Intentar resolver un problema personal, otro familiar, y uno más, por si fuera poco con signos mafiosos, es lo que cae sobre los hombros de Mia (Juana Viale), una ex atleta olímpica nacida en un pueblo sobre la cordillera patagónica. Ella está retirada de las competencias y es profesora de educación física en una escuela primaria. El alejamiento del mundo deportivo se debe a que fue suspendida por el Comité Olímpico Internacional, debido a un dóping positivo. Mia está casada con Bruno (Antonio Birabent), viven en un amplio y lujoso departamento ubicado en Buenos Aires. No se llevan bien, ella no puede quedar embarazada, y su marido la maltrata. Esta situación sucede siete años después de la suspensión olímpica. Además de esto, se entera que su padre está agonizando y decide volver al pueblo de su infancia para despedirse de él. Al llegar se contacta con su hermano Gustavo (Gustavo Pardi), donde los inconvenientes continúan y se ramifican hacia otras esferas. Juan Pablo Kolodziej con su ópera prima nos cuenta una historia que abarca la violencia de género, infertilidad, trasplante de órganos, deudas financieras, rencores familiares, secretos, codicia, traiciones, mafia, etc., todo enmarcado en un paisaje privilegiado como el de Villa la Angostura, con música instrumental creada especialmente por Fito Páez y, por si esto fuera poco, un numeroso e importante elenco. Para transitar este camino sinuoso hay que utilizar cubiertas con mucho agarre porque se puede derrapar en varios sectores. Como la película pretende abarcar varios géneros, como son el drama y el policial, con una atmósfera de thriller que sobrevuela el ambiente, la historia no puede sostenerse con firmeza. Hay ciertas escenas forzadas, personajes desdibujados, actuaciones desparejas, donde el más convincente y sólido, es el malo del film, David (Arturo Puig). El atender varios focos de conflictos se convierte en un combo con varios ingredientes provocando una dispersión de temas, cuya intención de ir cerrándolos uno a uno no resulta del todo convincente quitándole credibilidad a la historia. Como, por ejemplo, las escenas donde, sin haber ninguna información previa, Mia se convierte en heroína demostrando una capacidad de poder pelear con patadas, golpes de puño, e incluso desarmar limpiamente a una secuestradora que cuenta con un amplio prontuario. Lamentablemente el camino elegido tiene demasiadas bifurcaciones y desvíos, con el consabido resultado de no lograr una espesura dramática acorde a lo que se relata y de ese modo, el centro de atención hacia una narración coherente termina debilitándose Intentar resolver un problema personal, otro familiar, y uno más, por si fuera poco con signos mafiosos, es lo que cae sobre los hombros de Mia (Juana Viale), una ex atleta olímpica nacida en un pueblo sobre la cordillera patagónica. Ella está retirada de las competencias y es profesora de educación física en una escuela primaria. El alejamiento del mundo deportivo se debe a que fue suspendida por el Comité Olímpico Internacional, debido a un dóping positivo. Mia está casada con Bruno (Antonio Birabent), viven en un amplio y lujoso departamento ubicado en Buenos Aires. No se llevan bien, ella no puede quedar embarazada, y su marido la maltrata. Esta situación sucede siete años después de la suspensión olímpica. Además de esto, se entera que su padre está agonizando y decide volver al pueblo de su infancia para despedirse de él. Al llegar se contacta con su hermano Gustavo (Gustavo Pardi), donde los inconvenientes continúan y se ramifican hacia otras esferas. Juan Pablo Kolodziej con su ópera prima nos cuenta una historia que abarca la violencia de género, infertilidad, trasplante de órganos, deudas