A sangre fría Ramón Cáceres (77) desposó a Norma Aveldaño (33) en Deán Funes, Córdoba. Tres años más tarde la mujer y su hermano asesinaron a Cáceres con alevosía en San José de las Salinas. A la fecha, éste es el único crimen registrado en la historia del pueblo, que posee unos 700 habitantes. La película Crimen de las Salinas (2016), de Lucas Distéfano, reconstruye el caso. La fuente principal del documental son las divagaciones de los pueblerinos, que especulan sobre la relación entre Cáceres y Aveldaño – ¿por qué se casaron? ¿Por qué lo mató? Cáceres no era un hombre de buen vivir ni tenía mucho en su haber, salvo por una exigua jubilación. Opinan policías, abogados, vecinos, familiares – el pueblo entero aporta su punto de vista. Mientras tanto la cámara de Distéfano hace unos sugestivos travellings a lo largo del desierto salino y la chatarra que lo decora. Algunas tomas parecen sacadas del mundo post-apocalíptico de Mad Max (1979). La implicación naturalista a lo largo de la película es que un entorno inclemente – que no rinde trabajo y empobrece a la gente – es lo que lleva a la fatídica pulsión criminal. Básicamente Distéfano reflota un viejo caso policial que tuvo muy poca cobertura en su momento – toda búsqueda de los nombres de los protagonistas en Internet resulta infructífera, salvo por las menciones de la propia película – y lo utiliza para enhebrar una pequeña trama de rumores y cuchicheos. El caso es relativamente mundano y la película acepta los hechos de cómo ocurrió el homicidio, quién lo perpetró y la cadena perpetua que cumplen los homicidas en la cárcel de Bouwer. Lo que se pone en cuestión es la motivación. Ninguna hipótesis cierra del todo, lo cual es lo que lo hace tan atractivo.
Maravilla de las maravillas Luego de más de 20 años de ires y venires en una de las producciones cinematográficas más obstaculizadas de los tiempos modernos, el hecho de que se estrene Mujer maravilla (Wonder Woman, 2017) es un logro de por sí solo. He aquí la primera película de la superheroína más icónica de los cómics y la televisión hecha por Patty Jenkins, la primera mujer en dirigir una película de superhéroes. Lo que debería ser un suceso histórico es más bien un engranaje en la maquinaria del “universo expandido” de DC: la película posee suficiente frescura, reveses y elementos exóticos como para destacarse dentro de lo que es el gran “más de lo mismo” del cine de superhéroes, pero parece una oportunidad desperdiciada el hecho de que la trama de Mujer maravilla apenas roce la temática de feminismo con la que se asocia al personaje (en parte porque su heroína apenas es expuesta a él). La premisa es la siguiente: un reino de guerreras amazonas sobrevive escondido del resto de la humanidad desde tiempos inmemoriales en una isla mágica hasta que, de casualidad, el soldado Steve Trevor (Chris Pine) naufraga en sus orillas, conmueve a la Princesa Diana (Gal Gadot) con historias de guerra y ambos regresan al mundo real para continuar peleando. La guerra es la Gran Guerra, posteriormente la Primera Guerra Mundial, la cual suele ser ignorada por el cine porque es más difícil distinguir entre buenos y malos que en la Segunda, aunque en esta película no es problema (“Yo soy el bueno, ellos son los malos,” dice el yanqui Trevor señalando el ejército alemán que lo persigue). Irónicamente la ambigüedad del bien y el mal termina siendo el tema central de la historia. Son los últimos días de la guerra y se está por firmar el armisticio, pero el maníaco General Ludendorff (Danny Huston) planea decimar las fuerzas aliadas con un gas mortífero desarrollado por la Dra. Maru (Elena Anaya). Lo interesante de la película es que Diana (jamás es referida como ‘Mujer Maravilla’) ha tomado las historias de su madre Hipólita (Connie Nielsen) y tía Antíope (Robin Wright) a pie de la letra y ha entrenado toda su vida anticipando el retorno de Ares, el mítico dios de la guerra. Cuando el extranjero Trevor le describe los horrores de la Gran Guerra, Diana queda convencida de que su misión es encontrar y derrotar a Ares en persona, como si el mal pudiera ser adjudicado a una única entidad y arrancado de raíz definitivamente. La trama pues está dispuesta para que el mundo que Diana descubre choque con el mundo en el que Diana cree, y que en el clímax de la historia enfrente la decepción. Es una estructura inusual para una película de superhéroes, en las que el alter ego heroico suele ser una reacción a un trauma que pone en juego sus valores y motiva la defensa exagerada de valores opuestos. Aquí en cambio se invierte la fórmula: Diana ya es una superheroína cuando empieza la historia, y su aventura la llevará a cuestionar sus valores en vez de reafirmarlos. Gal Gadot puede o no ser la mejor elección para interpretar a la Mujer Maravilla. A veces parece más una modelo de pasarela (como cuando desfila por la infame Tierra de Nadie mientras llueven balas y misiles alrededor suyo, con lujo de cámara lenta y lo que debe ser un gigantesco ventilador de piso a un costado) que una auténtica guerrera como el resto de las amazonas que habitan Temiscira. Pero la actriz es creíblemente naif y su comportamiento es auténticamente alienígena entre el resto de los personajes, y su inevitable romance con el carismático Trevor es una parte intrínseca de su desarrollo como personaje en vez de ser un plus de sabor para el tráiler. La conclusión de la película requiere que Diana invoque el poder del amor a gritos y que su razonamiento maniqueo sobre la naturaleza del bien y el mal sea en parte validado. Mujer maravilla está repleta de oportunidades fallidas por el estilo, pero no deja de ser una película entretenida, balanceando correctamente el humor y la seriedad, y con una energía más sincera, sentida y simpática que sus pares - de lo mejor que DC ha creado en sus atolondrados intentos por imitar el modelo de Marvel.
