Adiós Logan Logan (2017) probablemente no sea la última película sobre los X-Men pero definitivamente es la despedida oficial de Hugh Jackman en el papel titular. Bautizó al mutante de garras de adamantio hace 17 años en X-Men (2000) y aquí lo interpreta por novena y última vez - un raro ejemplo de finalidad dentro de lo que es el género de superhéroes. Dirigida por James Mangold y escrita por Mangold, Scott Frank y Michael Green, Logan logra trascender su propio género y plantear a un protagonista y un conflicto central de dimensiones humanas. La historia transcurre en un EEUU post-apocalíptico en proceso de transformarse en un enorme páramo desértico a lo Mad Max. Corre el año 2029 y los mutantes están prácticamente extintos, víctimas de un gobierno fascista. Logan está viejo, enfermo y perdiendo su famosa invulnerabilidad - vemos cómo apenas sobrevive el ataque de una pandilla que intenta robarle de noche. Día a día cruza la frontera con México, donde esconde a Charles Xavier (Patrick Stewart) en unas ruinas industriales. El anciano telépata está cavilando y sus exabruptos de demencia son peligrosos, capaces de detener el tiempo y la vida misma en cualquier momento. En esto Logan queda a cargo de una joven mutante, Laura (Dafne Keen), aparentemente muda y sola en el mundo. La niña está siendo perseguida por un escuadrón de mercenarios a las órdenes de una farmacéutica - obviamente maligna - llamada Transigen. La identidad y el origen de Laura son puntos que la trama no tarda en revelar pero aquí no vienen al caso: Logan, Laura y Charles terminan emprendiendo un viaje rumbo al norte en busca de un legendario asilo llamado Edén. Llamar ‘Edén’ a cualquier forma de utopía es el colmo del simbolismo barato, y efectivamente Logan descubre que el destino de Laura - el cual puede o no que exista - ha sido inspirado en la lectura de los cómics de Marvel sobre las hazañas de los X-Men. Logan enfurece, conoce la verdadera historia detrás de esas ficciones. La película devuelve los cómics a su punto de origen: mitos inconsistentes de personajes que no existieron y proezas que no ocurrieron, pero que aún a través de sus falacias inspiran esperanza. Los villanos incluyen al líder de los mercenarios, Pierce (Boyd Holbrook), persistente y desagradable, y al Dr. Rice (Richard E. Grant) de Transigen, que aparece demasiado tarde y demasiado poco para ser muy efectivo o memorable. Pero el conflicto central no se resume en simples secuencias de acción (las cuales son de lo más encarnizadas). Ésta no es una película sobre superhéroes, sino personas viejas, cansadas, frustradas y desencantadas, humilladas por la gloria que se desvanece y torturadas por sus deficiencias. Logan queda reducido a un héroe de acción endeble y aún entonces su existencia es trágica, porque no tiene por qué pelear. Encara la misión de transportar a Laura con amargura, lo cual genera una dinámica cómica con el senil Charles, quien está encantado de jugar al abuelito e instruir a Laura. Probablemente esa es la clave de la humanidad de la película - se centra en una “familia” de tres generaciones, en la forma en que se heredan ideales y esos ideales persisten o se convierten en recriminaciones cuando un mundo cruel e injusto los pone a prueba. Donde la película pierde fuerza es en su necesidad de llamar la atención a las otras películas que quiere imitar y reflejar, como los Westerns de antaño - El desconocido (Shane, 1953) en particular. Es una referencia linda y apropiada pero que se repite ad nauseam y que este film usa libremente (incluyendo en la que debería ser la escena más íntima de la trama) con tal de ahorrarse construir una identidad propia. Esto está lejos de constituir una falla pero en su momento de gloria Logan desperdicia la oportunidad de labrar algo propio. Hay varias instancias en las que la película podría haberse pulido y mejorado con un poco más de creatividad (frases como “Todo lo que toco muere” deberían ser erradicadas de una vez por todas del manual del guionista) pero Logan no deja de ser un buen ejemplo de cómo hacer una película de superhéroes atrapante y emotiva y con un semblante de conflicto humano en una época en la que el género ha sido sobresaturado hasta el hartazgo. Todo héroe debería tener una despedida así de digna.
