Querida, encogí a Matt Damon En sus mejores momentos Pequeña gran vida (Downsizing, 2018) se parece a una novela de Kurt Vonnegut, contemplando la inminente autodestrucción de la humanidad desde la perspectiva - cómica, absurda, melancólica - de un ejemplar patético. En sus peores momentos la historia parece desenfocada e impacienta: constantemente se está transformando en otra cosa. Si le tenemos paciencia, la sumatoria no decepciona. La premisa está tomada de la ciencia ficción: en un esfuerzo por combatir la superpoblación mundial y aliviar los males del planeta, un laboratorio noruego desarrolla un método para reducir al ser humano a 12 centímetros de estatura. Reducir a una persona es reducir, relativamente, el consumo de espacio, de alimento y de recursos no renovables. La idea pronto se comercializa en forma de micro utopías donde todos son millonarios porque las mansiones son literalmente maquetas y una gota de champán llena una botella. La propuesta atrae a mucha gente sin nada que perder y con ánimos de la buena vida (nadie se cree el pretexto de ayudar al planeta), entre quienes contamos al infeliz Paul (Matt Damon). Rendido ante un futuro mediocre, decide reducirse y mudarse a una pequeña utopía donde todos viven en mansiones y la vida es una eterna degustación de placeres. En principio Pequeña gran vida es una comedia visual, y los efectos especiales son particularmente efectivos porque son prácticos y dependen del trucaje. Dirigida por Alexander Payne y escrita por Payne y Jim Taylor, la película muestra con creatividad e ironía cómo se reproduce una vida lujosa en un nivel miniatura. Naturalmente esto se transforma en sátira social, dado que estas micro utopías - esencialmente barrios privados - no hacen más que manufacturar realidades contradictorias y el sistema clasista no demora en replicarse. El desenlace cambia la marcha de nuevo y propone otra solución al paradigma de la autodestrucción humana. Si la película a veces parece lenta y divagante es porque Paul no es un protagonista muy compenetrado con lo que le ocurre. Funciona más como observador y testigo todo terreno, su identidad tan difusa que es capaz de codearse con la alta sociedad de nuevos ricos tanto como con la clase trabajadora que los mantiene, dependiendo la circunstancia. Se comporta como alguien incapaz de tener ideas propias, viviendo imitando a los demás sin gran convicción (parte de la crítica social de Payne y Taylor). Se deja convencer por viejos amigos de “reducirse” y cuando el materialismo no rinde, se deja llevar a una vida de hedonismo en imitación de su flamante vecino (Christoph Waltz, nunca más pícaro, acompañado triunfalmente por Udo Kier). Eventualmente Paul se deja contagiar por el altruismo de una mujer de limpieza vietnamita (Hong Chau), quien además sirve de posible interés romántico y representa el punto de la película donde empezamos a extrañar la parte divertida y nos preguntamos hacia dónde lleva todo esto, más allá del mensaje obvio y moralizante. El final pone a los personajes en la carretera - Payne es incapaz de hacer una película sin ella; sus personajes siempre están en la búsqueda de algo intangible y difícil de encontrar después de todo - y la película, afortunadamente, termina encontrando su centro. Más allá de las diferencias de tono y estilo, Pequeña gran vida representa el buen tipo de ciencia ficción que funda la base de películas como La llegada (Arrival, 2016): historias sobre temáticas urgentes que utilizan el género para especular libremente, explorando todas las preguntas que destapan con creatividad, entusiasmo y curiosidad.
