La topo Operación Red Sparrow (Red Sparrow, 2018) es una película de espionaje que tiene la disciplina de atenerse a los principios del género sin buscar auxilio de escenas de acción o romance. El problema es que la historia por sí sola no es tan inteligente como se cree ni es tan interesante como debería ser. Jennifer Lawrence hace de Dominika Egorova, una bailarina del Bolshoi que sufre una fractura y en su temor de obsolescencia termina esclavizándose para su tío Ivan (Matthias Schoenaerts), un oficial del Servicio de Inteligencia Extranjera. Ivan usa a su sobrina libremente como femme fatale, la envía a un instituto para formarla como espía (“escuela de putas” la llama Dominika, entrenada grotescamente a seducir extraños por una dictatorial Charlotte Rampling) y luego forma parte de una operación para descubrir un topo que está colaborando con la CIA. Dirige Francis Lawrence, otrora realizador de la pueril serie Los juegos del hambre. La película representa el más nuevo esfuerzo de Jennifer Lawrence de finalizar su salto hacia un tipo de cine más “adulto”. Efectivamente Operación Red Sparrow reduce a la heroína de acción a una víctima harto torturada y humillada, constantemente a medio desnudar y magullada desde hace dos o tres escenas; el consuelo es la posibilidad de que está aguardando al momento perfecto para deshacerse de sus enemigos. Una vez Dominika se recibe de “puta” (sus palabras) cruza caminos con la CIA y mantiene una ambigua relación con Nash (Joel Edgerton), el agente de la CIA a cargo de proteger al topo ruso que Dominika debe descubrir. Se sucede una extensa colección de escenas propias del género: se pasa lista a todo tipo de traiciones, castigos y ejecuciones. Dada la relativa calma con la que se mantiene el resto de la cinta - en definitiva trata sobre gente negociando información - los exabruptos de violencia se sienten tanto más dolorosos. La película es competente en el nivel más formal de todos; narrativamente todo depende del personaje de Dominika. Es cierto que Lawrence tiene el halo de una auténtica estrella y posee suficientemente magnetismo como para cargar cualquier película sobre su cuerpo (expresión más literal que nunca en Operación Red Sparrow), pero su personaje se siente a medio cocer y a pesar de sus numerosas humillaciones y varias escenas de supuesta intimidad nunca forma una conexión emocional con el espectador. Falta algo. Quizás es que tanto de la película depende de la relación entre Dominika y otros personajes que deberían ser clave pero también quedan indefinidos, su impacto en la trama más teórico que otra cosa. No resuenan como deberían: la extraña relación entre Dominika y su manipulador tío, entre ella y el caballero en apuros Nash, entre ella y su lisiada madre (Joely Richardson), que motiva sin gran convicción la trama. Los personajes se sienten más elementos que personajes; elementos que cumplen su función pero nunca alcanzan el nivel de significancia que deberían.
