En el camino de la imitación Con un ojo puesto en el género taquillero y el otro, en el público argentino, Ariel Winograd dirigió Vino para robar, la comedia que protagonizan Valeria Bertucelli y Daniel Hendler. Entretenida y obvia, la película funciona como un ejercicio de imitación de peripecias, tics y escenarios de la comedia 'a la Bond', con un material aun más evanescente y lúdico que el de esa saga, ícono de las superproducciones. En formato casero, Vino para robar pone en movimiento un relato que reúne, muy a pesar de ellos mismos, a dos estafadores delicados, timadores profesionales e inescrupulosos, simuladores con encanto y clase. La dupla Bertucelli-Hendler sostiene la historia que comienza en un museo con el robo de una máscara, y termina en la bóveda del Banco Hipotecario de Mendoza. Participan en el juego, Martín Piroyansky, el asistente cibernético de Sebastián (Hendler); un coleccionista mafioso de apellido Basile (Juan Leyrado); el padre de la chica, perdido en los viñedos (Mario Alarcón) y un inspector (Pablo Rago). La trama de Vino para robar cambia de escenario a poco de iniciada y se instala en Mendoza. El guión que firma Adrián Garelick, que el director y su colaboradora permanente, Nathalie Cabiron, comentaron haber adaptado al ritmo y característica de los intérpretes, incluye el humor constante en las situaciones, apoyado en la certeza que da la parodia. La variación sobre los elementos del género está dada por la presencia de una actriz camaleónica como Bertucelli, varios pasos más adelante que Hendler, que abusa de la pose inexpresiva. Son de maqueta bien pintada, Leyrado y Piroyansky, mientras Alan Sabbagh, se luce en el rol del gerente del banco, con marcas de identidad muy graciosas, como su relación con el gurú indio. En tanto la aparición de Rago es parte de la picardía del guión. Si bien por momentos el relato hace de las coincidencias un vicio, como si deliberadamente el juego mostrara sus hilos, la película tiene muy buen ritmo. El otro ingrediente, una decisión que manipula al espectador, es la presencia de Mendoza y sus paisajes como si fuera un spot publicitario. La promoción turística sofoca el buen tono de la comedia, con los personajes entrando y saliendo del hotel lujoso, el banco, la montaña, el viñedo y la bodega, una especie de camino del vino con intriga adicional. Visto sin pretensiones, se suma al chiste general que estructura la película. La película de Winograd ratifica su estilo masivo, lúdico y poco original.
La sospecha que envenena el agua Es noviembre en un pueblo nórdico. Los hombres se dan un chapuzón en agua helada, rito de la comunidad masculina que detenta fuertes vínculos de confianza, cotidianidad y tradiciones. Lucas (Mads Mikkelsen) es el maestro del jardín de infantes. Supera el divorcio, pugna por tener más cerca a su hijo Marcus y sostiene el afecto de sus amigos. Un capricho de Klara, la hija de su mejor amigo Theo (Thomas Bo Larsen), cambia el rumbo de su vida, quizás, para siempre. La cacería trae a los cines locales al danés Thomas Vinterberg, inolvidable realizador de La celebración, partícipe del Dogma que ahora retoma algunas líneas de aquel experimento magnífico que intentó derribar todo artificio frente a la cámara. Mads Mikkelsen protagoniza el drama rodeado de un elenco excelente. Grandes actrices y actores van mostrando la descomposición de los vínculos entre los habitantes del pueblo; el paso de aquel grupo sin conflictos, al presente de furia, resentimiento y sospecha que arruina el buen recuerdo. Y en el medio están los niños, su fantasía, la interpretación del mundo adulto. La denuncia contra el maestro toma la forma de una bola de nieve. La difamación y las dudas enrarecen el aire de ese paraíso bello e inhóspito. Vinterberg maneja la luz con destreza. La película transita por claroscuros y penumbras al filo de la visión. Las siluetas de los personajes hablan por sí mismas. Al principio todos quieren besar a Lucas, un hombre manso, reservado y tímido. La cacería pone la fuerza en la alianza indestructible de actor y cámara. Los primeros planos y el clima opresivo actualizan el pacto que en el siglo pasado Ingmar Bergman creó con el espectador. Nada bueno augura un dolor tan profundo. Los rostros son elocuentes, inmensamente tristes o feroces. Los diálogos atrapan por la profundidad de las miradas. Deslumbra la niña con la maestra; las preguntas incómodas que Klara responde; y cada encuentro difícil de Lucas con sus examigos. El hombre es victimario y víctima cuando el pueblo estrecha filas contra el indeseable. Además del conflicto (el abuso a menores) que estructura la película, Vinterberg propone otros temas, sin censurarse. La relación de los hombres con las armas, la muerte de los animales, la fuerza física enfrentada a la fuerza moral; la idea tranquilizadora de que los niños no mienten, y la violencia con distintas formas y alcances, van anudando la trama. La cacería plantea el misterio que encierra cada persona ante los ojos de los demás y el valor de la confianza en un contexto que involucra a los niños. Además de la empatía que logra Mikkelsen para el hombre que ha perdido la inocencia por un golpe del destino, el director ofrece un final abierto. Una vez que algo se quebró en la conciencia de héroe y comunidad, el regalo de Lucas a Marcus expone al espectador a nuevos interrogantes.
