Un largo Halloween de Matt Reeves con Robert Pattinson Dirigida con estilo por Matt Reeves y co-escrita junto a Peter Craig, se trata de la versión más interesante del personaje desde la trilogía de Christopher Nolan y seguramente perdure como una de las más memorables también. Más policial que película de superhéroes, The Batman (2022) es un thriller psicológico que reinventa al Caballero de la Noche como un detective atrapado en un intenso y opresivo film noir. Robert Pattinson interpreta al personaje con la energía de un rockstar maldito. Alejado de los playboys de otras generaciones, Bruce Wayne parece tan perturbado como los villanos que atormentan Gótica: insomne, enajenado, autodestructivo. Lleva un par de años acechando callejones de noche como Batman, imitando violentamente la lluvia que anhelaba Travis Bickle en Taxi Driver (1976) y llevando un registro obsesivo en un diario que, de encontrarlo, probablemente lo encerrarían en el Asilo Arkham. Todo cambia cuando el teniente Gordon (Jeffrey Wright) lo llama a una escena de un crimen brutal. Es la primera de varias. Hay un asesino serial suelto apuntando contra la élite política de la ciudad y dejando pistas a nombre de Batman en forma de acertijos y sádicos videos. Interpretado por Paul Dano con una intensidad intimidante, el Acertijo es un extremista conspiratorio cultivado en los rincones más sociópatas de internet, y si bien se extraña un poco la presencia física del personaje en gran parte de la película, claramente la domina. Adoptando el ritmo y procedimiento de un policial pero con el aplomo del film noir más fatídico, cada nuevo crimen redirige la investigación dentro del sórdido bajo mundo de Gótica. Así Batman cruza caminos con su propia femme fatale, Selina Kyle (una sexy Zoë Kravitz), el grotesco Pingüino (un irreconocible Colin Farrell) y el mafioso Carmine Falcone (un amenazante John Turturro). Es tentador llamarlos versiones “realistas” de sus contrapartidas de los cómics, y si bien ciertamente son menos estilizados que el Grand Guignol de Tim Burton o el kitsch de Joel Schumacher, el registro del film noir les permite arraigarlos sin perder su llama o su iconicidad. La estructura de la historia es su peor enemiga. No son las casi tres horas de duración lo que aletarga la película hacia el segundo acto sino su manía por llenarla de episodios que parecen comenzar, desarrollarse y concluir sin avanzar demasiado la trama principal. Ni es un film cargado de acción, cosa que probablemente aliene cierta audiencia. Lo que hay es violento y fugaz pero (salvo por una persecución) para nada espectacular, una extensión del pragmatismo del héroe. La atmósfera está excelentemente lograda y es lo que permite aludir a las ramificaciones siniestras de la historia sin traicionar su calificación PG-13. El director de fotografía, Greg Fraser, moldea a Gótica como una ciudad claustrofóbica, consumida por sombras e iluminación surrealista y con una puesta en escena vívida e impactante. Si no gana el Oscar por su trabajo en Duna (Dune, 2021) aquí tiene la revancha garantizada. Michael Giacchino compone también una banda sonora insidiosa y fúnebre que contribuye al tono pesadillesco de la historia. El gran triunfo de la película es inyectar nueva vida a un personaje que ha sido sobreexpuesto en un sinfín de proyectos y crossovers que se han cansado de contar, recrear y parodiar todo lo que la audiencia ya sabe hasta el hartazgo sobre él. La película de Matt Reeves mayormente saltea todo esto, recuperando el viaje personal de Batman con una digna canción de gesta. Parte de una visión original sobre el héroe, cuenta con un elenco inspirado, inventa una historia autosuficiente y la eleva con una dirección estilizada pero acorde a la sustancia del film.
