Deslumbrante estética visual en un universo de ensueño A semejanza de la estética de Eugene Delacroix (1798-1863) , pintor romántico por excelencia, Eugenio Zanetti, en “Amapola”, fue desvelando ante el espectador bellísimas imágenes, con exquisito manejo de la luz, sensualidad y misterio, y con ellas coloreó paisajes, actores y objetos. La historia es como la de los cuentos sufís, no poseen la linealidad de una narrativa, sino que algunos siguen las aventuras de Rasnudín, una especie de antihéroe, cuyos desenlaces a veces son absurdos, pero en los cuales, tras su lectura, podemos considerar entre tres y siete niveles de meta-mensajes implícitos. Como ellos la realización posee un concepto del tiempo que no es el occidental sino que se emparenta con estados hipnagógicos (del griego: hypn "sueño" + ag?gos "inducir"), es una alucinación auditiva, visual o táctil que se produce poco antes del inicio del sueño y cuyo investigador en occidente fue John Willam Dunne (1875-1949). J. W. Dunne, al igual que el teósofo ruso Uspensky, postula que nuestra experiencia del tiempo es como algo lineal, es una ilusión producida por la conciencia humana. Dunne argumentó que pasado, presente y futuro son hechos simultáneos y sólo experimentados secuencialmente debido a nuestra percepción mental de ellos. Era su creencia, de que en el estado de sueño la mente no estaba encadenada de esta manera y que era capaz de percibir acontecimientos del pasado y del futuro con la misma facilidad. Dunne, “An Experiment with the Time” - Un experimento con el tiempo” - 1927), en “The Serial Universe” - “El universo en serie”- 1934), “The New Immortality” - “La nueva inmortalidad” - 1938), “Nothing Dies” (“Nadie muere” - 1940) y otras obras, profundizó en el concepto de "serialismo", donde postuló que una regresión infinita, o series de dimensiones existen dentro del tiempo, permitiendo a algún instante presente extensiones en el pasado y el futuro. El trabajo de Dunne proporcionó una explicación científica para las ideas sobre la conciencia, siendo exploradas a gran escala en su momento. Figuras tales como Aldous Huxley y J. B. Priestley abrazaron entusiastamente sus ideas. Priestley basó sus obras “Time and the Conways” (“El tiempo y los Conway”, 1937), “An inspector calls” (“Ha llegado un inspector”, 1945) y “Dangerous Corner” (“Esquina peligrosa,, 1932) en ellas. Existen también paralelismos entre la teoría del tiempo de Dunne y la que propone T. S. Eliot en “Four Quartets” (1943) Jorge Luis Borges era admirador de Dunne, por él conocí ese extraño manejo del tiempo, en una entrevista que le realicé me dijo: “El libro de Dunne tiene un título lindísimo, quizá, el más hermoso de todos los títulos ¨An experiment whit time¨, está basado en sueños. Dunne tenía la idea de que los sueños no son sucesivos. Por ejemplo: en la realidad, nuestra realidad, nuestra vigilia es sucesiva, pasamos de un momento a otro y el primer momento se convierte en pasado y el que viene es futuro. Pero, Dunne llegó a la conclusión, y la basó en una suerte de estadísticas de sueños, que cuando soñamos no lo hacemos suficientemente, sino que en una especie de modesta eternidad personal, somos sensibles del pasado inmediato y del futuro inmediato, y esto vendría a ser lo mágico. Es decir: hoy es sábado entonces esta noche tal vez sueñe con el día de hoy, con el de mañana, con el de ayer y, quizás, con el de pasado mañana también. Todo eso se ve como una suerte de eternidad, se ve simultáneamente, pero como estamos acostumbrados a vivir sucesivamente, cuando nos despertamos le damos un orden sucesivo, de igual manera que si nos muestran una página, y no estamos leyendo hebreo, desde luego, tendemos a leer de izquierda a derecha y empezando por la parte de arriba. Dunne, sostenía que nuestro recuerdo de los sueños no corresponde a nuestra experiencia personal de los sueños, que le damos un falso orden sucesivo a las cosas, como si le colocáramos una pequeña fábula que no corresponde al sueño. Por otra parte Uspensky sustentaba la idea de que si el tiempo fluye, tiene que fluir dentro de otro tiempo, y que ese a su vez tiene que fluir dentro de otro tiempo y, así tiene que haber un número infinito de tiempos…” Si Eugenio Zanetti pensó, o no, en Dunne o Uspnesky no lo sabemos, pero si su filme posee todas las características de ese tiempo dentro del tiempo y la sucesión de tiempos que planteaban ambos filósofos. Y es precisamente ese manejo del tiempo lo que hace interesante al filme, que a su vez se plantea crear atmósferas más que desarrollar una historia lineal y contar “el cuentito” tal y como se nos ha acostumbrado. La línea actual de la cinematográfica es contar situaciones en las cuales el conflicto no está en los personajes sino en la realidad. Y la realidad marca porque en ella se desarrolla la vida de cada uno, en el caso de “Amapola” está ligada a tres momentos trágicos (entre los tantos que hubo) de la historia argentina: la muerte de Eva Perón (26 de julio de 1952), el golpe de estado liderado por Juan Carlos Onganía (28 de junio de1966), que provocó el derrocamiento del Dr.Arturo H. Illia, y el de un país gobernado por un alcohólico que declara la guerra a los ingleses por las Malvinas en 2 de abril de 1982. Las décadas de esplendor familiar, se refleja con una luminosidad de ocres y rojos vivos o apastelados, mientras que en lúgubres años ‘80, (como los de la Argentina) predomina el tono frío de negros azulados y una oscuridad que esconde traiciones y escabrosos enredos familiares. El filme es la historia de la familia Guerrero, dueña de un hotel “Amapola” que una vez al año se convierte en teatro lírico, y durante unas horas será el espacio que albergará a todo el grupo familiar incluidos los sirvientes y en él se representará la ópera de: “Sueño de una noche de verano”, de Shakesteare, para los invitados que llegan desde diferentes partes del mundo. La música incidental, o extradiégetica o subjetiva, señala no sólo estados de ánimos, sino situaciones y extrapolaciones del argumento especialmente muy bien elegida estuvo “We’ll meet again” (“Nos volveremos a vernos”, última canción inglesa de la Segunda Guerra Mundial) y el clásico “Amapola” interpretadas por la magnífica voz de Elena Roger y “Amidsummer Nights Dream” compuesto por el talentoso Emilio Kauderer, quien también creara la música de otro filme dirigido por Zanetti, “Quantum Proyect”, en el año 2000. Tal vez la única deficiencia, en éste bello filme, fueron los actores cuyas interpretaciones crearon un desequilibrio en el concepto general de la puesta. Elaborar un canavá de teatro dentro del cine requiere que también estén ajustados los ritmos de cada actor o actriz, y estos resultaron ser los que dispararon la descompensación. Las sobreactuaciones de Lito Cruz y Leonor Benedetto fueron las más notables, en cambio una vez más Geraldine Chaplin cautiva con su histrionismo, Elena Roger a pesar de no tener un rol muy lucido supo extraerle su mejor veta, Camilla Belle y François Arnaud poseen el tipo ideal que requiere el cuento oriental entre ingenuo y pícaro. El resto del elenco, incluyendo los cameos de Adriana Aizemberg y Ana María Picio, juegan con sus habilidades sin grandes esfuerzos, y logran una mayor uniformidad en su conjunto. “Amapola” es una obra onírica y poética, de atmósferas e imágenes que sirven de pivote al ensueño transformador que devuelve a la imaginación toda su flexibilidad. Un realizador soñador como Eugenio Zanetti permite a su memoria conservar los rostros de antaño para consentir que el plástico universo familiar cobre nuevas dimensiones.