El tour más barato La maldición de la casa Winchester (Winchester, 2017), basada en hechos reales, termina informando que al día de hoy la residencia Winchester es “una de las mansiones más embrujadas de Estados Unidos”, en comparación con otras mansiones menos embrujadas, probablemente por gente menos muerta. La mansión es real y al día de hoy pueden visitarla por $39 dólares ($33 si van en grupo). Fue construida por Sarah Winchester, heredera de la fortuna de aquel versátil rifle, quien ante la muerte de su esposo en 1881 emprendió la incesante ampliación de una mansión en San José, California, agregando cuartos, pisos y todo tipo de anexos por más de 40 años. La intención era apaciguar las víctimas de los rifles marca Winchester ofreciéndoles alojamiento, aunque 160 cuartos suena a poco. Una película biográfica sobre la monomanía de Mrs. Winchester sería interesante pero en su lugar los hermanos Spierig - los arquitectos de la octava Jigsaw: El juego continúa (2017) - se vuelcan al tradicional relato de la mansión embrujada y sin inspirarse ni un poco en tan exótico contexto recompilan los Grandes Hits del género: la silla que se mece sola, el cuadro que chorrea sangre, el susto bajo la cama, el susto tras el espejo, el susto a la vuelta de la esquina, arriba de las escaleras, debajo de las escaleras, etc. Todo acompañado con el estruendo correspondiente. Helen Mirren hace de Sarah Winchester. Su presencia en la cinta es inexplicable - ni siquiera es la protagonista. El honor cae en Eric (Jason Clarke), un doctor decadente y confeso fraude que se aloja en la mansión con el objeto de evaluar la salud mental de la viuda. Inmediatamente decepciona la falta de tensión en las charlas que tiene con su anfitriona, que no está loca y abiertamente recibe al doctor como un aliado. Ni hay tensión en las expediciones nocturnas del doctor: nadie se las prohíbe, y aunque se las prohibieran la cada está llena día y noche de obreros determinadamente trabajando y robando la preciada atmosfera de su misterio. Todo esto es una pena porque la película posee todos los elementos necesarios para ser entretenida o aunque sea interesante, pero están ensamblados de manera tan incompetente que jamás plantea un buen misterio. La casa en sí mezcla el encanto de una mansión victoriana con las ilusiones imposibles de Escher (escaleras que no van a ningún lado o se tuercen innecesariamente, cuartos dentro de cuartos, puertas al vacío, etc). Pero las posibilidades arquitectónicas de la mansión nunca son explotadas en su mayor potencial y en el mejor de los casos se prestan al servicio de sustos cliché. ¿De qué sirve un laberinto en el que nadie nunca se pierde? El guión se reserva un par de giros que, retrospectivamente, resultan ingeniosos, porque tienen que ver con información que se presenta de entrada y parece estar al servicio de otra cosa que un giro sorpresa. Detalles. Algunas cosas sencillamente no dan miedo, da igual qué película el director arma alrededor. Un fantasma es, instintivamente, algo anormal y por lo tanto abominable; un fantasma con un rifle Winchester se ve ridículo y pedestre. Es el tipo de conjuro cómico que aparecería en la lotería de La cabaña del terror (The Cabin in the Woods, 2012).
Just Greta Lady Bird (2017) probablemente sea una de las mejores puestas en escena de uno de los relatos más trillados, el de la chica que madura a lo largo del último año de colegio y al final se va a la universidad. En el camino cambia a su amiga gorda por una amiga cool, tiene sexo por primera vez y se pelea con la madre que no la entiende. ¿Aprenderán a respetar sus puntos de vista? La película está escrita y dirigida por Greta Gerwig, otrora actriz de cine independiente y reina del costado más simpático de la cultura hipster, que atesora miradas alternativas dentro de un espacio seguro y tradicional como lo es la estructura de esta película. Saoirse Ronan hace su mejor impresión de una joven Gerwig como la adolescente del título, que se hace llamar Lady Bird y en los primeros minutos de la cinta se tira del auto que su madre está manejando. Pasa la mayor parte del resto de la historia usando un yeso rosado. Como todo adolescente capaz de protagonizar su propia historia, Lady Bird no ve la hora de dejar todo su mundo detrás: una casa humilde, un colegio católico, una familia que la quiere pero no la comprende. Su fantasía es ir a la universidad y marcharse a Nueva York. Es la misma trayectoria que hizo Gerwig, así que la película es más bien autobiográfica. Hay una escena clave en la que una monja admira el “amor” que Lady Bird demuestra por su natal Sacramento en un ensayo, que describe con tanto detalle. “Lo único que hice fue prestar atención,” dice la chica. La monja le explica que las dos cosas son lo mismo. Se desprende pues que Lady Bird es una obra de amor de la directora hacia su pasado, detallada en personajes tiernos, diálogos astutos y creíbles, y un entramado de escenas impresionistas que aparecen casi anecdóticamente pero hacen a la personalidad espontánea y naturalista de la historia. Saoirse Ronan posee una presencia entrañable y genuina. El ambiente familiar de su hogar es igual de creíble: impecables Tracy Letts y Laurie Metcalf como sus padres. Las interacciones con los padres nunca se sienten forzadas ni resultan juiciosas. Hasta los personajes más estereotipados cobran profundidad a través de las particularidades del lenguaje que usan y las pequeñas viñetas que protagonizan. La película está llena de pequeños momentos que se sienten muy humanos y parecen exceder las necesidades de la trama, que a grandes rasgos es descartable. Quizás el final se siente medio flojo y queda en la conjetura pero va con el tono vivencial de la película. Tratándose de una fórmula harto repetida que concluye con un climático baile de graduación, Lady Bird ostenta aunque sea una voz y una actitud propias, cortesía de la dirección de Greta Gerwig.
