Mudanzas inevitables La película francesa “¿Y si vivimos todos juntos?” es una alianza de estupendas actrices y actores que cuentan la historia, atravesada por el humor y la reflexión, de cómo vive la tercera edad en la Europa de hoy. La vejez, como horizonte que va acortando la distancia y exige adecuaciones inexorables al paso del tiempo, es un tema delicado que el cine aborda de diferentes maneras. La comedia francesa ¿Y si vivimos todos juntos? es, ante todo, una alianza de estupendas actrices y actores que se comprometen por partida doble: con la interpretación, y poniendo su propio cuerpo, con las huellas del tiempo que refleja el guion. Frente al embate del mundo que no tiene lugar para los adultos mayores, sobre el telón de fondo de la crisis política y social en Francia, cinco amigos deciden mudarse a la casa de Annie (Geraldine Chaplin) y Jean (Guy Bedos). Completan el quinteto, Jeanne (Jane Fonda), Claude (Claude Rich) y Albert (Pierre Richard). Los asiste Dirk (Daniel Brühl), un muchacho universitario que se acerca para estudiar la situación de la tercera edad. Gran oportunidad para un trabajo de campo de Etnología. La película de Stéphane Robelin ofrece escenas cotidianas resueltas en esa comunidad atípica, donde todos cargan con sus achaques y algunos secretos. La juventud no los ha abandonado en lo que respecta a deseos, capacidad de disfrute y esperanzas. Sobre todo a Claude, eterno enamorado de las mujeres. Geraldine Chaplin y Jane Fonda son un canto a la vitalidad, puestas al servicio de las esposas que hacen contrapeso, al activismo irrefrenable de Jean (Bedos en el rol del cascarrabias), y los síntomas de la senilidad progresiva de Albert (Pierre Richard en un registro tierno y triste a la vez). Hay cierto aire de época, similar a Amour (la extraordinaria película de Haneke), aunque con el dramatismo mitigado y lo colectivo como salida; tampoco abordan temas generacionales en el universo que fenece, como ocurría en las diatribas de Las invasiones bárbaras, la recordada película de Denis Arcand. ¿Y si vivimos todos juntos? atraviesa el tema, enunciando, al paso, conceptos tales como la expectativa de vida, la dependencia creciente ante el declinar físico, o, ser anciano en Europa. Jeanne (Jane Fonda) reflexiona sobre la paradoja de vivir asegurando todos los aspectos de la vida, y, al mismo tiempo, llegar improvisando, a los últimos años, sin cobijo afectivo. El director contrasta la realidad asumida por los ancianos con los interrogantes de Dirk. Mientras pasea el perro de Albert, el muchacho mantiene conversaciones con Jeanne y expone la perplejidad ante la dimensión de esos seres que permanecieron hasta hace poco ajenos a sus intereses, extraños bajo el mismo cielo. Daniel Brühl (Goodbye, Lenin; Bastardos sin gloria) es testigo sensible de la convivencia que su personaje registra al detalle, como un nieto que divisa el horizonte antes de iniciar la caminata.