La dulce y melancólica niñez interrumpida de Kenneth Branagh La de "Belfast" es una historia de maduración catapultada por la tensión entre fuerzas incomprensibles y la incertidumbre hacia el futuro en la que lo que finalmente triunfa, y lo único que importa, es el recuerdo de los seres queridos. Hay un momento en Belfast (2021) en el que el abuelo de Buddy, el niño protagonista, decide expresar algo doloroso a su nieto. La frase que elige es tierna y consoladora pero también totalmente honesta: no acude a clichés, no busca evitar la tristeza o disfrazar la verdad. Es una escena conmovedora que resume perfectamente el film, un ejercicio de hacer memoria sobre una infancia marcada por momentos de alegría y congoja que resulta tan sentimental como auténtico. Buddy (Jude Hill) es la versión infantil del director y escritor Kenneth Branagh, cuya idílica infancia se vio interrumpida a los 9 años cuando en 1969 estalló violentamente el conflicto entre los católicos deseosos de emancipar Irlanda del Norte y los protestantes a favor de mantenerla dentro del Reino Unido. La calle en la que Buddy y otros niños juegan con espadas de madera se convierte abruptamente en un campo de batalla entre manifestantes y oprimidos, el barrio se desdibuja en un gueto segregado por barricadas y la vida cambia para siempre de un día para otro. Anclando la perspectiva firmemente en el niño, a la película no le incumbe la naturaleza del conflicto sociopolítico en cuestión y lo deja en el fondo de la historia, decorando amenazantemente las memorias de Buddy. La de Belfast es una historia de maduración catapultada por la tensión entre fuerzas incomprensibles y la incertidumbre hacia el futuro en la que lo que finalmente triunfa, y lo único que importa, es el recuerdo de los seres queridos. El núcleo de la familia de Buddy - su padre y madre (Jamie Dornan y Caitríona Balfe) y sus abuelos (Ciarán Hinds y Judi Dench) - se mantiene neutro, ganándose el resentimiento de ambas partes del conflicto. Los actores son excelentes y habitan sus papeles con comodidad, interpretando personas condicionadas por una dura realidad pero elevadas (y romantizadas) a estatutos arquetípicos por la perspectiva indirecta de Buddy. Así su aguerrida madre se convierte en un paladín con un escudo de hojalata en medio de una violenta protesta, y el padre - ausente, distante - en un vaquero solitario con el pueblo en contra y un duelo a la hora señalada. Hinds y Dench en particular se destacan como los abuelos. Cada uno tiene su rinconcito designado y su pasatiempo obsesivo y cuando hablan entre sí parecen estar continuando una conversación que lleva ininterrumpida décadas. En sus papeles secundarios dan vida a toda una relación y crean los momentos más conmovedores de la historia, hasta el mismísimo plano final. El cine moldea gran parte de la vida de Buddy y por extensión lo que vemos, lo cual excusa (a propósito o no) las partes más increíbles o trilladas del relato. El film es blanco y negro pero las películas y el teatro son representados a todo color. Son oportunidades para escapar de la desolada realidad por un rato y también adelantan lo que será de la vida de Kenneth Branagh. Pero Belfast no es una oportunidad para el director de vanagloriarse de sus orígenes humildes o el largo recorrido hacia sus logros, ni para hacer proselitismo. Trata sobre los momentos específicos, formativos, traumáticos, dulces y melancólicos que quedaron de una niñez interrumpida.
Otra decepcionante adaptación de un videojuego La infernal épica de 15 años por llevar la célebre serie de juegos de Sony a la pantalla grande culmina en un mediocre e insípido film de acción y aventuras desprovisto de la personalidad, el encanto o la espectacularidad de los videojuegos que emula. Dentro del debate por el mérito artístico que puede llegar a tener un videojuego los de Uncharted nunca se han llevado más palma que por sus logros técnicos, como la animación con captura de movimiento o la puesta en escena cinematográfica. Esencialmente cada juego es su propia película y la creación de cada uno representa un desafío a los límites de la tecnología para volverlos un poco más cinemáticos. Lo mismo no puede decirse del film de Ruben Fleischer, un producto hecho sin inspiración y con el menor esfuerzo que piensa que devolver la liebre a la galera es un truco tan asombroso como sacarla en primer lugar. Le pusieron de subtítulo “Fuera del Mapa”, pero Uncharted (2022) no explora territorio nuevo. La historia es una simple búsqueda de tesoro alrededor del mundo. Los juegos nunca necesitaron mucho más que eso porque cuentan con personajes simpáticos que se relacionan con ingenio y dinamismo humano. Nada más lejos de ellos que Tom Holland y Mark Wahlberg en los papeles del joven aventurero Nathan Drake y su mentor Victor Sullivan. La relación que debería ser el corazón de la historia pende de una química tan fría y forzada que a menudo los actores ni parecen estar compartiendo la misma