Tarde de jubilados Un golpe con estilo (Going in Style, 2017) es una comedia que oscila entre mediocre y competente y si termina ganándose la simpatía del público es más por la buena onda de sus intérpretes que por cuan hilarantes son sus chistes. En realidad hay un único chiste en toda la película: “miren cómo la edad no detiene a Michael Caine, Morgan Freeman y Alan Arkin”. Los tres ganadores de la Academia interpretan a trabajadores de fábrica, despedidos tras décadas de arduo trabajo e injustamente despojados de sus pensiones. Uno de ellos, Joe (Caine), encima está a punto de perder la casa que comparte con su hija y su nieta. Luego de atestiguar en persona un robo, se inspira y decide enlistar a sus amigos Willie (Freeman) y Albert (Arkin) para robar el banco que se ha apropiado de sus pensiones. Es divertido ver a los tres cascarrabias peleándose y sacándose de quicio porque por un lado poseen personalidades incompatibles pero por otro transmiten cariño y familiaridad entre sí. Los actores se están divirtiendo tanto que verlos de por sí es entretenido. Tal es el caso de Christopher Lloyd, que hace de un allegado senil del trío principal y nomás con aparecer en cámara arranca sonrisas, y de Ann-Margret, hermosa y radiante y a sus 75 años aportando el sex appeal del film. En lo que refiere al guión de Theodore Melfi, las situaciones a las que los personajes son sometidos no son muy graciosas, quizás porque nunca sentimos que Michael Caine, Morgan Freeman y Alan Arkin se encuentran en desventaja. Las mejores comedias de alguna manera humillan e incomodan a sus protagonistas; ésta es demasiado bienintencionada y preocupada con dejar a su venerable elenco bien parado. Cuando tenemos situaciones que en teoría serían graciosas (por ejemplo,Morgan Freeman acurrucado en el canasto de una moto), la gracia es socavada por 1) una banda sonora tan obvia que es el equivalente a los aplausos y carcajadas de una sitcom y 2) la dirección de Zach Braff, que haría bien en aprender de Wes Anderson y Edgar Wright sobre cómo encuadrar una escena de forma graciosa en vez de mostrar algo y cruzar los dedos. Por otra parte consideren al antagonista, el agente del FBI (Matt Dillon) a cargo de la investigación. Éste es un personaje que falla en todo, no pega una y cuando sobra tiempo se lo humilla. Muy satisfactorio todo, pero no es gracioso porque queremos que todo eso le pase. Lo mismo con el banquero engreído que antagoniza a Joe, un tipo que ante la menor crisis entra en pánico, se mea los pantalones y se pone a gritar histéricamente. Son el tipo de villanos pavos que uno encontraría o en una película infantil o en una de Adam Sandler. Lo que tenemos aquí es la misma película que Robert De Niro hace casi exclusivamente desde hace cinco años: una testaruda celebración en negación de los efectos de la vejez. Es complaciente porque reafirma nuestra creencia en que la juventud es eterna y nuestras estrellas favoritas todavía “lo tienen” (lo cual es empíricamente cierto sobre Ann-Margret). Pero una buena película tendría un mejor guión, una mejor comedia tendría mejores chistes, y si bien la intención de vengarse de un banco vuelve inmediatamente simpáticos a nuestros héroes, más vale ver Sin nada que perder (Hell or High Water, 2016) para una versión más realista y entretenida de lo mismo.