El Cantar de mio Damon La gran muralla (The Great Wall, 2016) está dirigida por Zhang Yimou y representa la película más cara jamás producida en China, pero que quede claro que se trata del mismo producto que cae de Hollywood en cualquier otro verano. Seis personas trabajaron en el guión, todos occidentales, y reparando en el trasfondo de cada uno podemos destripar esta épica fantástica por lo que es: una colección de pedazos de blockbusters mediocres. Los primeros dos son Edward Zwick y Marshall Herskovitz, el director y el escritor de El último samurái (The Last Samurai, 2004). La narrativa del hombre blanco que se convierte en el líder y héroe de una civilización en peligro de extinción no les es extraña, aunque el racismo se ve bastante edulcorado en su nueva película. Comparte la gloria con sus pares en vez de apropiársela del todo, aunque no se explica la veneración inmediata que el ejército chino siente por William, quien es tratado de héroe por matar a un monstruo y asciende a salvador cuando lo ven matar otros dos - a pesar de que el ejército ha masacrado miles de estos monstruos en la misma escena. William es interpretado por Matt Damon, lo cual nos lleva al tercer guionista: Tony Gilroy. Ha escrito ocasionalmente películas excelentes - colaboró en El abogado del diablo (The Devil’s Advocate, 1997) y escribió la nominada al Óscar Michael Clayton (2007) - pero se gana el pan escribiendo las películas de Jason Bourne. Probablemente cuando China compró la participación de Matt Damon, dijo: “No sin mi guionista de cabecera”. El cuarto escritor es Max Brooks, autor de la novela que inspiró libremente Guerra Mundial Z (World War Z, 2013). La mejor parte de esa película mostraba monstruos apilándose uno encima del otro para sobrepasar una muralla; imaginen esa escena extendida a duración largometraje. Los monstruos son igual de genéricos que los zombis: criaturas reptilianas sacadas de cualquier película de ciencia ficción. Max es hijo de Mel pero no hay chiste que acierte en la película. La mayoría son cortesía del secuaz de William, el español Tovar (Pedro Pascal), un afable cobarde a cargo de perlas cómicas como “¡No me alisté para esto!” y “Tengo hambre”. Los últimos dos guionistas son Carlo Bernard y Doug Miro, que escribieron El aprendiz de brujo (The Sorcerer’s Apprentice, 2010) para Nicolas Cage y ahora están escribiendo la tercera de National Treasure. Este film fácilmente podría ser una película de los años dorados de Nicolas Cage. Probablemente hubiera hecho la misma película por menos dinero, y efectivamente ya la hizo: Outcast (2014), en la que también es un guerrero medieval en tierra china. Digan lo que digan de la carrera de Cage, deja la camiseta en todo lo que hace, y hubiera sido más entretenido de ver que Matt Damon, que no se ve ni remotamente interesado en nada de lo que está ocurriendo alrededor, ni siquiera en el supuesto romance que tiene con Lin (Jing Tian). Si La gran muralla funciona en algún punto es gracias a Zhang Yimou, que organiza a sus ejércitos con el mismo perfeccionismo esteta que aplicó en las ceremonias de apertura y cierre de los Juegos Olímpicos en Beijing en 2008. Yimou ha dirigido además ópera y ballet y cualquier cantidad de películas wuxia, es un talentoso para coreografiar espectáculos atractivos y de vez en cuando nos regala una composición original. Pero todo lo demás en La gran muralla le juega en contra: una historia sin contexto, poblada por personajes chatos que sólo existen como herramientas de una trama pedestre y estelarizada por el Matt Damon más insulso. Bajo cualquier otra circunstancia pasaría inadvertida como otra mega producción de Hollywood mediocre.