Ahórrame el melodrama “Ahórrame el melodrama,” le dice un personaje a otro durante una de las numerosas peleas a gritos en La rueda de la maravilla (Wonder Wheel, 2017). Si le ahorrara el melodrama nos ahorraríamos la película entera. La costumbre con cada estreno es celebrar cuántos años tiene Woody Allen y cuántas películas lleva dirigidas, pero cuántas más hace más crece la sombra de sus mejores obras. Esta no es una de ellas. Una película mediocre de Woody Allen es mejor que el promedio de muchos otros directores. Aún sus obras menos inspiradas suelen contar con un excelente elenco, actuaciones enérgicas, buen diálogo y una puesta en escena económica pero versátil. La rueda de la maravilla incluso signa la segunda colaboración consecutiva con el legendario director de fotografía Vittorio Storaro, quien tiñó de sepia Café Society (2016) y dota a La rueda de la maravilla de unos preciosos matices rojos, azules y dorados. La técnica de la película es un gusto e inmejorable. El guión, por otra parte, parece un borrador de una historia que jamás fue desarrollada más allá del nivel conceptual. En varias ocasiones Allen ha demostrado su fascinación por conflictos paradójicos y los actos inmorales de los que sus protagonistas se valen (si se animan) para romperlos, pero aquí está tan fascinado por el concepto de su propia historia que los personajes no tienen nada más para hacer que describirla una y otra vez en vez de vivirla. Se gritan, pelean y describen con improbable clarividencia por qué hacen lo que hacen y sienten lo que sienten. El resultado es parecido a un ejercicio teatral que mantiene la distancia entre una obra y su audiencia al señalar cada operación que lleva a cabo, pero la historia es mucho menos inteligente de lo que se cree, apenas redimida por la excelente interpretación de Kate Winslet, un buen reparto - al margen de la sobreactuación - y la impecable labor de Storaro, cuya belleza contrasta marcadamente con una historia tan lúgubre sobre personajes tan mezquinos y volátiles. Presentada cual obra de teatro y narrada por el aspirante a dramaturgo Mickey (Justin Timberlake), la trama trata sobre su amorío con una mujer casada, Ginny (Winslet), el cual se convierte en un triángulo amoroso cuando la hijastra de Ginny, Carolina (Juno Temple), regresa a casa tempestivamente huyendo de un pasado mafioso. Mickey será el narrador pero la perspectiva es principalmente la de Ginny, quien empieza a tener celos de la hija de su marido (James Belushi) y a competir discretamente por Mickey. Pero la película es pura premisa y nada de evolución: reitera una y otra vez lo mismo. Qué apropiado que el gran gesto de la historia termine viniendo de una inacción en particular más que de la acción de la heroína. El film está ambientado en la carnavalesca Coney Island de los 50s, lo cual sirve de consigna para la iluminación intensa y multicolor de Storaro. Como Café Society, la película es un retrato melancólico de un sitio anticuado de una era desvanecida, pero en ningún momento se justifica narrativamente. Este melodrama, rallando la telenovela, podría ocurrir en cualquier sitio, en cualquier momento (por no decir en cualquier otra película del director). Por otra parte, muchos de los elementos que recurren a lo largo de la historia no parecen tener un saldo final, como el rol doble de Mickey como narrador omnisciente y personaje actante, o el hijo pirómano de Ginny. En cualquier otro tintero La rueda de la maravilla pasaría por un experimento llamativo; dentro de la filmografía de Woody Allen es demasiado parecido a otras películas del mismo autor más exitosas y destacadas como para no evocar decepción a pesar de todos los buenos elementos con los que cuenta, o quizás a raíz de ellos. Hay una mejor película debajo de esta.
Oh hai James “Si vas a fracasar, fracasa espectacularmente”. Nunca más apropiada la frase que en referencia a Tommy Wiseau, quien en 2003 financió, escribió, dirigió y protagonizó The Room, considerada popularmente una de las peores películas de la historia del cine. The Disaster Artist: Obra maestra (2017) trata sobre la creación de aquella película. El resultado es una de las mejores comedias del año. Qué apropiado que James Franco, además de protagonizar la película como Tommy, se ponga también en el papel de producirla y dirigirla. The Room es una de las mejores (¿peores?) “películas tan malas que son buenas”, el tipo de indulgencia posmoderna que termina con gente “consumiendo irónicamente”. Wiseau se ha convertido en el hazmerreír favorito de la cultura pop, pero en él sin duda Franco vio algo de sí mismo. Quizás el mismo tipo de ambición y pasión que lo llevaron a dirigir cine independientemente, no importa cuán pésimo sea. ¿A qué se debe la infamia de The Room, además de ser un bochornoso proyecto de vanidad? Es una película mal dirigida, mal escrita, mal actuada. No hay un solo momento que