Un policial con reglas básicas La noche y una parada de prostitutas; un televisor en un bar y alguien que espera el llamado que no llega. Los elementos iniciales de Rouge amargo reproducen el ambiente urbano sórdido. La película de Gustavo Cova también recoge el guante, a su manera, de los temas hiper ventilados en los corrillos mediáticos. El director trabaja sobre varios esquemas que a la manera de maquetas contienen la anécdota y los personajes. En el hotel alojamiento se produce un asesinato. El muerto es un candidato a diputado que recurre a los servicios de Cynthia (Emme). En la corrida queda involucrado un tipo misterioso (Luciano Cáceres) que salva a la chica y tiene que esconderse de los autores intelectuales del crimen.La película presenta las peripecias con ritmo de videoclip. Sin palabras, con música estridente y montaje rápido, Rouge amargo ofrece los clichés de un policial típico, más cercano al telefilme que al cine de autor.Cynthia y su nuevo mejor amigo tienen que escapar. En la trama entra la travesti Rita, papel que interpreta Gustavo Moro con los matices que logra en ese rol. La Moro en ese personaje es un clásico más interesante que el guión de la película. Por su parte, Emme se luce y exhibe recreando los rasgos de una prostituta que subestima el peligro cuando se complica con un cliente de vida pública. La actriz maneja su rol con poca expresividad y movimientos mecánicos. Luciano Cáceres y César Vianco (como Báez, el perseguidor) protagonizan buenas peleas y, si bien transmiten algo de la adrenalina del mundo en el que todo es a matar o morir, no pueden salir de los estrechos límites del formato. Las escenas de acción y las persecuciones ponen adrenalina, así como algunas escenas particularmente violentas, destinadas a ilustrar las vejaciones a la que son sometidas las trabajadoras sexuales, relato que cumple con las reglas básicas del género.La historia incluye un comisario honesto (Rubén Stella) y un periodista joven que investiga la ruta del candidato (Nicolás Pauls), imprescindibles para armar el juego del poder.La película de Cova crea una ficción que relaciona con liviandad el mundo del hampa con los privilegios de la alta política.