Aguas exploradas De entrada es alarmante que Disney no se decida por un nombre para la quinta ‘Piratas del Caribe’, subtitulada La Venganza de Salazar o Dead Men Tell No Tales. Significa que el título es puramente cosmético y que la historia es tan genérica que da igual cómo se la llama. Eso suele ser problema de las películas que salen directo en DVD. Piratas del Caribe: La venganza de Salazar (2017), por llamarla algo, es no solo la entrega más breve de la serie sino también la más barata desde la segunda película, hecha en gran parte con incentivos fiscales originalmente destinados para otro proyecto. La renuencia de Disney a continuar invirtiendo en la serie se debe en parte al fiasco crítico y comercial que fue El llanero solitario(The Lone Ranger, 2013), que puso en duda cuan bancable es la estrella de Johnny Depp. El detrás de escena sobre la producción de la película debería ser irrelevante al criticarla pero todos estos datos delatan una verdad que la película no tarda en confirmar: nadie involucrado en su producción tenía particularmente ganas de estarlo, y sólo existe para probar el agua y ver si la marca registrada aún es popular como para iniciar un nuevo ciclo de películas. La fórmula es tan irreducible que cada elemento de la historia es “de facto”. Hay un villano no-muerto de facto, el Capitán Salazar (Javier Bardem), que tiene un feudo histórico con el protagonista de facto, Jack Sparrow (Johnny Depp), quien se ve forzado a aliarse con una pareja romántica de facto, Henry (Brenton Thwaites) y Carina (Kaya Scodelario), porque todos buscan el mismo objeto mágico de facto. El objeto en cuestión es “el tridente de Poseidón”, el cual tiene el poder de exorcizar cuanta maldición existe en el mar, incluyendo la que aqueja a Salazar y su tripulación, condenados a infestar el Triángulo de las Bermudas como fantasmas. En una serie de películas en las que los personajes se han abocado de por vida a cazar distintos artilugios con la facultad de romper cada uno tal o cual maldición, no se explica por qué recién en la quinta buscan el que es capaz de romperlas todas, y en el tiempo récord de 129 minutos. La mejor parte nuevamente son las interpretaciones de los tres actores que, a la fecha, son los únicos en aparecer en todas las películas: Depp, que alguna vez fue nominado al Óscar por su interpretación como Jack Sparrow y si bien su personaje ha sufrido de sobreexposición el actor continúa haciendo su gracia con un ritmo cómico impecable; Kevin McNally como Gibbs, el sufrido segundo de Sparrow y suerte de Sancho Panza; y Geoffrey Rush como Barbossa, su aliado y otrora enemigo, aquí revelando una faceta más humana del personaje. El film signa también el retorno de Orlando Bloom y Keira Knightley. Su parte en la historia es lo que pasa cuando se dejan cabos sueltos para secuelas que nunca ocurren: quedan reducidos a pequeños cameos conciliatorios e irrelevantes, aunque probablemente serán suficientes para complacer a los fans. Bardem es servible y olvidable como el antagonista de turno. Y dado que las películas anteriores establecieron que Jack Sparrow es hijo de un Rolling Stone, ésta continúa el chiste dándole un Beatle de tío. Piratas del Caribe: La venganza de Salazar es la segunda vez que la serie amaga con concluir definitivamente, aunque el horizonte inevitablemente siempre queda despejado para más aventuras. La serie, inspirada literalmente en un parque de atracciones, mantiene su estándar de entrenamiento ligero y sensacional pero parece resignada a continuar repitiendo sus Grandes Hits en vez de navegar hacia aguas inexploradas.