escena (y probablemente fue el caso en varias). Holland, siempre tímido y compungido, no da la talla de un aventurero chapado a lo Indiana Jones y un desganado Wahlberg brinda su típica mezcla de agresión y pasividad a un papel que no tiene nada que ver con la figura cálida y paternal de Sully. El tesoro en cuestión es el botín perdido de Fernando de Magallanes. Suena mucho menos emocionante que descubrir El Dorado o la mítica Shambhala porque no hay ningún misterio que revelar ni elemento sobrenatural con el que decorar la trama. Como la mayoría de las decisiones creativas de la película, parece haber sido tomada por descarte. Hay alusiones y referencias a todos los juegos de la serie, incluyendo un simpático cameo, pero ha elegido como compás principal el cuarto y más prosaico de los juegos. El único casting acertado del film es Sophia Ali en el papel de la aventurera rival Chloe Frazer. Antonio Banderas interpreta al villano de turno Santiago Moncada y se roba sus escenas. Su papel termina siendo decepcionantemente menor pero es uno de esos donde el actor comparte con la audiencia cuánto se está divirtiendo. Dentro del tibio caldo de deepfakes y pantalla verde que componen el entretenimiento principal de la película hay muy pocos momentos memorablemente divertidos, salvo por los más estúpidos, y esos es mejor olvidar. Uncharted es un excelente telefilm digno de Nickelodeon que promete entretener sin emocionar demasiado con su violencia sanitizada, humor desdentado, tediosa asexualidad y falta de imaginación. Es el Indiana Jones que le toca al 2022. Los juegos son más divertidos.
Paul Thomas Anderson y el carril de la memoria "Licorice Pizza" (2021) es un retrato hermoso, melancólico, a veces oscuro pero ni por un segundo triste de la California de principios de los ‘70s. Escrito y dirigido por Paul Thomas Anderson, posee la especificidad de un viejo recuerdo e incorpora figuras históricas, pero se codea con el absurdo y la fantasía también. En esto se parece mucho a Érase una vez en Hollywood (Once Upon a Time in Hollywood, 2019), que hacía lo propio con la California de fines de los ‘60s. Ambos films construyen sus escenas con un detallismo artesanal pero la cadencia con la que una lleva a la otra es extremadamente casual y del todo disfrutable. La trama es espontánea y dispersa. No es importante. El corazón de la película es la tierna y bizarra relación entre Gary Valentine (Cooper Hoffman) y Alana Kane (Alana Haim), un chico de 15 y la chica de 25 de la que se enamora a primera vista. Él es un joven precoz y antiguo actor infantil con una carrera que no da para más; ella se ha estancado en trabajos ingratos (se conocen en uno de ellos) y no ha definido aún su rumbo. Cuando ella accede a salir con él es más que nada por la atracción a su madurez, aunque pronto queda claro que es más prepotencia que otra cosa, y si bien hay química entre los dos ninguno sabe muy bien qué hacer con ella. Esta relación cobra varias formas a lo largo de la historia. A veces es una simple amistad, a veces es más protectora y fraternal, a veces pasa estrictamente por los negocios con los que Gary y Alana pretenden inventar modas (y lucrar con ellas). El romance en cuestión pasa lista a todo tipo de celos, recriminaciones y reconciliaciones, pero se mantiene asexuado e inconcreto. Sea lo que sea que comparten entre los dos, contrasta con la ostensible sexualidad que impregna todas las transacciones e interacciones sociales a causa de la intensa comercialización de la revolución sexual. Se venden varios productos en la trama, pero claramente todos están comprando sexo. Cooper Hoffman y Alana Haim son excelentes en su debut cinematográfico, comportándose con una naturalidad despojada de teatralidad o vanidad fotogénica pero siendo queribles, atractivos y algo enigmáticos. Se potencian en lo que es una historia de maduración entre dos personajes disimilares pero co-dependientes. A lo largo hay apariciones puntuales de actores como Sean Penn, Tom Waits, Benny Safdie y Bradley Cooper que vienen a representar el mundo adulto en su forma más alevosa y desilusionante. Entran y se roban sus escenas; Bradley Cooper en particular como un desquiciado miembro de la aristocracia de Hollywood. La labor de producción es notable, recreando minuciosamente lo que parece ser un mundo que se extiende con profundidad en toda dirección. Jonny Greenwood de Radiohead es el compositor. La banda sonora no sólo reúne a hits que son paso obligado de la época sino que los emplea memorablemente. Y al filmar en 35mm (Anderson y su co-director de fotografía Michael Bauman son asiduos del celuloide) la textura y los colores de la imagen parecen auténticamente exportados de 1973. Licorice Pizza es una historia de iniciación que recrea el pasado con nostalgia pero colmado de aliento y entusiasmo por el mundo de posibilidades que se extiende delante de sus jóvenes protagonistas. Su paseo por la memoria es divertido, surrealista, oscuro y conmovedor.