sea plausible, ninguna reacción que sea creíble, nada que rescatar en un nivel técnico o artístico. Las escenas ocurren porque sí, no hay un efecto sumatorio, no se preserva la continuidad. Y en el centro de todo se encuentra Wiseau, un tipo que literalmente actúa con los ojos cerrados, apenas habla su idioma supuestamente natal, es incapaz de modular las palabras y musita sus líneas con una languidez engorrosa. Franco no se queda con la caricatura de Wiseau - fácil de imitar, difícil de igualar - y construye un personaje que existe más allá de la gracia de sus bizarros manerismos y peculiar (in)expresión. Lo acompaña su hermano Dave Franco en el papel de Greg Sestero, el amigo y co-protagonista de Wiseau en la vida real; Greg posee el look tradicionalmente apuesto que Hollywood demanda de sus estrellas, pero como actor es de madera. Admira la desinhibición de Tommy y por ello se le suma en el espontáneo proyecto de abandonar todo y viajar a Los Ángeles en busca de fama. El atractivo de la película es esencialmente el mismo que el de la infame The Room: reírse de las ridículas pretensiones del “arte” de Tommy Wiseau y de su recalcada inhabilidad para comprender cómo piensa o funciona un ser humano normal (cualquier inconsistencia de guión, para Tommy, se resuelve con un sencillo “a veces la gente hace cosas porque sí”). Pero The Disaster Artist: Obra maestra también rescata un mensaje esperanzador y un poco conmovedor sobre el artista fracasado: aceptar la reacción del público, sea cual sea, y apreciar la forma en la que su obra afecta sus vidas, aún si es de manera involuntaria. El fracaso del pathos siempre es fascinante. ¿Importa si se ríen con él o de él? Peor es aburrir o dejar indiferente. Al proyecto se suman varios de los colaboradores usuales de los hermanos Franco (Seth Rogen, Zac Efron, Bryan Cranston, Alison Brie); Rogen en particular aporta el tipo de presencia necesaria - serena, lógica - para rebotar su energía absurda. En cualquier otra producción de esta troupe cómica el resultado sería más improvisado y desenfocado, pero la película está firmemente anclada en el guión de Scott Neustadter y Michael H. Weber (sobre las memorias del propio Sestero) y jamás pierde la inocente perspectiva de Greg ni arruina el misticismo de Wiseau. El famoso rodaje tarda en llegar pero hace valer cada minuto de espera. Salvando las distancias, Franco esencialmente cumple el mismo sueño que los hermanos Coen hicieron realidad con ¡Salve César! (Hail, Caesar!, 2015): pasear al espectador entre las bambalinas de un rodaje mítico. Los Coen nos llevan al glamor del cine de estudio de los 50s, Franco recrea el rodaje de una porquería, icónica al fin y al cabo, y extremadamente divertida de espiar.
Que la taquilla te acompañe La más larga y a la fecha la más costosa, Star Wars: Los últimos Jedi (Star Wars: The Last Jedi, 2017) es también la película más intrusa dentro de la saga, y la más floja de la nueva camada. Continuando la comparación entre Star Wars: El despertar de la fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015) y la película original de 1977, Los últimos Jedi es una símil rendición de Star Wars: Episodio V - El Imperio Contraataca (The Empire Strikes Back, 1981) pero con una fracción de su poder y oscuridad. La versión Disney, en definitiva. No se trata exactamente de un remake punto por punto, pero a grandes rasgos cuenta la misma historia: el protagonista pasa la mayor parte de la historia entrenando bajo la tutela de un viejo maestro Jedi y los demás van improvisando a lo largo de su accidentado escape de las fuerzas del mal. Incluso hay una batalla en un desierto blanco, durante la cual un bolo se toma la molestia de lamer el suelo y comentar que no es nieve, es sal. No sea que a alguien mencione Hoth. Inmediatamente tras los sucesos del Episodio VII, Rey (Daisy Ridley) intenta sumar al ermitaño Luke Skywalker (Mark Hamill) a la causa Rebelde y a la vez ser indoctrinada en la Fuerza. El final de la película anterior cerraba poderosamente sobre el mudo encuentro entre Luke y Rey, quien le devolvía su icónica espada láser… la cual Luke tira inmediatamente por sobre su hombro, el primero de muchos chistes a expensas de la seriedad. Star Wars ahora se rebaja al nivel de Marvel en cuestiones de humor y cuenta una historia supuestamente dramática donde todos los personajes son capaces de comportarse como payasos en cualquier momento. Mientras tanto, el piloto Poe (Oscar Isaac) le gasta una broma telefónica a la Primer Orden y compra tiempo para la retirada de la flota Rebelde, al mando de Leia Organa (Carrie Fisher). El resto de la película es esencialmente una extendida persecución entre la flota buena y la flota mala, la cual va mutando en distintas formas de asedio. Es la mitad más divertida de la película, porque contiene todo tipo de aventuras y peripecias, pero es la que menos Star Wars se siente. Mucho