Sensible retrato de la cantante como persona y mito de la cultura popular argentina Lorena Muñoz (codirectora de “Yo no sé qué me han hecho tus ojos”, 2003, y responsable de “Los próximos pasados”, 2006),reconocida documentalista, trasladó a la pantalla en “Gilda: no me arrepiento de éste amor” uno de los mitos más notorios de la cultura popular argentina: la figura de la cantante más icónica de cumbia nacional, Gilda, quien murió hace 20 años, cuyo nombre real era Miriam Alejandra Bianchi. Tarea nada fácil para imponer una imagen que refleje la vida de una mujer de carne y huesos, sobre la diosa popular santificada por sus fans. Gilda es interpretada como si fuera su alter–ego por Natalia Oreiro, quien encarna el physique du rôle perfecto, ya que al ver noticieros y reportajes de la estrella en los ’90 y compararlos con la actriz bien puede no distinguirse quién es quién. Es interesante comprobar el crecimiento actoral de una actriz como Orebro que siempre buscó superarse a sí misma en esta ocasión lo consiguió con creses, porque su interpretación, a la que se le suma el trabajo vocal, está cuidada hasta en el mínimo detalle. Los realces y parquedad de gestos que impone a su personaje son los que permiten decir que su interpretación es excelente. Natalia Oreiro buscó todos los matices posibles para dar forma a su personaje, una joven de 30 años, cuya estrella brilló por cinco años, y que intentó romper con la rutina de su vida luchando contra los prejuicios de su familia, para labrase un camino dentro de un universo sórdido y mafioso que le presentaba la música tropical, en especial el ámbito de las bailantas. La historia que desgrana Lorena Muñoz pertenece a un libro cerrado por el tiempo, pero guardado en el corazón de cientos de fans que aún lloran frente a su santuario la muerte de su estrella. La directora lo va abriendo poco a poco a través de varios flashback que traen el recuerdo de su padre que la había inculcado el valor de la música cuando le enseñaba a tocar la guitarra. Comienza la narración con un primer plano fijo del cajón de Gilda y una lluvia tenaz y firme sobre éste y los acompañantes, a partir de allí todo gira hacia el pasado, hacia la maestra jardinera y su familia, a sus momentos de soledad e insatisfacción. Para su entorno ella era un outsider que no se ajustaba a los códigos familiares. Incluso en el jardín donde trabajaba quería organizar las fiestas de modo más creativo y no se le permitía. Siempre fue una rebelde que luchó contra lo establecido. En el despliegue de secuencias se muestra a una Gilda que tuvo que crecer como cantante dentro de un ambiente machista, y romper con el tabú de no ser el estereotipo de mujer que requerían las bailantas, y ser una flaca que cantaba sus temas. Era sin lugar a dudas una mujer que sabía manejarse en el mundo de los hombres y lo demuestra cuando va a la cárcel a cantar a los presos y baila con ellos. En la realización se utiliza la voz original de Gilda sólo cuando Oreiro canta “Yo soy Gilda”, en el resto del filme la actriz interpreta los temas con voz propia siguiendo los fraseos y la respiración de la bailantera en: “Corazón herido”, “No me arrepiento de este amor”, “Fuiste”, “Tu cárcel”, “Corazón valiente” y “No es despedida”. Este tema fue uno de los últimos en componer y ronda el misterio de que hubiera presentido su muerte. “Gilda: no me arrepiento de éste amor” es un “docu-ficción” que intenta rescatar la fuerza de voluntad de una mujer que luchó por sus ideales, de una madre que nunca abandonó a sus hijos y de una enamorada que ponía distancia entre el amor y su familia. En esa búsqueda de la persona y el mito el guión tiene varios altibajos y por momentos se pierde en el relato, en el cual quedan varias zonas oscuras que el espectador no entiende que sucedió. Lorena Muñoz elaboró su propuesta sobre una figura terrenal y humana, disociada de la santidad que le adjudican sus fans. La noche, su sordidez y su misterio es el entorno que acompaña a “Gilda: No me arrepiento de éste amor”, con una estética típica del mundo de las bailantas donde el kich predomina y la mafia cuenta su plata. Lo que muestra Lorena Muñoz es un espejo de dos caras en cual se encontraba atrapada Gilda, por un lado el mundo de dónde provenía, clase media trabajadora a la que pertenecían su madre (Susana Pampín), su padre bohemio (Daniel Melingo) y su marido (Lautaro Delgado), y el de la bailanta con sus reglas que se limitan a colocar un revolver sobre la mesa para negociar un contrato, como lo hace el Tigre Almada, empresario encarnado por Roly Serrano. Todo es diferente para Gilda desde la forma de vestir hasta la forma de cantar, como le enseña su descubridor, Toti Giménez (Javier Drolas). Ese espejo reflejará a Gilda un choque cultural, del no podrá escapar. El filme contó con los tres músicos originales que se salvaron del accidente, en el que murio la protagonista, y con el hijo de Raúl Larrosa que tocaba las tumbadoras, además de las fans que pusieron todo su amor el rol de ser ellas mismas. “Gilda: No me arrepiento de éste amor” es una producción sin pretensiones, que conquista por el esfuerzo y amor por su protagonista de tres mujeres Lorena Muñoz, Tamara Viñes (guionista) y Natalia Oreiro que rescataron del santuario y la estampita a una mujer real con toda la problemática de una artista que quería triunfar con identidad propia, escapando de los estereotipos que imponía el universo de la bailanta.