El despertar de la Matrix con Keanu Reeves y Carrie-Anne Moss “La Matrix” reinicia con esta especie de secuela tardía/remake maquillado, muy en boga entre las propiedades intelectuales que llevan veinte a treinta años marinando en nostalgia. Para variar vuelve de la mano de una de las creadoras de la trilogía original, Lana Wachowski, en vez de un subcontratado de la calaña de J.J. Abrams o Colin Trevorrow, y se centra mayormente en los personajes originales en vez de un relevo millennial que viaja gratis. La preocupación por revolucionar el medio de nuevo repitiendo viejos hits se halla en el corazón de Matrix Resurrecciones (The Matrix Resurrections, 2021). En principio, la cuarta película postula que las primeras tres han sido en realidad una serie de videojuegos creados por Thomas Anderson (Keanu Reeves), quien ahora está siendo presionado por replicar su éxito con una continuación que no quiere hacer. “Warner Brothers la va a hacer con o sin nosotros,” le dice su jefe, Smith (Jonathan Groff), el primero de varios guiños autorreferenciales. La primera mitad de la historia se mantiene dentro de un bizarro limbo meta-textual que a veces derrapa en comedia y contiene poco a nada de acción. Deprimido y atosigado por la burocracia corporativa, Thomas comienza a ser atormentado también por personas que parecen salidos de sus juegos, como “Tiffany” (Carrie-Anne Moss) y un tal Morfeo (Yahya Abdul-Mateen II). Es un comienzo tan desconcertante como intrigante, satirizando la maquinaria detrás de su propia existencia y abusando del material de archivo con obsesión cinéfila. No verán tanto canibalismo deconstructivo por fuera de la nouvelle vague más pretenciosa. Así como Matrix (The Matrix, 1999) introducía nociones alarmantes sobre el constructo de la realidad, Matrix Resurrecciones quiere repetir su impacto al cuestionar la naturaleza de la serie en sí. Pero a mitad de camino descarta sus ínfulas de intriga psicológica a lo “Twilight Zone” y la cuidada ambigüedad que confunde realidad con ficción, encarrilando la historia hacia un territorio harto familiar. Es una lástima porque nunca se pone tan buena como su primer acto. Los que hayan sido engatusados por tan innovador comienzo van a sentirse decepcionados y los que simplemente quieran más de lo mismo también, porque las escuetas escenas de acción no están a la altura de las originales ni aportan nada nuevo en materia de efectos especiales. La película termina adoptando los peores aspectos de la serie, sobre todo las secuelas: la constante necesidad de cháchara explicativa. Ya sea en forma de filosofía barata o la ciencia ficción que prefiere decir a mostrar, no se nos permite descubrir ni deducir nada sin que alguien vomite un torrente de información irrelevante. Tampoco hay momento para el asombro ni el misterio: la mayoría de las escenas comienzan con algún tipo de interrupción que viene a explicar extensamente qué está ocurriendo o por ocurrir. Cuando llega la acción es casi de mala gana. Los personajes interpretados por Keanu Reeves y Carrie-Anne Moss aportan lo más parecido a humanidad a la historia. Si la relación entre ellos se sentía súbita y algo chata antes, aquí demuestran una atractiva química - aún cuando el guión dicta que no les toca reconocerse. Casi por descarte su romance se ha convertido en la piedra angular de la historia, trascendiendo la leyenda de El Elegido o la interminable guerra contra las máquinas. El resto de los personajes, incluyendo una generosa adición de intercambiables millennials (los hipsters han reemplazado a los punks), quedan relegados a la nada mucho antes del final. Todo un buffet y ni una sola proeza o muerte memorable. Su mayor contribución a la narrativa son sus presentaciones individuales, en las que explican con insólito orgullo las trivialidades que han definido sus personalidades. Morfeo 2.0, despojado de su mística religiosa, ha pasado de la figura del mentor a la de bufón. Hasta los villanos designados son más chistosos que intimidantes. Pero eso habla de la película en general: hace de casi todo un chiste. El menester de la ciencia ficción es observar el presente para fantasear sobre el futuro. Hace 22 años, en vísperas de la paranoia del Y2K, la dependencia acelerada de nuevas tecnologías y el advenimiento de las vidas cibernéticas en fuga de la realidad, Matrix hizo exactamente eso. Hoy en día lo único que Matrix Resurrecciones predice son más secuelas.