Prometeo 2.0 Alien: Covenant (2017) secunda a Prometeo (Prometheus, 2012) como la nueva precuela de la saga ‘Alien’. Es intrigante, repulsiva, a veces aterradora y con algunos giros oscuros - todo lo que esperamos de una película de la serie. Pero carece de historia propia: como producto derivado depende totalmente de nuestro entendimiento de la película anterior y de nuestra reverencia por la franquicia. Dirigida por Ridley Scott - el padre de la saga - la película es técnicamente una secuela de Prometeo, pero a grandes rasgos hace las veces de remake también. Por lo pronto cuenta la misma historia: un grupo de científicos persigue una misteriosa señal hasta un planeta donde, tras manosear estúpidamente la flora local, son infectados por voraces patógenos y luego dan a luz a las mismas criaturas que cazarán al resto de la tripulación. Una de las críticas más notables hacia Prometeo fue la ridícula falta de sentido común de sus hombres y mujeres de ciencia. Algo que aquí se repite en menor medida (las pobres almas de la nave colonizadora ‘Covenant’ están plagadas más por la mala suerte que la imbecilidad) aunque en retrospectiva es una pésima, pésima idea salir a explorar un nuevo planeta sin un casco. La protagonista de facto es Daniels (Katherine Waterston), oficial a bordo del ‘Covenant’ y burda imitación de la heroína original interpretada por Sigourney Weaver. Su marido y capitán de la nave perece cuando su cápsula de hibernación se incendia, por lo que queda al mando el pusilánime Oram (Billy Crudup), quien redirige el curso de la nave hacia un misterioso planeta que aparece de la nada y promete ser tan habitable como la Tierra. Parecería que su falta de piel con la tripulación traerá problemas y su liderazgo será cuestionado, pero ni bien aparecen los xenomorfos todo atisbo de conflicto humano desaparece de la historia. ¿Qué se puede decir de los xenomorfos que no se haya registrado en casi 40 años de su introducción al cine desde Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979)? Diseñada por H. R. Giger, la criatura sigue siendo un asco de baba y dientes, repelente y extrañamente sexual por la forma en que impregna y penetra a sus víctimas. El diseño es perfecto y sus subsiguientes iteraciones no han hecho más que adornarlo y retocarlo innecesariamente. Si el público ya no se ha curado del espanto a esta altura, Alien: Covenant lo hará por la forma en que explica y sobreexpone a su extraterrestre estrella. La otra estrella de la película es Michael Fassbender en el papel dual de los androides Walter y David (este último superviviente de la película anterior). David es quien está a cargo de exponer la ideología de la película y brindar peso dramático a la historia a través de su obsesión de crear “el organismo perfecto”, al diablo las tres leyes de la robótica. Sus argumentos son un tanto pedantes en la medida en que se comporta como un villano tocando Wagner, recitando a Shelley y burlándose de la mortalidad del ser humano, pero es convincente cómo intenta seducir a su humilde contraparte Walter con la tentación de jugar a Dios. Idealmente se debería criticar a Alien: Covenant por mérito propio pero la película se vuelve inseparable de Prometeo en su calidad de secuela directa y remake extraoficial. Arrastra varios errores pero corrige otros tantos, aunque en definitiva no hace más que contar la misma historia, expandiendo preguntas que nadie hizo y dando respuestas que socavan el poder y el misticismo cósmico del alien. Así como David juega cual alquimista combinando sus parásitos espaciales, Ridley Scott continúa engendrando películas como si no supiera que ya creó el organismo perfecto hace mucho tiempo.