Según Brecht, son sombríos los tiempos en que la gente pide que se ledescargue de la preocupación de defender sus intereses reales y su libertad. Son los tiempos del hombre cínico, que abomina de la sociedad y desprecian sus convenciones, y son los tiempos también del disidente, que no quiere someterse a los hechos consumados y, a contracorriente, toma partido por la libertad. Esencialmente ese es el concepto que manejaron Gastón Duprat y Mariano Cohn, cerrando su trilogía iniciada por “El artista” (2008), continuada en “El hombre de al lado” (2009) y finaliza con “El ciudadano ilustre”, en donde los protagonistas chocan con la realidad de un ser que solo enfrenta lo cotidiano para sobrevivir, y al que no le interesa los valores de otro cuyo alimento radica en la cultura. En “El ciudadano ilustre”, con guión de Andrés Duprat, que consta de un prólogo y cinco capítulos (La invitación, Salas, Irene, El volcán y La cacería), mantienen la idea de insistir en una reflexión sobre la cultura y a la vez sobre la condición humana. Herbert Read decía, en su libro “Al diablo con la cultura”, que: "la actitud política característica de nuestros días no es de fe positiva, sino de desesperanza”. Por lo tanto, sostenía, desde esa premisa que se observan ciertas predisposiciones en la sociedad en las cuales muchos individuos se refugian y buscan seguridad en el anonimato del rebaño y en la rutina, sin que parezcan tener ambiciones más allá de subordinarse, y funcionar de acuerdo a los mandatos de un ser superior o un hombre que con voz un poco más alta y un dedo acusador pueda dirigir ese rebaño. Precisamente, Read recuerda a Nietzsche, como el primero que llamó la atención sobre el significado del individuo como una medida dentro del proceso evolutivo. La relación entre individuo y grupo es el origen de todas las complejidades de la existencia. En este proceso, el individuo acaba viendo primero deformados sus instintos y luego finalmente inhibidos. Gracias a un rígido código social, la vida se convierte en convención, conformismo y disciplina, de la que escapan seres anárquicos como los artistas. Según Herbert Reed: “Desde que la democracia tomó la forma de concepción política clara, en los tiempos de la ciudad–estado de Atenas los filósofos partidarios de dicha concepción tenían que vérselas con la anomalía del artista . Han entendido que, por su propia naturaleza, el artista es incapaz de encajar dentro de la estructura de una sociedad igualitaria. Es – indudablemente - un inadaptado social, un psicópata, a juicio del vulgo. Para los filósofos racionalistas, como Platón, la única solución era expulsarlo de la sociedad. Un racionalista moderno seguramente le recomendaría que se sometiera a tratamiento para curarlo de su neurosis.” Carl Jung habló de "arquetipos del inconsciente colectivo", consistentes en complejos factores psicológicos que dan cohesión a una sociedad, y en la propuesta de Duprat y Cohn se ve claramente el manejo de esos arquetipos y de sentimientos como la envidia que de acuerdo a Dante Alighieri en el poema del Pugatorio de “La Divina Commedia”, era: "Amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos.", ya sea un premio o dinero o poder. “El ciudadano ilustre” es reflejo de lo anteriormente dicho, pero además una reflexión sobre el proceso creativo, de un personaje de ficción, que representa a los artistas reales. Es también el sufrimiento de un artista, de un hombre, que debe luchar contra las presiones que se ejercen sobre su persona, representadas por – en este caso - una editorial que exige un próximo libro, compromisos para dar conferencias y un pueblo que busca reconocimiento a través de él, pero luego lo expulsa , como sostenía Platón, de su sociedad. El absurdo es el hilo conductor de la trama. Un absurdo que tiene leyes inamovibles y muestra a los personajes en toda su alteridad. El protagonista es un héroe absurdo que debe decidir si vivirá o morirá, enfrentado a un universo “súbitamente despojado de ilusiones y luces”, diría Camus. En “El ciudadano ilustre” hay una constante tensión entre su deseo y lo que debe hacer, relacionada con el regreso su pueblo de donde nació, Salas, y el mundo en el que eligió vivir. Entre la vida pueblerina, simple y plagada de envidias y enconos y, la gran ciudad, Barcelona, con otro tipo de problemática, pero tampoco exenta de los males que afectan al pueblo Mantovani el escritor, ganador de un premio Nobel de Literatura, regresa como el hijo pródigo, que puso de relieve en los medios de comunicación del mundo a su pueblo, Salas, pero que desde su primera pisada en suelo argentino todo se vuelve caótico y absurdo. Tal vez esta evocación del escritor vilipendiado y agredido sea un pequeño homenaje a Manuel Puig, al que se lo consideró héroe y villano en su pueblo natal General Villegas, y murió en Cuernavaca (México). Quien haya vivido en un pueblo alguna vez recordará el dicho de “pago chico, infierno grande”, las mezquindades están a flor de piel, y el mal gusto, se disemina por doquier, especialmente en la muestra de pintura en la que se debe elegir un ganador, que por cierto ya estaba declarado. También está presente la cordialidad auténtica del hombre humilde que ofrece un mate sin reclamar nada, ni siquiera un gracias. El absurdo que tiñe al filme está relacionado con la entrada y salida del pueblo por Mantovani. Entra subido a un camión de bomberos con el intendente y la reina de la belleza a su lado y sale también de pie en una camioneta de noche y sin sirenas, pero sin saber que tal vaya hacia la muerte. Pocas veces es observable en la cinematografía argentina un retrato tan descarnado de la torpeza, de la picardía criolla, de los fanatismos, de ese sentimiento del ser nacional, que nadie sabe explicar bien que es, pero que es importante manifestar. La excelente actuación de Oscar Martínez permitió dejar lucir a sus antagonistas como: Andrea Frigerio, Manuel Vicente y Dady Brieva, y todo un elenco de figuras secundarias: Marcelo D’Andrea, Ivan Steinhardt, Belén Chanover, Larquier Tellarini, cuyos escasos recursos gestuales supieron aportar la profundidad requerida en la intencionalidad de los directores de mostrar oculta tras una comedia agria y delirante, la máscara de un gran cinismo que recuerda nadie es profeta en su tierra, y que el éxito es algo que se paga con el rechazo y la agresión.
En “Rams”, los ganaderos de un aislado pueblo de Islandia deben hacer frente a una devastadora peste que asola a sus carneros, la scrapie o tembladera, enfermedad degenerativa estrechamente relacionada en su estructura con el llamado Mal de las Vacas Locas, que azotó Europa hace unas décadas. El avance de la plaga no sólo amenaza el sustento de los habitantes de ese remoto lugar, sino que para ese pueblo es algo parecido al advenimiento del fin del mundo, en forma de un mal foráneo que amenaza la esencia y la identidad del lugar. Cuando se atraviesa Islandia, como pasajero en un avión que hará escala en Reykjavik, su aeropuerto, es posible vislumbrar la soledad y la inmensidad de esas tierras, en donde después de cientos de kilómetros es permitido ver una casa y a leguas más allá un pueblo. La nieve que lo cubre todo, otorga a ese paisaje una espacialidad poética que va de la intimidad profunda a la extensión indefinida, reunidas en una misma expansión en la que se siente bullir cierta magnificencia. En un paraje semejante viven Kiddi (Theodór Júlíusson) y Gummi (Sigurður Sigurjónsson), dos hieráticos y taciturnos hermanos que parecen recrear la tradición bíblica de Jacob y Esaú o la de Caín y Abel, llevan años que no se dirigen la palabra a pesar que viven a corta distancia uno del otro. En ambos el desaliño es constante, pero sus carneros si están bien cuidados. En realidad ellos son como sus hijos, y a los hijos hay que darles lo mejor. Kiddi es el mayor, el más rubicundo, el más borracho y con mayor suerte que Gummi, hasta que ésta se vuelca a favor del menor y éste le gana a su hermano el segundo lugar en un concurso anual para criadores de ovejas. Kiddi siente un fuerte deseo de venganza y ésta se ve satisfecha por la divina providencia que envía la plaga de la tembladera. Frente a esa realidad los dos solitarios hermanos deben olvidar rencores y unir sus fuerzas para salvar el legado de sus antepasados, un rebaño de carneros de una raza casi en extinción, que los políticos, como siempre, apegados a su conveniencia, quieren sacrificar sin importar el valor afectivo, o económico, que éstas tienen para esos personajes. Las dirección de Grímur Hakonarson (“Sumarlandið”, 2010, “Varði Goes Europe”, (documental, 2002), “Hreinthjarta”, documental, 2012), presta especial atención a las rutinas diarias de los personajes comprometidos con la pureza del paisaje y su identidad territorial. Grímur Hákonarson puede escapar a su raíz de documentalista y por momentos es posible para el espectador seguir la línea de un documental casi antropológico, basado en la dialéctica de contenido y continente, capturados por esa inmensidad intima en que los espacios del hombre y el espacio del mundo se hacen consonantes. El filme casi como una tragedia shakespeariana, pesimista, pero con notas de ese humor nórdico inexpresivo y melancólico, en su conjunto es un formidable ejercicio de minimalismo extremo, casi no hay movimiento de cámara, los diálogos son escasos, los personajes son los necesarios, la acción se repliega al momento en que la tensión se evidencia, cuando deben subir esa montaña en medio de la tormenta. Lo que prevalece con una fuerza arrolladora es la intensidad de las imágenes valoradas por una fotografía maravillosa. “Rams: La historia de dos hermanos y ocho ovejas”” es una metáfora del mundo actual en donde la realidad de un pueblo, una ciudad, un país, se ve trastocada por enfermedades que políticos transmiten por su corrupción, su falta de sensibilidad. Islandia no escapó a la devastadora voracidad de los banqueros, ni al sometimiento que estableció la Unión Europea a sus comunitarios. Los carneros son ese pueblo perdido en la inmensidad de la llanura islandesa, que como esos dos viejos gruñones quieren mantener sus tradiciones. Es una realización de las que se llaman pequeñas, proveniente de una cultura lejana y extraña, de otra parte del mundo, pero logró con su sencillez y poesía conquistar al espectador y, comunicarse con sus sentimientos en una simple operación del espíritu, que conjuga realidades fuertes y estables con imágenes de inconmensurable belleza.