La forma del Toro Es uno de los raros placeres del cine cuando un célebre esteta alcanza el punto de su carrera en el que posee libertad creativa ilimitada y todo tiene la inconfundible forma de sí mismo. Pasó con Quentin Tarantino y pasó con Edgar Wright. Con La forma del agua (The Shape of Water, 2017) le llega el turno a Guillermo del Toro. A pesar de la impresionante fotografía y efectos especiales, todas sus películas son fundamentalmente anticuadas y tienen algo de la inocencia de antaño. Por sobre todo sacan inspiración de los films de fantasía y terror de los 50s; La forma del agua (escrita por Guillermo del Toro y Vanessa Taylor) incorpora otros dos géneros distintivos y ligeramente retrógrados de la época que son el musical y el cuento con moraleja. El resultado de tal alquimia es un film hecho a la antigua pero con un encanto original. La acción transcurre en Baltimore en algún momento indeterminado de los tempranos 60s, cuando Estados Unidos especulaba ingenuamente sobre la forma del futuro (Cadillacs y jetpacks) mientras competía a ciegas con Rusia por perfeccionar tecnología de punta. Es un contexto histórico bastante concreto, pero la fotografía cálida y de codificación cromática de Dan Laustsen y la delicada música de Alexandre Desplat sintonizan el cuento de hadas. La mayor parte de la película transcurre en una base científica subterránea, donde se alberga una extraño criatura recién pescada del Amazonas que los científicos quieren descifrar y los militares quieren usar. Dentro de este contexto, la película adopta predominantemente la perspectiva de Elisa (Sally Hawkins), una trabajadora de limpieza en la base que se topa con la criatura - un homínido acuático - y por soledad y curiosidad intenta comunicarse con ella. Como Elisa es muda comparten la falta de habla, y en sus intentos por comunicarse con la criatura de manera no verbal entabla una relación sentimental, romántica y eventualmente hasta sexual. La premisa por escrito es ridícula y prácticamente se entrega a ser parodiada. Pero la película no delata cinismo alguno en su ejecución y si funciona es primero y principal gracias a Sally Hawkins, cuya mera presencia tiene algo de gracioso y en su forma de actuar siempre sugiere una niña curiosa que está jugando. Como Naomi Watts en King Kong (2005), recurre al juego y la payasada para llegar al corazón de la criatura. La criatura en sí está interpretada por el mimo Doug Jones, frecuente colaborador de del Toro, y representa una decisión de casting inmejorable, aunque su comportamiento feral pone en duda cuan correspondidos son los sentimientos de Elisa. La película además está repleta de personajes secundarios llamativos a los que se les permite un poco más de atención de lo usual ya que de vez en cuando nos adentramos en sus vidas privadas y los comprendemos más allá de su función en la trama; los imaginamos protagonizando sus propias películas. Richard Jenkins es el vecino de Elisa, un pintor desempleado, frustrado por el amor y la hegemonía del arte fotográfico. Octavia Spencer es la compañera de trabajo de Elisa y tiene tantas quejas que básicamente habla por las dos. Michael Stuhlbarg es un científico amable con un secreto que lo pondría en una película de espías. Michael Shannon es un excelente villano, bruto y fácil de ofender; el actor suele hacer personajes cuyas acciones tienden a lo contraproducente, lo cual los enfada y se van volviendo más peligrosos con el tiempo. Guillermo del Toro a veces puede ser acusado de efectismo y enfrenta críticas parecidas a las que sufre Wes Anderson, sencillamente reducidas a que su cine es puro estilo y cero contenido. Ambos cineastas suelen tratar con un tipo de drama emocional tan discreto que puede llegar a pasar desapercibido y hasta sofocado por lo pintorescas que son sus producciones. No es el caso de La forma del agua. Los actores están en perfecta sintonía con la historia y el meollo emocional jamás se pierde vista gracias a la magistral interpretación de Sally Hawkins, que a pesar de hacer de un personaje mudo es la que más dice en la película.