Entre la belleza de un mundo ideal y la violenta realidad Maléfica, la bruja que infundió miedo a varias generaciones de niños en la película "La bella durmiente" (1959) de los estudios Disney, regresa, en carne y hueso, en una versión no sólo moderna del cuento sino desde la perspectiva de una visión que muestra al bien y el mal como dos caras de una misma moneda. Desde ese punto de vista el hada-bruja recupera "el lado humano" del oscuro personaje. Con cuernos amenazantes, su bastón y traje negro, sus pómulos puntiagudos, mirada sobrenatural y terrorífica sonrisa, Maléfica, es encarnada por una excelente Angelina Jolie, a quien no se le han escatimado efectos especiales en su maquillaje para que luzca igual a la que creó el legendario artista Marc Davis en el clásico de Disney de 1959. Según Vladimir Propp (“Folklore y realidad”), el cuento maravilloso es un relato construido sobre la base de un conjunto reiterado de situaciones humanas para explicar aspectos de la vida e incluye, además, hechos extraordinarios que causan maravilla o admiración. Nació en la noche de los tiempos, y se transmitía a través del relato oral a la comunidad, sobre todo en zonas rurales. El tiempo que se toma está fuera del tiempo, sigue una lógica especial que no es cuestionada por el lector o el espectador, en este caso. Los personajes que acompañan al héroe o heroína son brujas, hadas, enanos, animales que hablan, duendes, y otras figuras estrafalarias, que siempre dan a la historia el sutil tono de lo real-maravilloso, en el que siempre aparece el bosque misterioso al cual se lo relaciona relacionado con los ritos de iniciación. Estos ritos se practicaban en el momento que el niño/a llegaba a la pubertad, en donde moría y resucitaba como un individuo nuevo. Para ello, se construía cabañas en un bosque (o espesura) donde se producían las pruebas y el aprendizaje. De ahí se salía como adulto para contraer matrimonio. El bosque a su vez era la barrera que no permitía acercarse al niño/a en el momento de su preparación para acceder el estadio de adulto (el peine de Baba Yaga, cuento del folklore ruso, Hansel y Gretel, Blancanieves), o una frontera a otro mundo (el de los muertos, en la Eneida, por ejemplo, un bosque circunda el reino de los muertos). Pero a la vez permite ocultar el misterio del espíritu guardián a la maga. Los cuentos populares toman como protagonistas a representantes de una infancia desprotegida (la hijastra, el hijo menor, el más débil físicamente, el más pobre) y les otorgan a estos anti-héroes una revancha que, desgraciadamente, era poco usual en la vida real. Perrault, que vivió entre 1628 y 1703, en pleno siglo del Rey Sol (Luis XIV), no sólo retrató su propi sino que también dejó constancia del sufrimiento de las clases menos favorecidas. En el siglo XIX, los hermanos Grimm mostraron en sus cuentos los modelos femeninos y masculinos que se ajustaban a la concepción del mundo de su época: mujeres sumisas, pasivas y obedientes que necesitaban de la fuerza y la inteligencia de un hombre para salvarse. El poeta alemán Friedrich Schiller escribió: “El sentido más profundo de la vida, y de mi vida, reside en los cuentos de hadas que me contaron en mi infancia, más que en la realidad que la vida me ha enseñado”. (The Piccolomini, III,4). A través de los siglos al ser repetidos una y otra vez los cuentos se han ido refinado y han llegado a transmitir, al mismo tiempo, sentidos evidentes y ocultos: han llegado a dirigirse simultáneamente a todos los niveles de la personalidad humana y a expresarse de un modo que alcanza la mente no educada del niño, así como la del adulto sofisticado. Los cuentos aportan importantes mensajes al consciente, preconsciente e inconsciente. Actualmente, como en otros tiempos, la tarea más importante, y al mismo tiempo la más difícil, en la educación de un niño es la ayudarle a encontrar el sentido de la vida. Se necesitan numerosas experiencias durante el crecimiento para alcanzar este sentido. El niño mientras se desarrolla debe aprender, paso a paso, a comprenderse mejor, así será más capaz de comprender a los otros y de relacionarse con ellos, tornarse un ser social y desentrañar los significantes y significados del mundo que lo rodea. Más allá de las apreciaciones de los expertos en la materia como Bruno Bettelhaeim, que se encuentran interpoladas de un modo muy sutil en el filme de Robert Stromber, la trama de ésta película realmente se ajusta más a la tendencia actual de la exploración del anti-héroe que a la concepción de Disney: melodramática y situada en un esquema de extremos, malos o buenos, blanco o negro. “La bella durmiente” sobre la que se basa la historia de Robert Stromber es la de Parrault, pero a su vez éste se basó en la de Geambattista Basile registrada en el Pentamerone: “Sol. Luna y Talía”. En el siglo XIX los Hermanos Grimm tomaron ambos relatos y crearon su propia versión que llamaron "Dornröschen" (La espina de la rosa). Tanto en la versión de Perrault como en la de los Grimm al comienzo de la historia nos encontramos con la madre, madrina disociada de su aspecto bueno-malo. Según las teorías sobre los cuentos para que pueda existir un final feliz es necesario que el principio del mal sea adecuadamente castigado y eliminado, porque sólo entonces podrá prevalecer el bien, y con él la felicidad. En la historia de Perrault, al igual que en la de Basile, se destruye la maldad, en el caso de “Maléfica” lo que se destruye es la maldad del padre castrador, haciendo así justicia como es característico de los cuentos de hadas. Sin embargo, en la versión Grimm no existe el castigo alguno para lo malo. Todas las versiones de “La bella durmiente”, según Bruno Bettelheim, con enormes variaciones en cuanto a detalles, el argumento central es que por más que los padres intenten impedir el florecimiento sexual de su hija, este se producirá de modo implacable. En realidad lo que intentan es un retraso en la madurez emocional del niño, y ese retraso está ejemplificado en los años de letargo de Aurora, en este caso. No obstante, el desafío de Robert Stromber fue narrar el filme desde la perspectiva de un aparente villano, con muchas características de un trágico personaje de Shakespeare, al que se debe comprender porque es la primera víctima de un hombre que no escatima artilugios para conquistar el poder. En “Maléfica” como en todos los esquemas de cuentos o filmes infantiles/juveniles siempre aparece el tema del poder como eje central de la trama. Y es el poder ejercido por los adultos sobre los niños, que en todos los casos la transferencia a un cuento ayuda a éstos a elaborarlo mediante la fantasía. Pero lo que en realidad nos cuenta “Maléfica” es el despertar de una adolescente a la vida adulta y el tema de la adopción, y la difícil relación entre una madre sustituta y su pequeña hija, impuesta por una realidad que ambas deben superar. Las tres hadas que juegan el rol de madres sustitutas buenas, divertidas y permisivas, fueron encarnadas por las adorables: Imelda Staunton, Lesley Manville y Juno Temple, que por sus enredos, peleas, y escenas divertidas parecen la versión femenina de los tres chiflados. El actor Brenton Thwaites esboza al Príncipe Philip, un joven torpe que se inhibe frente a la princesa. Elle Fanning, fue una muy bonita Aurora, con su sonrisa fresca e ingenua. Sam Riley se destacó como la forma humana del cuervo de Maléfica, en el inteligente Diaval. Mientras que el sudafricano Sharlto Coplay ("District 9", 2009, y ”Elysium”, 2013) es el cruel Rey Stefan. Robert Stromber, que incursiona por primera vez como realizador, tras su brillante carrera en dirección artística -ganó dos Óscar: "Avatar", 2009, y "Alicia en el país de las maravillas" (2919)- reprodujo el universo del dibujo de Disney con las mismas referencias estéticas e históricas, no psicológicas ni de contenidos. Una escena clave, el bautizo de Aurora, fue reproducida en forma magistral, gestos y palabras, como en el filme animado. “Maléfica” es un filme de maravillosos efectos especiales en donde el universo infantil es rescatado en el dibujo de un mundo ideal, que posee dos caras: luz y oscuridad. La luminosidad está dada por la bucólica naturaleza, el canto de los pájaros, elfos y gnomos jugando, animales extraños, pero amigables, y la oscuridad por el bosque tenebroso, agresivo y violento con sus gruesos troncos negros, el ataque de los humanos a ese universo naïve y sobretodo a cortar las alas a quien pretende volar, es decir a quien respira libertad.