Un sueño demasiado caro La ambición está en el aire. Corren los locos años veinte (verano de 1922) en Nueva York. Para muchos, la ambición está en el ADN. Baz Luhrmann adapta El gran Gatsby con la destreza que lo caracteriza para imaginar ambientes megalómanos mientras despeja enigmas en torno a sus personajes. La película cuenta la experiencia de Nick Carraway (Tobey Maguire). Vecino de un multimillonario, el joven que trabaja en la Bolsa se maravilla con el lujo y el dinero que ostenta Gatsby (Leonardo Di Caprio). Su propia proyección a futuro bien podría derivar en esa fastuosidad, si el negocio del dinero le permite progresar. La otra trama del asunto es menos lineal y la relación causa-efecto desaparece. El corazón de Gatsby es la caja de sorpresas. Luhrmann se ocupa meticulosamente de cada gesto, así como aprovecha la profundidad de la filmación en 3D para recorrer una mansión que es protagonista. Allí fotografía la opulencia hasta el vértigo. El director de Moulin Rouge plantea la presencia de objetos y cuerpos, como una clave de lo excesivo, el gran disfraz de la pobreza de sentimientos. La ecuación es casi ingenua, pero la película atrapa por la alternancia entre drama amoroso, dilema de conciencia y la exteriorización como un carnaval sin fin. Las cortinas vuelan movidas por el viento de la bahía, y envuelven el rostro fresco de Daisy (expresiva Carey Mulligan). La actriz asume el rol de aparente inocencia cómoda en la mansión de su esposo, Tom Buchanan (estupendo Joel Egerton como rico de doble moral). Nick, su primo, será testigo del reencuentro de Daisy con Gatsby. El relato en off suministra datos e impresiones, dinámica que permite seguir el hilo del romance sin perderse en el frenesí visual.El director da rienda suelta a la teatralidad. La cámara descubre los ambientes. En la escena de la visita guiada por Gatsby en su mansión, Daisy se derrumba en el centro del salón, con la ropa que le arroja, cubriéndola como las páginas de su historia de amor. Luhrmann ofrece apoteosis sucesivas con el auxilio de la música, edición que mezcla ritmos, épocas y conceptos. Así como se permitió hacer rap con los diálogos de Romeo y Julieta, en esta película, el charleston y el foxtrot alimentan sonidos electrónicos. El estímulo de la música es notable ya que acompaña el conflicto de Gatsby. Di Caprio juega el rol con sensibilidad, espíritu tierno y torturado de amor, que justifica secretos y estafas. Después de todo, mientras corren ríos de champán, a nadie importa de dónde salen los millones.
Un tierno homenaje a los actores Una anciana al piano, con el rostro arrugado, mira fijamente la partitura. En sus manos, la música no tiene edad. Toca en la sala coqueta y cálida, rodeada de ancianos que desayunan. La película que dirige Dustin Hoffman pertenece al tipo de comedias con adultos mayores, una suerte de relato de reflexión y resistencia ante el inevitable paso del tiempo. Rigoletto en apuros transcurre en una residencia para músicos jubilados. La Casa Beecham no es cualquier lugar ni los residentes pertenecen al común de la gente. Si bien sentados ahí, moviéndose con dificultad, se han borrado muchas marcas distintivas que ostentaron en la juventud, esos hombres y mujeres han sido grandes intérpretes y en ellos brilla la vieja llama. Por eso, la casona británica amanece y anochece en medio de la música. La banda de sonido de la película acompaña la historia desde la primera nota de Brindis, bien tocada por la anciana del comienzo, hasta el Cuarteto de la ópera Rigoletto (el título original), el gran desafío, por varias razones. La rutina se quiebra con la llegada de la otrora prima donna, Jean Horton (Maggie Smith) que se reencuentra con sus colegas y un exmarido, Reginald (Tom Courtenay), sembrando el desánimo en el tenor y el desdén, ante la admiración mezclada de cierta malicia, del resto de los residentes. La soprano ha sido adorada y temida. Es la suma de los caprichos, aun cuando no queda nada glamoroso en su presente. Dustin Hoffman dirige una película para actores. A los roles de Maggie Smith y Tom Courtenay se suman Pauline Collins (Cissy) y Billy Connolly (Wilfred), el cuarteto que quiere volver a cantar Rigoletto en la gala anual, golpe de efecto que salvará a la residencia de la bancarrota. El asunto que propone el guión es sencillo y clásico en la descripción de los protagonistas, asociada a la música y sus humores. "La vejez no es para cobardes", repite Cissy que dijo Bette Davis. Es una de las pocas cosas que recuerda la tierna Cissy, personaje imprescindible que matiza el cuarteto. La comedia dramática transcurre con notas ilustrativas que explican la ópera, según la exposición que Reginald ofrece a los jóvenes. "Es la expresión de nuestras emociones. A alguien le clavan un puñal por la espalda y en lugar de sangrar, canta". Algo semejante ha ocurrido en la pareja de la insufrible Jean y el esquemático Reginald. Hoffman, a fuerza de experiencia, traslada el sentido del ritmo como un metrónomo. La película es fotografiada bellamente por John de Borman, que logra postales de la residencia, el parque y las flores. El efecto es el de un paraíso protegido en el que, no obstante, hay cuentas pendientes, inseguridades y soledad. El arte planteado como opción excluyente ha dejado a esos artistas extraordinarios, solos, con el recuerdo de los aplausos y la vieja camaradería. Mientras los conflictos cobran vigor, se suceden momentos musicales, como en una tertulia en la que aquel esplendor se deja entrever en la gracia de la orquesta de cámara, la trompeta, los dúos masculinos, breves sensaciones que Hoffman regala. Además de la presencia encantadora de Michael Gambon, como el director cascarrabias al que nadie toma en serio, y la larga lista de glorias pasadas, reales, residentes en la ficción que dan al contexto el amparo de su arte genuino.