Ébano y marfil Mudbound: El color de la guerra (Mudbound, 2017) cuenta la historia de dos familias - una blanca, otra negra - forzadas a compartir una granja en Mississippi a lo largo de los ‘40s. Llamarla “granja” es generoso: como el título señala, el terreno es un enorme e infértil lodazal. En el ojo del huracán se erige una amistad entre dos jóvenes (uno blanco, otro negro) veteranos de la Segunda Guerra Mundial, ambos curtidos por la guerra, ambos decepcionados por su regreso. La historia, obviamente basada en una novela, contiene todos los elementos del género de la saga familiar: un entorno bucólico, una guerra de trasfondo, un inútil afán de afluencia, mujeres sumisas y aburridas, alguna enfermedad arcaica, varias cartas, dos embarazos y al menos una muerte. El melodrama requiere también una serie de malentendidos fatales: la gente ve cosas en el peor momento, interpreta cosas que no debería, toma decisiones que no tienen sentido. La primera mitad de la película establece el compás de cada personaje (la narración en off alterna entre seis perspectivas, todos hablando con el mismo tono lastimoso) y deja en claro la constitución de cada uno, aunque la explicación de por qué Henry (Jason Clarke) y Laura (Carey Mulligan) dejarían detrás una cómoda y próspera existencia en la ciudad por una granja de mala muerte es en el mejor de los casos patética. Terminan viviendo con el irascible padre de Henry (un detestable Jonathan Banks) y compartiendo terreno con los afroamericanos Jackson, que en la intimidad de la sobremesa sueñan con un futuro inmaculado para sus hijos. La segunda mitad coteja el retorno de los soldados, el hermano de Henry, Jamie (Garret Hedlund) y el hijo pródigo de los Jackson, Ronsel (Jason Mitchell). La amistad entre los dos veteranos se reitera una y otra vez a lo largo de charlas en las que no aprendemos nada nuevo - se discuten las mismas cosas, se muestran los mismos flashbacks - y no hacen más que prolongar la inevitable tragedia de una relación prohibida. La amistad es enternecedora porque claramente nace de las heridas internas de los personajes, aunque Ronsel demuestra su ingenuidad al recordar afectivamente la gentileza de los belgas, omitiendo el hecho de que Leopoldo II se cobró más muertes en el Congo que Hitler durante todo el Holocausto. Cuestión de tiempos. La mejor parte de Mudbound: El color de la guerra son sus personajes, todos definidos creíblemente por el entorno y la circunstancia que les ha tocado vivir. Pero la película nunca se vuelve más interesante que su comienzo, en el que los hermanos cavan una tumba bajo la lluvia y sugieren una serie de inquietudes que se irán contestando de manera más o menos satisfactoria a lo largo de la cinta. La película, dirigida por Dee Rees, ha cosechado todo tipo de halagos y nominaciones desde su ovacionado estreno en Sundance el año pasado. Mary J. Blige en particular, quien interpreta a la matriarca Jackson, a pesar de que no hace nada que ninguna actriz ya haya hecho en un papel auxiliar, y la canción “Mighty River”, que tiene el pésimo gusto de sonorizar un linchamiento. Quizás la atmosférica cinematografía de Rachel Morrison merece la nominación, pero no en el año donde se ha ignorado el trabajo de Vittorio Storaro en La rueda de la maravilla (Wonder Wheel, 2017). Y si algo amerita la nominación a guión adaptado es que probablemente la novela es aún más tediosa.