Atrapa al espectador por el protagonista, los toques satíricos y su crítica demoledora A veces, cuando se hace una crítica, se busca enfocar la visión hacia la narrativa y a partir de allí se construye el análisis de lo que se visualizó. En el caso del filme “Dallas Buyers Club”, realizada por Jean-Marc Vallée, es todo lo contrario, se ve primero al actor, luego a la interpretación, y por fin el contenido total. ¿Por qué el actor? Porque la primera imagen que sorprende al espectador es la de un Matthew McConaughey flaco como un galgo, mostrando sus dientes con la ferocidad de un animal salvaje agazapado en su soledad. “Dallas Buyers Club” no sería la obra que es sino tuviera a Matthew McConaughey de actor, ni a Jared Leto como el antagonista transexual capaz de sostener la extraordinaria actuación de su compañero. El “reality film” es un subgénero mezcla de documental y ficción, que basa su trama en la vida real de ciertos personajes de relevancia. A esta categoría pertenece “Dallas Buyers Club” con guión de Craig Borten y Melisa Wallack. En esta realización se cuenta la vida de Ron Woodroof, un mujeriego, adicto al alcohol y las drogas pesadas, electricista y vaquero de rodeos en Texas, que después de recibir un diagnóstico de VIH (síndrome de inmune deficiencia adquirida) en 1985, en el que se le diagnosticaron 30 días de vida, llevó su tratamiento fuera de los carriles acostumbrados para este tipo de enfermedades terminales. Ron Woodroof no es un paciente fácil, y casi siempre termina escapando del hospital al que lo llevan en cada recaída. Él se burla de las reglas y convierte en cómplice de sus sueños de cura a la doctora (Eve) que lo atiende (Jennifer Garner quien consigue con oficio sostener el embate de dos magníficos actores), y a pesar de su reticencia con respecto a esa nueva variable medicinal decide ayudarlo en su empresa. Ella tampoco cree demasiado en la droga AZT, que el hospital suministra a los enfermos de sida y se opone a su jefe Dr. Sevard (Denis O´Hare) por la forma de medicar a los pacientes. Ron Woodroof viaja a México para ponerse en manos del médico estadounidense Dr. Vass (Griffin Dunne), un renegado y marginado por la sociedad por practicar medicina alternativa en base de complementos fabricados con ciertas hierbas curativas. Éste lo convence de que una combinación de fármacos y suplementos dietéticos pueden ayudar a su sistema inmunológico y estabilizar las células T. Su regreso a los EEUU será disfrazado de sacerdote enfermo de cáncer y portando un importante cargamento de píldoras. Allí comienza su aventura como contrabandista de esperanza. Ya en Dallas crea el “Dallas Buyers Club” en el que los clientes pagan una cuota mensual y reciben la medicina contrabandeada por Ron. Estos tratamientos alternativos no siempre son bien recibidos por los médicos tradicionales, y mucho menos por los laboratorios que ven frustradas sus ansias de ganancias por el avance de lo que en la mayoría de los países latinoamericanos, con ascendencia indígena, se denomina “medicina verde”. “Dallas Buyers Club” es una fábula sobre el despertar de un homofóbico que a través de su enfermedad comienza a comprender el universo de los gays, drogadictos y enfermos terminales que se cruzan en su vida y lo acompañan en su camino hacia la muerte. “Dallas Buyers Club” retoma en cierta media, un poco más dinamizado, aquél cine social de los ‘50, pero sin profundizar en los esfuerzos del verdadero Ron, que generó un movimiento muy fuerte de compradores. Pero a pesar de zonas no balanceadas del guión, y que por momentos se lo vio a Matthew McConaughey con acciones que se desarrollaban en una especie de vacío, el filme consigue atrapar al espectador y concientizarlo sobre el flagelo del AIDS. Tal vez lo que le faltó a “Dallas Buyers Club” fue ese sentido de militancia y pasión que tenía el documental de David France´s, “How to Survive a Plague” (“Como sobrevivir a una plaga”). Las líneas del guión, por momentos satíricas, críticas, demoledoras, se extienden en espacios que van desde un “afuera” vacío, despiadado (habitaciones de hotel de mala muerte), rodeos sórdidos con personajes de bajo nivel cultural, hasta un “adentro” del propio ser atormentado por pesadillas de espanto. El miedo no viene del exterior. Tampoco se compone de viejos recuerdos. No tiene pasado. El miedo es el del ser mismo, es un aquí y ahora constante, del que no se puede huir ni refugiarse en ninguna parte. El miedo al sufrimiento, a la muerte y al desprecio convierte a Ron Woodroof en un trágico militante de la esperanza.
Negación de la realidad, miedo al cambio y futuro incierto en un subtexto punzante Tomás de Aquino define lo bello como aquello que agrada a la vista (quae visa placet), por lo tanto esa percepción de armonía y equilibrio en la naturaleza y en las obras de arte la percibe sólo el ojo del observador. Y así, ante nuestros ojos (subjetiva de la cámara), en la película “La grande bellezza” van deslizándose fragmentos de Roma: una cuidad cargada de historia en un contrapunto de clasicismo, antigüedad, renacimiento y decadencia. Walter Benjamin sostenía: “Hasta a la más perfecta reproducción le falta algo: el aquí y el ahora de la obra de arte, su existencia siempre irrepetible en el lugar mismo en que se encuentra. La liberación del objeto de su envoltorio, la destrucción del aura, es distintivo de una percepción cuya sensibilidad para lo homogéneo en el mundo ha crecido tanto actualmente que, a través de la reproducción, sobrepasa también lo irrepetible. Pero, ¿qué es el aura? El entretejerse siempre extraño del espacio y el tiempo; la aparición irrepetible de una lejanía, por más cerca que ésta pueda hallarse”. Este concepto de Benjamin bien puede aplicarse a “La grande bellezza” de Paolo Sorrentino (un napolitano que ama Roma). El filme es la fábula de un hombre, una ciudad, un país. Sorrentino, cuya última película fue "This must be the place" (2011), una historia en idioma inglés sobre un músico goth (Sean Penn), Cheyenne, con semejanzas a Robert Smith en “The cure” (1995) cuyo personaje tras la muerte de su padre, un sobreviviente del Holocausto, sale del auto exilio para convertirse en un cazador de nazis. Después de un comienzo casi muerto, el filme va creciendo durante un viaje por carretera, regocijándose en la belleza áspera de los paisajes. “La grande bellezza” posee el mismo comienzo muerto, que luego crece en ese vagar noctámbulo por las calles de Roma. Ambientada en la ciudad eterna, en la ciudad amada de los turistas, el realizador Paolo Sorrentino sigue los pasos de Jep Gambardella, un sibarita con alma insondable y un cierto cínico barniz de ingenio, interpretado por Toni Servillo, que celebra sus 65 años en compañía de amigos y recuerdos. Cuatro décadas antes y muchas copas de Campari, su única novela“El aparato humano”, había sido aclamada como una obra maestra. Sorrentino no sólo ha regresado a Italia sino que se ha detenido en el pasado para señalar que pesa tanto como en el presente y el futuro, y fija el ojo de la cámara en una terraza que da al Coliseum. La fiesta también señala la culminación de una magnifica carrera de periodista que lo a hecho rico y le ha permitido comprar ese departamento cuya terraza da al Coliseo, pero que en realidad es casi parte del Coliseo, eso le da una característica única y distintiva de todas las la terrazas de Roma. La terraza, como el título de la excelente película de Ettore Scola de 1980, es la de Jep Gambardella que parece mostrar el gran contraste entre una parte de Roma que ha modificado sus hábitos, características, idioma, “estilo de vida”, con la otra que es estática y perenne, como sus estatuas de frío mármol. Sorrentino, con esta terraza, retoma la idea del cine reflexivo de los ‘60 sobre la sociedad y la propia identidad. La terraza de Scola albergaba la izquierda intelectual acurrucada al calor del Partido Comunista. Eran los hedonistas ochenta destinados a barrer las viejas y polvorientas hegemonías culturales. La terraza de