La remake de Steven Spielberg del clásico musical Sesenta años más tarde Spielberg ha logrado un facsímil atractivo y competente que no cambia mucho del original ni reinventa el género por ello. Steven Spielberg tiene la tarea poco envidiable de dirigir el remake de Amor sin barreras (West Side Story, 1961). Basada en el musical de Broadway de 1957 escrito por Arthur Laurents, Leonard Bernstein y Stephen Sondheim (recientemente fallecido), la película es una obra seminal que revolucionó el género por el intrincado ballet de su coreografía, la fusión vanguardista de su música y una pretendida crítica social. La historia adapta “Romeo y Julieta” de William Shakespeare a los barrios de Nueva York en los ‘50s y convierte a las dos familias mortalmente enemistadas en pandillas dividas por la tensión racial: los Jets blancos y los Sharks puertorriqueños. La ambientación utilizaba el tiempo presente en la versión de 1961 y la versión de 2021 preserva aquella época sin modernizarla. Quizás porque la nostalgia va de la mano con el género musical, quizás porque necesita la distancia de un cuento de hadas para tomarse en serio la cursilería de la historia. El foco de la historia se centra en el trágico romance entre Tony (Ansel Elgort) y María (Rachel Zegler), cuyo amor a primera vista lleva a sus respectivos bandos al borde de la guerra. El líder de los Jets es Riff (Mike Faist), viejo amigo de Tony; el hermano de María, Bernardo (David Álvarez), encabeza a los Sharks. Mientras Tony y María cantan baladas melosas sobre la pureza de su amor, las pandillas destilan sus miserias en números musicales enérgicos pero de tono irónico: los Jets cantan sobre sus niñeces condicionantes, los Sharks sobre la insinceridad del sueño americano. Las letras de Sonheim introdujeron una oscuridad y mordacidad al género musical que Hollywood desconocía. Esencialmente la trama trata sobre los ciclos de violencia sistémica, y la posibilidad de que el amor los conquiste definitivamente. El nuevo guión es del dramaturgo Tony Kushner pero cambia poco y nada de la historia. Spielberg la realza con su característica fotografía a contraluz y movimientos de cámara hipnóticos en los que parece descubrir la acción por accidente a la vez que la retrata de manera espectacular. Junto a su colaborador Janusz Kaminski filma de una forma que transmite asombro e imbuye de realismo e inmediatez a uno de los géneros más artificiosos del cine. La otra gran novedad es una coreografía más intensa y descarnada que acorta la distancia entre intención y representación. Algunas actuaciones son desiguales o inconsistentes. Se destacan Rachel Zegler en su debut cinematográfico, Ariana DeBose en el papel que le valió el Oscar a Rita Moreno (aquí presente como productora y suerte de coro griego) y Mike Faist en un papel más ambiguo e interesante que el principal. Ansel Elgort, excelente como el titular “greaser” de Baby Driver (2017), parece perdido y fuera de su elemento en un rol que debería calzarle perfecto. Spielberg logra lo que probablemente sea la mejor remake posible que podría llegar a tener un film tan icónico como Amor sin barreras, poniendo su emblemático estilo y toda su destreza técnica al servicio de un clásico atemporal.