Las horas más oscuras (Darkest Hour, 2017) se presenta como una película que contiene una gran actuación de Gary Oldman; en realidad la película en sí es la actuación de Oldman, y todo lo que no se desprende de aquel excelente actor son como andamios y contrafuertes de una obra de arquitectura, necesarios pero al servicio de algo más digno que sí mismos. Gane o no finalmente el Óscar, todos van a recordarle como uno de los mejores Winston Churchill, pero la película erigida en torno a él es relativamente atávica. La trama cubre el mayo de 1940, dramatizando el primer mes de Churchill como Primer Ministro británico. Chamberlain (Ronald Pickup), humillado por su fracaso de razonar con Hitler o remediar la Segunda Guerra Mundial, renuncia al cargo y se resigna a elegir a Churchill como su sucesor. Churchill es impopular y su reticencia a considerar la paz con el Eje causa fricción tanto con sus enemigos como con sus aliados. Los más tolerantes son su esposa (Kristin Scott Thomas) y su secretaria (Lily James), ambas imaginadas en clave de “la gran mujer detrás del gran hombre”. Es insoslayable pensar a Las horas más oscuras fuera del contexto de los Academy Awards. Como The Post: Los oscuros secretos del Pentágono (The Post, 2017), ofrece una lección de historia moralizante. Como Dunkerque (Dunkirk, 2017), se enfoca en la retirada estratégica de aquellas playas (la maquinaria detrás de escenas) y rescata la victoria de la derrota. Como tantos otros dramas históricos traza paralelos obvios con la actualidad que los hace sentir mucho más importantes o relevantes que dos o tres años luego, cuando son recordados más que nada por su habilidad de cosechar nominaciones. El Discurso del Rey (The King’s Speech, 2010) es un buen ejemplo. Las horas más oscuras nuevamente muestra al mismo rey en cuestión, ahora interpretado por Ben Mendelsohn con un risible impedimento de habla (pronuncia las R como W) que probablemente es más acertado que el tartamudeo neutro de Colin Firth. En el centro de todo se encuentra la performance de Gary Oldman, un actor tan legendario como camaleónico. Su Churchill sobrevive la caricaturización fetichista que suele conllevar el nombre - el moño, el cigarro, la papada - y se convierte en un personaje por ley propia, alguien con voz y lenguaje corporal colmados de pequeñas sutilezas que revelan la persona debajo de la imagen. La película le otorga no uno sino dos discursos grandiosos y brinda ambos sin un solo paso en falso. Iincluso la parte más indulgente y fantasiosa del guión - en la que el premier se sube a un metro y charla amistosamente con “el pueblo” - es tolerable gracias al actor. ¿Es posible separar una gran actuación de una película menos que grande? ¿Se puede calificar de sorpresiva la actuación de un actor de quien nadie espera menos? El mayor halago que se le puede hacer a Las horas más oscuras es que tiene la forma de su protagonista.