más emotivo son las meditaciones de Luke en su exilio, que doblan de meta-comentario sobre el personaje de Mark Hamill y la historia de la saga. Es el único del viejo elenco que además de envejecer ha evolucionado, y la historia sigue fiel y lógicamente el hilo transformador de su personaje, convertido en una figura de sabiduría como Obi-Wan y Yoda pero atravesado por sentimientos encontrados sobre el valor de sus acciones. Luke es la garantía de continuidad de las viejas películas, la promesa de que la historia sigue en vez de repetirse, y la mejor parte del film. Las conversaciones telépatas entre Rey y Kylo Ren (Adam Driver) poseen un atractivo similar: he aquí dos jóvenes encarrilados hacia futuros intimidantes, inseguros de sus propias decisiones a la vez que tratan de convencerse mutuamente de pasarse al otro lado. Carrie Fisher es el otro gran pilar del film y le concede la dignidad de su presencia, aunque la escena en la que flota cual ángel a través del espacio da vergüenza ajena por su atonía y mediocre ejecución. Es tan precaria que parece una medida tomada para conciliar la súbita muerte de la actriz, pero no es el caso. Algunas partes parecen escenas salidas de Guardianes de la galaxia (Guardians of the Galaxy, 2014), no sólo por su tono, humor y estética decadente sino porque son episodios aislados, diseñados para rellenar una película de por sí bastante larga. Como la secuencia en la que Finn (John Boyega) y su nueva amiga Rose (Kelly Marie Tran) van a un casino de alta sociedad en busca de un legendario hacker y de paso terminan amistándose con un trío de niños - hay que venderle la película a ellos también - y luchando contra la crueldad animal. Entre los animalitos simpáticos también contamos una raza de hámsteres de ojos enormes que anidan en el Millenium Falcon y se la pasan torpemente haciendo travesuras en el fondo, cortesía del departamento de marketing. La tentación es argumentar que antes vinieron los Ewoks, pero al menos los ositos tenían un lugar en la trama. Estos bichos no pasan la inspección de función narrativa. Una de las mayores debilidades de la película sigue siendo la misma que la de la anterior: los villanos inspiran un poco de todo salvo temor. Se entiende que parte del personaje de Kylo Ren es su frustración de no llegarle a los tobillos a Vader, ¿pero y los demás? Hux (Domhnall Gleeson), propenso a berrinches hitlerianos que ni sus propios hombres se toman en serio, es un hazmerreír; Phasma (Gwendoline Christie) apenas figura; Snoke (Andy Serkis) es intercambiable con el Emperador y el menos interesante. Se sigue sin responder de dónde salieron estas personas y de dónde sacó el Primer Orden el poder para seguir los pasos del Imperio. Sí se gasta tiempo extra en tentar al espectador con los misteriosos orígenes de Rey y Kylo, pero nunca se explica por qué debería importarnos. Los últimos Jedi es una buena película de acción y aventura, ¿pero es una buena película de Star Wars? Con esta nueva entrega la saga se siente más rutinaria y genérica que nunca, sin jugarse por nada nuevo o sorprendente y más preocupada por extender su vida útil y congraciarse con cuanta demográfica sea posible que por contar una historia sencilla pero inspirada como la de aquel año de 1977. Un gran final podría salvar esta nueva serie, pero los finales hoy en día son infrecuentes y de todas formas mucho no duran.
Circo, puro circo ¿Cuánto significaría para la igualdad de géneros que una mujer le gane un partido de tenis a un hombre? Mucho, según La batalla de los sexos (Battle of the Sexes, 2017). En 1973 se armó un circo mediático entorno a un partido de exhibición promocionado como “La batalla de los sexos” entre el autoproclamado “cerdo chauvinista” Bobby Riggs y la feminista Billie Jean King. Si esta fuera la historia de ese circo, la película sería tanto más interesante; en vez de eso adopta la perspectiva de los tenistas y se toma la batalla en serio. El resultado es una película simpática pero blanda y un poco ingenua. Sin duda el partido en cuestión fue una de las millones de pequeñas victorias hacia un entendimiento y trato más equitativo entre hombres y mujeres, cuya igualdad al día de hoy se disputa injustamente en numerosos niveles. En la historia del hombre y la mujer aquel partido de tenis de 1973 parece insignificante, y si la propia película que lleva su nombre es incapaz de dramatizarlo correctamente, ¿quién entonces? El problema yace en el fracaso de la película en plantear conflictos cualitativos que expongan con contundencia el tema central de la historia. No sólo todos los personajes nos caen bien: todos los personajes se llevan bien entre sí, incluyendo los partícipes de la batalla del título. De entrada queda claro que para Riggs (Steve Carell) el sexismo es puro teatro para vender entradas, y que el partido es una payasada más en una larga lista de payasadas producto de