Un rompecabezas para el diván Danny Boyle asume el relato de un thriller en el que el robo de una obra de arte deriva en una trama compleja de sello psicologista. En trance propone una mezcla de elementos que conducen a un enigma pero el rumbo va cambiando de objetivos, con la habilidad del director para retratar realidades paralelas y simultáneas. James McAvoy es Simon, un subastador de bellas artes, que integra una banda de delincuentes. El gran atraco tiene como blanco el cuadro de Goya Noche de brujas, pero el plan sufre alteraciones y Simon recibe un golpe en la cabeza. La amnesia funciona como excusa para relacionar a los hampones liderados por Franck (Vincent Cassel) con Elizabeth, la psicóloga especialista en hipnosis, rol que desempeña con actitud omnipresente Rosario Dawson. James McAvoy conduce al espectador por los recovecos de los deseos, recuerdos e impulsos más primarios de Simon, intervenidos por Elizabeth. Mientras, Cassel ofrece las mutaciones de Franck, un tipo sádico que también queda atrapado en su costado más vulnerable. En trance suena pretenciosa cuando intenta reducir la anécdota al pasado cercano de Simon y para ello va forzando interpretaciones. El relato avanza trabajosamente entre juegos de realidades de distinta intensidad. Simon recupera un recuerdo clave que revela su verdadero secreto, pero el truco se vuelve confuso. A la manera del recurso del deus ex machina (solución ‘mágica' que resuelve cualquier embrollo), el guión recibe varios golpes de efecto poco creíbles. James comparte progresivamente el protagónico con Cassel y Rosario Dawson. El actor tiene la capacidad de crear la ambigüedad necesaria para que Simon sea víctima y victimario a la vez. El problema está en el giro que toma la terapia. La relación de poder define el juego. La terapeuta maneja la hipnosis y manipula los resultados. Lentamente, va quedando atrás el tema del cuadro robado. El hecho es signo de otra cosa. En trance ofrece momentos de suspenso malogrados por el tufillo esnob del relato, con demasiados elementos en ese rompecabezas. El operativo comando se reduce a sesiones de diván e implicancias que están fuera del campo del espectador. El director y Elizabeth son quienes más saben. En el relato se resignifica el rol de la bruja, que no vuela ni necesita un caldero humeante para hacer arder las conciencias enemigas.
Un secreto no es caída Un detalle es la chispa y de la nada se desata el desastre. Ocurre en la familia, entre amigos, durante una velada que se planteaba apacible y termina en revelaciones sorprendentes. En la línea de obras de teatro como Art o El dios salvaje, de Jasmina Reza, El nombre pasa del teatro a la pantalla, con una comodidad que va ganando de a poco. Los autores Matthieu Delaporte y Alexandre de La Patellière también dirigen la película. Como en las obras citadas, la acción se desarrolla en un espacio único: el departamento de Pierre y Élisabeth, donde dos parejas y un amigo en común se encuentran para cenar. Unos pocos flashbacks y apuntes que aluden a hechos anteriores son los destellos del afuera, en medio de la conversación. Al comienzo, la voz en off se ocupa de situar al espectador en la trama de relaciones de los personajes, con una rápida descripción física y emocional, salpicada de humor. Todo indica que la comedia tendrá ese tono. Cesa la voz y los personajes inician la travesía por las emociones que desata un simple detalle. Vincent será papá. Antes de que llegue su esposa Anna, adelanta el nombre del niño. Los dueños de casa (la hermana y su esposo) expresan desagrado y fuerte oposición frente al nombre. Claude, el amigo, no está de acuerdo pero calla. Llega Anna y la cosa se complica. La película comienza a media máquina, un acierto del libro que dosifica la acción, hasta que las reacciones estallan, desmesuradas con respecto al tema, y las argumentaciones ocupan el centro de la escena. El nombre cobra intensidad y vuelo gracias a los actores estupendos que se columpian en las palabras, casi sin moverse, aparentando dominio de sí. Patrick Bruel (Vincent), Valérie Benguigui (Élisabeth), Charles Berling (Pierre), Judith El Zein (Anna) y Guillaume de Tonquedec (Claude) protagonizan momentos incómodos mientras confiesan secretos de años, respaldados por la técnica teatral y la cámara, que los acompaña en los sucesivos monólogos. "Nadie cuenta todo", dice Pierre, el profesor que hace de la argumentación una forma de vida. El malentendido se magnifica y cada uno, a su turno, se convierte en el blanco de acusaciones e ironías. Si la neutralidad no existe, como gritan a Claude, el músico suizo que no entra en los forcejeos de la semántica, nombrar es expresar una visión del mundo. Parece mucho, y lo es.