Nuevo perro, nuevos trucos John Wick 2 (John Wick: Chapter 2, 2017) es todo lo que uno puede querer de la secuela de Sin control (John Wick, 2014), el film de culto que signó el retorno de Keanu Reeves como héroe de acción. Dirigida por Chad Stahelski - quien en la trilogía Matrix coordinara las escenas de artes marciales y fuera el doble de riesgo del propio Reeves - y escrita por Derek Kolstad, no sólo es una película de acción impecablemente filmada sino que redobla la apuesta al peculiar mundo surrealista que la primera entrega apenas develaba. ¿Qué son las películas de John Wick sino films surrealistas vestidos de súper-acción? El mundo, aburrido y cotidiano como lo conocemos, es un campo de juego para una sociedad secreta de asesinos escondidos a plena vista que viven matándose a cambio de recompensas. Viven y mueren bajo dos reglas: la primera es que el Continental - la cadena de hoteles de lujo en la que la mayoría de estos asesinos viven - es el único espacio neutral, un oasis en medio de sesiones de asesinato y espionaje. La segunda, la que saca a Wick nuevamente de su retiro, son las deudas de sangre. La película abre con John Wick - un asesino legendario, infame a lo Keyzer Soze - atando los últimos cabos sueltos de la primera película y “negociando” la paz con Tarasov (Peter Stormare). Habiendo recuperado el último memento de su muerta esposa y conseguido un nuevo perro, Wick se dispone a vivir el resto de sus días en el mausoleo que es su casa. Entonces llega un ex compañero asesino, Santino (Riccardo Scamarcio), esboza su deuda de sangre (literalmente: un relicario embebido en la sangre del deudor) y envía a Wick a Roma a cumplir un último trabajo que trae consecuencias inesperadas. Si a la película le falta algo es el envión de la primera, que contaba una historia un poco más personal y se nutría del shock que resultaba la masacre del cachorro del protagonista (herencia de su difunta esposa). El nuevo film no posee un equivalente así de efectivo, así que es un poco más desenfocada. Se aprecia el detallismo con el que las viejas caras de la película anterior reaparecen en funciones similares, y la adición de enemigos a la altura de Wick como Aries (Ruby Rose) y Cassian (Common). Laurence Fishburne, el Morfeo de Matrix, se reúne con El Elegido en una escena simpática aunque la reunión es más circunstancial que otra cosa. Tras una temporada de acción mediocre en forma de Assassin's Creed (2016) y Resident Evil: Capítulo final (Resident Evil: The Final Chapter, 2016) es un placer ver una película tan estética y comedida como John Wick 2. Las locaciones son sitios fastuosos - mansiones, museos, galerías de arte, hoteles de lujo. En vez de cifrar la acción con cámara temblorosa y montaje hiperactivo Chad Stahelski la presenta elegantemente, con movimientos de cámara concisos y planos largos que centran la acción en vez de esconderla. La coreografía es impresionante pero también pragmática: vemos a Wick utilizando las mismas tácticas y tomas de lucha no porque sean sensacionales sino porque son prácticas. Van con un personaje disciplinado, ascético y harto de las inconveniencias. Son tan divertidas estas películas. Se parecen a lo que un niño imagina en medio de un juego violento durante el recreo. Todos los personajes se conocen y da la impresión que todos son amigos hasta que las reglas los enemistan. Su mundo está fabricado de caprichosos “no se vales” que tienen que ser observados por todos los partícipes, so pena de reclamar el arbitraje de mayores. Los árbitros de este mundo son los gerentes del Continental (Ian McShane en la sede de Nueva York, Franco Nero en la de Roma), que sancionan a los asesinos con el aplomo de profes decepcionados. Una pelea termina ni bien se pone un pie en estos hoteles, el tipo de “pido” inviolable que necesita cualquier juego de manos. Hasta los recursos que los asesinos usan - trocando monedas falsas entre sí y comunicándose con palomas mensajeras - recuerdan a la maña de niños que usan las sobras del mundo de los adultos para escenificar sus juegos. Chad Stahelski y Derek Kolstad probablemente no tenían ninguna intención de plantear tales paralelismos, de extrapolar la imaginación infantil en una película de acción ni de seguirla al pie de la letra en pos de comedia y surrealismo. John Wick 2 es una película sin reflexiones sobre nada en particular salvo las reglas de su propio mundo, pero para el caso lo mismo podría decirse de cualquier charada preescolar: el objetivo es plantear efímeramente una farsa, una realidad alternativa donde la gracia es seguir las reglas en vez de sufrirlas. John Wick 2 capta este aspecto del entretenimiento perfectamente.