su adicción a las apuestas extravagantes; por su parte King (Emma Stone) es una persona tan cordial que se lleva bien hasta con el tipo que la expulsa al principio de la liga al protestar la desigualdad de pago. Emma Stone y Steve Carell son dos actores usualmente cómicos que de a poco han ido revelando su alcance dramático. Poca gente se pavonea de manera tan amena como Carell, y Stone, que en sus peores roles peca de “hacerse la graciosa”, da una de sus interpretaciones más discretas y sentidas. Ambos son instantáneamente queribles, lo cual es un problema para la historia. Para cuando llega finalmente el duelo climático entre los tenistas, no hay gran tensión porque nos agradan los dos y de todas formas comprendemos que todo es puro circo. Tan anémica es la relación que tiene la película con sus incipientes conflictos que ni siquiera problematiza el hecho de que King engañe a su esposo (Austin Stowell) con su peluquera (Andrea Riseborough). El esposo resulta ser el marido más pasivo y comprensivo del mundo y ante la menor sospecha de infidelidad no hace más que apoyar la “fase” de su mujer, tan pusilánime es su carácter. Tampoco se siente la amenaza de que el amorío lésbico se haga público y desbarate la carrera de King - la única otra persona en darse cuenta es su leal modista (Alan Cumming, excelente). ¿Y por qué el equipo duda en contratar una peluquera cuando ya están pagando dos modistas? ¿No pueden despedir uno de los modistas? ¿En medio de un partido no valoran más la ergonomía capilar que los colores de sus uniformes? A saber que las interpretaciones son todas excelentes, y los actores esencialmente se van turnando a lo largo de dos horas que apenas se sienten para robarse las escenas. También se podría escribir un artículo aparte sobre la necesidad de conmemorar este tipo de historias, e ignorar la forma en que son contadas. A esta le falta poder, contundencia: se queda en la superficie de las cosas. Apenas se siente el conflicto, y lo poco que se muestra es tan ameno que no parece hacerle justicia a la historia real. Quizás porque a fin de cuentas fue todo circo. Está dirigida por el matrimonio Jonathan Dayton y Valerie Faris, que en 2006 debutaron con Pequeña Miss Sunshine (Little Miss Sunshine). Ojalá su nueva película tuviera un poco más de la mordacidad y el humor negro que entonces esbozaron.
Forever Young Presentado como documental, Niñato (2017) provee una íntima mirada en la vida de David Ransanz, un hombre que a sus 34 años se encuentra en un estado de adultez atrofiada. Ransanz es soltero, desempleado, vive en casa de sus padres y él mismo es padre de tres hijos - un nene y dos nenas. De todas las preocupaciones que normalmente aquejarían a una persona de su edad y en su situación, la más apremiante es la infantil obsesión de ser una estrella de rap. ¿Su nombre de rapero? Niñato. Adrián Orr - escritor, director, productor y camarógrafo - ya había retratado a Ransanz y a su familia en el cortometraje Buenos días resistencia (2013). La familia Ransanz se plantea como otra víctima de la presente crisis económica española: los adultos han fallado como adultos, y sus inútiles vidas han de ser sacrificadas en el nombre de la próxima generación. La película de todas formas no tiene una mirada tan fatalista sobre el tema a desarrollar. Construye a Ransanz como un personaje patético pero a la vez tierno, un tanto niñato - vale la redundancia - en sus ínfulas de éxito musical (pasa la mayor parte del tiempo drogándose y escuchándose a sí mismo en su computadora) pero en algún punto consciente del destino que le toca, como vemos en la escena en que intenta explicar el concepto de “autonomía” a su hijo. La mayor parte del documental está dedicado a mostrar las escenas de convivencia entre padre e hijos. Apreciamos la naturalidad con la que los niños hacen cosas de niños, y la forma en que el padre los guía a lo largo del día con el cuidado de quien no quiere meter la pata dos veces. Los levanta todos los días a altas horas de la madrugada (hostigándolos en una escena por 7 minutos), los guía con recelo hasta la escuela y luego los vigila mientras hacen los deberes. ¿Sentimos admiración por este padre soltero? Orr no celebra al hombre como un ejemplo de paternidad exitosa, ni lo plantea como una historia de lucha. Tampoco busca la pena del espectador. Niñato plantea su historia casi como un ejemplo de justicia: Ransanz está cumpliendo su deber con la rigurosidad de un convicto que entiende y acepta la sentencia. En un intento por darle a la película su arco narrativo quizás parece un poco rebuscada la forma en la que el niño eventualmente cuestiona, o es utilizado para cuestionar, las decisiones del padre. El final en sí es entre triste y esperanzador, porque sugiere que los niños no solo son capaces de forjar su propia autonomía sino que al hacerlo darán fin a la vida útil de su padre, por siempre niñato.