Tributo al ilusionismo Que nadie se engañe con respecto al título de la película de Sam Raimi, Oz, el poderoso. Con la excusa de la ‘precuela', es decir, lo que podría haber ocurrido antes de las peripecias del cuento original, Raimi pone el acento en el controvertido mago. Oz, el poderoso fluctúa entre el retrato moral del ilusionista y los problemas que los habitantes del reino de Glinda, la Bruja Buena, tienen que resolver. La película no logra encauzar la fantasía propia del cuento mágico, aunque visualmente tiene escenas encantadoras. El diseño de libro infantil funciona pero Raimi ofrece otros giros a la posible historia del mago que llega en globo aerostático a ese territorio de ensueño. James Franco compone un pícaro más cerca de la comedia para adultos que del relato para chicos. El planteo es claramente moral. El personaje engatusa y seduce a todos, sin ánimo de asumir responsabilidades y siempre dispuesto a sacar provecho. Franco es un mago más gótico que mágico. Lo acompañan tres actrices a las que los personajes les quedan chiquitos. Mila Kunis, Rachel Weisz y Michelle Williams son las brujas Theodora, Evanora y Glinda: dos malas contra una buena, respectivamente. Se destaca Williams que sostiene con su mirada angelical toda la bondad posible, ejemplo para sus súbditos frágiles, incapaces de hacer daño a nadie. Kunis y Weisz, buenas intérpretes de las hermanas intrigantes y despiadadas, cuentan con el auxilio del maquillaje y los efectos. Las tres animan el mundo de fantasía que, de alguna manera el personaje de este Oz, de Raimi, quiebra con los juegos de la inteligencia. Definido como ‘un mago de carnaval', Oz desata el show con sus artes de ilusionista. El director arma la parafernalia a la medida del actor. Su mago instala el engaño en la plaza y con astucia conjura a las malvadas brujas y sus horrendos animales depredadores. La lucha del Bien y del Mal, siempre aleccionadora en este contexto, se desplaza hacia los trucos de Oz. La ilusión pasa por el cine, rudimentario, en los albores de la imagen que se mueve y crea una nueva realidad. La maquinaria reemplaza a la fe en el cuento. Hay en la película una textura deliberadamente exagerada, de colores muy brillantes, una apuesta por el decorado sobre el que se mueven la niña de porcelana, el mono alado y los munchkins bonachones. La Ciudad Esmeralda y el camino amarillo son dibujos coloreados, por momentos, extraños a los personajes de carne y hueso, en el contraste entre plano y volumen. Quien busque las antiguas emociones de Oz, difundidas en la película y en tantas versiones teatrales, encontrará una versión de ese mundo mágico en la que la fantasía no se lleva bien con el sarcasmo o los guiños entre adultos. El ejercicio estilístico de Sam Raimi logra a medias el objetivo de modernizar un clásico sin perder de vista el destinatario.
En la película “Amour”, el director alemán Michael Haneke reafirma su concepto del cine asociado a la reflexión profunda sobre los conflictos que se miran de reojo, como la vejez y la enfermedad. Georges y Anne han doblado la curva de la vida con tranquilidad y discreto confort en su departamento parisino. El matrimonio de jubilados disfruta de la música clásica y los buenos recuerdos de su época de profesores. Hasta que un relámpago parte la rutina: Anne queda ausente unos segundos interminables y comienza el drama que el maestro Michael Haneke muestra sin concesiones. Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant protagonizan Amor, ganadora del Oscar a la Mejor Película Extranjera, una joya en la que Haneke reafirma su concepto del cine asociado a la reflexión profunda sobre los conflictos que generalmente se miran de reojo o alimentan tabúes contemporáneos. La vejez y la enfermedad establecen nuevas reglas de supervivencia para los ancianos: él, a cargo de ella, en todo momento y sentido. La película describe el deterioro progresivo e imparable de Anne, un trabajo de interpretación estupendo de la actriz que va inmovilizando su cuerpo, metiéndose en el dolor y la impotencia del personaje. Trintignant es el sujeto de las acciones cotidianas, complejas, asistiendo a la mujer inválida. Georges habla poco. De rostro grave, hace lo que hay que hacer. Cuesta adivinar qué pasa por la cabeza y el corazón del anciano. Sólo se lo ve andar con dificultad creciente. Haneke apela a la teatralidad para el relato que se encapsula en el departamento y en la relación de los esposos. Aparece la hija, que vive en Inglaterra. Isabelle Hupert siempre perfecta aporta un personaje que refleja el problema, más que el drama, de los hijos que ven a sus padres declinar y no saben qué hacer. Una sociedad autosuficiente genera hijos prácticos y poco solidarios. Haneke susurra muchas cosas al oído del espectador mientras pasan las enfermeras y ninguna queda; llega la hija de visita y habla de futuro donde no lo hay. Trintignant evalúa cada situación con la mirada. La comunicación con la actriz expresa el dolor sin subrayados, y luego, la indignidad de la mujer que no acepta vivir así. La cámara es el otro personaje, deambulando por el departamento. Nada es más fuerte que el vínculo del hombre y su esposa en ese espacio extrañado. "A veces sos un monstruo", dice Anne al comienzo de la enfermedad, con tono ambiguo, aludiendo a un pasado que se desconoce. El presente es absoluto en Amour. La pareja reproduce el dilema existencial y la puesta a prueba de la fortaleza que sobrepasa lo físico. Frente a esa mujer que va muriendo de a poco, Haneke propone un desenlace, envuelve al espectador en el tiempo que Georges toma por las astas y deja todo en manos del sentimiento que mueve el mundo.