La novela de Burroughs ha sido la plataforma para varios filmes; el primero de ellos fue la película muda “Tarzán de los monos” (1918), dirigida por Scott Sidney, protagonizada por Elmo Lincoln. La siguiente, y más famosa adaptación, fue “Tarzán el hombre mono” (1932), dirigida por Woody Strong Van Dyke y protagonizada por Johnny Weissmüller, quien se convertiría en la estrella de veinte films sobre Tarzán. De esta última cinta se realizarían dos remakes: “Tarzán el hombre mono (1959)”, dirigida por Joseph Newman, protagonizada por Denny Miller, y “Tarzán, el hombre mono” (1981), dirigida por John Derek y protagonizada por Miles O'Keeffe. Hasta la fecha se han realizado tres adaptaciones más: “Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos “ (1984), dirigida por Hugh Hudson, que resultó ser la adaptación más fiel al libro y fue protagonizada por Christopher Lambert. “Tarzán de los monos” (1999), animación producida por Diane Eskenazi y “Tarzán” (1999), película animada realizada por los estudios de Walt Disney Pictures, con Tony Goldwyn como la voz de Tarzán. La versión moderna de mayor éxito financiero sigue siendo la de Disney (1999), el Tarzán más grave ha sido la versión de Hugh Hudson en 1984, y la más ridícula fue, sin duda, de John Derek en 1981, en la que el director estaba mucho más interesado en la fotografía y los semidesnudos de su esposa, Bo, que en el personaje que daba nombre a la producción. La historia que Burroughs cuenta transcurre en el Congo y en la Inglaterra del siglo XIX y principios de XX, y señala de manera crítica la repartición de África por las naciones europeas en la Conferencia de Berlín de 1884. Allí se trató de establecer límites para el rapaz rey de Bélgica Leopoldo II, quien había fundado y explotado el Congo como si fuera una empresa privada. De allí extrajo caucho, diamantes, oro y otras piedras preciosas, con la utilización de la población nativa como mano de obra forzada y esclava. Uno de sus secuaces en la apropiación de ese territorio fue Henry Morton Stanley, que en el filme será Leon Rom, interpretado por el icónico villano: Christoph Waltz. En esta versión de “La leyenda de Tarzán”, elaborada por los guionistas Adam Cozad y Craig Brewer, la historia comienza cuando Clayton / Tarzán (Alexander Skarsgård - "True Blood" TV 2008-2014, “Zoolander 2”, 2003, “Waron Everyone”, 2016 ) es ya una leyenda: criado por simios, querido por los habitantes locales, es miembro de la Cámara de los Lores y vive en el castillo de los Greystoke con su amorosa esposa estadounidense, Jane (Margot Robbie), decidida, franca, y no tradicional. Sin embargo, poderosas fuerzas quieren enviarlo de nuevo a Broadbent para averiguar que sucede con el rey Leopold que ha cortado el acceso al Congo Belga a otras potencias económicas. “La leyenda de Tarzán” está llena de grandes ideas: en cuanto a animales v humanos, exploración y explotación, primitivismo y civilización. Pero es una pesada carga temática para desarrollar en una sola película, especialmente cuando el fin último es realizar una construcción que refleje que el mundo de explotadores y explotados no se ha modificado en absoluto. David Yates proveniente del mundo de la televisión y la realización de las cuatro últimas películas de Harry Potter, no consigue dar en el vuelo poético que había conseguido especialmente en el última de la saga, y aunque se apoyó en toda la tecnología del mundo digital para 3D no logra crear una imagen real del espacio, los animales o las personas. Todos parecen salidos de un boceto sin resolver. Los colores utilizados para la fotografía son apagados, tal vez con cierto aire de valorización a las películas antiguas, pero el resultado es una falsa imagen de otro mundo. “La leyenda de Tarzán” es en realidad un reciclaje que trata de traer a la actualidad los héroes de antaño, pero en éste caso resulta ser un experimento mejor que el fallido intento con “El llanero solitario” (2013), de Gore Verbinski. En esta versión no están obsesionados por la pirotecnia o los efectos especiales, aunque la multiplicación de los nativos, soldados y animales sean creaciones del trucaje digital. Tanto el director como los guionistas son respetuosos con el material de Burroughs, pero se toman algunas licencias y recrean vida del protagonista a través de flashbacks, estratégicamente colocados, en los que el espectador puede entrar y salir con ellos sin sentir incomodidad. Otro de los artilugios que se agradece son la notas de humor que están llenas de sarcasmo, y en algunos casos son chistes anacrónicos, generalmente provenientes de Samuel L. Jackson que interpreta al compañero de Tarzán, George Washington Williams, pero a la vez representa la mirada americana sobre los intereses económicos comunes con los ingleses y holandeses. La película mantiene un ritmo vertiginoso a través de la carrera contra reloj por alcanzar primero un tren lleno de esclavos, luego un barco a vapor. Las subtramas también aportan una línea de acción que intensifica la principal, y la música a su vez, en esa extraña mezcla con el sonido ambiental, proporciona los efectos de puntuación que marcan la transición entre escena y escena. Pero no se puede caer en la ingenuidad de creer que ésta realización es sólo de aventuras, y que su línea de acción es denunciar al colonialismo del siglo XX, en realidad lo que también sugiere es que ciertas intenciones dominadoras, con ribetes democráticos, continúan a través de la Unión Europea que, al igual que el Congo, que estaba en manos de Leopold, ésta está bajo la controladora mano de Alemania. El Brexites, en cierto modo el Tarzán actual, al que apoya Estados Unidos y las otras tribus del norte que también quieren escapar de esa sujeción.