El thriller de Edgar Wright con Anya Taylor-Joy Edgar Wright mezcla el realismo mágico y la actividad paranormal para crear un thriller psicológico que hace a un lado el típico humor irreverente del cineasta para zambullirse de lleno en la oscuridad de su historia. La heroína es Eloise Turner (Thomasin McKenzie), una joven que deja la casa de su abuelita en el bucólico sur inglés para cumplir su sueño de estudiar diseño de moda en Londres, obsesionada (al punto del fetichismo) con el mítico glamour de los sesentas, la contracultura pop y la vida nocturna. Llega y en minutos es acosada sexualmente por hombres y abusada emocionalmente por mujeres. No soporta una sola noche en el dormitorio universitario y decide mudarse al altillo de una anciana (Diana Rigg, en su último papel), una cápsula del tiempo más acorde a sus gustos. Es aquí que Eloise descubre que al dormir sus sueños la transportan al Soho de los años sesentas, representado como una bacanal interminable de clubes y fiestas, y en particular a la vida de una rubia misteriosa llamada Sandie (Anya Taylor-Joy). Sandie entra al “Café de Paris” con la meta de convertirse en cantante, tan obnubilada por la mitología del showbusiness como Eloise lo está por un pasado que ha consumido en forma de películas y vinilos, y sale de ahí del brazo de Jack (Matt Smith), un depredador que le promete de todo. Sobre Eloise ya pende el fantasma de una madre suicida y la amenaza de un trastorno genético. Ahora se obsesiona con el fantasma de Sandie, estilándose como ella e inspirándose en su imagen (Taylor-Joy encarna perfectamente el canon de sensualidad de los 1960s). Se establece una relación mística entre ambas, reflejándose mutuamente en espejos y hasta intercambiando lugares ocasionalmente. Las hermana la ambición de triunfar y la desilusión por un entorno diseñado para atraerlas y someterlas. Pronto los sueños toman giros - turbios, deprimentes, sangrientos - y sus efectos comienzan a hacer eco en la vida de Eloise, quien entre el insomnio y la paranoia decide investigar quién era Sandie y qué fue de ella. Edgar Wright es un diestro narrador visual. Aprovecha cada corte y cada movimiento con una precisión tan abrupta como experta. Lo que hace al humor de sus comedias aquí genera una atmósfera intimidante y opresiva. Así como Eloise y Sandie son caracterizadas tan efectivamente en sus introducciones (en dos danzas muy distintas), el Soho también construye su propia personalidad: bañado en lluvia e iluminado por neón en el presente pero dominado por el esplendor de las marquesinas doradas en el pasado, ninguna de sus caras parece muy real pero evocan perfectamente las trampas del cinismo y la nostalgia. El guión resulta la parte más endeble de El misterio de Soho (Last Night in Soho, 2021). Co-escrito con Kristy Wilson-Cairns, pierde ritmo hacia el segundo acto. Mientras la línea narrativa de Sandie es de lo más cautivadora - cada escena transforma su historia drásticamente - en el presente las escenas se vuelven repetitivas al involucrar una y otra vez a los mismos personajes de la misma forma y terminando cada una de la misma manera, sin por ello avanzar la trama. El tercer acto repunta sin la fuerza del primero: llega a un final satisfactorio pero a la vez arruina algo de la ambigüedad que volvía tan fascinante al relato.
Los superhéroes notoriamente longevos de Chloé Zhao La película número veintiséis de Marvel empieza con diez superhéroes inhumanos en pleno territorio Power Ranger. Entre 2008 y 2012 Marvel demoró cuatro años en lanzar cinco películas para reunir seis superhéroes en un clímax satisfactorio. Unos más interesantes que otros, pero cada quien con una relación aunque sea tenue con la realidad. Iron Man traficaba armas en Medio Oriente. El Capitán América era una reliquia propagandística propia de su época. Incluso Thor, dios del trueno, parecía relativamente plausible por la mundanidad que lo rodeaba y la fascinación con la que era recibido. Eternals (2021), la película número veintiséis, empieza en cambio con diez superhéroes inhumanos y la sensación de estar mirando algo por la mitad. La relación con la realidad se ha perdido y nos encontramos en pleno territorio Power Ranger. Las pretensiones dramáticas de estas películas nunca habían chocado tanto con el nivel infantil de su historia. A esta altura el universo cinematográfico de Marvel ya no tiene verosímil que lo valide. Ha sido estirado en tantas direcciones por tantos géneros que en la trama vale todo pero no importa