Elegí tu veneno Partiendo de aquellas palabras de Ricardo Iorio – el gurú metalero que en una misma vida fundó las bandas V8, Hermética y Almafuerte – Federico Sosa nos lanza al mundo del realismo conurbano y las vicisitudes de tres jóvenes amigos que creen saber lo que quieren, pero no saben cómo conseguirlo. Chacho (Gustavo Pardi) quiere ser actor. La película abre con él en una audición intentando recitar (sin mucho éxito) el famoso monólogo de Iorio. “Encendí un cigarrillo y una tía mía dice, “¡Eso es veneno!”; yo dije “No, yo sé lo que envena…””. Regresa derrotado a la casa que comparte con sus dos amigos. Uno de ellos es Iván (Federico Liss), que tiene un problema con todos (los amigos, la novia, la banda) salvo con Iorio, a quien idolatra. El otro es Rama (Sergio Podeley), que se quiere curtir a la viuda del tipo que murió en sus brazos luego de ser atropellado en una intersección. El monólogo de Iorio alude a que debajo de nuestra sociedad corre una ponzoña más poderosa y dañina que el veneno de un cigarrillo. Pero mientras que las palabras del metalero se concentran en el desvalor de la vida humana – nos habla de parejas maltratadas y bebés muertos – el veneno en la película de Sosa es la pérdida de identidad (nacional). Chacho quiere ser actor, pero su único referente es Marlon Brando, y vacía las arcas de su gaucho padre laburante mientras pierde el tiempo con “castings” y “demo reels”. Iván quiere emular el metal nacional, pero el barrio se ha contagiado con bandas de afuera y su propia banda puja en esa dirección. Rama se encuentra en el medio. Es el amigo que pretende tirar la posta pero da pésimos consejos y siempre te deja pagando. Quiere conquistar a Lucy (Valeria Correa), y para ello decide interesarse en su trabajo veterinario y criar peces en una metáfora sacada de La ley de la calle (Rumble Fish, 1983). La película pasa de un personaje a otro sin concentrarse demasiado en uno, aunque hacia el final es evidente que Chacho ha recorrido el camino más largo y oblicuo de los tres, y se convierte en la voz de la película, literal y figurativamente. Y la película es muy graciosa, por cierto. Los diálogos se sienten vivos y frescos y están editados de manera creíble; el lunfardo se oye bien en la pantalla grande y los personajes reaccionan espontáneamente a él. Tanto Sosa – escritor y director – como sus actores entienden perfectamente cómo piensan sus personajes, y de ahí que su habla sea verosímil y para nada forzada. Yo se lo que envenena (2014) es como una especie de Pizza, birra, faso (1998) menos fatídica y más cómica. Presenta un mundo nuevo y convincente y parece estar hablando por él. No se hace cargo de todos los problemas y las inquietudes que surgen a lo largo de su paso, pero es como le dice Chacho a Rama: “Tenés que hacerte cargo de tu estabilidad emocional antes de preocuparte por tu estabilidad económica”.
Sin lugar para los jóvenes En el medio de un pueblucho texano dos hombres armados entran a robar un banco. Adentro se encuentran con un viejo vaquero, más estupefacto que asustado. “¡Pero si ni siquiera son mejicanos!” exclama. Uno de los ladrones lo encañona y le pregunta si tiene un arma. “Por supuesto,” responde el vaquero, orgulloso. Es tan solo la primera escena de Sin nada que perder (Hell or High Water, 2016) y establece perfectamente el mundo de racismo casual y armamentismo civil que prevalece en el corazón de los Estados Unidos. Los dos hombres son los hermanos Howard, Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster). Toby es un ranchero divorciado y el cerebro del dúo, Tanner es un ex convicto y un tiro al aire. Son como dos forajidos en el Viejo Oeste, con camionetas en vez de corceles, viajando por todo Texas y metódicamente robando el dinero de una cadena de bancos en particular. En principio creemos que su motivación es el afán de lucro, pero descubrimos sus verdaderas intenciones a medida que aprendemos más sobre ellos y su pasado. Del otro lado de la ley se encuentran el sheriff Hamilton (Jeff Bridges) y su ayudante Parker (Gil Birmingham), encargados de atajar la ola de crimen de los hermanos. El mestizo Parker tiene que sufrir en silencio la cómica discriminación de Hamilton, quien está a punto de retirarse y desearía que su compañero se relajara y fuera más compinche. La relación opera con la misma rivalidad y prepoteo fraternal que conduce a los hermanos Howard. Es una lástima que ambos dúos estén separados por la barrera de la ley, porque no hay uno más simpático que el otro. Este moderno Western criminal está dirigido por David Mackenzie y escrito por Taylor Sheridan. Sheridan, un actor de TV devenido en guionista, es el autor de Sicario (2015) y se nota. Ambas películas se plantean como versiones “definitivas” - suerte de destapes periodísticos - sobre los mundos que retratan. No tanto por su presentación como por los detalles de realismo con los que rellenan las historias - como si la historia proviniera desde dentro de ese mundo, y no estuviera relatada por un narrador invasor. El casting de la película es fundamental. El mundo de Sin nada que perder está poblado por personajes que le dan autenticidad, como el vaquero de la primera escena; tanto los hermanos bandidos como los comisarios que los persiguen se cruzan con gente que en apenas una o dos escenas inspiran personalidad e intimidad. Está la camarera gordita cuya lealtad se gana con una buena propina y una camarera milenaria que aconseja pedir comida por descarte (“¿Qué es lo que no quieren?”). Cuando el sheriff interroga a un trío de testigos - “viejos buenos muchachos” de Stetson blanco - los vaqueros no han visto ni oído nada, porque aplauden la rebeldía por principio. La banda sonora está compuesta por Nick Cave y Warren Ellis, un repertorio de country acongojado que por algún motivo no emplea ningún tema de Johnny Cash. Es otro de los elementos que construyen tan efectivamente la atmósfera de la película. El film está nominado a cuatros Óscares: Película, Guión, Edición y Actor de Reparto (Bridges). No es la primera vez que Bridges interpreta a un vaquero de la vieja escuela, y para Película tiene demasiada competencia, pero hasta que la Academia no invente el Óscar a Mejor Casting tranquilamente se podría llevar uno al Guión. El reparto de recepcionistas, meseras y demás papeles circunstanciales recuerda al de Sin lugar para los débiles (No Country for Old Men, 2007) de los hermanos Coen. Hay un logrado cariño y reverencia por estas personas “reales” cuyas vidas son tocadas por la trama. Y como en tantas otras películas de los Coen, el final se distancia de la acción y el espectáculo para ofrecer un duelo de mayor orden - una puesta en común sobre lo que ha ocurrido, y por qué ha ocurrido, entre los sobrevivientes.