Raúl Ruiz Pino o Raoul Ruiz, cineasta y teórico de cine, de origen chileno, establecido en Europa, muestra una vez más su mirada transmoderna de observar la realidad en “Los misterios de Lisboa”, su penúltima película estrenada en 2010. “La noche de enfrente” (2012) fue la última película de Ruiz, basada en tres cuentos de Hernán del Solar. Si bien en la propuesta se observan lineamientos posmodernistas en su totalidad se enfoca en el nuevo cambio de paradigma: lo “transmoderno”, que se basa en el “Gran Relato”, que en política se acerca a la globalización, mientras que en la literatura y el arte se basa en la metanarrativa y el efecto inesperado de las tecnologías de la comunicación, que nos habla de un mundo en constante transformación. El anclaje de “Los misterios de Lisboa”, tanto en la novela y como en el filme, está relacionado con el melodrama y el folletín. Su estrategia de narración está ligada a un contexto histórico-cultural determinado en este caso entre finales del siglo XVIII y principio del XIX. En cuanto a lo temático Ruiz continúo los lineamientos básicos de estos géneros y prefirió lo exótico y lo crudo, lo romántico y lo marginal. Sus tips son folletinescos: huérfanos en busca de padre, condesas infelices, padres y maridos crueles, un sistema de castas inexpugnable, derechos de primogenitura… y finales tristes o trágicos en los cuales existe un asesinato a descubrir y un secreto a develar. En la novela y en la película los personajes no se explican el por qué de sus acciones. Acciones, por otra parte, que son extrañas y conllevan a sutiles consecuencias, además de un futuro impredecible. La historia que contó en su novela de tres tomos, Camilo Castelo Branco (publicada en 1854) es un torbellino que envuelve paisaje, espacios, personajes y que, en una breve síntesis de 275 minutos, Ruiz, logró trasladarla a los espectadores actuales. En “Los misterios de Lisboa” se sustenta sobre una estrategia de revelación de lo subyacente a través de sorpresivos giros: una intrincada red de amores contrariados, pasiones fatales y paternidades. Como si fuera un canavá Ruiz fue entretejiendo historias dentro de un relato hipnótico que se introduce dentro de otros, plagados de genealogías y subtramas que se bifurcan para ingresar a un laberinto, cuyo destino es mostrar la raíz esencial del melancólico carácter portugués. La estructura es semejante a un abanico que al desplegarse va mostrando cada uno de los paisajes que conforman la totalidad. A partir de ahí la historia se desarrolla en lo que parece un escenario de títeres, los cortes ocasionales a una etapa de marionetas reales podrían sugerir el sueño de un titiritero llamado Pedro (João Arrais), un huérfano cuya vida transcurre en un orfelinato dirigido por el estricto padre Dinis (Adriano Luz) y para ello se vale del flashback, pero a la vez nunca separa al espectador de la trama, sino que juega con ella en una “metanarrativa” cargada de complejidades. Esas complejidades también se transmiten en el plano fotográfico cuya cámara magistralmente conduce André Szankowski. Cada plano fue cuidado y estudiado a fondo: desde la estructura del encuadre hasta los travelling a través de las paredes y los planos secuencias que distraen para fijar luego el punto de vista del narrador, nada fue puesto al azar. En su preciosista y artificial puesta en escena la iluminación recuerda las pinturas de Tomás José da Anunciação y Migue l Ângelo Lupi, disolviendo el fondo para poner de relieve a los personajes, y utilizando colores apastelados, típicos de esas pinturas, que van desde los marrones, verdes, ocres, y amarillos pálidos. A través de ellos Ruiz transmite su visión sobre la historia de un mundo idílico, pero plagado de turbulencias, simpleza, soledades y pérdidas. Tal como con sus ilustres predecesoras (“Los misterios de París”- Eugène Sue, “Sin familia”, Héctor Malot, y “Los dos huérfanos”, Alejandro Cardeñosa y Mir), los personajes de “Los misterios de Lisboa” son víctimas, pero por otra parte son los perfectos ejemplos de la vertiginosa movilidad social del siglo romántico, que inventó la estética del suicidio, el culto a la Edad Media y la era industrial, a los cementerios y las ruinas, a la revolución del librepensamiento y la cimiente del socialismo. Y tal como en ellas, las intrigas de “Los misterios de Lisboa” entran y salen del sistema narrativo propuesto por Castelo Branco y deconstruido por Ruiz, se enredan en su propio laberinto, recreando hechos improbables de los cuales se duda. Donde la tormenta de desventuras de los personajes, nunca despeja ese cielo oscuro y truculento para que penetre un rayo de luz.
“¡Salve, César!” (“¡Ave César!”-“¡Hail,Caesar!”), la nueva producción de los hermanos Ethan y Joel Coen, ambientada en el Hollywood de los ‘50, es sin lugar a dudas un homenaje a las décadas enmarcadas entre preguerra, guerra y postguerra, cuando en el mundo se había implantado el cine de comedias tontas, grandes escaleras y teléfonos blancos. El instrumento para hacer olvidar el dolor, la muerte y la hambruna que había provocado el enfrentamiento bélico en Europa y América del Norte, fueron las comedias musicales como: “Leven anclas” (“Anchors Aweigh”,1945), en la que Gene Kelly baila junto al ratón de “Tom y Jerry”, o “Escuela de Sirenas” (“Bathing Beauty”, 1944), ambas del director George Sidney. A éste último filme, los Coen, le rinden su homenaje a través de una Scarlett Johansson (magnífica) que rememora a la mítica Esther Willians, quien por primera vez en ese filme era presentada en un rol estelar. Pero en realidad es también un homenaje Howard Hawks, Preston Sturges, Mitchell Leisen, Leo McCarey, Gregory La Cava, Frank Capra o George Cukor, cineastas a los que son afectos los Coen. “¡Salve, César!” no posee la acidez ni la atmósfera angustiosa de “Barton Fink” (1991), obra un tanto kafkiana de los Coen que les valió la Palma de Oro del Festival de Cannes, en el cual también se habían sumergido en el mundillo de la meca del cine que había sobrevivido pese a la caza de brujas del macartismo, y más tarde a la incipiente la televisión. “¡Salve, César!” posee una endeble y poco creíble línea argumental, y tal vez sea la más caótica de la serie de personajes tontos creados para George Clooney: “¿Dónde estás hermano?” (“¿O Brother, Where Art Thou?, 2000), “Quémese después de leerse” (“Burn After Reading”, 2008). En ella se entremezclan las historias de Baird Whitlock (George Clooney, parodiando a Robert Taylor), el actor estrella que es secuestrado en medio del rodaje por un grupo comunista de guionistas, y las vicisitudes del productor en jefe de “Capitol Studio”, Mannix (excelente Josh Broslin), al tratar de concretar la gran producción que estaba planeada sobre Jesucristo. En estas inconexas escenas se rescata aquellas cintas sobre el tema: “¿Quo Vadis?” (Mervyn LeRoy,1951), “El manto sagrado” (“The robe”,Henry Koster, 1953), “Ben Hur” (William Wyler,1959). En medio del secuestro existen otros problemas en los sets del Capitol Studios (recreados en la actual Warner Bros): el de la promesa del mundo acuático DeeAnna Moran (Scarlett Johansson) que no quiere convertirse en madre soltera y debe