Esquizofrenia cinematográfica Suburbicon: Bienvenidos al paraíso (Suburbicon, 2017) son dos películas en una y una no tiene nada que ver con la otra. Una es un thriller criminal con resabios de humor negro, la otra un drama histórico que trata temas como el racismo y hostigamiento social. La conexión entre ambas historias es puramente contextual, pues ambas transcurren en casas vecinas, ambas ubicadas en el utópico pueblo “Suburbicon” a fines de los ‘50s. Mientras en una de ellas se desenvuelve un crimen nefasto, el pueblo hostiga vilmente a los ocupantes de la casa vecina. Porque los de la primera son blancos y los de la segunda son negros. La trama está acreditada a George Clooney (quien además dirige), su colaborador Grant Heslov y los mismísimos hermanos Joel y Ethan Coen. Los Coen supuestamente escribieron el guión circa fines de los ‘80s, a la altura de sus primeras incursiones noir, y décadas más tarde hicieron entrega de su guión a Clooney y Heslov. Es fácil imaginar que los hermanos escribieron algo parecido a sus futuras películas - Fargo (1996) y El hombre que nunca estuvo (The Man Who Wasn’t There, 2001) por sobre todo - y Clooney decidió forzar el componente de crítica social. “Forzar” es la palabra correcta. “Suburbicon”, así como se presenta en el cine, fuerza su crítica y mensaje moralizante en una historia que no tiene nada que ver esas cuestiones. La casa del crimen en cuestión pertenece a Gardner Lodge (Matt Damon), que una noche es invadida por dos ladrones que drogan con cloroformo a su esposa y su cuñada (ambas interpretadas por Julianne Moore) y a su hijo Nicky (Noah Jupe). La esposa muere en consecuencia, y la cuñada toma su lugar como matriarca. La vida continúa con normalidad hasta que el pequeño Nicky comienza a descubrir implicaciones sospechosas en el crimen. A eso se suma una investigación policíaca de rutina, la reaparición de los criminales, y a la puerta llega incluso un flamante investigador de seguros (Oscar Isaac), como la buena tradición del género demanda. Mientras tanto en la casa de al lado, los afroamericanos Mayers sufren el hostigamiento de todo el pueblo, el cual rehúsa servir a la familia y asedia día y noche la casa con cánticos racistas. Las escenas por sí solas poseen un poder innegable, pero al lado de lo que evidentemente es la trama central de la película carecen de importancia. Los Mayers jamás registran como personajes, y nada de lo que ocurre en una casa afecta a la otra. El plano final de la película intenta reconciliar ambas tramas como quien hace un balance sabio, pero lo cierto es que la ironía del “racismo enceguecedor” es obvia desde el principio y por lo tanto carece de impacto. Suburbicon: Bienvenidos al paraíso es predecible, desenfocada y torpemente armada. También es sumamente entretenida - es un placer ver cómo las cosas se complican en una película repleta de personajes antipáticos -, está bien actuada y goza de un excelente casting, sobre todo para los papeles menores o secundarios: los dos criminales son a la vez mezquinos y peligrosos, y en el papel de Nicky Noah Jupe es menos como uno de aquellos aventureros spielbergianos y más como un chico genuinamente aterrado por lo que descubre. Si tan sólo los Coen hubieran dirigido.