La coraza del fantasma “Ghost in the Shell” es uno de los fenómenos del anime japonés que tomó a Occidente por sorpresa en la década de los 90s en forma de cómics, series, películas, juegos y todo tipo de parafernalia consumible. ¡Sorpresa! El medio de la animación se extendía más allá de los confines infantiles delineados por Disney y sus imitadores, y los “dibujitos” podían ser violentos, sexuales y llegar a tratar temas adultos. Es una forma de explicar la popularidad de “Ghost in the Shell”, y es el elemento que le falta a Ghost in the shell: La vigilante del futuro (Ghost in the Shell, 2017). La película es una especie de remake en carne y hueso de la versión animada de 1995, y transcurre en un mundo futurístico en el cual los seres humanos han adoptado la práctica de modificar sus cuerpos con prótesis cibernéticas, lo cual los vuelve tan susceptibles a ser hackeados como si fueran computadoras. La protagonista es Mayor (Scarlett Johansson) que es una persona en el cuerpo de un robot o un robot con el cerebro de una persona, y cuya crisis de identidad va de la mano con una sospechosa amnesia forzada por la Dra. Ouelet (Juliette Binoche). Mayor trabaja en la Sección 9, una agencia contra el ciber-terrorismo liderada por Aramaki (el estoico Takeshi Kitano), a cargo de rastrear y detener a un misterioso hacker llamado Kuze (Michael Pitt). Como en tantas otras películas de ciencia ficción de índole existencialista, el caso tarde o temprano involucra el pasado del protagonista, compromete sus creencias y finalmente altera su percepción de la realidad de manera irrevocable. Esta película es tan heredera del fenómeno nipón como de la filosofía de Philip K. Dick, así como se la capturó en Blade Runner (1982) y El vengador del futuro (Total Recall, 1990). Dirigida por Rupert Sanders, la nueva adaptación de “Ghost in the Shell” probablemente se parece a demasiadas películas similares (no necesariamente mejores) como para causar el impacto que causó en sus primeras iteraciones. La versión de 1995 imaginó mundos digitales e hizo varias profecías sobre la inter-conectividad entre seres humanos que se cumplieron no mucho después, mientras que la versión de 2017 se parece más a una película de acción con sabor a ciencia ficción y probablemente jamás pase de eso. Hay ciertos mantras todoterreno que se repiten a lo largo del cine pochoclero en un esfuerzo por inyectar substancia al espectáculo, frases como “Acepta quién eres” o “Forja tu propio destino”. En este sentido Ghost in the shell: La vigilante del futuro no es diferente y concluye con la reflexión de que “Lo que nos define son nuestras acciones”, la cual quizás sea apropiada pero no deja de sentirse como una tremenda reducción de lo que la película promete en algún punto. Es notable que la adaptación norteamericana tenga la necesidad de saldar la experiencia de manera tan simplona; el film original jamás se juega por sentencias por el estilo. Comparar lo nuevo y lo viejo es útil hasta cierto punto y siendo que Ghost in the shell: La vigilante del futuro es apenas una de las docenas de encarnaciones en las que ha mutado “Ghost in the Shell” es difícil celebrar o condenar la película en base a una de ellas, considerando que ninguna es la definitiva. Ésta ciertamente no es la mejor, porque parece imitar más que elevar la historia, pero como imitación no está nada mal. El casting es bastante versátil, las secuencias de acción están hechas con elegancia práctica y la ambientación ciberpunk logra conjurar un mundo atractivo que excede los hechos de la historia. La nueva “Ghost in the Shell” no es la experiencia mesiánica que alguna vez fue, pero aunque sea plantea una historia con la suficiente sapiencia como para intrigar mientras entretiene.