Érase una vez en Florida Ben Affleck ha demostrado una y otra vez ser un director capaz desde su ópera prima. Empezando con los thrillers policíacos/criminales Desapareció una noche (Gone Baby Gone, 2007) y Atracción Peligrosa (The Town, 2010) y culminando con la ganadora del Oscar Argo (2012), podría decirse que mejora con cada nueva película. Vivir de noche (Live by Night, 2016) es su primer traspié - una película de género a veces entretenida que deja entrever halos de genialidad pero que a fin de cuentas resulta demasiado complaciente y divagante para su propio bien. Affleck interpreta a Joe Coughlin, un veterano de la Gran Guerra que regresa a su Boston natal determinado a “jamás volver a cumplir órdenes” y se convierte en un ladrón de bancos y aquelarres mafiosos. Se enamora de Emma (Sienna Miller), amante del gánster irlandés Albert White (Robert Glenister), y termina en prisión tras ser traicionado. Al salir años más tarde el país se encuentra en medio de la Gran Depresión. Joe se enlista bajo el capo mafioso Pescatore (Remo Girone), quien lo envía tras los pasos de White a conquistar el crimen organizado de Florida. El comienzo de la película sugiere una trama acotada construida en torno a una historia de venganza. En la práctica, Vivir de noche es una épica criminal que cubre varios años y varias tramas, entre las cuales se vuelve más y más difícil distinguir la central del resto. Joe se codea con la policía local, se alía con los cubanos y ofende a la vieja guardia de racistas que monopolizan el contrabando en plena Ley Seca (incluyendo la KKK). En medio de todo hay tiempo para una trama que involucra al jefe de policía Figgis (Chris Cooper) y su hija Loretta (Elle Fanning), que en tiempo récord: 1) va a buscar fama a Hollywood, 2) cae en la degradación absoluta, 3) se convierte en una cristiana renacida cuyos sermones complican los negocios de Coughlin. Coughlin no lo puede creer, la audiencia tampoco. El ascenso de Joe al poder se convierte en una especie de cruzada social en la que Ben Affleck viene a defender los intereses de las minoridades étnicas por virtud de ser irlandés, trabajar para italianos y cortejar a la cubana Graciela (Zoe Saldaña). Se entrevista con burócratas e inversores y otros recalcitrantes defensores del status quo social y se embarca en reflexiones sobre el futuro de EEUU y su crisol de razas que por más nobles que sean - ahora más que nunca - serían más efectivos si fueran menos sermoneros y el apologista en cuestión no fuera el caucásico Affleck. El personaje de Joe en sí es una enorme hipocresía por parte del guión. He aquí un criminal que una y otra vez insiste en que es un forajido antes que un gánster (la película termina reafirmando su idealismo con imágenes de vaqueros, ícono americano de la justicia por mano propia por excelencia) pero manda a matar como cualquier otro hampón y cuando le toca tampoco tiene mucho problema. En un momento de coqueteo Graciela le dice que no posee “la crueldad necesaria para ser poderoso”, lo cual podría decirse del propio Affleck sobre su papel. En otra época el papel del metódico criminal autoexiliado habría ido para Humphrey Bogart, el tipo rudo con corazón de oro por excelencia. Affleck interpreta el estereotipo con el corazón palpitante expuesto, sin ningún velo de misterio que lo cubra. Quizás es más un problema de casting que de actuación, aunque Affleck se muestra un director más que competente cuando tiene que dirigir a los demás. El elenco entero es envidiable. El papel de Zoe Saldaña normalmente sería accesorio, pero logra conjugar un personaje en su propia ley. Los dos personajes más intrigantes son Remo Girone como el tenebroso padrino de la mafia italiana y Matthew Maher como un sociópata del Klan, ambos tan enérgicos e impredecibles que reaniman la película en lo que tienen de pantalla. Vivir de noche podría haber sido tanto mejor que su resultado final. Hay mucho talento en juego. El elenco, la ambientación, la fotografía de Robert Richardson e incluso la base literaria (una novela de Dennis Lehane, que también escribió Desapareció una noche) prometen mucho más de lo que rinden, que es una película entretenida pero floja y no particularmente memorable.