nada. Abundan las explicaciones largas, torpes y repetitivas. Algunas tan densas que cobran forma de hologramas de colores con la esterilidad clínica de un show de luces y sonido en Epcot Center, como para no aburrir en el fondo. Asimismo arrancamos con algunos párrafos introduciendo a tres razas extraterrestres y el primero de varios soliloquios en explicar qué es lo que estamos viendo. Son 156 minutos llevados a pésimo ritmo, con una historia que alterna constantemente entre pasado y presente sin ganar nada en el intercambio. Todos vienen del espacio: guerreros (Eternos) enviados al planeta por dioses (Celestiales) para pelear contra monstruos (Desviantes). Los Eternos no sólo protegen la Tierra desde que arribaron en Mesopotamia en el año 5000 a.C. sino que también dirigen el progreso de la humanidad según un guión predeterminado (quitándole a la vez todo mérito a la raza humana). Dentro de este triángulo bélico la humanidad es incidental, y la Tierra es un mero escenario para una disputa intergaláctica como tantas otras. Los Eternos son una mezcla entre Power Rangers y Planetarios, cada uno trajeado con su color y distinguido por un poder en particular, aunque entre los diez no hay uno solo que tenga uno original. Los Desviantes son a su vez indistinguibles de los varios monstruos descartables que han atacado la Tierra en estas películas. ¿Van cuántas invasiones extraterrestres? ¿Cuántas sociedades secretas y cuántas ligas de superhéroes? Cuando los Desviantes reaparecen luego de cientos de años en la actualidad, los Eternos tienen que recorrer el mundo para juntar a la banda de nuevo. La acción es lo de menos en Eternals, sin la gracia o la espontaneidad de algo como Shang Chi (2021). Más diversión trae la introducción paulatina de su decena de superhéroes a medida que se van reuniendo en el tiempo presente y sumando conflictos interpersonales a la trama, que carece de tensión y necesita urgente algún elemento humano. Se destacan Sersi (Gemma Chan) e Ikaris (Richard Madden), despechados por la memoria de su romance; Thena (Angelina Jolie), cuya propia memoria de miles de años vividos amenaza con volverla loca y Kingo (Kumail Nanjiani), el relevo cómico y hedonista del grupo que compone su propia dinastía de playboys. La oscarizada Chloé Zhao dirige la obra más banal, ampulosa y pretenciosa en rellenar el expansivo catálogo de Marvel, cada vez más parecido al fondo de un barril. ¿Pero qué es dirigir una película que se arma mayormente en la cadena de montaje y mucho antes de fichar un director? La directora de Nomadland (2020) se hace cargo de uno de los proyectos menos convencionales del estudio con resultados decepcionantemente convencionales.
Rashomon medieval El film escrito por Matt Damon, Ben Affleck y Nicole Holofcener sigue la estructura de la clásica película de Akira Kurosawa al narrar un crimen a través de perspectivas contradictorias. Ridley Scott inició su carrera como director con la excelente Los duelistas (The Duellists, 1977). Aquella crónica de la rivalidad y el capricho masculino es fundamental en El último duelo (The Last Duel, 2021), su película más reciente. Pero la influencia definitiva en el guión de Matt Damon, Ben Affleck y Nicole Holofcener mana de Rashomon (1950), reconstruyendo un relato fatídico - el feudo entre dos hombres y la violación de una mujer - a través de perspectivas contradictorias. Ambientado a fines del siglo XIV y basado en hechos reales, el film muestra el comienzo del duelo climático - el último en la historia en ser sancionado legalmente en Francia - y luego retrocede en el tiempo para contar la versión de los hechos según Jean de Carrouges (Matt Damon), un impetuoso guerrero. Para cuando comienza la versión del carismático escudero Jacques Le Gris (Adam Driver), de nuevo desde el principio, descubrimos que los hechos en sí no se contradicen, pero es la perspectiva individual la que cambia su esencia, los tiñe de significado y tiende a justificar las acciones de la persona. Las mentiras de Carrouges y Le Gris nacen de las limitaciones de su bruto dogma y no tienen nada que ver con la astucia. No pueden ver otra cosa. La idiosincrasia del guión resulta en tres versiones de la misma historia contadas en sucesión y con suficientes cambios en cada una como para mantenerlas interesantes. Pero para cuando el relato ha reiniciado una tercera vez desde la perspectiva de Marguerite (Jodie Comer), la esposa de Carrouges que acusa a Le Gris de una violación (que él niega), la ambigüedad de la