financieras, rencores familiares, secretos, codicia, traiciones, mafia, etc., todo enmarcado en un paisaje privilegiado como el de Villa la Angostura, con música instrumental creada especialmente por Fito Páez y, por si esto fuera poco, un numeroso e importante elenco. Para transitar este camino sinuoso hay que utilizar cubiertas con mucho agarre porque se puede derrapar en varios sectores. Como la película pretende abarcar varios géneros, como son el drama y el policial, con una atmósfera de thriller que sobrevuela el ambiente, la historia no puede sostenerse con firmeza. Hay ciertas escenas forzadas, personajes desdibujados, actuaciones desparejas, donde el más convincente y sólido, es el malo del film, David (Arturo Puig). El atender varios focos de conflictos se convierte en un combo con varios ingredientes provocando una dispersión de temas, cuya intención de ir cerrándolos uno a uno no resulta del todo convincente quitándole credibilidad a la historia. Como, por ejemplo, las escenas donde, sin haber ninguna información previa, Mia se convierte en heroína demostrando una capacidad de poder pelear con patadas, golpes de puño, e incluso desarmar limpiamente a una secuestradora que cuenta con un amplio prontuario. Lamentablemente el camino elegido tiene demasiadas bifurcaciones y desvíos, con el consabido resultado de no lograr una espesura dramática acorde a lo que se relata y de ese modo, el centro de atención hacia una narración coherente termina debilitándose
Después de más de tres años de haber finalizado la producción de este documental, finalmente sale a la luz. Una vez más, aproximándose a divulgar y poner sobre el tapete, un tema siempre triste para la historia reciente de nuestro país como fue la desaparición forzosa de personas. En este caso los directores Alejandro Haddad y Nicolás Valentini trazan un paralelismo entre lo ocurrido en la Argentina, desde mediados de los años ‘70 y principios de los ’80, con Turquía diez años más tarde. A simple vista no hubo grandes diferencias con nuestra nación. A los que se oponían al régimen el Estado se encargaba de vigilar, perseguir, reprimir, capturar, torturar, matar y desaparecer, tanto aquí como en el pueblo Kurdo de Turquía. Como una suerte de hilo conductor, o de guía necesaria para comprender mejor la situación planteada, los realizadores se valen de la presencia de una de las Madres de Plaza de Mayo, una de las más notorias como Nora Cortiñas, a la que muestran en su actividad diaria y, además, con su lucha eterna por encontrar a su hijo desaparecido hace casi 40 años. Ella es invitada a viajar y conocer a las Madres por la Paz y a las Madres de los Sábados, que son organizaciones similares a las de Plaza de Mayo, pero no tienen la logística ni la fuerza necesaria, seguramente por el modo de vida que tienen las mujeres en esa región, pero que Nora las aconseja y les enseña de qué manera tienen que hacer las cosas y cómo pelear legalmente para obtener respuestas del gobierno. El relato se basa en seguir el viaje de Nora Cortiñas, mostrar las reuniones que tiene, fundamentalmente con las madres y, en menor medida, con unos pocos hombres que pertenecen a ambas organizaciones. La cámara viaja junto a ellas para darle agilidad a la película, pues la mayor parte del tiempo los personajes están sentados o parados, pero hablando o mostrando fotos. Generalmente son imágenes descriptivas, porque hay escasos momentos de emoción, los documentalistas no preguntan, sino que permiten la interacción cultural a través de un traductor, pero, hay veces que no es necesaria su presencia en razón de que a todas las une el mismo dolor y la misma esperanza: que los responsables sean encarcelados de por vida.