Todo el dinero del mundo (All the Money in the World, 2017) está basada en hechos reales: en 1973 uno de los hombres más ricos del mundo rehusó reiteradamente pagar el rescate de su nieto. El dato es tan increíble que la historia se vende sola. La película fue dirigida por Ridley Scott y escrita por David Scarpa. Dramatiza los sucesos entorno al secuestro de John Paul Getty III, nieto del multimillonario petrolero J. Paul Getty. Inmediatamente el conflicto es atractivo porque está forzado por dos extremos: los secuestradores rehúsan devolver al chico, y su abuelo rehúsa pagar por él. Ambas posiciones son implacables. En medio se encuentra la madre del chico (Michelle Williams), desesperada por conmover a su suegro o en su defecto negociar con él. ¿Por qué no pagaría el hombre más rico del mundo el equivalente a una propina por la vida de su nieto? La primera parte de la película provee una serie de vistazos a su persona que humanizan a Getty lo suficiente como para no quedar en una simple caricatura de la avaricia capitalista. Interpretado por un excelente Christopher Plummer, Getty parece querer genuinamente a su familia (aunque sea por una cuestión de orgullo dinástico) pero su patología lo obliga a negociar el precio de todo, ya sea un Vermeer o la vida de su nieto. Realmente parece incapaz de comprender otra moral. La historia alterna entre tres líneas narrativas. La más interesante concierne a Getty, la bestia exótica de la trama. La película no se cansa de inventar formas entretenidas para que el personaje demuestre su opulencia y contraste la mezquindad con la que desestima el secuestro de su nieto. Getty es el tipo de millonario capaz de instalar una cabina telefónica en medio de su fastuosa Xanadu y cobrarle al que quiera hacer una llamada (su mayordomo vende bolsitas con cambio). La caricatura saborearía la humillación del huésped; la versión de Plummer está orgullosa de su responsabilidad fiscal. Los otros dos tercios de la película son menos llamativos y responden a las necesidades de cualquier otro thriller criminal. Se muestran escenas del cautiverio del joven Getty (Charlie Plummer) y sus secuestradores en la recóndita campiña italiana; Getty va perdiendo valor día a día y sus secuestradores la paciencia. Uno de ellos, Cinquanta (Romain Duris), sufre una especie de Síndrome de Estocolmo a la inversa y comienza a velar por el chico. Son escenas reglamentarias pero están bien actuadas (Duris en el papel de malandra simpático probablemente sea la mejor parte de la película después de Plummer) y Ridley Scott las imbuye de una perversión implícita que recuerda a la de Hannibal (2001). Al director le gusta imaginar Italia como un sitio siniestro que opera bajo leyes oscuras y confusas. Por otra parte la trama sigue los pasos errantes de la madre del chico y su aliado, un ex CIA y negociador profesional interpretado por Mark Wahlberg. Williams está muy bien como una madre a la vez empedernida y vulnerable; Wahlberg no deja impresión. Su actuación es blanda y su papel es banal, el tipo de figura heroica y moralizante que un estudio inventaría para su película por desconfianza o superstición. El resultado es un thriller criminal e histórico entretenido, aunque la película jamás se vuelve más fascinante que cuando se centra en la figura de Getty, lo cual es menos seguido de lo deseable. Una versión de la historia más interesante lo hubiera tenido de protagonista y hubiera prescindido de los destapes moralizantes, que de todas formas probablemente son ficticios.
Detroit: Zona de conflicto (Detroit, 2017) ralla la hipocresía al criticar los mismos medios de producción que han hecho posible su existencia. Ha sido escrita por Mark Boal, un hombre blanco, y dirigida por Kathryn Bigelow, una mujer blanca, ambos de currículos intachables, pero la cúspide dramática de su historia - interpretada mayormente por un elenco afroamericano - sugiere que ante la hegemonía racista del hombre blanco la única victoria posible para el hombre negro es renunciar a colaborar con él. ¿Esta cuestión ideológica sabotea la película más allá de sus buenas intenciones? El film tiene problemas más urgentes de los que conllevan sus créditos. La mayoría pueden ser rastreados al guión, que está basado en hechos reales y por una cuestión de temeridad o reverencia trata a sus personajes (cada uno de los cuales posee un equivalente histórico) definiéndolos por lo que les pasa en vez de por quiénes son o por lo que hacen. Por otra parte, ésta es la historia de un grupo de víctimas, y como tales no les queda otra que padecerla. La película se basa en la represión policíaca que tuvo lugar durante el verano de 1967 en Detroit, específicamente el “incidente” que le costó la vida a tres hombres durante un raid en un motel. La primera mitad del film narra de manera apremiante y caótica los eventos que llevan a las protestas y la subsecuente represión policíaca (Bigelow es una experta en confeccionar docuficciones bélicas a esta altura, y la ciudad