Sonidos perturbadores El director surcoreano Chan-Wook Park inicia su carrera en Hollywood con Lazos perversos, película que puede considerarse un ejercicio de estilo, al mismo tiempo que una indagación sobre ciertos vínculos familiares. El director de Oldboy propone varias formas de violencia, que tienen su germen en lo psicológico, que van de lo sutil a lo brutal. Mezcla de thriller psicologista y filme erótico, Lazos perversos gira en torno a la relación de una jovencita, su madre y su tío. India pierde a su padre en un accidente automovilístico. Se termina ese día la ensoñación de la chica que siente a su padre como un amigo y compañero de caza. Su madre, una mujer deprimida, con todas las marcas del ocio entre las paredes de la mansión, no logra establecer el vínculo con la hija. A la historia de carencias se suma el tío Charlie, que aparece con sus gestos ambiguos, sembrando seducción y peligro. Mia Wasikowska compone el rol de la chica que tiene un extraordinario poder de percepción, entrenada para cazar, una chica triste, seria, arisca. Nicole Kidman logra con naturalidad el papel de la mujer desquiciada. En tanto, Matthew Goode es un galán de movimientos robotizados y mirada de hielo. Buen equipo para la entrada de Park en el cine de género. El mismo director ha comentado las referencias (que para el espectador cinéfilo son explícitas) al suspense de Hitchcock. Hay, incluso, en ese ejercicio, elementos que Carlos Sorín explotó en El gato desaparece. La película de Park es perturbadora, sobre todo cuando va armando la trama de percepciones que lleva a India a sucesivos descubrimientos macabros. La edición de sonido genera esa inquietud: el metrónomo del piano puede enloquecer a cualquiera. Hay también anticipaciones y retrocesos, como flashes de la percepción de India. Los ruidos que sólo ella reconoce envuelven el silencio. La fricción en la cáscara del huevo se amplifica en su cabeza. Todo colabora al derrumbe psicológico, por contagio. Además de los lugares comunes del género, bien empleados, la relación erótica entre el hombre y las mujeres potencia el thriller: el peligro está en casa. La mansión y ellas, colgadas del tiempo, en una difusa época actual donde todo luce ligeramente distorsionado, son la caja de resonancia de secretos de familia. "Volverte adulto es volverte libre", sentencia India. Park elige un modo cruel, apocalíptico y desesperanzado para arrojar a la chica a la caza del mundo.