Mirarse en el espejo. Enfrentar los problemas o huir de ellos. Conocerse y reconocerse. Tener la capacidad y la personalidad necesaria para poder cambiar. Obedecer o rebelarse. Estas y otras cuestiones alcanzan a la trama de la película, porque los personajes principales no son del todo íntegros. De alguna manera, diferente en cada caso, les falta algo o le sobran problemas. Como en el caso de Caíto (Lautaro Rodríguez), un adolescente que se va de su casa en Buenos Aires a instalarse por un tiempo en la del amigo de su padre, ubicada en Los Antiguos, un pueblo de Santa Cruz. Su llegada altera la armonía familiar, pero como Andrés (Guillermo Pfening) está enterado del conflicto personal que lo aqueja no pone reparos en recibirlo. Él vive con su esposa Camila (Moro Anghileri) y sus hijos, Lorenzo (Angelo Mutti Spinetta) y Luky (Benicio Mutti Spinetta), en una modesta pero acogedora casa. Martín Deus con su ópera prima narra la historia de mundos contrapuestos, circunscriptos a dos núcleos familiares disímiles. Uno, el que vemos, tiene una estructura sólida, los padres son trabajadores de clase media, se quieren, los hijos van al colegio, viven una realidad muy convencional. Y el otro, el director lo coloca en un fuera de campo donde su representante es Caíto, que viene de una familia ensamblada, disfuncional, con discusiones y violencia cotidiana. Aunque el realizador no mantendrá este esquema tan rígido porque, de a poco, va a ir develando secretos que atraviesan a las dos familias, dándole un firme sustento a las acciones de cada una de las partes. Lorenzo se preocupará en que Caíto se habitúe a su nueva vida, lo tomará como un desafío, pese a que los caracteres son disímiles. Uno es sensible, estudioso en el colegio y con la guitarra, responsable, y el que viene de visita es todo lo contrario, tiene un bagaje atrás, notorio, de experiencia, dureza, etc., aunque sólo le lleve un año de edad. Pero, de todos modos hay una conexión y empatía entre los dos. El relato se basa fundamentalmente en la relación que adquieren ellos, con el protagonismo de Lorenzo, que carga con la responsabilidad de encauzar al otro muchacho. Durante los primeros minutos el ritmo es un tanto desparejo, pues el director no logra encontrar el tono justo para contar la historia. Pero luego los engranajes se van acomodando y todo va fluyendo perfectamente, encontrando la calidez necesaria en estos casos. Angelo Mutti Spinetta se va suelto y adquiriendo confianza en sí mismo, su personaje toma solidez y los diálogos van siendo cada vez más profundos e intensos, porque, luego de la llegada de Caíto nada va a volver a ser igual para Lorenzo.
Ya se acerca Navidad y, como todos los años, desde principios de diciembre se pone en marcha la maquinaria organizativa de la festividad más popular del catolicismo. Un actor fundamental de la generación de ilusiones y esperanzas es Papá Noel, y este documental argentino se refiere exclusivamente a ese personaje indispensable, al cómplice de que la farsa siga funcionando, siendo lo más creíble y real posible en ese mundo ficticio, permitiéndole, de ese modo, perdurar a través de los siglos sin inconvenientes. Porque no hay pruebas fehacientes de que esa individuo haya existido. Hay elucubraciones varias, pero nada concluyente. El director Néstor Frenkel a lo largo del film entrevista a varias personas que hacen de Papá Noel en distintos ámbitos, como plazas, shoppings, calles, ferias populares, clubes, etc. A varios de ellos los interceptaron en la vía pública y los convencieron para interpretarlo por su parecido físico, y otros, tuvieron una suerte de revelación mística, y ellos mismos necesitaron hacerlo. El realizador acompaña un rato a cada uno, podemos apreciar qué es lo que hacen en sus actividades diarias, cuando dejan el disfraz guardado y trabajan de civil. Con un sencillo y prolijo trabajo de producción, pero con escaso valor cinematográfico, se desarrolla una historia desabrida, meramente descriptiva, sin momentos emotivos o, aunque sea, informativos, acerca de cómo crearon esta mítica personalidad por parte de alguna persona entendida en el tema. Seguramente al director le haya parecido atractivo filmar un documental referido a un emblema de las fiestas, tan popular y querido por los chicos, pero es eso sólo. No hay profundidad ni dinamismo, dando como resultado una realización aburrida y sin gracia alguna. Lo único aceptable del relato es la construcción de un verosímil sobre la leyenda, para que quede a criterio de cada uno si cree o no, en Papá Noel.