¿Hay equipo? Tras una larga espera marcada por la burla y la ironía, Liga de la justicia (Justice League, 2017) llega antes que nada para responder la pregunta de cuan buena o cuan mala es (en comparación al cine de Marvel, se entiende). No es una película que generalmente guarde muchas sorpresas: la más grata es que es relativamente entretenida. Una descripción apta y probablemente satisfactoria para los que quieran verla es que es el equivalente a jugar con muñequitos de nuevo. La primera hora de la película consta de los esfuerzos de Bruce Wayne (Ben Affleck) en juntar la Liga del título. Algunos se suman de entrada - Wonder Woman (Gal Gadot), Flash (Ezra Miller) - otros hacen acto de renuencia, como Aquaman (Jason Momoa) y Cyborg (Ray Fisher). La segunda mitad consta de resucitar a Superman (Henry Cavill), quien murió una de esas muertes inconsecuentes al final de Batman vs Superman: El origen de la justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016), y detener una invasión alienígena. Lamentablemente el villano de la película no va a dar mucho de qué hablar. Es otro orco del espacio con armadura sobredimensionada y aires de grandeza, idéntico en apariencia a prácticamente todos los villanos de cuarta que han presentado por ahora Marvel y DC. Ciarán Hinds, el mejor actor en aparecer constantemente en cosas debajo de su talla, le pone la voz. Suple un ejército descartable de humanoides para que nuestros héroes maten sin culpa alguna y todos tengan algo para hacer durante la climática batalla final en una ciudad abandonada. ¿En qué se destaca la película, más allá del somero circo de superhéroes? La comparación anterior con los muñequitos es para nada condescendiente: Superman, Batman y sus camaradas exceden sus encarnaciones modernas, son íconos de la cultura pop y tanto de la historia del cine como de la televisión. Liga de la justicia honra la iconicidad de sus héroes y los trata como tales, evocando los emblemáticos temas de John Williams y Danny Elfman compuestos para Superman (1978) y Batman (1989), reconociendo su trayectoria y jugando con algunos mitos y viejos chistes sobre los personajes que han evolucionado a través del tiempo. Una escena en la que Superman desvía la mirada y ve a Flash, supuestamente tan veloz que es invisible al ojo humano, es más emotiva que cualquier otra escena de acción que depare la película, o el discurso trillado de Lois Lane (Amy Adams) haciendo cierre de caja al final. Batman soportando las cargadas de que no tiene súper poderes es casi tan gracioso como las cargadas a Aquaman (“¿Hablas con los peces?” le preguntan varias veces). Flash cuenta con un repertorio de chistes observacionales que dan vergüenza de pésimos, pero esa es paradójicamente la gracia del personaje, y Ezra Miller da la talla. Por su parte Gal Gadot continúa su vuelta olímpica como una excelente Wonder Woman. Relegados a rellenar el equipo, ni Aquaman ni Cyborg parecen muy importantes; ambos son estereotipos de estoicismo y heroísmo desinteresado. Como homenaje y celebración de sus queridísimos íconos, Liga de la justicia es entretenida; como película de superhéroes, es competente y harto rutinaria. No viene a cambiar las reglas de juego ni a dar vuelta el tablero; nomás sacar los chiches y lucrar con un fenómeno mientras se mantiene popular. Aún si la historia es de lo más esquemática e insignificante, hay demasiadas cosas buenas desperdigadas a lo largo - acordes, instantes, interacciones, papeles menores - como para sentirse ofendido o decepcionado por la existencia de Liga de la justicia. Y cierra con las dos escenas extra que uno ha llegado a esperar de este tipo de películas: una es un chiste, la otra una promesa para los entendidos de amenazas por venir.
El Expreso Clue “Asesinato en el Orient Express” no es sólo la novela más emblemática de Agatha Christie, sino también la más emblemática de todo un género dedicado a plantear homicidios imposibles en sitios exóticos y dotados de un suntuoso elenco de sospechosos. Asimismo la adaptación más emblemática de la historia es la que hizo Sidney Lumet en 1974, algo que la nueva versión de Kenneth Branagh, por más simpática que sea, no empieza a cambiar. ¿Qué tiene la versión de 1974 que no tenga la de 2017? Un tren, para empezar. El de Asesinato en el Expreso de Oriente (Murder on the Orient Express, 2017) no se ve mucho más real que el de El Expreso Polar (The Polar Express, 2004), que para colmo queda varado en medio de una tormenta de nieve. Por dentro el tren parece más convincentemente una serie de sets con forma de tren que una recreación digital, sobre todo por la cámara cenital y el uso de lentes angulares, indicativos de un problema espacial real. Lo que sí tiene la nueva versión es un elenco envidiable de actores. ¡Johnny Depp! ¡Penélope Cruz! ¡Michelle Pfeiffer! ¡Willem Dafoe! ¡Judi Dench! Esto en honor al casting de la original, que ostentaba un elenco de estrellas como ya no se acostumbra en el cine de hoy. Acumular celebridades en una sola película - en un solo plano, en el caso de esta - es uno de los raros deleites de un tipo de cine que ha perdido su glamor en una era de “universos cinematográficos” y franquicias con planificaciones económicas más cuidadas que las