Buscando un futuro mejor, y escapando del acoso y las críticas permanentes que recibían, un grupo de judíos campesinos que vivía en la Europa Oriental cruzó el océano Atlántico a bordo de un barco y se instaló en la provincia de Santa Fe. Así, en 1889, éste conglomerado de personas fundó el pueblo de Moisés Ville, para dedicarse a trabajar la tierra en paz y tranquilidad. De esta manera, sin darse cuenta, con el paso del tiempo fueron reconocidos como los gauchos judíos. Iván Cherjovsky y Melina Serber filmaron este documental en 2014, justo cuando se preparaban para festejar los 125 años de la fundación. Allí vemos como los realizadores siguen con la cámara a unos vecinos acompañándolos en sus actividades diarias. La mayoría de ellos son jubilados, los jóvenes se fueron y los habitantes están envejecidos, junto con el aspecto de las casas con escaso mantenimiento convierte aún más lúgubre el lugar. Además de esto, recorren diferentes instituciones judías como el museo, el teatro, la sinagoga, el colegio, la biblioteca, el cementerio, etc. A la par del recorrido casi turístico, muestran poco a poco como van organizando la fiesta popular. La película se sostiene entre estos dos andariveles. Uno se apoya en el otro, para que la narración sea un poco más fluida y el espectador mantenga el interés y la expectativa. Pero, por ese motivo un tanto deslucido, es que no se puede comprender del todo que criterio tomaron para crear una estructura de guión tan despareja. Donde a los vecinos se los deja hacer, la información vertida del pasado es escasa, al igual que las emociones, sentimientos, y una nula calidez, siempre tan necesaria en estos casos de una gesta de lucha y superación humana. El desarrollo es prácticamente descriptivo. No indagan, ni recurren a los archivos históricos como para explicar con una mayor profundidad el por qué y cómo llegaron allí. Ni cómo los católicos se integraron y conviven armónicamente con los judíos. Los únicos espacios originales son cuando en un par de oportunidades utilizan el viejo televisor de un anciano para proyectar tramos de antiguos documentales. Para presentar los motivos por los que escaparon de Europa y como llegaron a Santa fe, pero todo muy superficial. Los directores tuvieron la oportunidad de profundizar la historia, pero se parece mucho más a un ejercicio estudiantil.
Sólida narración intimista con densa admósfera en las relaciones familiares El director japonés Hirokazu Koreeda continúa en la senda de filmar películas intimistas basadas en los vínculos humanos, sobre todo en los familiares. Desde esa posición puede desplegar su virtuosismo de generar climas únicos, cálidos, como si cada escena no fuera guionada y preparada para una ficción sino que parezca lo más real posible a la vida misma. Porque lo que nos cuenta, es la historia de una familia de clase media baja, donde el dinero no alcanza, ni aun trabajando, y tienen que recurrir a otros artilugios non sanctos, pero que ellos no se lo cuestionan. No sienten culpa, ni remordimientos. Son amorales. Osamu (Lily Franky) oficia como el jefe familiar, trabaja como obrero de la construcción y está casado con Nobuyo (Sakura Andô), que es planchadora en una tintorería. Ambos viven en una humilde y pequeña casa junto a una anciana Hatsue (Kirin Kiki), quien provee una gran parte del dinero mensual perteneciente a la pensión. El clan se completa con la hermana de Nobuyo y de un chico llamado Shota (Jyo Kairi). Comen todos juntos y duermen amuchados. Pese a todos los inconvenientes viven felices, sin discusiones ni reproches. Osamu y Shota van de vez en cuando al supermercado a hurtar mercadería. Son especialistas, y cuando llegan a casa nadie los critica. Pero todo cambia cuando una noche el matrimonio lleva al hogar a una nena, Yuri (Miyu Sasaki), de cuatro años. El relato se sustenta en las acciones y los diálogos. Cada uno de ellos trata de pasarla lo mejor posible. El optimismo manda. Aunque se percibe, a través de la escasa información que se cuela en ciertos momentos, que no todo lo que vemos brilla. Hay puntos oscuros, secretos guardados. Un manto de dudas cubre la narración. Con un guión correctamente articulado, escasa música, porque no es necesario reforzar ninguna situación, actuaciones parejas, donde cada uno de los intérpretes puede desarrollar su personaje sin quedar desdibujado con el correr de los minutos, el film genera incomodidad. Sabemos que algo no está bien, pero no sabemos qué. De dónde puede venir la sorpresa y cómo la justifican. Es conveniente no adelantar nada más. Por la descripción parece un thriller, pero no, es un drama. El desasosiego, la desesperanza y el dolor afloran inmediatamente por el no poder volver a ser. Y eso que parecía una familia muy normal…