I’m loving it Probablemente Hambre de poder (The Founder, 2016) hubiera tenido más impacto si se hubiera realizado hace cuatro o cinco décadas, cuando McDonald’s aún no era un ícono del “burdo mercantilismo” que temían sus dueños originales - los hermanos McDonald - y las películas de denuncia corporativista estaban en boga. ¿Asombra en 2017 el mugriento detrás de escenas de los Arcos Dorados? El “fundador” del título es Ray Kroc, a quien al día de hoy se lo puede ver grabado en placas de bronce en todas las sucursales de McDonald’s. Las placas versan que McDonald’s fue fundado en 1955, cuando en realidad fue 1940; que fue fundado por Kroc y no por los hermanos Dick y Mac McDonald; que la primera sucursal fue en Des Plaines, Illinois y no San Bernadino, California. La única verdad que hay en esas placas es que la franquicia debe su existencia a “la persistencia y el liderazgo” de Kroc. Eso es innegable. Hambre de poder es la historia de cómo Kroc le robó el sueño, la fórmula y eventualmente el nombre a Dick y Mac. A principios de los 50s, Kroc (Michael Keaton) es un vendedor ambulante frustrado que da con el restaurant de Dick (Nick Offerman) y Mac (John Carroll Lynch) McDonald como quien encuentra un oasis en un desierto. Kroc queda fascinado con el singular restaurant, que no depende de mozos, utiliza material descartable y entrega la comida en 30 segundos. Los hermanos le hacen el tour por la cocina, en la que han coordinado un “ballet de eficiencia” con jóvenes uniformados y maquinaria artesanal, y luego le cuentan la historia detrás de la fundación, inspirada en la economía de la Gran Depresión: comida barata de comprar y aún más barata de hacer. Kroc queda cebado. Sabe que los hermanos están sentados en una mina de oro y que por falta de ambición no la han explotado al máximo. El modelo está tan perfectamente planeado y mecanizado que basta con reproducirlo ad nauseam. Kroc se escurre dentro del negocio familiar y se dispone a establecer la franquicia a lo largo del país, cortando esquinas por todos lados y comprometiendo el estándar de calidad. Lentamente va apropiándose del mito detrás del restaurant y peleándose con los hermanos, cuyo naif idealismo da lástima al lado de la voracidad corporativa de Kroc. John Lee Hancock escribe y dirige. Es una historia interesante, pero el centro de atención es Michael Keaton. El actor está celebrando una suerte de retorno desde Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) (2014), revalorado como un perdedor adorable. En cierto sentido Hambre de poder invierte su papel: en vez de buscar una antigua gloria reconectándose con su pasado, roba el pasado de otros hombres para fabricar su propia gloria en el futuro. Siempre hay algo patético e inmaduro en la actuación de Keaton, y un poco de narcisismo, pero aquí lo vemos por primera vez como un ser envidioso y despiadado. Esta vez no está enamorado de sí mismo, sino de una visión ajena que requiere robar el negocio de una familia e incluso la esposa (Linda Cardellini) de un socio. Es una lástima que Hambre de poder no trata específicamente sobre Kroc, sino sobre el proceso largo, lento y minucioso según el cual se apropió de un negocio familiar. Quizás demasiado largo, lento y minucioso; la película a veces parece un documental de sí misma a medida que se dedica a explicar y retratar con lujo de detalle la corrupción del restaurant familiar en la ubicua cadena de comida chatarra que todos conocemos hoy en día. Suena conmovedor, hasta trágico, pero la película no repara en sentimentalismos ni se molesta en ahondar demasiado en los personajes. Tampoco hay demasiado conflicto en el camino - los hermanos ofrecen una resistencia patética, y los tecnicismos que obstaculizan el camino de Kroc son resueltos con otros tecnicismos que por más ingeniosos que sean no se prestan mucho a dramatizar la historia. ¿Qué motiva la megalomanía de Kroc? Vemos que es un admirador de Henry Ford y hay indicios de que desea pertenecer a la clase alta. ¿Pero qué hay detrás de los discos motivacionales que escucha todas las noches? ¿De dónde sale la crueldad con la que empieza a comportarse? Keaton interpreta al personaje con magnetismo, pero aprendemos poco sobre él. Quizás porque quién fue es menos interesante que lo que hizo. Quizás esta es la forma en la que John Lee Hancock elige contar los orígenes del corporativismo impersonal en Estados Unidos - retratando a un ser impersonal. Kroc parece ser un agente del destino dentro de una historia que lo excede, que tiene poco y nada que ver con él, pero que necesita la única cosa que era genuinamente suya - la persistencia - para ser contada.