Con la necesidad explícita de Tomás Sánchez para filmar una historia basada en hechos reales, sobre una mujer trasplantada del corazón, se desarrolla esta película que incluye a un numeroso elenco, aunque cuenta con una austera producción, con lo quje intenta dar vida a esta comedia dramática realizada en un complejo turístico de Chapadmalal, como también de Purmamarca. Aralia (Betiana Blum) encarna a la señora trasplantada, cuyo mayor deseo es reunir a la banda de músicos en la que ella tocaba el piano, para realizar el homenaje de despedir las cenizas de su ex esposo Rafael (Víctor Laplace), que se le aparece constantemente para aconsejarla, pero para eso necesita la inestimable colaboración de sus hijos, Diego (Pablo Rago) y Lucho (Martín Slipak) que viven en la Argentina, y de Emi (Romina Gaetani) que es cantante en España, y peleada con su madre. El relato está regido por muchas situaciones forzadas o, en todo caso, mal justificadas, como el hecho de que a Aralia no le parece apropiado arrojar las cenizas a la playa y decide ir al norte del país, y llevar consigo a toda la troupe de acompañantes. Porque ella es impulsiva, mientras que Diego es pragmático y quiere que su madre se cuide. Lucho desea ayudarla, y Emi, que regresó por unas semanas, vive discutiendo, sin poder cerrar las heridas que la alejan de su mamá. Bajo una musiquita que se vuelve irritante, por sonar en casi todas las escenas, y con escasos diálogos bien construidos que intenta concientizar al espectador de que estar trasplantado es una dura prueba personal, pero que se puede aceptar y asimilar de la mejor maner, para continuar viviendo. Falla por las reiteraciones de diálogos y situaciones, como así también del timing para ejecutarlas en el momento indicado. La presencia de Rafael es otra prueba de ello. Son todos elementos que le impiden avanzar a la historia, queda patinando en el mismo lugar, hasta que puede continuar su marcha. Lamentablemente el film no logra divertir, ni conmover o hacer reflexionar sobre la donación de órganos. Simplemente transcurre guiado por las indecisiones de Aralia, las discusiones con sus hijos y con los integrantes de la banda, donde lo único rescatable son las magníficas imágenes de los paisajes argentinos.
Lograda vuelta de tuerca sobre aquellos años setenta La década del ‘70 en la Argentina fue particularmente problemática y, año tras año, cada vez más dura y difícil. Tal es así que se ha hablado, se habla y se seguirá hablando, sobre esos tiempos no tan lejanos, que aún hoy repercuten de una u otra manera en todos nosotros. Para revisitar ese infame período Benjamín Naishtat, que en ese entonces no había nacido aún, nos cuenta una historia muy particular en dos planos distintos, donde utiliza ese contexto del clima enrarecido que había en el país de fondo para que, desde ese lugar, pueda valerse de ciertos elementos puntuales que conviene apreciar en la sala cinematográfica, y así narrarnos una película policial con intrigas, sospechas, nerviosismo, etc., cuyo protagonista es un abogado exitoso y reconocido en el pueblo de nombre Granada, pero que nunca supuso que lo que iba a ser una cena amena y plácida con su mujer en un buen restaurant, se transformaría en la peor de las pesadillas. El director toma como punto de partida del relato el año 1975, uno antes del golpe militar, donde se palpaba en el ambiente lo turbio que estaba el clima político, social, económico, intelectual y militar. Con una primera secuencia inicial contundente, respetando no sólo la ambientación, los vehículos, la música, el fumar dentro de espacios públicos, jingles radiales, publicidades televisivas, y la estética de las letras, con las que están escritos los nombres de los créditos, nos lleva inmediatamente a esos tiempos, a esa atmósfera agobiante, para identificarnos rápidamente con Claudio (Darío Grandinetti), llamado por sus vecinos y conocidos como el “Doctor”, quién está casado con Susana (Andrea Frigerio) y tienen una hija adolescente, Paula (Laura Grandinetti). Ellos son una familia feliz, viven bien en una cómoda casa, pero el protagonista es soberbio y eso, aunque no se dé cuenta en un principio, le trae problemas. En el transcurso de la narración ocurre una muerte, también negocios sucios, celos, culpa, gente que no está más, armado todo como un rompecabezas donde las piezas se van encastrando de tal modo que el espectador no pueda ir previendo nada. Para que el ritmo sea parejo el realizador aprovecha al máximo los autos que dispone. Hay pocas caminatas en el pueblo, generalmente son tomas fijas, en ciertos sectores antiguos, para que no aparezca en cuadro alguna imagen actual, que empañe el verosímil. Un policial que se precie de tal necesita de un detective, como Sinclair (Alfredo Castro), famoso en Chile que es contratado para investigar la muerte de un hombre. Él es molesto, inquisidor y quiere saber la verdad a toda costa. En este juego del gato y el ratón veremos quién se sale con la suya.