En el norte de la provincia de Neuquén, allí donde el turismo no suele llegar, se ubica un pueblito cerca de la cordillera cuyos habitantes se dedican mayormente a las tareas rurales. Hacia ese sitio se trasladó Miguel Zeballos para filmar este documental. Perdida en la inmensidad del territorio hay una casita de adobe y paja. Ahí vive Mercedes Muñoz, quien se prestó amablemente para protagonizar esta producción. La cámara está muy cerca de ella constantemente. Vemos cómo destina casi todo el día a la crianza de ganado vacuno, gallinas, y también algún caballo. Al parecer su actividad es rutinaria. No sabemos si vive sola o con la familia de su hija, que participa muy poco del relato. El director toma la figura de Mercedes para saciar su curiosidad filosófica sobre ciertas reflexiones personales. Él mismo, con la voz en off, cuenta lo escrito en un anotador. Son ideas muy profundas, existenciales, y esos pensamientos los narra con una tranquila música instrumental de fondo. Lo inquieta el vacío, la ausencia. Y durante la película intenta transmitir esa sensación a través de las acciones y la piel curtida de ésta mujer. Miguel Zeballos comete el mismo pecado que otros colegas suyos, los tienta la idea de producir un documental porque piensan que tienen una historia interesante o una imagen que les revolotea dentro de la cabeza y necesitan plasmarla en una pantalla. Y no todo puede ser filmado para que lo vea un gran público. Deben tener la sagacidad para separar bien los motivos personales. de los que tienen valor cinematográfico. La protagonista no se amilana frente a la cámara, se la ve cómoda y a gusto. Aunque no por eso el relato resulte atractivo. Es lento, cansino y aburre hasta la exasperación. Lamentablemente no hay ningún elemento rescatable, sólo los maravillosos paisajes patagónicos, pero que no logran llenar el vacío que tanto le preocupa al director.
La lógica de la reproducción humana es que los padres críen a sus hijos, y, de ese modo, los van conociendo con el correr del tiempo. Pero en esta película israelí de Savi Gabizon ocurre a la inversa. Ahí radica la originalidad de la narración que sucede en la actualidad. Todo comienza cuando Ariel (Shai Avivi), un hombre maduro, empresario industrial, de una buena posición económica, acude a una cita con su ex mujer Ronit (Asi Levi), después de no verse durante 20 años, y ella le dice que tiene un hijo de 19 años, pero que murió recientemente en un accidente automovilístico. Él, que pensaba que no tenía descendencia, se encuentra con esta sorpresa que lo descoloca, pero no huye, inmediatamente se compromete a colaborar en lo que pueda para ayudar a su ex, como también a sí mismo. La película transita la delgada línea que separa a una historia lacrimógena, de otra más amena de contar. Porque, pese al dramatismo y profundidad de la situación, siempre tiene una mirada positiva de los hechos. De recorrida está Ariel. Mientras intenta asimilar la realidad se contacta con personas que conocieron a su hijo, desanda los mismos sitios, y hasta intenta imitarlo con algunas conductas y costumbres. Lo hace para comprenderlo y acercarse a él, de ese modo lo sobrelleva desde una ubicación distinta. Es una forma de hacer su duelo. A través de los otros descubre quién fue su hijo. Por ese motivo siempre está en movimiento, y esa dinámica hace atractivo al relato. No decae, pese a que casi todo pasa en un pueblo de Israel. Los diálogos son medidos y efectivos. Con cada interlocutor que le describe una anécdota o un conflicto el protagonista va armando el rompecabezas, de lo que se perdió por no estar con su hijo. Si todo el film se hubiese circunscripto a contar cómo hace el personaje principal para lograr su objetivo, sería una historia más compacta y homogénea. Pero como desde el guión abrieron una vía de escape, para darle un tinte esperanzador y no tan angustiante al drama imperante, se contrapone a las buenas y convincentes actuaciones, las locaciones elegidas y ciertos detalles importantes para describir la personalidad del chico, que le resta un poco a la puntuación final.
