numerosas fotos de aquellas épocas, registros oficiales, libretas sanitarias, diarios, cartas, donde ciertos fragmentos son mostrados a cámara y leídos por la inestimable colaboración de Sonia Sánchez, quien es una militante abolicionista contra la trata de personas. Su participación es muy necesaria en éste documental, porque ella tiene un perfecto conocimiento de causa y es la que brinda justas dosis de emoción al relato. Todos sabían de la existencia de esta organización, pero nadie la combatía, estaba perfectamente legalizada. Pero todo cambió con el golpe militar de 1930. Ese fue el fin del negocio. El relato es dinámico, informativo, detalladamente descriptivo, gracias a las innumerables pruebas exhibidas en imágenes y narraciones de los interpelados. Y, como una guía, está Sonia Sánchez. Para concientizar al espectador, de lo malo y cruel que es el desarrollo de esa actividad. Con el golpe dado por José Evaristo Uriburu, se ocultó todo con la excusa de no estigmatizar a las chicas. Tomaron la tesitura de que de eso no se habla y lo que pasó, pasó. Es irremediable. Y caso cerrado. Pero para rescatar ese hecho, que muy de vez en cuando se lo recuerda, estuvieron los realizadores del film que lograron con coherencia y una sólida unidad de concepto, para que ésta producción quede definitivamente en la memoria.