Sorrentino es infinitamente más glamorosa, y en ella el director instaló una fauna de personajes decadentes, que sirven de telón de fondo a una ciudad que mantiene su estandarte de pan y circo, como: la escritora Stefania (Galatea Ranzi) frívola y desacreditada como amante de los poderosos, el pelele de provincia Romano (Carlo Verdone), brillante caricatura del actor napolitano Stefano Satta Flores, que aspira llegar a actuar en el gran teatro, un presuntuoso de bajo nivel, maníaco sexual, acompañado por su angustiada mujer Trumeau (Iaia Forte), una bailarina de steptease que comienza su carrera, Romana (Sabrina Ferilli), y otra serie de personajes variopinto. Jep, vistiendo absurdos sacos de colores, cuya casa reviste de libros que ya no ama, repitiendo las mismas frases de Flaubert, es el rey de las fiestas, es el habitante de las nuevas terrazas, perdido en la noche romana tras fantasmas de un pasado que ya no existe. La terraza de Scola desciende, del renacimiento y barroco de Roma, en una maraña desordenada de cúpulas y tejados, ofreciendo una visión más naïve de la cuidad. La de Sorrentino ancla en el vacío, donde la historia de la humanidad está en el fondo, imperturbable y a una distancia inconmensurable. La terraza de Jep es la nueva Roma, superficial, polifacética, sin centro de gravedad, sin pasión, materializada e individualista. La de Scola fue la última trinchera del mundo intelectual que tenía sus raíces en el siglo XIX, lleno de pasiones y tragedias. Dos terrazas, una en 1980 y la otra en 2013, muy distantes pero como emblemas de dos imágenes de Roma, que pertenecen a dos etapas de una misma historia de monumentos en común, pero con valores diferentes. “La grande bellezza” posee de cambios de giro estructurados como una serie de episodios vagamente conectados, la historia peripatética de Jep y al frustrado amor de su juventud. El marido de su primer amor le comunica que ésta ha muerto y juntos lloran. La muerte de la amante, simbólicamente unido a 1968 y la promesa revolucionaria, se agita sobre la vida de Jep. Mientras éste vaga por Roma y medita sobre ella, su voz en off suena a confesión. “La grande bellezza” es el insoportable avance de la vejez, el individuo resistiendo ante la decadencia refugiándose en temas de Rafaella Carrá e inyecciones de botox, compartiendo decadentes banquetes, cínicas veladas y falsas lágrimas en los entierros. Es una hipérbole mordaz de una Roma que niega su agonía buscando en la gloria del pasado el anticuerpo al fugaz presente. Sorrentino abre su cámara a la Roma del Castel Sant´Angelo (también conocido como el Mausoleo de Adriano), Villa Borghesse, Panteón de Agripa, Piazza Navona, Fontana de Trevi, pero también a la Roma del botox, las cirugías y políticos corruptos. Dos Romas, dos mundos entrecruzados en la figura de Jep Gambardella. Sorrentino propone una biografía fragmentada (como en Il Divo), un collage de impresiones y recuerdos internándose en lo caprichoso e irregular de éstos, escapando de ese modo del relato lineal. “La grande bellezza” sugiere casi automáticamente una comparación con el cine de Fellini “I´vitelloni“ (1953), “Roma” (1970) , “Otto e mezzo” (1953) , “La dolcev Vita” (1960), “Amacord” (1973), pero en realidad es un homenaje a ese mundo onírico que planteaba Fellini. Algunas escenas, como el inquietante encuentro del protagonista con Fanny Ardant, es semejante a las apariciones de Anita Ekberg en la Fontana de Trevi, las monjas que corren presurosas o el sacerdote en el columpio con su sotana flameando sobre un infierno de desolación remiten a “Satyricon” (1969), y la melancolía festiva que se esconde detrás del brillo de una vida desenfrenada recuerdan a “Casanova” ( 1976). Negación de la realidad, miedo al cambio y un futuro incierto es el subtexto de “La grande bellezza”, el filme con el que Sorrentino, al igual que Benjamin, nos dice que “la gente es el velo a través del cual la ciudad conocida nos hace señas, con el vagabundeo como fantasmagoría, ahora en un paisaje, ahora en un cuarto”, ahora en una terraza.
La esperanza, con dosis de crueldad y sadismo son los temas de “12 años de esclavitud” Steve McQueen, artista visual, ganador de varios premios en esa disciplina, consigue con su primer filme, “Hunger” (El Hambre-2008), vencer en Cannes, (Caméra d'Or) y en el Festival de Sídney, con su segunda película “Shame” (Vergüenza) gana el premio FIPRESCI en el Festival de Venecia 2011 y se instala como uno de los realizadores más prometedores de la nueva generación. Una breve carrera cinematográfica, muchos premios y un futuro promisorio es el de éste talentoso realizador británico. Su destreza detrás de la cámara, cimentando mundos infames, es sólo comparable con Akira Kurosawa. Hasta hoy ningún director se implantó profundamente en el espectador dejando, al mismo tiempo, una sensación de amargura, crueldad, sadismo, dolor y reflexión. En “12 años de esclavitud” la historia es contada por Solomon Northup en su libro de memorias "Narrativa de Solomon Northup, un ciudadano de Nueva York. Secuestrado en la ciudad de Washington en 1841, y rescatado en 1853 de una plantación de algodón cerca del río Rojo, en Luisiana”, parece salida de las novelas del realismo social de Nikolai Gogol (“Almas muertas”, 1842), o “Alekséi Pisemski” (“Mil almas”, 1858), o Dickens. Desde que su obra se publicó en 1953 críticos y estudiosos pensaron que era un símil de aquellas, hasta que en 1968, un grupo interdisciplinario de historiadores, filólogos, periodistas y sociólogos, lograron confirmar y documentar que todos los hechos narrados por el escritor existieron. La nueva propuesta (hubo una anterior muy realista realizada por el director Gordon Parks), “12 años de esclavitud” retoma el conflicto y su contexto histórico, pero apunta a la degradación humana, al mal trato, y a la inescrupulosidad, desde el punto de vista de un hombre libre que se torna esclavo, y por lo tanto su mirada sobre la realidad es mucho más crítica que la de los esclavos mismos. Porque él conoce el potencial de la libertad y los otros ni siquiera lo perciben. No saben leer ni escribir y por lo tanto no se enteran que existen leyes o posibilidades de escape. Para ellos la única salida posible es la muerte. “12 años de esclavitud” no es la primera película sobre la esclavitud en los Estados Unidos, ni será la última, pero sí muestra con crudeza los hechos que realmente sucedieron, no por ser contados en tradición oral, sino de primera mano, como “Chickamauga”, uno de los cuentos sobre la “American Civil War” que escribe Ambrose Bierce (destacado corresponsal de guerra) en 1891. Harreit Beecher Stowe desde la ficción, con “La cabaña del tío Tom”, también se refiriere a la esclavitud y la perversidad de los blancos. Se publica por primera vez el 20 marzo de 1852. La única temática de la historia fue la maldad y la inmoralidad de la esclavitud, pero con un subtema de base: la separación de las familias, que la narración de Northup confirma. En la historia de la humanidad (recorriendo la Biblia, la “Ilíada” o la “Odisea”, etc..., siempre hubo esclavizadores y esclavos egipcios, asirios, persas, griegos, fenicios, romanos, hasta las últimas variaciones en el siglo XX: nazismo y stalismo. En la actualidad, aún, hay mano de obra esclava en América, África y países del Asia, especialmente debido al hambre y con aquellos hombres, mujeres y niños llevados con engaños o raptados: a destilerías de cocaína, talleres clandestinos de ropa, o trata de blancas, etc. “12 años de esclavitud”, escrita por John Ridley y dirigida por Steve McQueen, cuenta la historia real de Solomon Northup, un hombre libre afro-americano que, en 1841, fue secuestrado en las calles de Washington, y vendido a unos traficantes de negros. Luego de mantener sus esperanzas intactas durante 12 años, un encuentro casual con un abolicionista canadiense (Brad Pitt) le permite cambiar el rumbo de su vida y reunirse con su familia. En el excepcional testimonio histórico se muestra como aún siendo