Argentina como destino Víctor Laplace asume dos identidades claras y apasionadas cuando filma Puerta de Hierro. Por un lado, es un gran actor que toma el control de la cámara; por el otro, un peronista que ha transitado las décadas que narra en la película. Puerta de Hierro. El exilio de Perón recorta la extensa biografía de Juan Domingo Perón en la etapa de su exilio, después del golpe de estado de 1955, hasta el Operativo Retorno.El 8 de octubre de 1972 Perón cumplía 77 años en Puerta de Hierro, en las afueras de Madrid. Ese día es el eje del guión que Laplace escribió con Leonel D'Agostino. De allí se disparan los episodios hacia atrás, estructura sencilla que permite ordenar las líneas del relato.Hay varios recursos que sirven de soporte a las interpretaciones. La ‘caja' de la narración pasa por los diálogos de Perón con una joven costurera, Sofía (Natalia Matteo), con quien se sincera y comparte lecturas. Una suerte de sustituto del padre revolucionario muerto. Esa relación lo lleva a grabar sus memorias, excusa para que la película discurra cronológicamente, con los personajes como mojones. Víctor Laplace compone un Perón cotidiano, con poder a pesar de la distancia, unido a una mujer de muy pocas luces, anfitrión de todos y agradecido con Jorge Antonio (Javier Lombardo), el amigo que paga las cuentas; achacado, lúcido, dolido, desconfiado, advertido de que transita el último tramo de su vida. El actor ha buscado el mimetismo en el porte, el estilo, los gestos, el tono y la inflexión de la voz. Laplace habla en palabras de Perón, con muchas frases reconocibles que el líder del movimiento legó. El guión va sumando retratos logrados, según ese concepto de interpretación de figuras históricas. Se destaca Laplace pero junto a él, Victoria Carreras es una gran revelación en el personaje de María Estela Martínez de Perón, por los matices, entre la devoción (por Perón y por ‘Lopecito') y la incapacidad para comprender la grandeza de ese tiempo decisivo. En el rol de López Rega, sorprende Fito Yanelli, como el sujeto oscuro, ‘el Brujo' de la política argentina. Manuel Vicente, a simple vista, ‘es' Héctor Cámpora, el más fiel, en palabras de Eva. También se destacan Sergio Surraco, como Rodolfo Galimberti, y Federico Luppi, como otro viejo lobo, en el rol del doctor Puigvert.Puerta de Hierro trabaja con cierta iconografía, palabras escuchadas, consignas y momentos que potenciaron el mito peronista desde que sonó la primera bomba en Plaza de Mayo. Es particularmente emotiva la escena de la recuperación del cadáver de Eva Perón, así como elocuentes, los primeros planos del expresidente y el diseño de arte de Adriana Maestri que recrea los años 1960 y los primeros 1970.Puerta de Hierro, el lugar, fue la esperanza de millones y la amenaza para otros tantos. Para quienes tengan memoria de los hechos, la semblanza de Laplace es una provocación interesante; para los más jóvenes, una interpelación sobre el rol de la juventud en la construcción del poder.
Hombres que se hacen querer Llueve. En el portal de un edificio se encuentran J (Leonardo Sbaraglia) y E (Eduardo Fernández), dos viejos amigos que se ponen al día, como suelen hacerlo los hombres: con elipsis, pudor y cierta fragilidad cuando deciden contar algo de sí mismos, más allá del trabajo, el éxito o las generalizaciones. Una pistola en cada mano, la película de Cesc Gay, mantiene el formato del diálogo, mostrando distintos casos de soledad o desencuentros amorosos desde el punto de vista masculino. La película expone episodios, separados por la banda de sonido. La cámara sólo registra relaciones y conflictos, con primeros planos y muy pocos movimientos. La fortaleza está en las actuaciones, y la sorpresa, en el guión que elude lo obvio, con pocas palabras. Desde el primer encuentro, la película promete un disfrute sereno y sostenido. Sbaraglia como "el desgraciado global" y Fernández, un sarcástico tierno, se emocionan mutuamente; uno llora, el otro disimula. Luego es el turno de Javier Cámara, el exmarido que quiere recomponer el matrimonio. "Todo es tan frágil", dice S a Elena, una magnífica Clara Segura que no pierde los modales y destroza su corazón con una mezcla de cuidado y revancha. Es el episodio tragicómico de la película. En una plaza un hombre espera sentado. Literalmente, define el momento que protagonizan Ricardo Darín y Luis Tosar. La intensidad del diálogo pone en carne viva al hombre que ama demasiado. "Me hizo muy bien la charla", dicen los personajes en diferentes situaciones. La palabra cobra vitalidad porque estos hombres hacen esfuerzos por decir y decirse aquellas cosas que más duelen. También hay una lección feminista en el episodio entre P (Eduardo Noriega) y una compañera de trabajo (Candela Peña). La actriz sostiene el juego del hombre tímido, dispuesto a pasarla bien sin ser infiel. Encantadores los dos. Finalmente, los diálogos cruzados entre dos parejas amigas se construyen con miradas y silencios. Por ahí va la película que conecta al espectador con lo no dicho, a través del humor agridulce. Una pistola en cada mano (el título no invita) plantea una serie de descubrimientos encadenados y remite a lo que dice María (Leonor Watling): "Todos somos una cosa y perecemos otra". El director propone este universo masculino, en dosis homeopáticas, una buena idea para grandes actores.