Final de juego Resident Evil: Capítulo final (Resident Evil: The Final Chapter, 2016) supone la culminación de la serie Resident Evil, que empezó en el 2002 y con esta nueva entrega suma seis películas. Hay que felicitar la intención del director/escritor Paul W.S. Anderson de matar la gallina de los huevos de oro, tratándose de la serie de adaptaciones de videojuegos más taquillera de la historia, si bien ninguna de las películas supera 20%-30% de aprobación en Rotten Tomatoes. Van 15 años de esto y la historia es la misma de las otras cinco películas: Alice (Milla Jovovich) despierta sola y confundida en el medio de la nada, deambula un rato matando zombis y eventualmente se une a un grupo de sobrevivientes con los cuales emprende una misión. Esta vez se trata de largar un antivirus aéreo para terminar con la pandemia zombi de una vez por todas. Alice tiene un límite de 48 horas para largar el antivirus porque “en 48 horas el último asentamiento humano caerá”. Jamás vemos tal asentamiento, ni la amenaza que supuestamente pende sobre él. Se trata de tensión arbitraria, una excusa para apurar la trama y doblar la apuesta, probablemente motivada porque desde hace ya tres películas que el mundo ha sido totalmente corroído por zombis y por lo tanto, ¿cuál es el apuro? Hay una especie de teatralidad adolescente en cada decisión que toman estos personajes, que prefieren el espectáculo al pragmatismo. La mayoría de sus problemas podrían resolverse de manera rápida y efectiva si no tuvieran que agotar las opciones llamativas pero estúpidas primero. Un villano, en su intento de asedio, libera un prisionero como carnada y guía una estampida de zombis hacia la barricada de nuestros héroes. Cuando falla simplemente dispara un cohete contra la barricada - el mismo cohete que podría haber disparado en principio. Nuestros héroes defienden el bastión encarnizadamente, perdiendo vidas y territorio, hasta que deciden oprimir un botón equivalente a la victoria instantánea. Otro villano larga una jauría de perros zombis para detener a los héroes camino a su búnker en vez de cerrar la puerta (se le ocurre cerrarla más tarde). Luego enciende una trampa mortal, mata a alguien con ella e inmediatamente la apaga antes de matar al resto. Así cada cinco o diez minutos, una cabalgata de gente estúpida obrando estúpidamente. Con un poco de visión y sentido del humor esto podría haber sido una comedia brillante a lo Zoolander (2001). La mayor parte del elenco (Ruby Rose, Eoin Macken, William Levy, Rola) de por sí son modelos antes que actores. Esperamos acción descerebrada (nada innoble en ello), la decepción es el montaje descerebrado. La edición es tan confusa y desprolija que a menudo es difícil determinar en medio de una pelea quién es quién y qué está pasando. La cámara en mano no ayuda; las escenas predominantemente nocturnas tampoco. Algo tan sencillo como un golpe o un disparo se construye con una sucesión epiléptica de diez o quince planos que no hacen más que confundir la acción y aplacar la adrenalina. La serie jamás se ha destacado por su coherencia, ya sea entre películas o incluso dentro de las mismas. El personaje de Alice, por ejemplo, comienza como un doble agente amnésico en la primera película, se convierte en heroína de acción en la segunda, obtiene poderes psíquicos/telekinéticos en la tercera (los cuales pierde al principio de la cuarta) y al final de la quinta recupera súper poderes que la sexta le quita de entrada. El personaje - la cara de la serie - es tan insípido que apenas se lo puede llamar personaje; es una incógnita cuyo comportamiento y capacidad dependen de cada film como podrían depender del clima. ¿No sería lindo estar celebrando el cénit de la trayectoria de Milla Jovovich como heroína de acción? El cine no tiene muchas. La única actriz “de acción” en llevar una carrera más o menos consistente a la par es Kate Beckinsale, la estrella de la serie Inframundo (cuya quinta entrega también se estrenó en 2016). No hay mucho que las distinga - ambas profesan la misma determinación genérica, la misma intensidad iracunda - salvo que cada tanto Jovovich esboza una mueca de satisfacción que la hace inmediatamente más simpática. Se está divirtiendo. Lo mejor que tiene para ofrecer la película, y algo que ciertamente ninguna otra ha hecho, es darle un cierre a la protagonista, explicando finalmente su origen y razón de ser. Por más ridículo que se sea, por más incoherencias que suponga, hay un intento consciente por definir a la protagonista y terminar de recorrer un camino en vez de matar el tiempo como ha sido el caso durante la mayor parte de la serie. Que aquí muera.