aparentar una inocencia que no posee, y por la cual el productor en jefe conseguirá un marido a su medida. Luego en el camino aparece un actor que es el vaquero de moda, (a semejanza de Kirby Grant, actor de cine de acción de clase B), Hobie Doyle (un encantador Alden Ehrenreich). Es una transición difícil, al ser derivado a hacer una comedia musical a la manera de “Footligth Parade” (Lloyd Bacon, 1933), en especial para el director de Hobie, el amanerado Laurence Laurentz (Ralph Fiennes), que trata de lograr que la voz del vaquero tenga cierta intencionalidad en una lección de la elocución que lo convierte en un dúo muy divertido e ilustra la magia de Hollywood en su disimulo mejor. También entre los desastres casi se ahoga con su propio pañuelo enrollado en la moviola la montajista (Frances McDormand), y para colmo de males las gemelas (Tilda Swinton clonada) que a la manera de Heda Hopper y Louella Parson se pelean por las primicias, y no dan respiro al pobre productor. En el múltiple y variado casting de los Coen aparecen sorpresas como la de un casi irreconocible Christopher Lambert, Jonah Hill o John Bluthal. En realidad lo que plantean los Coen es el cine dentro del cine, con la excusa de una epopeya romana torpe al estilo de “La vida de Brian” (“Monty Python's Life of Brian”, Terry Jones, 1979), pero siguiendo la trama del secuestro semejante a la de los nihilistas del “El gran Lebowsky” (“Big Lebowky”, (1998). Su estructura es un gran canavá a modo de la Comedia dell´Arte en la que ellos van rellenando, los pequeños detalles, con secuencias muy divertidas como la de la reunión con las jerarquías de las religiosas: Católica, Protestante, Judía y Ortodoxa, para debatir el tratamiento de Jesucristo y los elementos teológicos del filme que están rodando. Otra de las secuencias disparatadas es el desayuno que se proporciona a los extras, o la reunión y debate de los comunistas con Clooney. Curiosamente la realización despliega elementos ya contenidos en clave biográfica en “Regreso con gloria” (“Trumbo”, Jay Roach, 2015): política anti roja, columnistas de chismes, psicópatas, productores de películas, filisteístas de ejecutivos que intentaron capturar el mercado. Pero a diferencia de “Trumbo” deja de lado el tono pedagógico y se encarrila hacia una mezcla de absurdo circense con pinceladas naïves, dándole a la película un ligero tono de cuento de hadas. A los hermanos Coen no les importa el ritmo ni demostrar que su filme es orgánico, están más interesados en lo que se puede lograr en su fábrica de sueños, que por otra parte es un reconocimiento a la brillantez de aquellos estudios que dieron tanta relevancia a Hollywood. Y para ello nadie más competente que su protagonista, Mannix, que a pesar de su religiosidad, su fe está invertida en Capitol Studio. Los Coen una vez más desmitifican la esencia de Hollywood al mostrar el auto-engaño y auto-mitología de la industria que se mantiene mediante un ejecutivo que sostiene contra viento y marea una visión del mundo según las reglas de la industria. Pero a la vez enfrenta con malicia a otra mirada, la de los guionistas comunistas que son verdaderos creyentes de una cultura diferente y de un dios cuya raíz está en el hombre mismo. El resultado es que todos tienen algo que decir: los religiosos, un talento, un extra, un dios, Mannix, y en verdad, el modo en que cada uno se expresa, es el concepto de entretenimiento puro en el que creen los Coen.
Un bello poema sobre el sinsentido de la guerra Durante siglos los pueblos del Cáucaso mantuvieron conflictos constantes por el dominio de sus tierras. Ya en el siglo XX estos volvieron a recrudecerse por dos décadas (80 y 90), y en ellos se vieron involucradas las repúblicas de Georgia y Abjasia. Esta guerra dejó un saldo de más de 50.000 refugiados, además de miles de heridos y muertos. Después de la caída de Unión Soviética, Georgia restablece su antigua Constitución fechada en 1921. Los abjasios, al ver anulado su nivel de autonomía, declararon su propia independencia el 23 de julio de 1992. Esto generó que Abjasia se transformara en refugio de grupos enfrentados al gobierno central de Georgia. Y, a su vez permitía al gobierno de Georgia invadir Abjasia provocando la huida del gobierno independentista. La derrota de los rebeldes provocó, en una primera instancia, la formación de una Confederación de Pueblos Montañeses del Cáucaso: una agrupación paramilitar de diferentes pueblos pro-rusos (osetios, cosacos, chechenos, etc.) de la zona. El filme “Mandarinas” (mandariinid, o tangerine, 2013), del director y guionista georgiano Zaza Urushadze, que representó a Estonia en los premios Oscar, es una fábula antibélica que en si misma plantea la relación de los opuestos en un pormenorizado estudio sobre sus cuatro personajes principales. Y en cierto modo es a la vez un análisis de la idiosincrasia de las etnias a las cuales pertenecen. Por otra parte, en la segunda mitad del siglo XIX, en Abjasia(vertiente suroccidental de la cordillera del Cáucaso) se establecieron muchas aldeas estonias. La guerra abjasio-georgiana, alteró esa apacible vida campesina que los habitantes estonios llevaban en esas tierras. La mayoría de ellos decidieron regresar a su patria histórica, pero a la vez desconocida. el protagonista, Ivo (excelente interpretación de Lembit Ulfsak), decide quedarse y la relación con su familia es a través del retrato de su nieta, apoyado sobre una repisa, como si ella desde la distancia le infundiera valor para quedarse. Ivo, en su limitado taller de carpintería, sólo tiene un cliente, el bonachón Margus (Elmo Nüganen), un campesino estoniano que vive de la recolección de mandarinas. Él fabrica las cajas de madera que servirán para el transporte de la fruta. La guerra recrudece, y los ataques de uno y otro bando son más cercanos al hogar de Ivo y de Margus. Los enfrentamientos entre grupos de georgianos y de legionarios chechenos que luchan con los abjasios, van sembrando los campos de muertos. Ivo, con su rectitud y humor caustico, mientras trabaja en el taller, escucha una serie de disparos seguidos de una fuerte explosión. Dos grupos se han enfrentado. Ivo lleva a su casa al herido, un georgiano, y lo encierra en un cuarto porque en el otro tiene a un checheno que había sido herido en una escaramuza anterior. El hombre les hace prometer que mientras estén bajo su techo se respetarán y no intentarán matarse el uno al otro. Para ello apela al sentido moral y a los códigos de honor de cada uno. “Mandarinas” reflexiona sobre el valor de la vida y el absurdo de la muerte ante la guerra. Podría incorporarse a la pléyade de películas antibelicistas que han intentado dar una llamada de atención al mundo desde distintos puntos de vista, pero con complejidades parecidas. Con “El árbol de lima (Eran Riklis,2008) se aborda el conflicto palestino-israelí, y con ella comparte la excusa de los cítricos; con “En tierra de nadie” (“No man's land”, “Ni#269;ija zemlja”, Danis Tanovi#263;, 2001) que toma la guerra de Bosnia de 1993, coincide con el tema del encuentro de dos soldados enemigos: uno bosnio y otro serbio. También se vincula de alguna manera con “Noche de paz” (“Joyeux