La última tentación de Endo La cuestión de la fe cristiana embruja el cine de Martin Scorsese desde sus comienzos, pero nunca con tanto fervor como en Silencio (Silence, 2016). Porque ya es 2017, ha sido injustamente ignorada en los Oscars (salvo por una solitaria nominación a la fotografía de Rodrigo Prieto) y no ostenta la típica bravuconería del director, la película parece condenada a la categoría de “inferior” dentro de su filmografía. Nada más equivocado. Basada en la novela homónima de Shusaku Endo - la cual está inspirada a su vez en hechos reales - la historia sigue a dos misioneros jesuitas que se infiltran en el Japón del siglo XVII tras la pista de su mentor, de quien se rumorea ha cometido apostasía (renunciado a la fe) y ahora colabora con el gobierno local en la persecución y erradicación del cristianismo. No es la mejor época para ser extranjero en Japón, mucho menos católico. Andrew Garfield y Adam Driver interpretan a Rodrigues y Garupe, padres portugueses que viajan a Japón en parte para encontrar al desaparecido Ferreira (Liam Neeson), en parte para retomar su misión. El cristianismo ha pegado fuerte entre los más pobres, que están cansados de la explotación clasicista e interpretan las promesas de un más allá paradisíaco con un fetichismo que empieza a incomodar a los curas. La película plantea una dicotomía relativamente moderna a través del personaje de Rodrigues, preguntándose hasta qué punto es más noble sufrir (y hacer sufrir) por idealismo fanático que rendirse en el nombre de lo que es práctico y conveniente. Habiendo aprendido la lección acerca del poder del martirio, el Inquisidor Inoue (Issey Ogata) opta por humillar en público a los cristianos retobados, forzándolos a escupir y pisotear iconos religiosos en símbolo de apostasía. Los campesinos y los curas son perseguidos, torturados, humillados - ¿por qué Dios guarda silencio? ¿Por qué no intercede en nombre de la gente que está dispuesta a morir por él? Por una coincidencia asombrosa esta es la segunda película de 2016 en la que un personaje interpretado por Andrew Garfield pone a prueba su fe en tierra nipona - la otra es Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, 2016), también excelente - y el actor demuestra un celo e intensidad dignos de un personaje acomplejado por su convicción religiosa. Ferreira espera a Rodrigues al final del recorrido cual Kurtz, trastornado por lo que ha descubierto en el corazón de las tinieblas. Scorsese nos sumerge en la época, utilizando una banda sonora despojada de música e iluminación naturalista a lo Barry Lyndon (1975). Silencio es una película lenta y pensativa, reflejo de la constitución anticuada y epistolar de la historia. Es la segunda adaptación de la novela de Endo - la primera, japonesa, data de 1971 - y como adaptación es inmejorable. Con guión de Jay Cocks y el propio Scorsese, la historia ha sido llevada a la pantalla grande con todo el detallismo y entusiasmo de alguien que se sabe el libro de memoria (efectivamente, el director lleva décadas esperando filmar la película) y lo ha plasmado impecablemente con la poesía del cine: una épica sobre la devoción, la decepción y el consuelo de la espiritualidad interna.
Luego febrero Primero enero (2016) sigue a un niño y su padre que se van de vacaciones a la sierra cordobesa. Es la última oportunidad que el hombre tiene de honrar la tradición padre-hijo, la cual pronto desaparecerá entre el divorcio y la inminente venta d No son vacaciones en el sentido divertido de la palabra, sino una especie de resquicio emocional. El padre quiere cimentar la relación con su hijo y se nota que no sabe bien cómo, que va probando qué funciona y qué no. Pescan, plantan un árbol, talan otro, cocinan, juegan a las cartas. El hijo se abstrae de toda actividad con una mezcla de espanto y apatía. Sólo le interesa saber de su madre, y de última le intriga la niña que aparece junto al lago todos los días pero con quien no se anima a hablar. La ópera prima de Darío Mascambroni es una película de pocas palabras que apuesta a la carga emocional entre padre e hijo (interpretados por Jorge y Valentino Rossi). La puesta en escena ilustra la distancia entre ambos – el lacónico diálogo incidental, por ejemplo, o la forma en que el padre pasa la mayor parte del tiempo fuera de campo, mientras que el encuadre está tallado a la altura del niño. Hay también una construcción de paralelos entre las vivencias de padre e hijo y los mitos griegos que intercambian a lo largo de la película (Pandora y su misteriosa caja se convierten en símbolos de la maternidad ausente, mientras que la niña del lago hace de sirena). Es algo que ocurre un par de veces y nos enseña cómo el niño entiende el mundo alrededor suyo. En general el foco recae sobre él, que está bien en su dispersión con algunos parlamentos increíbles. “Es la primera vez que vengo acá,” le dice la niña. “Yo la última,” responde bajando trágicamente la cabeza. Primero enero es una historia mínima, generada en menos de un mes, con escasos recursos económicos, pero con mucho talento y sensibilidad a la hora de saber que captar y como transmitir una relación entre padre e hijo.