historia ha desaparecido. En una decisión moralmente impecable pero dramáticamente enclenque, la película elige una de las tres versiones de la realidad como la definitiva mucho antes del clímax del duelo. Quizás es una decisión adrede restarle poder catártico al duelo, que a ojos del público medieval definiría la verdad según la voluntad de Dios, pero para una audiencia moderna sólo importa como espectáculo. Ridley Scott entiende algo de pan y circo y escenifica un combate crudo y violento, con especial atención al fragor del acero y el tintineo de las cotas de malla, así como alguna que otra escena de batalla encarnizada a lo largo del film. El cruento realismo del combate contrasta con una puesta en escena en ocasiones menos convincente, con detalles anacrónicos o descuidados mechando los diálogos y las actuaciones. Damon y Driver componen a sus odiosos guerreros cargados de ultraje, y del lado de Le Gris también sobresale el noble libertino Pierre (Ben Affleck, canalizando gustosamente el hedonismo yuppie), pero la estrella de la película y la heroína de su propia historia termina siendo Jodie Comer. La trama representa honestamente el trato y lugar de la mujer en una época donde era poco más que la posesión de su marido - canjeada por tierras, encerrada en un castillo y con la obligación fiscal de parir un heredero - y un crimen contra ella era un crimen contra el hombre. Limitada y humillada por un sistema nefastamente patriarcal, el guión no traiciona nunca esta realidad y la trata como la víctima que es. Pero aún a través del sufrimiento y con la poquísima acción que se le permitiría, la actriz encuentra la forma de comunicar su fuerza interna y el sosiego de su determinación.
Dientes que no muerden La secuela de "Venom" es una segunda parte rutinaria en la que el superhéroe pierde sus poderes (y a su compañero) a la vez que surge un nuevo villano. Lo único que el público va a recordar al terminarse los 90 minutos que dura Venom: Carnage Liberado (Venom: Let There Be Carnage, 2021) es la escena post créditos que además de promocionar la próxima película, como es la costumbre, promete el tipo de cambio en las reglas de juego que vende clicks y titulares. “A la gente le gustan los asesinos seriales,” sonríe Cletus Kasady (Woody Harrelson) tras las rejas y a días de la inyección letal. El chiste es que Harrelson se recibió de Asesinos por naturaleza (Natural Born Killers, 1994) como el seminal psicópata Mickey Knox, pero Cletus no posee su carisma ni el más mínimo resabio intimidante. Cuando escapa y une fuerzas con su amada Shriek (Naomie Harris) el resultado es una versión edulcorada y abreviada de la dupla de Mickey y Mallory Knox. Ambos representan una mejoría (aunque sea pintoresca) con respecto al anterior malo, pero no son muy convincentes como amenaza, ni su plan es particularmente diabólico, ni se les desarrolla más allá de su presentación. Su conexión con el protagonista es apenas tenue, producto del capricho y la coincidencia. Son la parte más floja de una película que apenas los usa y casi ni los necesita. Eddie Brock (Tom Hardy) comparte su cuerpo con Venom, un parásito alienígena que complementa la personalidad obsesiva y vacilante de Eddie con un id asesino (y constantemente hambriento). Ya charlen telepáticamente o Venom se le presente cara a cara (se extiende del cuerpo de Eddie como una viscosa masa de tentáculos) la fórmula es la de la pareja dispareja. Si los malos poseen pésima química entre sí, Hardy tiene una excelente química con sí mismo. De nuevo el actor/productor es la mejor parte de la cinta, componiendo un unipersonal absurdo y entretenido. Borren al alienígena digital y esencialmente interpreta a un esquizofrénico obsesivo-compulsivo. Descarten la trama que lo pone a pelear contra otro alienígena digital - por motivos tan forzados que revelan la mano de la guionista Kelly Marcel - y lo que queda es una comedia pseudo romántica entre el reprimido Eddie y la faceta más desinhibida de sí mismo. Venom: Carnage Liberado es marginalmente superior a su predecesora, dejándose llevar por la ridiculez de su concepto y dedicándole más atención a la relación central que define el tono y el humor de la historia. Pero sus intentos de comedia oscilan entre desesperados y predecibles, el curso de la trama (casual, insípida, moteada con detalles tontos o sinsentido) tiene una previsión maquinaria y en materia de acción o violencia no hay nada tan memorable como para justificar la ‘carnicería’ o ‘liberación’ del título.