En la profundidad de las serranías cordobesas se encuentra un pueblo, San Marcos Sierras. En el que vive poca gente, las calles son de tierra, la tranquilidad es absoluta, y allí regentea un complejo de cabañas turísticas Rodrigo (Guillermo Pfening), un ser hosco, ensimismado y apático. Tiene una novia, Marina (Mara Santucho), o eso es lo que piensa, porque ella lo esquiva constantemente. A esa localidad llega con una pequeña mochila desde Buenos Aires, Juan (Juan Ciancio), un adolescente de 17 años, en busca de alguien. Él es decidido, aparenta seguridad en sí mismo. El encuentro casual con Rodrigo hace que él lo lleve a refaccionar las cabañas a cambio de casa y comida. Ambos comparten una manera de ser, son callados, hablan lo justo y necesario, pero no por timidez sino porque no tienen mucho para contar, aunque eso no significa que sean inexpresivos, porque lo manifiestan de otro modo. La película de Julián Giulianelli se sumerge en la relación que hay entre ellos. Mientras trabajan y también en los momentos libres. A cuenta gotas se revelan sutilmente cuestiones importantes del pasado de los protagonistas. Hay algo que podemos sospechar, pero no confirmar. Este punto es fundamental a lo largo del film, porque nunca se dice todo abiertamente. Jamás sabremos por qué Marina rechaza a Rodrigo. Tampoco él le consulta a Juan que lo motivó, siendo un menor de edad, a viajar a ese lugar. Sobran los silencios y faltan las preguntas justas para que la historia pueda avanzar inexorablemente. Hay muchas incógnitas que no se develan, ninguno quiere o se atreve a tomar la iniciativa. Los días transcurren plácidamente, salvo algún altercado, guiados por el modo de vida local. Mucha calma y parsimonia. La música está presente a lo largo del relato utilizándola como un elemento importante, tanto la instrumental como la cantada. Rompe con la monotonía y altera un poco la dinámica perezosa con la que se desarrollan las situaciones. Lo más rescatable de la realización son los climas creados en cada escena. Los vínculos, producidos por gestos y acciones, no por los diálogos que son escuetos,, pero junto con la gran fotografía, es lo más logrado. Por otro lado la falta de profundidad y evolución de los conflictos perjudican notablemente el desarrollo de la histotia. No hay puntos de giro lo suficientemente fuertes como para que hagan variar la postura inicial de Rodrigo o de Juan, y con esta tesitura la narración podría continuar así, eternamente.