Noel”, 2005, Christian Carion), cuando en 1914 soldados alemanes, franceses y escoceses celebraron juntos la noche buena; con Kukushka (2002, Aleksandr Rogozhkin), el personaje es una mujer lapona que cuida de un soldado finlandés y de uno soviético durante la Segunda Guerra mundial; “Mi mejor enemigo”(Alex Bowen, 2005), se basa en el conflicto del Beagle que enfrentó a Chile con Argentina; “Cofrade”(2011, Petter Næss): en una Noruega en guerra los enemigos se convierten en amigos, o como “El silencio del mar” (“Le silence de la mer”,1949), de Jean-Pierre Melville, trata sobre una casa cerca del mar en la que deben alojar a un oficial alemán un anciano y su sobrina. La guerra de los cítricos hace referencia a que los que combaten son sólo hombres luchando por la tierra en la que crecen mandarinas, como podrían haber crecido otras frutas, no importa el objeto, importa la razón, y ella está representada por la tierra. No importa a qué bando pertenezcan, siempre morirán solos, desnudos y olvidados, y en algunos casos hasta estarán compartiendo una multitudinaria fosa común perdida por los campos, donde volverán a crecer los sembrados. Escrita en sólo dos semanas y filmada en un poco más de un mes, el director de cine georgiano Zaza Urushadze consiguió con su pequeña, pero entrañable, película, ganar en los festivales de: Varsovia, Bari, Palm Springs, Seattle. Ser finalista a mejor película extranjera en los Globos de Oro, y en los Oscar de Hollywood 2015. La fotografía de Rein Kotov es excelente. Todo su esquema fue poner siempre un punto de fuga sobre colores que se van diluyendo hasta alcanzar el objetivo de un primer plano, a veces sobre un rostro, otras sobre las casas, otras en el paisaje. En cierta forma logra que los objetos cobren vida, es decir esa cotidianeidad que les da el uso como: un té que se enfría, el humo que se pega a la ventana, la radio cuya música se entremezcla con el ruido que provoca la sierra al cortar la madera, la cocina de leña que arde permanentemente, al igual que los ánimos de los que pelean. La bellísima música del compositor georgiano Niaz Diasamidze, es desde el negro inicial el leiv motiv, con sencillos acordes de un “panduri”, (laud popular de Georgia), la que acompañará durante todo el filme el viaje de esos personajes que tratan de escapar a la muerte, y al olvido, para sumergirse en una realidad incomprensible y trágica. Pero lo más interesante, como si fuera un planteo teatral, es la propuesta que los conflictos, sean bélicos o por cualquier otro motivo, siempre son individuales, y aunque en el afuera la guerra avanza, el núcleo dramático ocurre entre las cuatro paredes de la casa, donde deben convivir dos enemigos que pueden unirse cuando su integridad es atacada por otro enemigo común: el ejército mercenario. La poética de “Mandarinas” reside en la habilidad del director para contar una historia que es semejante a la vida misma, plagada de momentos dulces y de sinsabores, de instantes de humor y otros de dolor. “Mandarinas” es una verdadera obra de arte porque mediante un bosque de árboles de mandarinas lleva al espectador a reflexionar, a la manera metafísica de Tarkovsvki, sobre: la obstinación de un hombre por mantener sus valores, que tienen algo de totémico e irracional, y es a la vez un tributo a la naturaleza, que ajena y extraña se mantiene inmutable frente a la perversión de las armas, pero también es un llamado a la paz, la concordia y a ponerle fin al sin sentido de la guerra.
Desde el cine silente la figura de Jesucristo ha inquietado a los más diversos realizadores, los que trasladaron en imágenes la palabra y el sufrimiento de Cristo. Así lo convirtieron en uno de los personajes con mayor representación cinematográfica: Jesús ha aparecido en más de 150 películas y se ha encarnado en las procesiones y pasos de Semana Santa en el mundo. Todo comienza con la primera escisión en el universo judío (sin olvidar la fractura entre Issac e Ismael, judíos y musulmanes, hijos de Abrahan), entre el poder del religioso ortodoxo y los saduceos que eran la rama armada de un nuevo orden, que era celoso de la religión tradicional y pretendían reponerla. Jesús, se supone que representaba la parte política de ese orden e intentaba restablecer el amor a Dios desde la paz. La figura y el nombre de Jesús se han sostenido a través de dos mil años y la sola invocación de su nombre cura los males. Los iniciados en la India sostenían, según su costumbre, que “el nombre es un símbolo”. Así Narjuna, confesaba que por conducto de su propio nombre se consideraba como cruce de dos vías. De acuerdo con esta perspectiva, Jesús ya no será el pez que calme las aguas o camine sobre ellas, sino el Resucitado que propone la visión de un nuevo mundo. ¿Qué hay en un nombre? Borges dice en el Golem (“El otro, el mismo”): “Si como el griego afirma en el Cratilo, / el nombre es arquetipo de la cosa. /En las letras de la rosa está la rosa,/ y todo el Nilo en la palabra Nilo (…)”. Por otra parte los chinos sostienen que el nombre no sólo marca el destino sino todos los actos de la vida, y si excluimos el segundo nombre éste regirá más que el primero nuestra vida cotidiana. Jesús (Ishua) en su nombre contiene, según la cábala, el número 7, Zayim, que por su forma en hebreo representa “el arma”. Está relacionada con el “Sabbat”, que a su vez significa “retraimiento”. El “Sabbat”, el séptimo día es descanso, pero también muerte. El 7 representa una ley arquetípica, el hombre deberá traspasar ese número de “puertas” para integrarse a otros niveles energéticos cada vez mayores de la creación. Zayin, el 7, es el arma del recuerdo, pero también la simiente que debe morir para renacer en la luz. En Zayín el hombre se vuelve oro, luz total. En el filme el “La resurrección de Cristo” (“Risen”), dirigida por Kevin Reynolds, más allá de ser una ficción más sobre las cientos de películas que se realizaron sobre Jesús, tiene un valor agregado, y es que los guionistas han trabajado sobre esta variante de la idea cabalística del nombre de Jesús. Y ese detalle se visualiza en el final, cuando Jesús se despide del tribuno y se transforma en una bola de luz. En “La resurrección de Cristo”, mientras que la cuestión de quién era Jesús realmente es central en la trama, éste resulta ser un personaje secundario. Los principales actores en la historia de Jesús sobre su muerte y resurrección son: Poncio Pilato (Peter Firth), prefecto de gobierno de la provincia romana de Judea, y el hombre que ordenó la crucifixión de Jesús; Caifás (Stephen Pena), sumo sacerdote de Judea y el hombre que encabezó la oposición a Jesús y exigió su crucifixión; José de Arimatea (Antonio Gil), miembro del consejo judío (Sanedrín), y el hombre que donó su tumba como un lugar de descanso para el cuerpo de Jesús; La madre de Jesús, María (Frida Cauchi); la presunta ex prostituta, María Magdalena (María Botto); los discípulos con Simón Pedro (Stewart Scudamore) y Bartolomé (Stephen Hagan) y, por supuesto, "Jesús, que es llamado el Cristo" (Cliff Curtis), más contemporáneo de los palestinos actuales que al rubio de ojos azules representado en el renacimiento. Pero el personaje principal de la película