Los contrastes sociales se acentúan notoriamente en ciertas sociedades, como la brasilera. Arriba, en los morros, están las favelas, con sus grandes y graves problemas de pobreza, violencia, delincuencia, narcotráfico, y continúan los ítems. Abajo, la ciudad adinerada, con su ritmo alocado y otras preocupaciones, convive forzosamente Lucía Murat describe una particular historia, de dos mujeres totalmente diferentes, desde sus orígenes, cultura, poder adquisitivo, hasta vínculos familiares y características físicas. Ocupan universos extremadamente distantes entre sí, pero las une un consultorio psicológico. Gloria (Grace Passô) nació y vive en una favela, trabaja de ascensorista, es negra, gorda, soltera, con un pasado familiar tormentoso y su hermano Jonas (Alex Brasil) está preso, y aún desde allí conserva el poder en su barrio. Pese a todas las dificultades, Gloria mantiene trabajosamente la dignidad. Sus días pasan entre el trabajo, su casa, las visitas a la cárcel, la iglesia, y todas las semanas una sesión con la psicóloga Camila (Joana de Verona), quién oficia como su contracara pues ella es universitaria, de una buena posición social, blanca, bonita, delgada, con novio. La película gira en torno a lo que cuenta Gloria, sus vivencias diarias y cómo toda esa información la va procesando la psicóloga. La directora logró que Brasil, Argentina y Portugal coproduzcan la realización y el despliegue presupuestario es notorio. Tiene elevadas pretensiones de formular un alegato sobre las posibilidades de acceder a una buena o una mala vida, según el ambiente familiar, social y cultural en la que nace y se cría a una persona. Es por eso que la angustia de Camila aumenta ante cada historia que le cuenta Gloria. La profesional se siente cada vez más sobrepasada por la situación. Está agobiada y atormentada por escuchar lo que sucede en un mundo que desconoce. Pese a que Lucía Murat les da una gran profundidad y dramatismo a las escenas, narradas con un gran ritmo, donde el dolor y el sufrimiento de ambas mujeres es cada vez más evidente, pierde sustancia en algunos momentos en las que brinda ciertas informaciones, consideradas importantes para Camila, pero que luego no las cierra. O también en las que hay varias acciones ligadas mucho más a un thriller que a un drama, y eso le quita el foco sobre la poderosa historia central. Entonces, al tiempo de la reflexión final, uno no sabe bien lo que vi, porque la fuerza del dramatismo se va debilitando inexorablemente durante la transición de un género a otro. Inexplicablemente, la directora tomó esa decisión y el resultado no termina siendo coherente con la primera parte del film.
El territorio en el que vivimos fue poblado por inmigrantes de distintas nacionalidades. De algunos países vinieron más, y de otros menos. También arribó gente de lugares exóticos, pocos conocidos o muy lejanos. Ese es el caso de Vanit Ritchanaporn, que nació en Laos, en tiempos muy difíciles, de guerra y que, junto a un primo, decidió huir de su patria a los 16 años, cruzar el Rio Mekong, que lo separa de Tailandia, a nado, y dejarse llevar por el destino. Eso fue permanecer en un centro de refugiados indochinos durante un año, hasta que una familia lo trajo a la Argentina, en 1979. Laura Ortego y Leonel D´Agostino filmaron éste documental para que, de algún modo, homenajear al protagonista de esta historia. Siguiéndolo a Chascomús, donde encontró su lugar en el mundo, junto a su familia, después de recorrer varias provincias en todos estos años. Además lo acompañan a Posadas, Misiones porque allí también vivió y tiene más familiares. La película describe la vida diaria del protagonista, lo que hace él y su familia, cómo están integrados a la comunidad, etc. De vez en cuando, cuenta, en partes, todo lo que le costó llegar a éste presente, pero con mucha calma, sin emociones, ni melancolía. Su infancia y adolescencia la dejó rápidamente enterrada en Laos y se convirtió en un adulto a la fuerza. Para reforzar la narración los directores, en escasas ocasiones, insertan archivos fílmicos, tanto en blanco y negro como en color, de los sucesos ocurridos en esa zona asiática. También podemos observar recortes de diarios argentinos de 1979haciendo referencia a los inmigrantes laosianos. Todo es muy descriptivo, mucho más televisivo que cinematográfico. Demasiado liviano y edulcorado. Si los que idearon y produjeron éste film consideraron que tratar este caso era merecedor de realizar un documental, le erraron desde el planteo generando una película desabrida.