Alejo (Gerardo Ottero) es un arquitecto treintañero que tiene grandes problemas para dormir. Padece un trastorno que le hace transitar la vida con serias dificultades. De tal modo que traspasa la pantalla y nos va envolviendo sensorialmente e involucrando a todos los espectadores con sus padecimientos. Porque, así planteada esta ópera prima de Hugo Curletto, filmada en Córdoba, donde juega permanentemente con varios planos temporales que parecieran flashbacks pero no lo son. es oportuno hacernos varias preguntas sobre la trama. ¿Alejo está loco?, ¿alucina?, ¿sufre de pesadillas? ¿tiene una poderosa creatividad? No lo sabemos con exactitud. Si algo de la historia es verdadero, o es todo producto de la gran imaginación del arquitecto, presentado profesionalmente como una persona exitosa. Está a cargo de la construcción de un edificio y ganó un premio por la presentación del proyecto para desarrollar la casa del eco, una particular vivienda cuyo principal objetivo es que los sonidos se repitan varias veces, a causa de la extraña forma del inmueble. Pero, más allá de esto, ¿hay algo de real en todo lo que vemos? Aparentemente está casado con Ana (Guadalupe Docampo) y, luego de celebrar el cumpleaños de su padre, él le regala los títulos de un terreno del que nunca conoció ni se preocupó, llamado Parcela de Pinos, ubicada cerca del pueblo Corral de Tierra. La curiosidad por visitar ese lugar es muy fuerte y convence a su mujer para que lo acompañe en la aventura, lo que se convierte en eso, sin dudas, porque necesitan recurrir a un baqueano, Pedro (Pablo Tolosa), montañés hosco y solitario, para que los lleven con sus caballos a ese territorio inaccesible. Durante la travesía Alejo pareciera recordar anécdotas y situaciones con Ana y la hija de ambos. Pero es necesario no explayarse demasiado sobre la historia e intentar comprenderla dentro de la sala de proyección. Si la idea original del director era impactar con su propuesta, la convirtió en una narración muy confusa donde, se supone, el que tiene claros los conceptos de lo que quiere relatar es él mismo, porque de tan sofisticado que pueda ser el guión en la manera de contar esta historia, con ciertos ribetes fantasiosos, termina mareando al espectador como el mismo protagonista. Lo más logrado es la buena creación de climas en cada escena, como así también los vínculos entre los intérpretes. Alejo es taciturno y pensativo, Ana es un poco más alegre y distendida, pero exaspera el tono monocorde durante los diálogos, con todos los personajes hablando del mismo modo. Además, la narración es extremadamente lenta, si lo comparamos con un vehículo siempre está en primera velocidad, no cambia a segunda, volviéndose tedioso y soporífero. Si uno de los temas a tratar es el eco, no se lo desarrolló en profundidad, el realizador no jugó lo suficiente con los sonidos, y pasó de largo como ciertas historias inconclusas, de final abierto.
Por no hablar a tiempo las consecuencias que trae el silencio suelen ser impensadas, como las que le sucedió a la pareja de Pablo (Alan Sabbagh), un ocupado arquitecto, y Lucia (Julieta Zylberberg), una modelo publicitaria, que conviven hace tiempo. Tienen un buen pasar económico, sin ser ricos, se aman como son y, por parte de ella, ronda la idea de tener un hijo. Una noche, pensando en sorprender a su novia, Pablo compra, a través de internet, un viaje a Brasil para festejar la confirmación de un negocio inmobiliario muy importante con unos inversores japoneses. Pero nunca se imaginó que al día siguiente por desavenencias de criterio y presupuesto con los empresarios orientales, y también con su jefe, es despedido del trabajo. Bajo un aparente tono de comedia se realizó este largometraje a cargo de los hermanos Diego y Pablo Levy, donde se cuenta una historia de por sí dramática, pero que, con los acertados contrapuntos ubicados en lugares y momentos estratégicos, logra un delicado equilibrio, como para que no se salga de su cauce y logre plasmarse en la pantalla lo que está escrito en el guión. Los contrastes están desarrollados desde la personalidad que les dieron a los intérpretes, y del lugar donde ocurre gran parte de la historia. Porque los novios viajaron a Troncoso, Pablo no le contó a Lucía que fue despedido, se alojaron en un hotel frente al mar, regentado por Gilberto (Mike Amigorena), un polifuncional anfitrión alegre, descontracturado y carismático. Ahí conoce, y se hacen amigos, el matrimonio integrado por Ana María (Marina Bellati) y Mariana (Mariana Chaud) que pasa su luna de miel en el mismo ambito. El lugar invita al relax, descanso, disfrute, pero Pablo es esquemático, serio, estructurado, y la vergüenza le carcome la cabeza. En cambio Lucía es más distendida, simpática, y tiene ganas de aprovechar los días vacacionales.. Los entrecruzamientos constantes de los personajes, cada uno a la altura de las circunstancias, posibilitan a la narración el desarrollada a buen ritmo, que no da respiro, acompañada por canciones bailables brasileras, el sol, la playa y los tragos, lo que nos hace pensar que ellos la están pasando bien, aunque, como dijimos en el comienzo, lo que se oculta en algún momento, más tard o más temprano, va a estallar y tendrán que hacerse cargo de los imponderables que tiene la vida.