de Detroit parece un auténtico campo de batalla); la segunda parte se concentra en el incidente en cuestión, en el que un policía racista (Will Poulter) tortura por una eternidad a sus víctimas, convencido falsamente de que de algo son culpables. Dentro del elenco coral se destacan las actuaciones de Algee Smith, la única persona con un arco emocional significativo, y Poulter, cuyo rostro de púber endemoniado sugiere que sus acciones son caprichosas y alimentan una personalidad débil. Anthony Mackie y John Boyega ponen el cuerpo y probablemente la celebridad de sus rostros (si no sus nombres) de proyectos más comerciales, pero no aportan personajes o acciones. Podrían ser tranquilamente borrados de la cinta y no cambiaría absolutamente nada. El problema fundamental de Detroit: Zona de conflicto es que por más que logra horrorizar con imágenes de violencia y tortura que son efectivamente insufribles y lindan la explotación, no logra conmover porque sus personajes apenas son establecidos como víctimas circunstanciales. Es una película que se queda con los hechos y apenas rasga el contenido humano. Si algo logra la película es ubicarse junto a obras tan distintas como Django sin cadenas (Django Unchained, 2012) y 12 años de esclavitud (12 Years a Slave, 2013) al denunciar cuan absurdo es el racismo y capturar la irrealidad kafkiana de un grupo de gente oprimido porque sí. En definitiva trata sobre una noche que no termina, un sitio del cual no se puede escapar y una acusación falsa, arbitraria e injusta: una historia que parece compuesta de los recursos de una pesadilla pero está fundada en hechos reales, tan relevantes hace 40 años como hoy en día, lamentablemente.
The Post: Los oscuros secretos del Pentágono (The Post, 2017) lleva el subtítulo “Los oscuros secretos del Pentágono”. ¿Qué es un secreto claro? Refiere a los Pentagon Papers, documentos clasificados que en 1971 fueron filtrados y publicados por la libre prensa detallando el involucramiento político y militar de los Estados Unidos en Vietnam. Durante décadas el gobierno había escondido su verdadera magnitud, tanto del público como del Congreso. El New York Times fue el primero en publicar la noticia, pero pronto fue censurado por la Casa Blanca; el Washington Post, entonces un diario local al borde de la ruina, continuó la historia. La película quizás exagera el papel del Post en cubrir y promulgar la noticia pero la historia es tanto más simpática cuando el débil la protagoniza. Al año siguiente el Post encabezaría las escandalosas revelaciones entorno a Watergate que eventualmente llevarían a Nixon a abdicar la presidencia. Si todo esto suena didáctico es porque la película es así de didáctica. Dirigida por Steven Spielberg, continúa su serie de dramas históricos/políticos como Lincoln (2012) y Puente de espías (Bridge of Spies, 2015), películas hechas con el objeto de informar primero y conmover después. La otra comparación obvia es Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, 1976), pero se queda corta de su grandeza. Todos los hombres del presidente se posa al borde de un abismo de misterios insospechados y la película funciona a base de aquella sensación de vértigo y tensión: descubre el escándalo de Watergate junto al espectador. The Post: Los oscuros secretos del Pentágono en cambio es un film relativamente plácido y satisfecho con sí mismo. El contenido de los Pentagon Papers es menos importante que la burocracia que lleva a su publicación. De haber sido dirigida por cualquier otra persona la película sería irredimible salvo como un memento de la importancia de la libertad de prensa. Pero una película no es su mensaje. Si The Post: Los oscuros secretos del Pentágono se eleva por encima del didactismo es porque Steven Spielberg es quien dirige. La película es tan literal que pone a prueba sus dotes cinematográficas pero como siempre Spielberg sabe dónde subrayar, cuándo no cortar, qué dejar afuera, cómo posicionar, angular y mover la cámara para exprimir el encuadre por todo lo que vale. Spielberg no “agrega” emoción, la descubre. Sus personajes son oficiosos pero humanos y siempre hay una veta de picardía incipiente, ya sea entre planos o en el fondo de uno. Meryl Streep y Tom Hanks protagonizan la película como la editora y el editor ejecutivo del Washington Post, ambos seguramente designados por su emblemática imagen de popularidad y honestidad con el pueblo americano. Destacar sus actuaciones es inútil. Todas las actuaciones de la película son versátiles, hasta en los papeles más pequeños sentimos el peso de una persona real. Tracy Letts y Bob Odenkirk son los más sorpresivos y magnéticos del elenco. El estreno de The Post: Los oscuros secretos del Pentágono es oportuno y no se podría haber conseguido mejor director o elenco, pero el tono y la intención de la película son tan literales - a veces pretenciosos a falta de verdadero drama - que es difícil imaginar una vida para ella que sobrepase la entrega de los próximos Oscar.