La música toma la palabra El teatro musical divide las aguas. Los fundamentalistas de la acción en vivo quizás no acepten encantados la versión de Los Miserables que dirigió Tom Hooper. Ni qué hablar de los seguidores de Víctor Hugo y su monumento narrativo. La puesta cinematográfica ensambla el drama personal, la composición de personajes con un elenco de estrellas, los montajes visual y sonoro, y la fuerza del romanticismo en esencia, pero con las licencias que Hollywood exige. El horror ante las tragedias individuales y colectivas cruza como un relámpago por la mirada de los personajes y muere ahí. Las voces acompañan el tono dramático aunque no todos los registros están cómodos con la partitura. Ocurre con Crowe, el actor que, además, tiene tanta presencia que eclipsa al despreciable Javert. Hugh Jackman logra un protagónico pleno como el doliente Valjean y su voz envejece con el hombre, en tanto Anne Hathaway es una Fantine bella aun en la desesperación. La actriz arremete el clásico por el camino de la fragilidad y ofrece su versión de I Dreamed a Dream (Soñé una vida), tema que popularizó Susan Boyle. Se destacan Samantha Barks y los niños, Daniel Huttlestone (11 años) como Gavroche, el chico de la barricada, e Isabelle Allen (10 años), Cosette niña, ambos con experiencia en sus respectivos roles, en la puesta teatral londinense. Al dominio vocal de Barks se suman los agudos de Amanda Seyfried; el color en la voz de Eddie Redmayne, un tenor exquisito en el papel de Marius Pontmercy, así como la contundencia de Aaron Tveit, Enjolras, el líder revolucionario. Tom Hooper no ahorra grandilocuencia en las escenas corales: presidiarios miserables que cantan; el pueblo sometido (One Day More/Sale el sol); la movida en la taberna de los Thénardier; los preparativos de la revolución (Do You Hear the People Sing?/La canción del pueblo); las consignas de los jóvenes. Los Miserables describe la redención de un hombre que vence los miedos y alcanza la gracia divina. Aun cuando la mirada simplifica las cuestiones de fondo, la película es un canto humanista. Víctor Hugo, que aseguró que mientras hubiera pobreza e injusticia en el mundo, libros como el suyo seguirían siendo útiles, renace como el héroe romántico de su magnífica obra.
El experimento de la democracia Steven Spielberg eligió un pasaje fundacional de la historia de su país, la votación de la Décimotercera Enmienda (1865), decisión que lo ata a la letra de los documentos y a la memoria del público estadounidense. Lincoln, la película, cuenta con el respaldo de las fuentes consultadas y se eleva a drama histórico gracias al talento del director. El tema de la esclavitud ha acompañado a Spielberg desde El color púrpura (1985). En Lincoln, desarrolla las argumentaciones a favor del abolicionismo en un filme de tesis. Lo asiste un elenco notable. Daniel Day-Lewis logra una vez más una interpretación extraordinaria. Sally Fields, como la esposa Mary Lincoln y Tomy Lee-Jones, como el congresista Thaddeus Stevens, deslumbran en el lúgubre escenario de la Guerra Civil, mientras Lincoln negocia la votación para abolir la esclavitud. El presidente ya había dado un paso, transitorio, al obtener la libertad de los esclavos para que los negros fueran al frente de batalla. Guerra sobre guerra: una, cuerpo a cuerpo; la otra, con las ideas y las palabras. Spielberg pone su genio al servicio de escenas difíciles de sostener: Lincoln habla, discute, cuenta anécdotas, da órdenes, moviéndose como un santón desgarbado, cansino, por momentos exasperante. La furia está en las argumentaciones y en la mirada penetrante del hombre acusa de arruinar económicamente a los señores esclavistas del sur. El actor comentó el trabajo que realizó para emular el tono y los ritmos de la oratoria del presidente. La musicalidad salva las escenas del aburrimiento, además del peso que adquiere el tema de la democracia, sus crímenes y negociaciones, su valor y sacrificios. La joven democracia de la Unión protagoniza el experimento más osado, esto es, alcanzar la paz después de la guerra fratricida y votar la libertad de todos los ciudadanos. Spielberg maneja la tensión al límite en la escena del voto cantado en la Cámara. El director instala la cámara en la Casa Blanca, pone luz y sombras en los dramas humanos detrás de las grandes decisiones. Aun así no puede bajar al prócer de la estatua, pero ofrece una película con su sello estético, para quien quiera ver y escuchar.