no está en la Biblia y fue creado para esta versión de la historia: el Tribuno romano, Clavius #8203;#8203;(Joseph Fiennes, ganador del Globo de Oro). Al igual que en el filme “El Manto sagrado” (“The robe”, Henry Koster 1953) la trama no se centra en Jesús sino en el Tribuno Marcellus Gallius (Richard Burton). Jesús como personaje de apoyo es una figura recortada a la que ni siquiera se le ve el rostro. Si bien “La resurrección de Cristo” tiene cierto paralelismo con “El manto sagrado”, los puntos de giro la conducen hacia una variante diferente. En todo caso en los dos filmes los tribunos buscan el camino de Jesús para obtener su redención o libertad. En las dos versiones Jesús se transforma en una obsesión. Marcellus busca el manto que lo embrujó y Clavius trata por todos los medios de encontrar a Jesús y de detener los rumores de su resurrección antes de que puedan multiplicarse y crear serios problemas para la administración romana. Busca entre todos los cadáveres de crucificados en las últimas semanas, que según los registros de Flavio Josefo (“Antiguedades judías”), podrían alcanzar hasta 500 por día, el cuerpo de aquél hombre que él vio en la cruz. Clavius piensa que los rumores son infundados e inicia un viaje (casi iniciático) siguiendo, rumbo a Galilea, a los discípulos que van en busca de su maestro. Ese viaje lo lleva a conectarse con un pueblo que recuerda al de “La vida de Brian” (·Monty Python's Life of Brian”, Terry Jones, 1979) en donde los discípulos se parecen a los habitantes de la comuna hippie de “Busco mi destino” (“Easy Rider”, Denis Hopper, 1969). A diferencia de otras películas donde el foco está directa o indirectamente puesto en Jesús, el enfoque en ésta versión es principalmente en el delicado panorama político entre judíos y romanos y, por supuesto, en el protagonista Clavius. Sin embargo, en “La resurrección de Cristo” se utiliza el método indirecto para descubrir por qué Jesús fue tan especial para sus seguidores (y continúa siéndolo en la actualidad). Este enfoque indirecto es mucho más eficaz para acelerar el mensaje del Evangelio. “La resurrección de Cristo” es, por otra parte, una historia detectivesca que busca seguir la pista de un hombre que ha desaparecido, pero que se muestra en lugares distintos a sus discípulos que creen ciegamente en él. Y comienza con la muerte de Barrabás, que luego de ser liberado y su lugar ocupado por Jesús, vuelve a su guerra de guerrilla para acosar al gobierno romano. Es como si la pista para seguir el rastro de Jesús estuviera en Barrabás. Como si los dos fueran centro de una misma persona. Aunque esta película es claramente sobre el misterio que rodea a la resurrección de Jesús en el fondo, el primer plano es un viaje personal y el juego de intereses entre romanos y judíos para mantener la precaria paz en Jerusalén. Además de mostrar que la guerrilla estaba instalada en la zona porque las facciones saduceas no daban tregua ni a romanos ni fariseos que tenían ocupado el Sanedrín y gozaban de todas las prebendas romanas. El ritmo de la narración es relativamente lento y mantiene el interés del público mediante personajes muy bien desarrollados. Si bien el mensaje del Evangelio se expresa con claridad no se muestra como proselitismo. La intención fue mostrar a un hombre común cuya tarea fue crucificar a un hombre, custodiar su tumba y luego tener que responder por su desaparición. La cruz de Clavius es la de un escéptico, que luego de su encuentro con Jesús decide vivir su vida como errante vagabundo. Su despojo reside en su mayor bien, el anillo de Tribuno, que lo entrega por un plato de comida y un vaso de agua a un mortal en medio del desierto y luego se va. Ese desierto es su alma, también, que no encuentra paz, porque sus valores fueron trastocados por un hombre con el que penas cruzó palabra y luego se fundió en la luz A propósito de la crucifixión, y su incidencia en ésta realización fílmica, estimo oportuno distraer un fragmento complementario de espacio y tiempo para recordar que en el mundo grecorromano la crucifixión era la pena impuesta a los rebeldes y los bandidos, pero al mismo tiempo típica de los esclavos. En efecto, se llamaba precisamente servile supplicium (el “suplicio de los esclavos”). Ciertamente, dada su crueldad, Cicerón la definió como crudelissimum taeterrimumque supplicium (el “suplicio más cruel y horrible que existe”) (In Verrem 2, 64, 165), y con anterioridad a él Plauto la calificó como maxuma mala crux (la “espantosa cruz”) (Poenulus 347); pero la principal característica de la crucifixión era su vínculo con la esclavitud, por lo cual Cicerón agrupó los dos aspectos - máxima crueldad y pena propia de esclavos - al definirla como “el suplicio más cruel aplicado a los esclavos” (servitutis extremum summum que supplicium) (In Verrem 5, 66, 169). ¿Cómo tenía lugar la crucifixión? En general, era precedida por la flagelación, suplicio que Horacio llama horribile, agregando que sus víctimas morían (Satirae 1, 2, 41). El condenado era golpeado con el flagellum, un látigo con varias correas, cuerdas con nudos o cadenillas, en cuyos extremos había huesecillos y pequeñas bolas de plomo. Antes de colgarlo en el patíbulo, se desvestía al condenado para exponerlo desnudo ante las miradas de la gente. Luego le quitaban del cuello la tablilla con el motivo de la condena, que se colocaba en el madero vertical sobre su cabeza para que todos pudieran leerla. De ese modo era supuestamente despojado de toda apariencia de personalidad jurídica y del carácter de “hombre”, herido tanto en su cuerpo horriblemente desfigurado como en su honor, puesto que la crucifixión era una pena impuesta a los esclavos, desertores y ladrones, como en su dignidad humana, cuya pérdida mostraba el hecho de encontrarse expuesto desnudo a las miradas e insultos vulgares de la gente. La crucifixión de Jesús no fue diferente a la forma acostumbrada de imponer este tipo de suplicio. Una vez condenado por Pilato, fue flagelado de acuerdo a la costumbre romana, es decir, con un número no establecido de golpes; fue escarnecido por los soldados romanos como rey objeto de burlas; se le hizo cargar el patibulum, que en su estado de agotamiento no lograba llevar, de tal manera que obligaron a un tal Simón de Cirene, que venía del campo, a cargarlo detrás de él. Al llegar a un lugar elevado llamado Gólgota, le quitaron del cuello la tablilla donde estaba escrito su nombre (Jesús el Nazareno) y el motivo de la condena (Rey de los Judíos); le hicieron ingerir un brebaje narcótico, compuesto de vino y mirra, que las mujeres de alto rango de Jerusalén solían ofrecer a los condenados para reducir su sensibilidad al dolor; luego lo desnudaron, lo clavaron en el patibulum y lo levantaron sobre el stipes hundido en la tierra; por último fijaron sus pies en el stipes, probablemente con un solo clavo, y pusieron la tablilla de la condena sobre su cabeza. Junto con Jesús fueron crucificados dos ladrones, cuyas cruces se encontraban una a su derecha y la otra a su izquierda. Tal vez la cruz de Jesús era más alta que de costumbre porque el soldado puso en una caña la esponja en vinagre para calmar su sed (Mc 15, 36).