Extraños en el tren El pasajero (The Commuter, 2018) es prácticamente la misma película que NON-STOP Sin escalas (Non-Stop, 2014): misma historia, misma estrella, mismo director, incluso uno de los mismos guionistas. En lugar de un avión hay un tren - así como en lugar de un bus hay un barco en Máxima velocidad 2 (Speed 2: Cruise Control, 1997) y en lugar de un barco hay un tren en Alerta máxima 2 (Under Siege 2: Dark Territory, 1995). Diferentes vehículos, misma marcha. Liam Neeson interpreta a un vendedor de seguros que es despedido súbitamente y en el tren de regreso a casa una femme fatale (Vera Farmiga) le propone un sencillo trato: que identifique a un intruso a bordo del tren a cambio de cien mil dólares. ¿Por qué él? Además de ser ex vendedor es ex policía, y supuestamente conoce al tren y a sus pasajeros como la palma de su mano. La estrella y los avances comerciales sugieren una película de acción. En realidad El pasajero es un thriller, en síntesis no tan distinto a Asesinato en el Orient Express (Murder on the Orient Express, 2017). Estructuralmente es la misma trama: un detective a bordo de un tren en el que todos parecen sospechosos y uno por uno van siendo descartados. La diferencia clave es que en vez de identificar quién es el asesino el detective debe identificar quien será la víctima. Dicho esto Asesinato en el Orient Express es más exitosa en su acometido de evocar la nostalgia de un pasado glamoroso que El pasajero en sus intentos por retratar convincentemente el tedio y hartazgo de la clase trabajadora rumbo a casa. ¿Es un buen thriller? Los enigmas son dos: quién es el intruso y quién se encuentra detrás de la conspiración. La respuesta a la segunda pregunta debería ser obvia teniendo en cuenta la vieja máxima acerca de los invitados estrella en los programas de televisión. La respuesta a la primera pregunta no es tan obvia, pero se debe a que no depende de ninguna de las soluciones presentadas al espectador, lo cual raya la trampa. La trama se va descarrilando minuto a minuto, y los momentos de heroísmo social - sacados de cualquier película de desastres - son una mezcla de tiernos y vergonzosos. Pero por más predecible y ridícula que se ponga, la película no aburre. Neeson no se ve particularmente explotado como en las películas más rutinarias de su carrera y compone un protagonista creíble y entrañable, dentro de todo. La acción, compuesta con claridad a base de planos secuencia, es mucho más satisfactoria que la acostumbrada cámara temblorosa y montaje confuso. Hasta hay algún que otro buen chiste. No hay grandes sorpresas ni momentos memorables en esta película, y como thriller es mediocre aún según los estándares de películas similares. Si resulta entretenido es gracias a su competente héroe de acción y la técnica del realizador Jaume Collet-Serra, que aún dentro del género es capaz de mejores resultados. Una noche para sobrevivir (Run All Night, 2015) tenía todo lo que El pasajero y además personajes interesantes y un conflicto humano genuinamente dramático. Aquí el director se ha conformado con lo mínimo.