esclavo -físico-psicológico y emocional- una parte de su espíritu se mantuvo fiel a su cultura e intelectualidad. El violín o la música lo salva de situaciones más dolorosas o de la muerte (igual que los músicos judíos en los campos de concentración), lo que permite en el film una doble lectura sobre la situación de los negros. Mientras que en el Norte podían experimentar algunos privilegios de los blancos (aunque no podían votar) como la libertad de movimiento, poseer una casa, tener un carruaje, etc., en el Sur eran tratados de modo infrahumano. Pero en ambos casos siguieron siendo individuos negros en la América anterior a la guerra civil y aún después de la unificación, hasta Martín Luther King. “12 años de esclavitud” es a la vez una historia familiar, extraña y profundamente americana del siglo XIX -adorado por Hollywood–, durante el cual la burguesía altamente paternalista mantuvo una doble moral, y sus plantaciones, casas señoriales, y sus modales gentiles sirvieron como telón de fondo para las grandes monstruosidades que cometieron. Otra película que recuerda estas atrocidades es “Mandinga” (1975) de Richard Fleischer, con James Manson y Susan George. En “12 años de esclavitud” la narración comienza con Solomon ya esclavizado en una plantación de caña de azúcar. Una serie de flashbacks cambia la intriga a la época en que Solomón, vivía en Nueva York con su esposa e hijos, y acepta un trabajo propuesto por un par de hombres blancos para tocar el violín en un circo. Pronto los tres están disfrutando de una noche en Washington, sellando su camaradería con vino y la convicción tácita - aunque sólo sea por parte de Salomón - de una humanidad compartida, una ficción que se evapora cuando se despierta a la mañana siguiente con grilletes. En Louisiana, Salomón es vendido por un comerciante brutal (Paul Giamatti ) a un propietario que parece ser un hombre bueno, William Ford (Benedict Cumberbatch), pero su enfermizo capataz (Paul Dano) hará que se vea obligado a venderlo a un fanático, loco y borracho, Edwin Epps (Michael Fassbender), que a su vez lo presta para saldar una deuda. En las primeras escenas de “12 años de esclavitud”, se ve a Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor) feliz, en New York, despidiendo a su mujer que se va de viaje con los hijos. La cámara se detiene unos minutos en detalles sensuales, como el abrazo a familia, el adiós desde la puerta del carruaje a los que se marchan, luego un repaso atento a sus manos y su entrada otra vez a la casa. Este tipo de mirada sin premuras, como si el cine sólo fuera un acto de observación más que de reconstrucción, son las que anticipan en el espectador un efecto de inseguridad. Parte de la importancia de las memorias de Northup, y del filme, son las descripciones de la vida cotidiana, que Steve McQueen recrea, con disímiles texturas que intercambia con ritmos diferentes, a escenas de privaciones y crueldades extremas de la esclavitud, a las que siguen otras que se relacionan con un paisaje de gran majestuosidad y un vacío infinito, continuadas por otras con trabajo y rutinas de sol a sol, o veladas musicales en las cuales un conjunto de negros conforman la orquesta, junto con las intimidades inquietantes que se producen entre los propietarios. En un orden desplegado de secuencias el realizador proyecta una oleada de planos que van desde lo estático a otros planos secuencia de increíble densidad, y primeros planos enfocados a valorizar la vergonzosa actitud malvada del hombre blanco. La música de Hans Zimmer da los tonos exactos al cruel y sangriento drama. “12 años de esclavitud” es despiadada, vil, descarnada, valiente, desgarradora, agresiva. En ella puede observarse la excesiva tendencia de mostrar el desgarramiento de un hombre, linchamientos y muertes, hambre, cinismo e hipocresía expresados con todos los medios que posee hoy la cinematografía. Detrás de ella se vislumbra la trama oculta de la narración que es la esperanza. Ésta será lo único que puede mantener vivo al hombre a pesar de los sufrimientos, como sucedió con los macabeos, Spartaco, los judíos de Auswich o Treblinka, los hombres y artistas condenados a los Gulag y otros tantos héroes anónimos que lucharon por su libertad. En síntesis “12 años de esclavitud”, es una historia real sobre la esperanza, la dignidad y el deseo de vivir.
La obra de Tracy Letts, ganadora del Pulitzer en 2008 auspiciada desde la producción por, entre otros, George Clooney y Grant Heslov, da el gran salto de las tablas de Broadway a la pantalla Hollywoodense con un resultado a medias sobresaliente. Esto es debido a una paradójica transición de las reglas teatro-cine, que es salvada por excelentes actuaciones. “Agosto” (mes bochornoso y sofocante), comienza en una granja a las afueras de Pawhuska (Oklahoma) venida a menos. La cámara entra a un salón- biblioteca con libros amontonados y objetos cubiertos de polvo. Se detiene sobre un hombre sentado en un sillón, Beverly Weston (Sam Shepard), mientras bebe habla consigo mismo y hace una nebulosa referencia tanto a unos versos de T.S. Elliot, como a la patología de su familia. En medio de esa aparente tranquilidad aparece balbuceando y tambaleante Violet Weston (Meryl Streep), seguida por la empleada, una india Cheroque Misty Upham (Johnna Monevata). “Mi esposa toma pastillas y yo bebo”, dice Beverly Weston, un poeta que ha perdido su impronta y siente que el fracaso se adueñó de su vida. Entonces, tras escasos diez minutos, luego de un excelente “tour de forcé” entre él y su mujer, Beverly Weston se esfuma. La desaparición de Beverly Weston pone en marcha una variación sobre un tema ultra tratado en obras de teatro, films, series televisivas, novelas: los problemas en familias disfuncionales. El clan familiar compuesto esencialmente por mujeres, Bárbara (Julia Roberts), Ivy (Julianne Nicholson), Karen (Juliette Lewis) llega raudamente ante el llamado de su madre. Luego irá apareciendo el resto del grupo: la hermana de Violet, Mattie (Margo Martindale) y Charlie (Cris Cooper) su esposo e hijo Little Charles (Benedict Cumberbatch), Bill (Ewan MacGregor) ex marido de Bárbara y la hija de ambos, Jean (Abigail Breslin) y Steve (Dermot Mulroney) novio de Karen. Además del exceso de píldoras y alcohol, ya señalados, el resto del menú en este particular funeral son: adulterio, incesto, divorcio y una fallida violación a una menor. El encuentro de la familia trae como resultado una batalla campal entre distintas maneras de pensar y hondos rencores, entre sarcásticos discursos y estallido de lágrimas, pero sobretodo deja traslucir tras cada escaramuza los afectos reprimidos. Dentro de la trama hay un personaje oculto que es como un gas subterráneo que se ve obligado a salir a la superficie y las consecuencias ambientales a raíz de explosión son terribles. Ese gas son los secretos familiares. Todo el entorno está plegado y se circunscribe a espacios cerrados, de manera teatral. Las escenas más conflictivas se suceden en zonas cargadas de recuerdos (cuadros, fotos, libros, vajillas, discos). Cuando se despliega lo hace de forma tormentosa (ruptura de platos, gritos, palazos). "August: Osage County ", dirigida por John Wells (fundamentalmente guionista, productor ejecutivo y realizador de series televisivas), no le dio al filme ritmo televisivo, como supuestamente podría esperarse, sino por el contrario consiguió dar a su propuesta la cadencia del agobiante mes de agosto, en el cual los personajes se mueven con lentitud, como arrastrándose por la desvencijada casa y sus alrededores. Su cámara captura con poesía la crepuscular infinitud de la llanura que rodea la granja, a la que la música de Gustavo Santaolalla da una profunda carga de nostalgia. Mientras que la fotografía de Adriano Goldman pone acentos en la intimidad de los personajes y agranda la soledad de los mismos. “Agosto” es un filme que debe verse a pesar de sus defectos estructurales, porque lo más valioso del mismo está en las actuaciones. Éstas son inolvidables.