Los hombres que no amaban a las mujeres Ópera prima del montajista colombiano Felipe Guerrero hecha en coproducción con Alemania, Argentina, Grecia y Holanda, Oscuro animal (2016) busca hacer memoria histórica sobre el calvario de la mujer en la Colombia colmada de machismo y fragor paramilitar. A estos efectos sigue el trayecto paralelo y aislado de tres mujeres (Jocelyn Meneses, Marleyda Soto y Luisa Vides) que por diversos motivos se ven perseguidas o explotadas por bandos paramilitares en la jungla boricua. La primera asesina a su violador y se convierte en prófuga, la segunda es prostituida por un gigoló itinerante, la tercera adopta una niña huérfana luego de sobrevivir una emboscada en la ruta. La intención del director es mostrar el suplicio de las mujeres de manera fáctica y descarnada, sin embelesar la cinta con diálogo (la película es básicamente muda), personajes (nadie lleva nombre ni esboza otra personalidad que la circunstancial), ritmo (las escenas se suceden lentamente) o construir sentido a través del montaje. Oscuro animal posee la parquedad de un documental sobre un tema tan urgente que más vale sacarlo a colación antes que preocuparse sobre cómo hacer una película interesante al respecto. Ése es el fundamental problema de Oscuro animal: cualquier momento elegido al azar no es muy distinto a cualquier otro momento. El film no crece ni evoluciona ni desarrolla su temática más allá del shock de las escenas iniciales que corresponden al trayecto de cada mujer (es más apto hablar de trayecto que historia). A partir de ahí el film va rotando prolijamente de una en una, repitiendo la misma escena de gente caminando por la jungla sin dirección o propósito. Lo que ha hecho Felipe Guerrero es dedicar un film al servicio de una causa noble y apremiante, eligiendo mostrar el peligro inmediato al que están sujetas las mujeres en Colombia sin ofrecer mayor contexto que una jungla poblada de brutos chauvinistas (efectivo retrato). En principio chocante, no se ha aprovechado del todo el medio que ha sido elegido para enviar el mensaje, y Oscuro animal termina sintiéndose divagante y repetitiva.
Viaje al centro de la isla perdida del rey Kong Kong: La isla calavera (Kong: Skull Island, 2017) es una divertida imitación de las historias de aventuras que solían escribir Julio Verne, H. Rider Haggard y Arthur Conan Doyle. En ningún momento trata de ser otra cosa. Abundan los efectos especiales y una sensibilidad cómica moderna, pero hay algo muy anticuado acerca de la película que le juega a favor. Dirigido por Jordan Vogt-Roberts, el film obviamente está inspirado en el clásico de 1933 de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, pero en vez de rehacerlo - como Peter Jackson en 2005 - toma prestado a Kong como un elemento más en una historia de aventuras hecha a base de las quimeras de los autores de antaño, como la teoría de la Tierra Hueca y la fantasía euro-céntrica del ‘Continente Perdido’. Esta vez la expedición a la infame Isla Calavera ocurre en 1973 y está a cargo no del showman Carl Denham sino de un tal Bill Randa (John Goodman), que tiene una motivación más personal (e insulsa) para hallar a King Kong. Luego de conseguir aval del gobierno arma un equipo multicultural de aventureros, militares y científicos que incluyen al mercenario Conrad (Tom Hiddleston), la fotoperiodista Weaver (Brie Larson) y el coronel Packard (Samuel L. Jackson). Estos no son personajes en el sentido moderno de la palabra. Son arquetipos ambulantes, definidos por los atributos de su profesión. No gozan de nada parecido a psicología, salvo quizás por Packard, que dejó Vietnam en estado de negación (“No perdimos la guerra, la abandonamos”) y hace de cazar a Kong su guerra personal. El otro personaje interesante es Marlow (John C. Reilly), un náufrago con ecos de Ben Gunn en La isla del tesoro. ‘Conrad’ y ‘Marlow’ son, por supuesto, referencias a El corazón de las tinieblas. Peter Jackson ya había hecho un paralelismo en su versión de King Kong (“No es simplemente una historia de aventuras, ¿verdad?” pregunta alguien que está leyendo el libro). Excepto que en