Para Robert Miller (Richard Gere), lo más importante es la familia. Lo dice frente a la torta de cumpleaños, rodeado de afectos que él toma con varias salvedades, ya que el hombre se toma todas las libertades, en el matrimonio, en la empresa, en los negocios, y ante el fisco. Mentiras mortales (El fraude) de Nicholas Jarecki expresa la cuestión a través de todos los primeros planos posibles de Richard Gere que luce venerable, atractivo y completamente hipócrita. La vida del multimillonario se desarrolla sin sobresaltos, bajo control, hasta que un accidente lo involucra y pone a prueba sus reflejos para eludir la justicia. La película tiene ritmo gracias al montaje que acompaña el nerviosismo de Miller, metido hasta el cuello en una transacción que salió mal y cuyo costo no piensa asumir. El actor demuestra, además de la fotogenia que lo mantiene intacto frente a su platea de fans, la destreza para exponer el rostro a las mentiras sin mover un músculo. Su personaje es de la clase de hombres entrenados para eso. Acompaña a Gere, Susan Sarandon, una actriz que brilla aun en el papel gris de la esposa. Sarandon marca las transformaciones con ductilidad: apenas el cambio de tono, el énfasis en una palabra; una mirada mientras camina en la cinta. Tim Roth, como el detective Michael Bryer, crece en el personaje armado con los detalles de un buen cliché. Quiere cazar al poderoso y toma un atajo. La relación bien podría ser el inicio de una serie televisiva. La trama incluye la típica relación sentimental y financiera del mecenas con la artista. Laetitia Casta en el rol de Julie aporta un poco de sensualidad y funciona como la chispa que hace estallar la bomba que Miller oculta desde hace tiempo. Pero los sentimientos no son el foco de la película que se concentra en esa especie de cacería en ambientes sofisticados. "Estoy en mi camino. Soy el patriarca", dice Miller a su hija Brooke (Brit Marling). La actriz se pone en el rol de la joven brillante, que se cree socia de su padre, cuando es empleada. Así están las cosas entre el magnate y la chica que descubre que los números también pueden esconder el rostro más vergonzoso de su padre venerado. "Rompiste el corazón de nuestra hija", dice la esposa a Miller. La línea daría risa si no fuera Sarandon la que enaltece semejante afirmación. La película equilibra los conflictos, con Miller caminando nervioso sobre las aguas del poder. En el rol de Jimmy, Nate Parker es el exconvicto de Harlem, ‘el negro de Miller', como dice el detective. Hay ahí un apunte sociológico bastante simplón. "Él no es como nosotros", dice Miller a su abogado, dando por descontado que el chico (negro, pobre y con pasado criminal) es confiable. Mentiras mortales funciona como una descripción cínica y superficial de la relación entre dinero y justicia. El mensaje inquieta: donde hay dinero no queda lugar para la justicia. La historia, a pesar de la obviedad, incomoda, porque el mensaje jugado por un elenco con oficio, pone un poco de adrenalina al guión que parece pensado sólo para pasar un buen rato.