Marita (María Laura Alemán) tiene todo el tiempo mala cara. Se encuentra amargada y se le nota mucho. La decisión que tomó, desde lo más profundo de su ser, transformó no sólo su vida, sino también la de su familia. Necesitó imperiosamente ser egoísta, pensar en ella por sobre todas las cosas, y asumir las consecuencias, aunque eso la afecte íntimamente, laboralmente y, fundamentalmente, la relación con su familia. Por otro lado, Sensei (Chang Hung Cheng) es un chino, aunque Sensei sea un vocablño japonés, y a él lo llaman así. Lo trajeron desde su país para trabajar en un supermercado, pero no le gusta, quiere dedicarse a lo que sabe, o cree saber, que es la dígitopuntura, pero diariamente lo presionan para que abandone esa idea. Sergio Mazza filmó en una pequeña ciudad entrerriana, como Victoria, dos particulares historias narradas en paralelo, pero con un punto en común que es la disconformidad con uno mismo, ya sea por cómo es o por lo que tiene que hacer y no le gusta. Estos planteos personales son cada vez más habituales, pero no por eso complicados y muy difíciles de afrontar, porque Marita, hasta no hace mucho tiempo, era un hombre casado con Mercedes (Esther Goris), y con dos hijos. Conformaban una familia tradicional. Ambos son escribanos, con un buen pasar económico, casa en un country y autos caros. Pero ya de grande decidió guiarse únicamente por sus deseos y actualmente es una transexual. Tamaño cimbronazo no le resultó gratuito, y ahora le están haciendo pagar las consecuencias. El director abordó estos dos casos con dispar rigurosidad. La larga secuencia de confrontación entre Marita y su ex esposa es la más rica, profunda y descarnada. Luego, cuando llega su hija, interpretada por Belén Blanco, y sus nietos le da otro matiz. Es un microcosmos dentro del relato. Por la calidez, los diálogos y la iluminación. El resto de la película transita por altibajos, personajes que parecen ser importantes para los protagonistas y luego desaparecen, o escenas realizadas por el chino que quedan por el camino. Otro ítem estético es la sobreimpresión de frases sobre las imágenes que estamos viendo. Algunas dividen en secciones narrativas, otras cuentan un poco del pasado o nos brindan datos informativos o estadísticos. La transformación de María Laura Alemán fue real, aunque no todo lo que sucede en el film es verídico. El director reparó en ella y creó un mundo de ficción en vez de volcarse a producir un documental, cómo para que ella misma, desde un personaje y rodeada de dos sólidas y eficaces actrices, pueda divulgar su historia, sin callarse nada.
Pasan los siglos, pero no para evolucionar. Las arraigadas costumbres de vida perduran en Irán actualmente. Nadie puede ni debe aspirar a otra cosa diferente que no sea el mandato histórico familiar. Esa situación es la que padece Marziyeh (Marziyeh Rezaci), una joven que vive en una aldea con su familia, y quiere ser actriz pero no la dejan. La única esperanza que tiene es grabar con su celular un impactante video y enviárselo a través de una red social, a la actriz llamada Jafari (Behnaz Jafari), que es muy popular en la televisión local. Filmada íntegramente en exteriores es una suerte de road movie, porque viajan en una camioneta conducida por el Sr. Panahi (Jafar Panahi), quien es justamente el director de esta película. Ambos recorren una zona montañosa, árida, seca, en busca de la aspirante a actriz. Jafari está desbordada emocionalmente por el video recibido y necesita saber si las imágenes son reales o una farsa. El relato es lento. Hay que tener paciencia para verla, como la tienen los protagonistas, acostumbrados a estar en una ciudad que no le ofrece todos los inconvenientes y obstáculos como los que tiene un camino de ripio trazado en una montaña. Deben ir despacio y preguntar a los pobladores si conocen a la chica. La pobreza y el desamparo prevalecen allí. Son los olvidados de todos los gobiernos. Y el único orgullo que sienten es el de mantener la tradición. La intriga se mantiene y Marziyeh no aparece. El realizador basa la narración en diálogos y silencios, trabajando en varias ocasiones el fuera de campo, además utiliza, cuando lo cree estéticamente valioso, imágenes de planos generales largos, de extensa duración. La historia se mantiene viva hasta la hora de proyección, cuando se devela el misterio, luego, lo que sigue no aporta nada significativo. Prolongar el relato es contraproducente. La capacidad de síntesis es una virtud para nada despreciable, pero, en este caso, el director no lo creyó conveniente y el resultado está a la vista.