Golpe al corazón Damien Chazelle, quien en 2014 debutó como escritor y director de Whiplash, Música y Obsesión (Whiplash), se está haciendo rápidamente un currículo de películas formalmente perfectas pero armadas entorno a credos problemáticos. La tesis de Whiplash, Música y Obsesión es que el abuso físico y psicológico son estrategias didácticas no sólo válidas sino hasta imprescindibles para despertar el genio del alumno. La de La La Land (2016) es que el amor y el éxito son incompatibles. Algo de esto ya se entrevé en Whiplash, Música y Obsesión, cuando el joven Andrew Neiman (Miles Teller) debe deshacerse de una relación perfectamente sana y prometedora para abocarse del todo al abuso sistemático de su profesor de batería. La La Land hace de aquella subtrama su propia película, planteada como una comedia musical inspirada en las del Hollywood de antaño. Es una oda nostálgica a un género y un tiempo ya muertos – como ¡Salve César! (Hail, Caesar, 2016) de los hermanos Joel y Ethan Coen – y el hecho de estar ambientada en la modernidad le tiene sin cuidado a la hora de sugerir que el glamour del viejo Hollywood aún existe a la vuelta de la esquina. Los protagonistas son Sebastian (Ryan Gosling) y Mia (Emma Stone), dos aspirantes a la fama – él como músico y ella como actriz – que se encuentran ya demasiado frustrados e impacientes por la mala suerte pero que a través del amor potencian sus sueños, forzándose mutuamente a seguir persiguiéndolos. Esto los lleva por senderos complicados, en los que el éxito y la pasión son difíciles de conciliar. ¿Vale la pena apasionarse por el éxito? ¿Vale la pena ser exitoso por algo que no te apasiona? Todo esto se muestra con una estética que replica la “falsedad” del set anticuado – Los Ángeles es una serie de escenarios encandilados, revistos de colores primarios de alto contraste y relleno de extras listos para unirse a complejísimos números musicales. Los peores musicales sacan número tras número porque sí. Éste es el buen tipo de musical, en el que cada número es único de alguna forma y refleja algo urgente y relevante a la trama. Y cuando termina es una lástima. El film comienza con el mejor de todos, una coreografía secuencial en un embotellamiento en el medio de una autopista, con una música alegre y enérgica que sienta el tono y leitmotiv del resto de la película. Hay un número en el que la pareja literalmente baila en las nubes, a lo Moulin Rouge (2001). Y otro de tap en el que canalizan a Fred Astaire y Ginger Rogers. La comparación no es gratuita; ésta es la tercera película que reúne a Ryan Gosling y Emma Stone y la química cómica y romántica del dúo es memorable. La La Land es una película hermosa que esquiva la cursilería y el golpe bajo con momentos espontáneos de realismo – la gran pelea que le espera a la pareja, a tres cuartos de final, es una expresión de conflicto genuina más que un recurso de guión – y por lo demás es sumamente efectiva como comedia, romance y musical. En el fondo de todo está la divisiva cuestión de la ideología de la película, en la que ahora no uno sino dos seres se flagelan en el nombre de la excelencia personal. Lejos de arruinarla con un planteo tan polémico – sea cual sea la opinión de cada uno sobre la cuestión –, termina convirtiendo una comedia en tragicomedia.