Bajo el mismo cielo La película de los creadores de "Matrix" transita por seis relatos contundentes con actores de primer nivel y el juego que mejor juegan los Wachowski. Los hermanos Wachowski (Matrix) son especialistas en trasponer umbrales de la percepción y el asombro. Cloud atlas. La red invisible es una película que parece compleja, hasta que instala su mecanismo de relato múltiple, simultáneo, superador de la palabra que no puede zafar de la linealidad. Un anciano (Tom Hanks) con tono de vate, como si Homero recuperara su voz, promete un cuento ("Ahora escuchen con atención"). Seis historias transitan otros tantos géneros, en espacios y tiempos distintos. Los primeros minutos meten al espectador en ese aparente laberinto, pero el guión de hierro, el montaje estupendo, el maquillaje, la creación de personajes y los actores hacen de este atlas una guía para pensar verdades y circunstancias que trascienden las individualidades. El abogado Adam Ewing (Jim Sturgess) viaja en un barco por el Pacífico en 1849 con un cofre que despierta la codicia del médico (Tom Hanks); un joven músico (Ben Whishaw) transcribe música para una celebridad (Jim Broadbent), en 1936; una periodista (Halle Berry) investiga las normas de seguridad de una planta nuclear en 1973; un editor de novelas (Jim Broadbent) es internado en un asilo en 2012; una mujer de Nueva Seúl (Doona Bae) ha sido modificada genéticamente para trabajar en un negocio de comida rápida en 2144; y un líder (Tom Hanks) comanda una comunidad sobreviviente a la Caída de Los Antiguos. Éstas son las películas dentro del atlas que, como un cubo mágico, mueven las peripecias, unidas por delgados hilos que arman la trama de lo humano. Los héroes, las víctimas y victimarios responden a las mismas fuerzas invisibles. En las dos puntas del tiempo (Seúl futurista y las chozas con sobrevivientes) se producen las escenas más crueles y violentas. La película, basada en el libro de David Mitchell, va desplegando máximas mientras los tópicos se revelan a través de escenas en las que los personajes escapan del dolor y buscan salvación, en comunidades sostenidas por creencias o en la sociedad del control casi absoluto. El amor como posibilidad salvadora y la vida, con distinto valor y precio, surgen junto a imperativos éticos y batallas de conciencia, regidos por la certeza de que "estamos atados unos a otros" y "tu destino no es sólo tuyo". Si como dice un personaje, "todas las barreras son convencionalismos", en Cloud atlas los Wachowski reinventan la aventura de ver cine a fuerza de cine.
El dilema de la eternidad Alexander Sokurov aborda temas y autores intimidatorios, actitud que no está reñida con el placer de constatar la aventura creativa del cine de autor. Fausto es una reescritura de la obra de Goethe y la excusa del director ruso para introducir las preguntas metafísicas sobre la vida y la muerte, la finitud y la eternidad. La película comienza con una panorámica que capta el paisaje y la ciudad amurallada, a medida que se acerca la cámara al universo estrecho donde vive el Doctor Fausto. Las primeras escenas advierten al espectador que Sokurov hará lo que quiera con la cámara. El cirujano manipula los cadáveres en busca del alma. Lo escatológico y feo va unido al cuerpo humano y sus misterios, en primerísimos planos. "Se puede vivir sin alma", dice el padre de Fausto, también médico, mientras pone en práctica métodos cercanos a la tortura. La aldea es lúgubre; por las callejas deambulan los hambrientos desesperados, sobrevivientes de una guerra. Fausto también tiene hambre y dudas filosóficas. La necesidad lo lleva a casa del prestamista, un hombre horrendo, diablo y monstruo que lo acompañará en la búsqueda de respuestas, atento al momento propicio para que hipoteque su alma. Sokurov plasma la relación feroz entre el médico y su protector. Ellos aluden al hedor, la pobreza extrema, la muerte inevitable, mientras la disputa filosófica se plantea en los diálogos. La escena en que el viejo se desnuda y se mete en el agua donde las mujeres lavan la ropa es cercana al Infierno del Dante. En el paseo, con el diablo como falso aliado, el director propone una edición fantasmagórica a partir de imágenes realistas. La aldea, sus habitantes, los esfuerzos, los cuerpos, la historia de amor imposible, los rostros, son fotografiados y, al mismo tiempo, componen la fantasía negativa de la mente afiebrada de Fausto. La puesta de la película es por momentos teatral, con las interpretaciones notables de Johannes Zeiler (Fausto) y Anton Adasinski (prestamista). Hanna Schygulla se camufla bajo el vestuario en el rol de la esposa del viejo diablo, en este relato inusual. Con rasgos bergmanianos, las palabras de Goethe en relectura contemporánea, y la carga estética de Sokurov, Fausto mantiene la llama inquieta del saber alumbrando el misterio de la existencia del Bien y el Mal.