el caso de Kong: La isla calavera tiene razón: es simplemente una historia de aventuras. Nuestros héroes se pierden en la jungla, se encuentran con monstruos colosales, hay algunas muertes y quizás al final de la película los sobrevivientes escapan. En cuanto a Kong, se lo ve más como una abominación de la naturaleza: un primate gigantesco de una raza extinta, más parecido al bípedo original de 1933 que al gorila agigantado de Jackson. No se hace gran misterio sobre su aparición: se lo muestra en la primera escena y media hora más tarde en todo su intimidante esplendor. Se lo humaniza al punto de que puede reconocer la bondad de los héroes designados (Tom Hiddleston y Brie Larson) pero nunca tanto como para darle un comportamiento o constitución humana. Aquí Kong es primero y principal un agente de la naturaleza, manteniendo el balance natural batallando contra reptiles gigantes. Hay otros colosos merodeando por la isla, algunos tiernos, otros repugnantes, pero salvo por los dinosaurios (diseñados con un desagradable aspecto cadavérico) todos se ven majestuosos por la forma en que ignoran a los humanos transgresores. Y en algún punto ése es el mensaje, si hay que sacar uno, de la película: la burla a la arrogancia del ser humano que se cree amo y señor de la Tierra.
Back and to the left De la mano del director chileno Pablo Larraín llega Jackie (2016), basada en la figura de Jacqueline Bouvier, luego de hacerse Kennedy pero antes de ser Onassis. Describir la película como una biopic quizás es un poco mucho. La historia se centra en las horas, días, semanas tras el súbito asesinato de JFK desde la perspectiva de su viuda, y sus esfuerzos por supervisar su legado. La trama está enmarcada por la entrevista entre Jackie (Natalie Portman) y un reportero (Billy Crudup), simplemente porque eso permite elipsar las partes aburridas o irrelevantes. El mayor logro de Jackie parece haber sido la organización del funeral de su marido. Según la lógica de la película, JFK logró tan poco en tan poco tiempo que al pueblo norteamericano no le quedó otra que celebrarlo como un símbolo más que por sus méritos. Ergo, Jackie fue igual de invaluable en asegurar su iconicidad. La película es quizás lineal en su preocupación por demostrar lo instrumental que fue Jackie en la historia de EEUU. No parece decidirse si Jackie está motivada por un iluso sentido de la vanidad (como sugiere el final, al verse reflejada en los maniquíes que imitan su estilo de moda) o grandilocuencia (se erigen varios paralelismos entre los Kennedy y la decadencia de la realeza) o si su preocupación nace en el altruismo que siente hacia el pueblo americano. En un momento conversa con un cura (John Hurt), quien sugiere que su calvario es una prueba de Dios para sacar a relucir lo mejor de sí misma. A efectos de la película, lo mejor de sí misma es organizar la procesión funeraria de “Jack”, sobre la cual Jackie cambia de parecer cada dos por tres, a veces sin motivo aparente. La película plantea una Jackie tan sabia que sabía que algún día harían una película sobre ella. En el centro y por sobre todo se destaca la labor de Natalie Portman, quien compone una Jackie digna, frágil y apasionada por cada palabra que le toca decir – el tipo de actuación que gana premios, si se entiende. Peter Sarsgaard interpreta a Bobby Kennedy, quien también sería asesinado algunos años más tarde. Tiene un monólogo bastante bueno en el que reflexiona que a JFK no le queda otra que ser recordado por su martirio que por otra cosa - que sus logros a menudo nacieron como enmiendas a problemas que él mismo había creado. Y que la posteridad se llevará la gloria de los derechos civiles, de la NASA, de Vietnam, etc. Jackie cuenta con grandes actuaciones, una banda sonora conmovedora y no mucho más que eso. Llega molestar la obsesión que la película tiene por su propia trascendencia, como si no confiara en la historia que le toca contar. El film no termina de decidirse sobre su objeto de estudio, aquella quien da nombre a la película. O bien Jackie era un personaje tan enigmático y contradictorio que esta es la película que se merece.