de un estado soberano. Además de dirigir, Branagh interpreta a Hércules Poirot, autoproclamado el mejor detective del mundo (y probablemente con razón en uno donde no existe Sherlock Holmes). El detective belga ha sido inmortalizado en el cine por Albert Finney en la versión de 1974 y varias veces en la tele por David Suchet; Branagh sabiamente se aparta de la imitación iconoclasta e interpreta a Poirot con un poco más melancolía y tortura interna debajo de una superficie cordial. Cuando alguien resulta asesinado en el Orient Express, Poirot decide hacerse cargo de la investigación y deducir quién de la docena de pasajeros es el culpable. Hay una docena de sospechosos principales, la mayoría interpretados por estrellas más o menos equivalentes en “star power” a las de 1974, salvo por algunas deficiencias (¿a quién se le ocurrió reemplazar a Anthony Perkins con Josh Gad?). Hay demasiados para hacer de ellos otra cosa que estereotipos unidimensionales, pero en algún punto ese siempre fue el chiste de este tipo de historias: distraer al espectador de la obvia verdad con excentricidades calculadas de acuerdo a cada estereotipo. Después de Branagh, quien mejor sale parada es Michelle Pfeiffer en el papel de una viuda fatua. Una vez establecido el crimen, la historia se reduce esencialmente a una serie de entrevistas que Poirot tiene con cada uno de los sospechosos. La gracia es que al final de cada una el sospechoso parece aún más culpable que antes, porque todos tienen motivo y tienden a contradecirse entre sí. Cada tanto hay un destalle de acción totalmente inconsecuente que existe sólo para hacer de cuenta que hay más en juego de lo que parece y de paso dar un poco más de dinamismo al tráiler. Pero dentro de todo ésta es una historia detectivesca a la vieja usanza, el tipo de tratamiento que Sherlock Holmes jamás recibió a manos de Guy Ritchie. Asesinato en el Expreso de Oriente quiere evocar el mismo espíritu de nostalgia de 1974, cuando aún entonces la novela de Agatha Christie ya era anticuada. Lo demuestra el famoso “gran elenco”, entre los que contamos varios actores veteranos salidos de las tablas (varios desaprovechados) y el hecho de que fue filmada en un formato obsoleto como 65 mm (en oposición a la obvia presencia de varios recursos digitales que rompen un poco la ilusión). Parecería que por cada acierto la película comete un error. Poirot apreciaría el balance. Lo peor (y lo mejor, en cierto sentido) que puede decirse de esta nueva versión de un clásico es que - más allá de la reinvención de Poirot - no ambiciona con llevar la historia en ninguna dirección novedosa, simplemente actualizarla con estrellas y tecnologías modernas. Es un buen paseo, quizás menos memorable de lo que merece.
Una mujer bajo la influencia Película de procedencia israelí, Personas que no son yo (2016) está dirigida, escrita y estelarizada por Hadas Ben Aroya, quien compone el turbio retrato de una mujer irónicamente apodada Joy (‘dicha’ en inglés). La primera escena del film la tiene desnuda implorando a la cámara (de su computadora) por la atención de un viejo novio. Luego se cruza “casualmente” por la calle con Nir (Yonatan Bar-Or), que está menos excitado que ella por el reencuentro, y acepta citarse con ella como quien sigue un juego. La película se centra en el penoso esfuerzo de Joy por tener una relación íntima con Nir o cuanto extraño se ofrezca a reemplazarle. Joy vive en un estado de negación alarmante. Le canta coquetamente “You Don’t Own Me” a su pareja pero entra en shock cardíaco cuando una ex novia se identifica en su presencia. Él es igual de bipolar. Una y otra vez rehúye la compañía de Joy, insistiendo en que no quiere involucrarse con gente por miedo a lastimarla, pero luego la interroga nerviosamente si ha tenido o no relaciones con otras personas. Todo esto es duro de soportar pero la impresión es que el film está diseñado para ser deliberadamente extraño e incómodo, escenificando la trágica desconexión entre dos personas que no saben muy bien lo que quieren del otro y se arman camino a tientas, más que nada por la enfermiza compulsión de uno de ellos. Charlan, beben, bailan, tienen sexo, se drogan juntos y se confían inseguridades con una soltura íntima y realista. Pero verlos en estos estados de forzosa intimidad produce un efecto adverso - reconocemos las interacciones como humanas pero la expectativa casi infantil de Joy las vuelve repulsivas. Es como si tuviera muchas ganas de sentir algo que no comprende del todo, y toda escena concluye en distanciamiento y soledad: por más intimidad que Joy busque (sus intentos se vuelven más y más desesperados) al final del día está forzando una relación que él no quiere tener y de la cual ella depende enfermizamente. El golpe de genio del film es que termina en el momento exacto en el cual comprendemos de dónde proviene esa dependencia, y dura lo suficiente para demostrar cuan enfermiza era esa dependencia. Es difícil recomendar una película por su final porque no se puede hablar mucho de él sin arruinarlo; basta decir que es de la calaña de El hombre duplicado (Enemy, 2013), en el sentido en que abre un mundo de posibilidades terroríficas y corta justo en el punto en el cual podemos saborear el vértigo.