Postales para la ocasión La idea de reunir varios directores en torno a su percepción e ideas sobre La Habana, resultó un collage desparejo, Siete días en La Habana, que en la mayoría de los casos no supera el cliché. Los realizadores exponen algunas constantes superficiales: ser taxista es una circunstancia tan obvia como el calor; los visitantes suben a los autos que atrasan décadas y se hospedan en hoteles; se toma mucho alcohol, las mujeres son voluptuosas y la música es un personaje ineludible. El mar, que es telón de fondo en la mayoría de los cortometrajes, destaca la mirada y perspectiva del único director que zafa del gran cliché: el palestino Elia Suleiman. Protagonizada por el director que no emite palabra, Diary of a beginner hace foco en el visitante que quiere entrevistar a Fidel Castro. La secuencia del hombre que se confunde de pasillo en el hotel alfombrado se reitera y provoca sonrisas, tal es el desconcierto de la situación. Suleiman se limita a mirar. Mientras espera la cita que no se concreta, observa el malecón, el mar y a las personas mirando el mar, como un fisgón inocente. En tanto el argentino Pablo Trapero logra un registro sencillo y tierno, en Jam Session, con Emir Kusturica, el cineasta serbio, haciendo de él mismo. El taxista de rigor resulta un trompetista extraordinario y Kusturica cumple con el estereotipo del hombre que viene de un mundo cansado y huye del protocolo del Festival de Cine de La Habana. Las siluetas de los hombres en la madrugada, a contraluz, metidos en el agua hasta las rodillas es un momento casi mágico. Por lo demás, Benicio del Toro pone la cámara junto al chico yanqui (El Yuma, del título) que se toma el ritmo de La Habana de un trago y su guión hace hincapié en el contraste cultural. El español Julio Medem se decidió por la historia de amor en La tentación de Cecilia, con elementos de telenovela. La chica canta y recibe una oferta del productor español para dejar la isla. Acentúa el contraste, entre la ducha caliente del hotel lujoso y el departamento descascarado donde ella vive con su pareja. Se destaca Dulce amargo del cubano Juan Carlos Tabío, por el realismo sin subrayados y el valor agregado de lo conocido, además de las actuaciones. Ritual de Gaspar Noé y La fuente, de Laurent Cantet intentan apuntes antropológicos, con resultados muy pobres.
Lo que mata es el poder El supuesto plan de privatizaciones de las estaciones de tren en Francia es el eje de la película "El ministro y la salida". El ministro francés no descansa ni cuando duerme. Está sumido en una pesadilla cuando le avisan que un ómnibus con jóvenes cayó a un barranco. El ministro de transporte es el engranaje de un gobierno que está decidiendo modificaciones sustanciales en el rol del estado. Tal el tema, la atmósfera y el debate político de la película de Pierre Schöller, El ministro y la salida (en el original, El ejercicio del estado). En el día a día de la gestión, las escenas se suceden vertiginosamente en distintos despachos, según la trama que va mostrando de a poco la pelea entre ética y política. Olivier Gourmet, en el rol del ministro Bertrand Saint-Jean, revela las facetas de un personaje en la segunda fila de la actualidad política, hasta que dice: "No seré el ministro de las privatizaciones". Todo cambia. Los ciudadanos, los medios de comunicación, el gabinete, el Primer Ministro y el Presidente ocupan lugares muchas veces antagónicos, en plena crisis del empleo. "Somos 50 tipos en la cabeza de un alfiler", señala otro ministro, justificando el paso que liquida el estado benefactor. Acompaña a Gourmet (La corporación), el notable Michel Blanc en el rol de Gilles, consejero veterano, técnico, fiel a sus convicciones y a la memoria del ejercicio político, una voz de la conciencia que habla poco. Los dos actores sintetizan la vorágine que plantea la película, que, por momentos, incluye demasiados frentes (como la historia del chofer). Asesores y jefes de prensa corren mientras el ministro transita en medio de piquetes de huelga en la nieve, desocupados furiosos y gente que reclama soluciones. El director trabaja sobre imágenes rápidas, de alto impacto, sin golpes bajos, alternando el sonido ensordecedor con el silencio más amenazante. Gourmet aprovecha los constantes primeros planos para expresar desconcierto e incertidumbre. El actor compone un personaje exasperante, que sopesa la conveniencia de permanecer en el poder. La película suena y trae recuerdos para el espectador de esta latitud que vivió la década del 90. Claramente política, de tesis, sin moraleja, El ministro y la salida plantea el contrapunto con la situación actual europea, como un documental que incluye las manifestaciones en Grecia y consignas reconocibles. "La política es una llaga permanente", dice un ministro. El director, que cuenta con la producción de los hermanos Dardenne, no concede, no explica. Sólo muestra al cocodrilo de la pesadilla en acción.