Onanismo melancólico Ahora que la industria está terminando de exprimir la década de los 80s por cuanta fuente de nostalgia es posible - tal es así que se ha visto forzada a inventar su propio material nostálgico, como Dos tipos peligrosos (The Nice Guys, 2016) y la serie de Netflix Stranger Things - viene a por Trainspotting (1996), una de las películas más icónicas de los 90s. ¿Son los 90s los nuevos 80s, en términos de explotación in memoriam? Si no quedaba otra que hacer una secuela, podría haber salido mucho peor que T2 Trainspotting (2017). El film reúne al director Danny Boyle, el guionista John Hodge, el autor Irvine Welsh y gran parte del elenco original, incluyendo a Ewan McGregor, Jonny Lee Miller, Ewen Bremner, Robert Carlyle y Kelly Macdonald. La gran decepción es que no trata sobre nada en particular ni posee una identidad propia salvo como el eco de una película mejor - un enorme suspiro de nostalgia y nada más. Trainspotting está lejos de ser perfecta pero se inmortalizó como parte de algo más grande que sí misma - un fenómeno que trascendía la película (y el libro, y la obra de teatro) y capturaba el fantasma de la época. Sus personajes eran los herederos de una cultura punk que había destapado la maquinaria detrás del sistema, y ahora conducían sus vidas con un cinismo autodestructivo. ¿Contra qué revelarse, habiendo descubierto que todo daba igual? La verdad es que T2 Trainspotting se anima a poco y nada. Ciertamente no causa el impacto de la primera, que con humor negro y sensibilidad expresionista lidiaba con el tabú de la drogadicción. Da la impresión de que existe porque la industria está experimentando una ola de “revivals”, y no porque tenga nada particularmente urgente para decir o mostrar. Lo peor que se puede decir de ella es que es un film sin ambición, y que con recordarnos al anterior le basta. Quizás es apropiado. Sus propios personajes viven atascados en una nostalgia similar. La historia comienza con Renton (Ewan McGregor) sufriendo un infarto y regresando a su nativa Edimburgo tras vivir veinte años en Ámsterdam. Allí se reencuentra con sus antiguos compinches heroinómanos Sick Boy (Jonny Lee Miller), que ahora se hace llamar Simon y se dedica a prostituir a su “novia” búlgara Veronika (Anjela Nedyalkova) para luego chantajear a sus clientes, y Spud (Ewen Bremner), que sigue prendido del caballo. Por cada “amigo” con el que Renton se reencuentra, es brutalmente atacado - todos le siguen recriminando la estafa de la primera película. El más resentido de todos es el psicópata Begbie (Robert Carlyle), que se escapa de prisión en el primer acto y el resto de la película construye suspenso hasta que finalmente cruzan caminos. La película es básicamente eso - una serie de reencuentros cómicos entre viejos conocidos, cada uno inflado por la expectativa y el regocijo de ver finalmente a toda la pandilla reunida. En el camino tenemos varios falsos comienzos de temas - el choque entre pasado y presente, el aburguesamiento de la clase baja, la reincidencia de los viejos hábitos, el sacrificio en nombre de la progenie. Pero a fin de cuentas no trata sobre nada salvo el homenaje que se hace a sí misma. En un momento hay un monólogo similar al famoso “Choose Life”, en el cual Renton despotrica contra las redes sociales y las nuevas formas de hipocresía coyuntural, pero no dice nada que no se haya oído ya varias veces en películas más viejas y más relevantes. Tampoco tiene nada que ver con el resto de la historia, pero para el caso, ¿de qué va la historia? Cada vez que parece que va a tratar sobre algo pasa a otra cosa y se pierde. Mirando T2 Trainspotting, es difícil imaginarla como el clásico instantáneo que fue su antecesora. Danny Boyle recrea el look de la primera película con videos caseros y un generoso uso de material de archivo, y