A 16 años de la muerte de Diana de Gales se estrenó un film sobre los dos últimos años de vida de la princesa. El director alemán Oliver Hirschbiegel, con el guión de Stephen Jeffreys, más cercano a una serie televisiva que a una película, con excesos de diálogos acartonados y extensas parrafadas para demostrar teorías absurdas sobre la realidad de plebeyos y nobles, no consiguió dar el tono justo a la complicada vida de la princesa. Durante años el padre de Dodi Al-Fayed, dueño de Harrods y sin lograr ser ciudadano inglés, insistió en la teoría de la conspiración y que el accidente fue un atentado perpetrado por el M16, mientras la casa reinante guardaba silencio sepulcral sobre el tema. Todo parecía haber quedado en el olvido hasta que el filme “Diana” salta al “screem” global, en momentos en que la monarquía tiene un nuevo heredero, y la felicidad de Charles y Camila ya es sello real, y pone un señalador sobre la figura que creó serios conflictos a la corona, por momentos inmanejable, y de quien se había dicho poseía un serio desequilibrio emocional. Oliver Hirschbiegel al pretender instalar en la pantalla una biografía de Diana, lo que ha hecho es crear un personaje totalmente ajeno a ella, falso y sin el ángel que la caracterizaba, ni la soledad que la rodeaba. En ésta producción puede decirse que a pesar de los intentos de Naomi Watts, por ser una con la princesa, sólo consiguió una imagen fría y distante, como una marioneta de Spitting Image, de la que no es posible creer que hubiera estado tan enamorada del médico paquistaní Hasnat Khan (Naveen Andrews, "El paciente inglés" -1996-, y "Lost" en televisión 2004-2010), y haya cometido tantos escapismos a lo Hudini para huir de su guarda espaldas o la prensa. Por otra parte, no toda la culpa es Naomi Watts, sino del guión de Stephen Jeffreys que no consigue darle alma a Lady Di. Su personaje es irreal aunque grafique hechos reales: ir a Angola, caminar sobre un campo de minas antipersonales, realizar viajes filantrópicos e infinidad de actos públicos, y al que nada parece importarle tanto como su obsesión por obtener el amor de Hasnat. El filme está plagado de situaciones inverosímiles, una de ellas es la de ingresar en el departamento del médico, mirar a su alrededor, y tratar de limpiar la mugre en la que éste vivía, como lavar platos y vajillas o ponerse de rodillas a fregar el piso. Esa acción no la cree ni la mismísima Diana, como tantas otras que ocurren en la narración. La película, basada en “Her Last Love” (“Su último amor”) de Kate Snell, de pretendido romanticismo, parece más una recreación de los titulares de los medios gráficos y la televisivos sobre la vida y la trágica muerte de Lady Di. Lo cierto, de Diana, es que su muerte pasará en la historia como otro de los crímenes sin resolver, y como un argumento maravilloso para que Agatha Christie haga lucir a Hercule Poirot o a Ms. Mrs. Maple.
En busca del romanticismo perdido La ópera prima de Richard Curtis, “Love Actually” (2003), con música de Craig Armstrong, le permitió ubicarse entre los directores taquilleros, que conquistan buenos dividendos sin necesidad de grandes producciones sostenidas por efectos especiales. Su ganancia reside en sostener el ritmo de comedias con tintes de humor y grandes dosis de idealismo. En sus anteriores guiones como escritor de cine y televisión su destreza para alternar humor y romanticismo fue excelente, consiguiendo situaciones de hilaridad pocas vistas, como en “La víbora negra” ("Black Adder the Third”, dirigida por varios directores, 1983-1989), “Mr.Bean” (serie de los ’90), “Un lugar llamado Notting Hill” (1999), “Dr. Who” (serie de los ’60 y ’90), “El diario de Bridget Jones” (2001), y uno de los mejores sitcoms que luego fue llevado a la pantalla grande, “Cuatro bodas y un funeral” (“For Weddings and a Funeral” (1994). El director neozelandés realizó en diez años tres películas como guionista y director: “Love Actually” (2003), “Radio encubierta o Radio pirata” (2009), ("The Boat That Rocked") y “Cuestión de tiempo (2013, “About Time”) y con ellas se garantizó un lugar en el podio de los talentosos. Los viajes en el tiempo es uno de los géneros que más ha entusiasmado a Hollywood y que posee reglas propias, que ningún guionista osa saltear. Es como si fuera un viaje iniciático del que no podemos obviar las peripecias del protagonista. En el caso de “Cuestión de tiempo” mantiene la línea de los filmes contemporáneos en los que no existe un conflicto aparente y todo el argumento fluye como la vida con un hecho tras otro. Los conflictos son personales y se resuelven a través del ensayo- error. En ésta producción el elemento de ciencia ficción, donde los personajes masculinos al cumplir 21 años pueden viajar en el tiempo hacia un pasado no lejano (es decir a unas horas o días anteriores), permite al espectador acercarse al costado humano de los personajes y compartir con ellos sus aciertos y desaciertos. La familia es el tema central y Richard Curtis trata de mostrar que a pesar de los traspiés que pueda tener un personaje como el de Tim (Domhnall Gleeson), detrás de él estarán su padre (Bil Nighy, actor fetiche del director), su madre (Lindsay Duncan) que lo sostendrán, como dos personajes excéntricos, su hermana Kit Kat (Lidya Wilson) y su tío Edmond (el inefable Richard Cordery), que aparentemente vive en una nebulosa, pero al que la realidad lo golpea más. Encontrar el amor y sostenerlo es cuestión de tiempo, y el encuentro entre Mary (encantadora Rachel McAdams) y Tim sella un amor como los de antes, de los que duran en el tiempo, y los enamorados pueden envejecer juntos y vivir todas la alternativas de una pasión que no decae ante los obstáculos que puedan presentarse en la vida. “Cuestión de tiempo” es una comedia que posee el ritmo perfecto, no cae en lugares comunes, ni en obviedades, y cada punto de giro crea una situación que el espectador agradece por su sorpresa. No posee golpes bajos y lo lacrimógeno, en lo que por momentos es posible caer, está tratado con gran sutileza. Se trata de una realización en que todo está cuidado hasta la perfección, la edición, el armado de las escenas, los planos y contra planos, la fotografía, el manejo de los espacios abiertos y cerrados y sobre todo la banda sonora que es excelente. Ningún personaje está desubicado, todos cumplen con su rol sin caer en exageraciones ni altisonancias. Con el elenco secundario ocurre otro tanto, y sobre ellos bien puede aplicarse el axioma de Konstantin Stanislavki: “no existen personajes pequeños, sino actores pequeños”, lo cual es posible comprobar en las actuaciones de Tom Hollander que compone a un odioso dramaturgo, o Joshua McGuire, el excitado compañero de trabajo del protagonista. “About Time” o “Cuestión de tiempo” es una de esas perlas fílmicas que no es posible perder, disfrutar, a la que sólo se le pueden aplicar elogios, y no dejar de recomendar.