Pulse Start En ningún momento de sus casi dos horas de duración Assassin's Creed (2016) está cerca de ser una buena película (la primera escena, que yuxtapone un clan de asesinos encapuchados en la España del siglo XV con música de rock & roll, detalla el pedigrí de la producción mejor que nada), pero de vez en cuando está a punto de ponerse entretenida. Nunca llega a serlo del todo. La película está dirigida por Justin Kurzel y escrita por Bill Collage, Adam Cooper y Michael Lesslie, sobre la serie de videojuegos de Ubisoft. Cometen el mismo error que tantos otros antes de ellos al encarar la tarea de llevar un videojuego a la pantalla grande: se toman una trama ridícula demasiado en serio. La serie de juegos trata sobre una histórica lucha entre dos bandos: los Templarios, que intentan someter al mundo bajo control, y los Asesinos, cuya existencia es enteramente reaccionaria a la de sus enemigos. La lucha gira en torno a la búsqueda y uso de artefactos pseudocientíficos en períodos tales como las Cruzadas, el Renacimiento, etc. La parte que a nadie le gusta es que el marco narrativo de los juegos es el presente, y las aventuras históricas técnicamente son sesiones de realidad virtual diseñadas por los Templarios para descubrir la locación de dichos artefactos. En cuanto a la película, Callum Lynch (Michael Fassbender) es secuestrado por científicos Templarios (liderados por Jeremy Irons y Marion Cotillard) y forzado a revivir las memorias de su antepasado, el Asesino Aguilar, con tal de rastrear el paradero del “Fruto del Edén”. ¿Qué es el Fruto del Edén? “Una reliquia que contiene el código genético del libre albedrío,” explica alguien. Ya. Lo importante es que todos lo quieren y avanza la trama, así que califica como MacGuffin. La película se divide en un 70/30 por ciento entre el “presente” 2016 y la España de 1492, en la que Aguilar (también interpretado por Michael Fassbender) pelea contra los esbirros de Torquemada. Lynch es enchufado a un brazo mecánico y suspendido en el aire para que pueda copiar libremente los movimientos de su ancestro, los cuales vemos en paralelo a la acción. No es la mejor decisión interrumpir constantemente las escenas históricas con inserciones de Lynch pataleando en el aire, sólo para recordarnos de que estamos viendo un simulacro. El resto de la película, lamentablemente, se desperdicia en explicar los matices más confusos de su ciencia ficción y rumiar sobre filosofía barata. Es una pena pero también es lo más parecido que hay a una historia, porque el tercio que le corresponde a Aguilar es pura acción: escenas sin contexto en las que lucha contra las fuerzas armadas de la Inquisición y huye con lujo de parkour por los tejados de Andalucía. Formalmente estas secuencias se ven geniales - estamos ante el mismo director de la visualmente atractiva Macbeth (2015) - y no muy distintas a los momentos más espectaculares de los juegos, pero carecen de su fluidez. El montaje ya de por sí es frenético, ¿hace falta quebrar la inmersión alternando entre la memoria en sí y la realidad de Lynch reviviéndola? Aguilar jamás se constituye como personaje y a efectos de la trama no es más que el avatar de Lynch, que juega un videojuego para entretenimiento del público (tan segregada está la acción del resto de la historia). Aguilar es acompañado por una secuaz femenina (Ariane Labed) que tiene igual de atención de la cámara y con la que comparte la mayoría de sus aventuras, pero ni nombre recibe: un espacio a llenar. Irons y Cotillard dispensan información y nada más. Actores del porte de Brendan Gleeson y Charlotte Rampling interpretan papeles mediocres en escenas insignificantes. Hay peores adaptaciones de videojuegos, lo cual no es decir mucho. Si tan solo le hubieran seguido al hilo a la ridiculez cómica de los juegos en vez de tomarse todo tan en serio, o si hubieran eliminado el marco narrativo, o si se hubieran concentrado en una de las dos historias. Hay tantas formas en que se podría haber aprovechado el concepto y salvado lo bueno del film, que en definitiva es la coreografía y el diseño de producción. Siempre que parece que Assassin's Creed está por ponerse interesante, Kurzel tira del enchufe y desconecta la consola.
Trozo de vida Mi último fracaso (2016) documenta la vida de la coreano-argentina Cecilia Kang y su entorno familiar, que posee un eje predominantemente femenino – la abuela, la madre, la hermana, las amigas, la profesora, etc. Es una película muy amena y placentera que parece haber sido hecha sin otra consigna que proveer un pantallazo desestructurado de vida. “Slice of life” se llama en inglés, del “tranche de vie” francés. Kang roza superficialmente un amplio campo semántico de temas – la dicotomía del inmigrante que vive simultáneamente entre dos culturas; la nostalgia, la tradición, el sectarismo. No ahonda particularmente en ninguno, no hay grandes revelaciones. Todo recibe un tratamiento poco más que mundano y algo distraído. Se provee un panorama, en el sentido más distante y dilatado de la palabra. Mi último fracaso es una película hecha de momentos. Momentos que no existen en función de un argumento. Hay momentos de emotividad en las entrevistas familiares. Hay momentos de choque cultural (una sesión fotográfica ante la lápida de un abuelo). Momentos de filosofía adolescente borracha en un karaoke. Momentos de filmar al perro, a la nona cocinando, etc. La película termina con un momento particularmente simpático (un brindis con aire festivo), concluyendo con un plano chistoso de todos los zapatos que se han acumulado dada la cantidad de comensales descalzos. Es una buena forma de salir de Mi último fracaso con un lindo recuerdo.