Las personas, a través de los años, van cambiando sus expectativas, deseos, objetivos o metas por cumplir. Es una cuestión de edad o experiencia adquirida. Dentro de ese enjambre de ideas y pensamientos, se encuentra Marcelo Vergara (Jorge Sesan), quién anda por los cuarenta años, su novia lo abandonó y también lo echaron del trabajo. Pese a lo que uno podría suponer esta situación no lo angustia tanto como la de querer ser padre y no poder lograrlo. Su mayor anhelo es ese. Y, aunque actualmente se encuentra sin pareja, se hará todos los estudios y tratamientos para mejorar la fertilidad. Vergara es parco, serio, jamás se le escapa, aunque sea, una leve mueca de sonrisa. Es un rebelde. No tiene televisor, ni le interesa tenerlo. Escucha jazz en discos de vinilo. Cuando está en su casa siempre cena pizza con cerveza. Así es él, y los demás lo tienen que aceptar o rechazar, sin términos medios. Realizada en la ciudad de Rosario por Sergio Mazza, vemos al protagonista perdido, sin rumbo. Necesita de algo a que aferrarse. Por una recomendación consigue un trabajo temporario en el puerto rosarino, que no sabe bien qué es lo que tiene que hacer, pero no le queda otra opción hasta que consiga una nueva oportunidad como locutor de radio. Esa es su verdadera pasión, pero fue echado de una y no es bienvenido en ese ambiente tan reducido de una ciudad más pequeña que Buenos Aires. Entre los estudios médicos, los días en el puerto, visitando radios y conociendo chicas, pasa la vida de Vergara. Tiene un amigo, Juan Pablo (Lautaro Borghi), que lo contiene y ayuda en lo que puede. Él ya tiene pareja, es padre y locutor también. El film cuenta con una producción apropiada para el tipo de historia que narra el director. El dinamismo del relato lo frena la personalidad del personaje principal. Utiliza como banda sonora el jazz, pero abusa de ella, porque musicaliza innecesariamente casi todas las escenas, priorizándola por sobre los diálogos. Es decir, hay una charla que se da en un plano sonoro y mucho más fuerte suena la música, no dejando oír claramente lo que hablan los integrantes del elenco. Pese a este detalle, el director tiene bien en claro el perfil y características de los personajes, cómo tienen que hablar, hacia donde apunta la historia, que puede ser la de cualquiera de nosotros, pero le tocó a Vergara transitarla y luchar por lo que más quiere, aunque encuentre muchos inconvenientes en el camino.
Si de reparaciones históricas nos referimos podríamos escribir muchas crónicas. Aquí, con este documental, se intenta resumir, dar una opinión y llamar a la reflexión, a un público que ignora, o no le presta la suficiente atención, a un problema que viene de hace mucho tiempo, un conflicto del que nadie quiere o tiene la valentía de hacerse cargo de solucionar, que es el desplazamiento hacia pequeñas comunidades de los aborígenes de nuestro país despojándolos de sus tierras y llevándolos a vivir indignamente. Un trío de documentalistas, Ignacio Ragone, Juan Fernández Gebauer y Ulises de la orden, viajaron al Chaco para adentrarse al monte selvático y registrar con imágenes los padecimientos de los pueblos originarios. Todo lo que vemos parece que ocurre en otro país. Las condiciones de indigencia, los ranchitos y taperas donde sobreviven. Son perseguidos sistemáticamente por la policía local, con órdenes del hombre blanco que no lo quiere, ni respeta. Los nativos se conforman con poco, poder cazar o recolectar algún alimento que les brinda la abundante vegetación que los rodea, pero ni eso les permite el poderoso. Los realizadores entrevistan a líderes de distintas colectividades indígenas, quienes relatan los maltratos y agresiones periódicas infligidas por las fuerzas policiales. Para reafirmar los comentarios exhiben imágenes de archivo emitidas por distintos canales de televisión en donde protestan y marchan por las rutas de su provincia, como así también en el obelisco porteño y, como rasgo original, bajo la narración con la voz en off de J. Eli Díaz, muestran en ciertas ocasiones dibujos que retratan las luchas y peleas territoriales, que sirven para esclarecer aún más su sufrimiento. Ellos son conscientes que no empezaron con el problema, sino que los provocaron los sucesivos gobiernos provinciales, con la anuencia del Estado Nacional, en todas las épocas. Ambas instituciones eligieron mirar hacia otro lado, como si no existiesen. Pero ahora se cansaron y comenzaron a manifestar su descontento, a alzar su voz cada vez más firme y decidida, para que sean considerados ciudadanos, como a casi todos los que habitan nuestro país.