En 1960 hubo un hecho que conmovió a la Argentina y al mundo: la captura, y posterior traslado, de Otto Adolf Eichmann. Argentina había sido refugio de nazis durante y después de la Segunda Guerra Mundial. Se habían distribuido por todo el país, en especial, en aquellos lugares con cierta reminiscencia alemana como Bariloche y La Cumbrecita. Pero el sur, por su espacio desértico y agreste, atrapado entre montañas, lagos y glaciares, fue el albergue de los más recalcitrantes asesinos. La aprehensión de Eichmann, en Buenos Aires, puso en alerta a todos los que se guarecieron en el territorio argentino. “Wakolda” retoma el tema de los nazis en Argentina y lo hace a partir de la historia de una niña que comienza a transitar el camino de su adolescencia. Lo curioso de la pequeña protagonista (Florencia Bado) es que la guionista-directora, Lucía Puenzo, le pusiera de nombre a su personaje: Lilith, ligado a un demonio femenino. Lilit o Lilith es una figura legendaria del folclore judío, de origen mesopotámico. Se la considera la primera esposa de Adán, anterior a Eva. Según la leyenda, abandonó el Edén por propia iniciativa y se instaló junto al Mar Rojo, uniéndose con Asmodeo convertida en su amante. En el caso de “Lilith”, película de Robert Rossen (1964), protagonizada por Jean Seberg, Warren Beatty y Peter Fonda, el nombre define la narración y cuenta la historia de una paciente en un sanatorio para personas pudientes, que se comporta de forma misteriosa. Ella en su trastorno cree que existe algo mágico a su alrededor. Un nuevo terapeuta, llamado Vincent, con un pasado oscuro del que no habla, se siente atraído por la personalidad peculiar de Lilith. En “Wakolda” un médico alemán (Alex Brendemühl) perdido en la desolada Patagonia, conoce a una familia, y se suma a ellos, en caravana, por la ruta del desierto. El misterioso viajero, del que no se conoce filiación alguna, se convierte en el primer huésped de un hospedaje que inicia sus actividades en esa lejanía, administrado por matrimonio conformado por Eva (Natalia Oreiro) y Enzo (Diego Peretti). La hija de ambos, Lilith, siente fascinación por ese hombre mayor que la seduce y comienza a espiar sus movimientos. La atracción es mutua, pero por diferentes motivos. En el caso de él por estudiar el cuerpo de una criatura que no crece y su altura no es acorde a la edad. Y, en el de ella porque le intriga el personaje al que rodea el misterio. Poco a poco la relación entre ambos se intensifica, debido a los logros que alcanza el experimento que el médico realiza con la niña. Aunque el extraño personaje provoca en los anfitriones cierta desconfianza, progresivamente serán atraídos por su distinción, su conocimiento y sobretodo sus ofertas de dinero. Para ganarse la voluntad del padre financia una mini empresa de fabricación de muñecas, tomando como modelo a la “Wakolda” de la pequeña Lilitih. Éstas saldrán en serie, serán todas iguales como robots: blancas, rubias y de ojos azules. Poco a poco durante el desarrollo de la trama se comprende que éste personaje es nada menos que un famoso científico (Mengele) a cargo de la experimentación genética durante la dictadura de Hitler, que había emigrado a Sudamérica para continuar con sus investigaciones, en su descabellado intento de crear la raza aria pura. Lucía Puenzo se toma su tiempo para presentar a los personajes que ingresan en el territorio de una subtrama cuya temporalidad salta en elipsis de una escena a otra de modo desigual. Los instala sobre un tablero y los va mostrando como si fueran piezas, de un puzle, que a veces encajan correctamente y otras no. Ese mecanismo hace que el filme por momentos no tenga sustento, pierdan verosimilitud las secuencias y en especial la línea narrativa, y queden historias sin cerrar. A pesar de los altibajos es posible rescatar varios logros en él: excelente actuación del actor catalán Àlex Brendemühl, (en su rol de padre sustituto-médico-empresario), la labor de la niña Florencia Bado, y los lucidos trabajos secundarios de Natalia Oreiro, Diego Peretti, Elena Roger, Guillermo Pfening, Ana Pauls, Alan Daicz, Abril Braunstein, Juani Martínez; como así también los más importantes elementos del rubro técnico: fotografía de Nicolás Puenzo, dirección de arte de Marcelo Chaves (muy buena reconstrucción de época), música de Andrés Goldstein, Daniel Tarrab. En la filmografía de Lucía Puenzo, tres filmes, es interesante observar su preocupación por el mundo adolescente en su búsqueda de identidad, de auto marginación, el descubrimiento de un cuerpo que se va transformando, la sexualidad y el amor. Tanto en “XXY” (2007) como en “El Niño Pez” (2009) la narración se internaba en estas problemáticas, al igual que en “Wakolda”. Por otra parte lo que caracteriza a Lucía Puenzo es la frialdad de su imagen. Es como si el espectador se internara en una gélida pantalla y participara con la directora de la disecación de los personajes. “Wakolda” es el claro ejemplo de lo que no fue. Sobrecargada de meta- mensajes pierde su objetivo. El filme de este modo se torna una intriga internacional en la que no faltaron suspenso ni acción, alrededor de una muñeca que a la vez es una metáfora siniestra sobre en lo que hubiera podido convertirse el hombre bajo el dominio de Hitler.