En el pueblo lo llaman Marilyn. Pero en realidad su nombre es Marcos (Walter Rodríguez), un adolescente que va al colegio secundario, vive con sus padres y un hermano en una casa muy mal conservada, dentro de una estancia que se dedica a la producción de ganadería vacuna. Ellos no son los propietarios, sino los puesteros que mantienen y cuidan el lugar como pueden. La historia transcurre durante las vacaciones de verano. Marcos ayuda a su familia con las tareas diarias de la casa y el campo. En sus ratos libres, a escondidas, cose a máquina ropa femenina y la prueba él mismo, junto con un poco de maquillaje en la cara. Martín Rodríguez Redondo dirige esta película basada en un hecho real, sucedido hace unos diez años, que conmocionó en su momento a la opinión pública. Los acontecimientos adquirieron tal relevancia que hasta el día de hoy se lo recuerda. Bajo un clima de opresión y hostigamiento diario, proveniente de unos muchachos del vecindario por ser homosexual, transcurre la vida del protagonista, que nunca dudó de lo que sentía y quería. Jamás se lo cuestionó. Desea ser mujer y alejado de las miradas inquisitorias, actúa y viste como tal. Pero si ser así en una gran ciudad es muy difícil, en un pueblo chico y, además siendo pobre, se torna traumático. La intolerancia se acrecienta de parte de su madre Olga (Catalina Saavedra) y del hermano (Ignacio Giménez), cuando muere Carlos (Germán De Silva) y la familia queda a la deriva. Pese a todo y contra todos, Marcos no piensa en cambiar de actitud. Se siente una chica. La única que lo comprende y apoya es Laura (Josefina Paredes), su mejor amiga, que está siempre a su lado. La película está narrada con una estructura dramática tradicional. El tono es monocorde al igual que la dinámica. Salvo algunas escenas desarrolladas con más agilidad. El director no utiliza música o ruidos incidentales, prioriza el sonido ambiente. Sólo altera el clima, un par de cumbias que suenan en el boliche pueblerino cambiando la atmósfera agobiante que rodea al relato. Cabe destacar la interpretación que hace Walter Rodríguez. Cuando tiene que ser un hombre frente a todos siempre está serio, introvertido, dice las palabras justas. Pero cuando puede transformarse en una chica, la hace muy mujer, delicada y amorosa. Los movimientos rústicos de varón los convierte en plásticos y femeninos, sin inconvenientes. Los hechos reales fueron una inspiración para el realizador. Eso no implica que lo expresado en pantalla fue como pasó exactamente en la realidad, sino que está planeado de ese modo para que funcione cinematográficamente. La decisión de Marcos en ser Marilyn tiene sus consecuencias. Pero eso no lo amedrenta. Tiene plena conciencia que el problema por ser así, lo tienen los otros, no él, y eso no lo puede tolerar. Porque sólo quiere ser como es y no lo dejan