varias escenas y tomas sirven de referencia u homenaje a momentos que nos suenan familiares. La película logra verse como una secuela auténtica y sus personajes parecen haber evolucionado de manera lógica. Pero no posee secuencias equivalentes a las de la repugnante zambullida en “el inodoro más sucio de Escocia”, la sobredosis al compás de “Perfect Day” de Lou Reed o la infernal desintoxicación que sufre Renton - nada que se asemeje a ese nivel de pregnancia o genialidad. T2 Trainspotting está hecha exclusivamente para los fanáticos del film de culto, pero los fanáticos de Trainspotting probablemente son el tipo de gente que saldría de verla con la sensación ultrajada de haber visto a su banda preferida venderse luego de tantos años en candilejas. El mero hecho de existir y ser una película tan complaciente consigo misma deshace en gran parte la contundencia del film original, que era más cínico y agresivo y se jugaba por una filosofía determinada en vez del onanismo melancólico.
El cielo de Hugo El teorema de Santiago (2016) es un documental making of sobre El cielo del centauro (2015), el “cuento fantástico porteño” de Hugo Santiago. A pesar de la especificidad del tema sobran los motivos para verla. No solo complementa El cielo del centauro, sino que es un documento invaluable para apreciar el método de los autores de la vieja escuela – tal es el caso de Santiago – y a fin de cuentas una lección sobre cómo hacer un buen making of. La película asume que la obra del autor nos es familiar y no repara en introducciones. Santiago es el director detrás de Invasión (1969), que escribió junto a Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, y su secuela Las veredas de Saturno (1986), que escribió junto a Juan José Saer. Estos son los primeros dos tercios de la “Trilogía de Aquilea”, inconclusa a la fecha. El cielo del centauro marcó su primera película en 13 años (y su regreso a Buenos Aires luego de 29) y si bien no continúa la saga de Aquilea, su cuerpo y espíritu nos remite al resto de su obra. Santiago siempre ha insistido que sus films son teoremas – proposiciones que afirman verdades demostrables. En cierto sentido, una película sobre la producción artística en sí misma podría ser considerada más exitosa en demostrar una verdad meta-ficticia como la de El cielo del centauro. Ergo El teorema de Santiago, compuesta por Estanislao Buisel e Ignacio Masllorens. Acompañamos al director y su séquito a lo largo de la preproducción, el rodaje y la postproducción de El cielo del centauro. El esquema responde a las tres partes de un teorema – la hipótesis, la tesis y la demostración. El énfasis está puesto en cuan diferente trabaja el viejo Santiago de su joven equipo técnico, y lo difícil que es saciar su visión artística. Ante todo Santiago venera la precisión del encuadre, cosa que parece ofuscar a los jóvenes cineastas, malacostumbrados a la improvisación y la desprolijidad del cinéma vérité. La película postula a Santiago como un empedernido perfeccionista, pidiendo una toma tras otra, eligiendo entre un plano y otro, estudiando minuciosamente cada detalle. Y a veces el film se pone (cariñosamente) en su contra – presentando, por ejemplo, lo que es un fragmento de un guión técnico supuestamente “complejo”, el cual se ve menos complejo que bien escrito. Santiago parece haber impresionado a sus colaboradores nomás con hacer las cosas como se deben. “Siempre que se cree ver un film se ven dos,” sentencia Santiago al final de todo. Ver El teorema de Santiago es ver a la vez El cielo del centauro – la manera en que el autor le da forma a una película que trata sobre su propia forma (delineada por el recorrido del protagonista). En El cielo del centauro esto nos llega como un giro sorpresa. En El teorema de Santiago tenemos el placer de ver cómo se orquesta el giro.