La Guerra Cristera, en México, (también conocida como Guerra de los Cristeros o Cristiada) fue un conflicto armado entre el gobierno de Plutarco Elías Calles (famoso por su anticlericalismo) y milicias de laicos, presbíteros y religiosos católicos, que resistían la aplicación de una legislación y políticas públicas orientadas a restringir la participación de la Iglesia Católica sobre los bienes de la Nación. Se inició1926 y finalizó en 1929. Algunas estimaciones ubican en miles el número de personas muertas, entre civiles, fuerzas cristeras y Ejército Mexicano, durante los tres años que duró la guerra, La Constitución mexicana de 1917 estableció una política que negaba personería jurídica a las iglesias, les privaba derecho a poseer bienes raíces e impedía el culto público fuera de los templos, prohibía la participación del clero en política, quitaba el derecho de registro de nacimientos y fallecimientos, y sobre todo el poder que ejercían sobre la educación. El presidente Plutarco Elías Calles y José Fernando Rodríguez Rojas, general revolucionario, promovieron la reglamentación del artículo 130 de la Constitución que suprimía la participación de las iglesias, en general, de la vida pública, y el fue causante del inicio la guerra. La Guerra Cristera fue muy tortuosa. Porque en ella se unieron a los católicos, grupos villistas y zapatistas, desarticulados luego de la revolución mexicana, y población civil, que intentaban derrocar al presidente Calles. Finalmente, a diferencia de muchos grupos armados en el transcurso de la revolución y con anterioridad, durante el siglo XIX, el mercado estadounidense estuvo- al menos formalmente- cerrado para este grupo, por lo que no pudieron adquirir armas o municiones y debían depender del armamento de descarte (en parte excedente de la Revolución de 1910-1920) y con escasa munición. Las revoluciones en México estuvieron desde el inicio de su independencia alternadas entre cortos o largos períodos de paz, en los que se afianzaba el poder de la iglesia. México posee un increíble material fílmico sobre sus revoluciones, en documentales como ficción, realizada tanto por directores mexicanos como extranjeros: “La revolución mexicana- 1910-1920”, documental que recopila en cine silente todas las acciones de guerra del ejército y revolucionarios, “¡Qué Viva México!” de Serguéi Eisenstein (1932), “Viva Zapata” de Elía Kazán (1952), “Reed, México insurgente” de Paul Leduc (1973), “Campanas rojas, México en llamas” de Sergei Bondarchuk (1982), entre otras. El filme “Cristiada”, ópera prima de Dean Wright (creador de algunos efectos especiales de “The Lord of the Rings y Narnia”), con guión de Michael Love, basada en textos del historiador Jean Meyer, toma esos acontecimiento para ofrecer al espectador una versión “ligth” de la historia. El bisoño realizador intentó, según sostiene en el sitio de internet de la película, contar “la historia de México que te quisieron ocultar”. Tal aseveración no es cierta ya que después de 83 años de aquellos sucesos en México la contaron de variadas formas en ensayos, novelas, filmes como: “Sucedió en Jalisco (Los cristeros)” de MrAngelo (1947), “Los últimos cristeros”, de Matías Meyer (2012) y decenas de documentales sobre el tema. La producción de “Cristiada” tuvo un costo de alrededor de 11 millones de dólares superando el presupuesto de “Arráncame la vida” de Roberto Sneider (2008), que había alcanzado los 7 millones, convirtiéndose en la película mexicana más cara de los últimos tiempos. La inversión por otra parte se ajusta a los parámetros del cine americano de bajo presupuesto, lo que permite suponer que la intención de los productores fue abarcar el mercado latino y también, por qué no, uno más amplio al incluir un reparto internacional. La historia comienza en 1927, cuando el presidente Plutarco Elías Calles promulga una serie de medidas para limitar, y luego prohibir, las prácticas públicas religiosas. En consecuencia, algunos grupos religiosos deciden tomar las armas, y al grito de ¡Viva Cristo rey! y ¡Viva Santa María de Guadalupe! ¡Viva México!, inician una guerra contra el ejército nacional. Dean Wright sigue personajes que apoyaron el movimiento desde la ciudad o pelearon en el campo de batalla. En particular perpetúa las vicisitudes de algunos de ellos: padre Christopher (Peter O'Toole), colgado en la plaza; Victoriano Ramírez “El Catorce” (Oscar Isaac), al que lo presenta como una máquina de muerte, algo así como un Rambo de principios de siglo XX; general Enrique Gorostieta Velarde (Andy García), ex colaborador de Victoriano Huerta (que una gran mayoría de mexicanos detesta) que había sido contratado por “Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa”, para organizar a los alzados; su mujer Tulita Gorostieta (Eva Longoria) se la muestra en forma anodina sometida tanto a su marido como a la religión; José (Mauricio Kuri), un preadolescente cuyo fervor alcanzó para beatificarlo. Pero también se asiste a los momentos de decisión del Presidente Calles (Rubén Blades, con más acento panameño que mexicano), y a sus encuentros y desencuentros con el embajador de los Estados Unidos en México, Dwight Morrow (Bruce Greenwood), enviado desde Washington a proteger los intereses americanos en el ámbito petrolero, bajo la apariencia de intermediación en la paz. “Cristiada” a medio camino de la verdad fue pensada y concebida como un proyecto que reproduce los patrones del cine de época al estilo Hollywood (como “The robe” – El manto sagrado (Henry Koster-1953), o “Ben Hur” (William Wyler - 1959), conformada con un reparto multinacional y hablada en inglés, con algunos toques de español. Su textura fílmica fue patinada de luminosidad para resaltar a los heroicos cristeros que se vieron violentados en su fe y creencias por un presidente que de la noche a la mañana se le ocurrió borrar a la Iglesia Católica del mapa mexicano, deportar a los sacerdotes extranjeros y asesinar a los curas que no obedecieran sus órdenes; pero dejando de lado las propias acciones de los cristeros que mataban a maestros y llegaron a quemar vivos a algunos en las plazas públicas. Así, cuando los cristeros (en el filme) queman un tren (apenas un fueguito) y provocan la muerte de civiles, de las víctimas sólo se escuchan algunos lamentos. Pero cuando los militares martirizan a José, se ve una secuencia de casi primerísimos primeros planos y en detalle sobre su tortura. Este mecanismo le da al filme un toque de irrealidad, dado que no es posible creer a personajes que se asemejan a figuritas de una historieta de “Billiken”. Por eso suena extraño o a cine fantástico ver a los rancheros de Michoacán o Jalisco mantener una gestualidad no propia al hablar un idioma que no les pertenece. Otro tanto sucede con la geografía que recuerda a los western de los años ‘40 o ‘50, a los que se prestaron los bellos escenarios naturales de los estados de Durango y San Luis Potosí: Matehuala, Real de Catorce, Santa María del Río, Villa de Reye. También fueron ignorados el contexto y las circunstancias que llevaron al presidente Plutarco Elías Calles a emprender semejante acción bélica y su personaje fue reducido al de un hombre enceguecido por el odio, dominado por una mente maquiavélica que fanáticamente creía que cerrar iglesias era su mayor emprendimiento presidencial. Según el guión de Michael Love, la respuesta de la población no sólo fue inmediato sino generalizado, cuando se sabe, y el propio Meyer lo dice, se trató de un movimiento de resistencia localizado y no uniforme. En esa revuelta que la cinta de Wright colma intencionalmente de mártires, e instala a un personaje fundamental no solamente en la Guerra Cristera sino en de la Revolución Mexicana: el general Enrique Gorostieta Velarde (agnóstico), y a éste le adjudica ideales de libertad que lo acercan a los cristeros y lo despoja de ambiciones políticas. Nada más lejos de la verdad ya que Gorostieta estaba obsesionado por derrocar a Calles y construir su grupo de poder y llegado el momento gobernar México (única causa real, además del dinero que cobraría, por la que aceptó convertirse en el general de la revuelta). Tampoco se muestra el hambre y la desesperación que llevó a cientos de personas a pelear con los cristeros para poder comer después de cada batalla; ni la condena y el abandono a su suerte de los sacerdotes por el Vaticano, en ese momento presidido por el Papa Pío XI; ni tampoco la creación de otro movimiento católico enfrentado al cristero y al Vaticano, que era el de los campesinos y maestros. Es evidente que el maniqueísmo fue el artilugio utilizado, por Dean Wright, para presentar una realización en la que se omiten verdades históricas y se presentan a mártires y villanos en un espectáculo estereotipado y cargado de lugares comunes, acompañados por la cuasi omnipresente música de James Horner (“Titanic”-1997- y “Avatar” – 2009-), entre otras), y del abuso de la cámara en mano. El final además de melodramático es reiterativo y sensiblero en el que prácticamente se agradece a los cristeros por garantizar las libertades de las que hoy goza México y le permite ocupar el lugar que tiene en el concierto de naciones, ignorando movimientos, armados, religiosos, y otros que no lo fueron, pero que aportaron su sangre a la apertura y grandeza de dicho país.