Camino a la libertad "Brooklyn" es una vieja fotografía recatada de un albún de recuerdos, es un retroceso en el tiempo que de modo implícito nos ubica en otra realidad. Nada en la película tiene lugar en el presente, pero todo en él se desarrolla como si una corriente invisible ligara al espectador con el imaginario de los personajes. Al igual que su fuente literaria (la novela de Colm Toibin), la producción, dirigida por John Crowley ("Boy A", 2007), y escrita por Nick Hornby, se percibe como el resultado de la investigación en la vida de una generación anterior, que al pasar las páginas cada recuerdo se transforma en una acción, dando movimiento a la historia. En “Brooklyn” se narra la vida de Eilis, una chica provinciana, tímida, que llega a los Estados Unidos en 1951, gracias a la ayuda del sacerdote, Padre Flood (Jim Broadbent) que oficia en la congregación irlandesa. En Brooklyn, Eilis renta un cuarto en una pensión a cargo de una matriarca, Mrs. Keogh (Julie Walters), y que a la vez comparte con otras mujeres jóvenes. Al poco tiempo de establecerse en Brooklyn, Eilis Lacey (Saoirse Ronan) – la jovencita que es el principal interés y razón de ser de la película – conoce a Tony Fiorello (Emory Cohen), y se enamora. Van de excursión azotados por el viento y mientras caminan por la hierba en Long Island, como todo enamorado Tony genera planes para el futuro desde una visión muy idílica en la que le presenta una bonita casa y un negocio de plomería familiar próspero: una vida tranquila y feliz más allá de los estrechos confines de la ciudad. “Brooklyn” dota a sus personajes con deseos y aspiraciones, y examina el pasado con la curiosidad de una mente abierta y no con sentimentalismo. El paisaje urbano de Nueva York poco tiene que ver con los paisajes irlandeses que son entre románticos, bucólicos y austeros. En él hay tranvías, casas de huéspedes, edificios y grandes almacenes a un lado del océano, tiendas ordenadas y pubs con paneles oscuros en el otro. También hay un montón de reglas y expectativas de los jóvenes, y de las mujeres en particular. Eilis no experimenta estas normas como indebidamente opresivas. Son semejantes a lo que está acostumbrada y también, por tanto, son la condición de su libertad. Ella sale de su casa no para huir de la violencia política o la pobreza extrema - como millones de inmigrantes anteriores de Irlanda y de otras partes de Europa hicieran –, sino para escapar de la estrechez y oportunidades limitadas de su ciudad natal. Ella deja atrás a una madre (Jane Brennan) y una hermana mayor (Fiona Glascott), y soporta los mareos en el barco que la lleva a Nueva York y la nostalgia, en aras de un horizonte mejor. Las calles de Brooklyn no están pavimentadas con oro, pero hay una habitación en una casa de piedra rojiza y un puesto como empleada de ventas que espera a Eilis cuando arriba a ese nuevo mundo. Ella está asesorada por el sacerdote, atendida por una casera de lengua afilada (Julie Walters) e instruida en los caminos de la feminidad de americana por su supervisora en el trabajo (Jessica Paré) y por las demás residentes de la pensión. La verdadera razón es que Saoirse Ronan no hace más que cumplir la promesa inicial de "Expiación" (“Atonement” dirigida por Joe Wright en 2007) y aquella niña temerosa pasa a ser una actriz increíblemente inteligente, para transformarse en una intérprete cuya imagen en la pantalla adquiere notable fuerza y sensibilidad. En la novela, Eilis cobra vida a través de la finura de la prosa de Toibin, un devoto seguidor de Henry James, que registra las fluctuaciones del clima interno del personaje con precisión etérea. La interioridad es un gran reto para los realizadores. El rostro humano es tanto una pared, así como una ventana. Las palabras pierden su poder si no encuentran quien las articule con sensibilidad. Todo depende de la capacidad de los actores para comunicar los matices de un sentimiento y las fluctuaciones de la conciencia. Y Saoirse Ronan utiliza todo - su postura, sus cejas, su aliento su cuerpo, sus manos, sus dientes, sus ojos – para transmitir un proceso de cambio que es a la vez sísmico y sutil. Eilis está en movimiento, y hasta cierto punto en el limbo, atrapada entre dos etapas de la vida y dos concepciones de diferentes de mundos. Al final de "Brooklyn " ella ya no es quien era cuando comienza el filme. Si bien “Brooklyn” puede parecer una cursi historia de amor, la realización adquiere importancia a través del crecimiento de su personaje, Eilis, y de todas las subtramas que tienen relación con el entorno social de aquellos años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Es una película que reconoce lo complejo de las interacciones humanas que a veces se mueven a través de los fuertes lazos familiares, tanto en el mundo irlandés como en el italiano o el neoyorquino. Todo en la película de Crowley se cierne sobre el desempeño de Saoirse Ronan como Eilis. Una y otra vez el director y su director de fotografía Yves Bélanger regresan a los primeros planos de Ronan; las emociones más pequeñas se mueven a través de su cara y son claramente legibles. Lo que el espectador sentirá con “Brooklyn” es que se encuentra frente esquemas cinematográficos de los ‘50 (movimientos de cámara suaves, lentos, elegantes, con el foco en detalles de época, y valores altos de producción en la reconstrucción de época), a la que además se le agregan precisión psicológica y especificidad emocional. “Brooklyn” en realidad es la imagen de una mujer que a mediados de siglo XX debe escoger su camino en la vida. En su viaje de ida y vuelta, su conducta es sorprendentemente ingenua, testaruda, incluso un poco engañosa. Y esos rasgos contradictorios, al final, es lo que permite que su personaje sea memorable.