RocknCamelot Lo mejor y lo peor que se puede decir de El Rey Arturo: La Leyenda de la Espada (King Arthur: Legend of the Sword, 2017) es que está dirigida por Guy Ritchie, un director que inyecta su propio estilo indiferentemente de si la película se beneficia de él o no. Bien por los que recuerdan Snatch: Cerdos y diamantes (Snatch, 2000) con afecto, mal por los que quieren ver una película sobre el Rey Arturo. El “estilo” de Guy Ritchie comienza por su incapacidad de imaginar otros personajes que no sean matones y diálogos que no sean pura bravata, lo cual mella muy bien cuando sus proyectos involucran al bajo mundo criminal (siempre a la merced de la suerte y la estupidez) pero no tanto en el contexto del ciclo de leyendas artúricas, que supuestamente celebran conceptos de honor, nobleza y galantería. Si Ritchie y su co-escritor Lionel Wigram tenían el capricho de hacer una épica de capa y espada, ¿por qué no elegir a Robin Hood? Va de la mano con todo lo que el director idolatra y produciría una experiencia más auténtica que la que Ridley Scott legó en 2010. Arturo (Charlie Hunnam) es Robin Hood bajo otro nombre, un malviviente que comienza robando por afán y termina uniéndose a un grupo de guerrilleros que traman en las profundidades de un bosque contra la tiranía del rey de Inglaterra. “Termina” es la palabra correcta, porque el protagonista pasa la mayor parte de la historia ignorando el proverbial llamado del Camino del Héroe y desmayándose cada vez que ase la espada Excalibur. Estos desmayos van de la mano con visiones que lo remontan a la escena de la muerte de su padre Uther (Eric Bana), racionadas a lo largo del film como si fueran a revelar un gran misterio al final. No hay tal satisfacción. Arturo no es un personaje muy interesante ni Hunnam un actor que brinde gran presencia a la pantalla; de más interés es su tío Vortigern (Jude Law), que usurpa la corona en el primer acto, luego de una intrigante batalla entre Camelot y hechiceros invasores. Law ha demostrado una y otra vez lo bien que le sale proyectar desprecio y odio propio al mismo tiempo. A través del personaje, por más caricaturesco que sea, hay rastros de Shakespeare: el tío filicida de “Hamlet”, el padre desdichado de “King Lear” y el ambicioso iluso de “Macbeth”, que consulta su futuro con tres brujas. Es tan divertido de ver como probablemente fue de interpretar para el actor. Del lado de Arturo hay una maga (Astrid Berges-Frisbey), supuestamente emisaria de Merlín pero dado que la película no le da nombre salvo “la maga” ella misma podría ser Merlín. También hay una cantidad extraordinaria de personajes secundarios apenas distinguidos uno del otro por nombre y raza (la anacrónica Inglaterra de Arturo incluye caballeros africanos y karatecas asiáticos), y cuando uno de ellos peligra de muerte resulta difícil conmoverse por él. Arturo tiene tan solo otras dos docenas de camaradas igualmente chistosos y subdesarrollados a mano. Sobre la cuestión de la hechicería, la inclusión de elementos fantásticos parece extraña en principio pero pronto se descubre como una de las pocas vetas creativas de la película, incorporando mitología celta y reimaginando con algo de ingenio el mito detrás de la espada en la piedra. A raíz de esto la historia está llena de pequeños misterios, de rutas que podría seguir si tuviera más curiosidad y momentos que podrían despegar en algo más entretenido, pero jamás se desvía del sendero más obvio y lineal de todos. Hay incontables versiones fílmicas sobre el Rey Arturo, Excalibur y sus caballeros; lo único que Guy Ritchie logra aquí es forzar su impronta en una de ellas.
Great Again No es ninguna gran revelación comparar a ¡Huye! (Get Out, 2017) con The Stepford Wives (1975). Aún si los avances no arruinaran la trama, la propia película no pierde ningún tiempo en invitar la comparación. Ambas cuentan historias de terror en clave de sátira social en las que el lugar más siniestro y opresivo del mundo es el suburbio del hombre blanco, sólo que aquí el motor es racismo en lugar de sexismo. Ésta es la ópera prima de Jordan Peele, mejor conocido como la mitad del dúo cómico Key & Peele. Se descubre como un capacitado director de miedo, concentrado más en la construcción de atmósfera y no tanto en sustos baratos, aunque no puede dejar desperdiciar cuanta oportunidad cómica se presenta, por lo que ¡Huye! queda al borde de ser una parodia de sí misma. Hay un extraño balance de risa y miedo en esta película. El protagonista es Chris (Daniel Kaluuya), un hombre negro en una relación con Rose (Allison Williams), una mujer blanca. Chris viaja un fin de semana a conocer a los padres de Rose. ¿Saben que es negro? Rose no cree que importe. “Mi papá hubiera votado por Obama una tercera vez si hubiera podido,” le reprocha. Cuando llegan el padre (Bradley Whitford) rechaza una primera impresión racista (emplea afroamericanos para las labores domésticas) con la misma frase, y la madre (Catherine Keener) ofrece hipnotizar a Chris. Algo anda mal. Algo anda mal y no cabe la menor duda de que no se trata de simple paranoia, porque la película empieza con la escena que empieza. Nos dejamos seducir por las operaciones de tensión e incomodidad que la trama va generando - en particular, la perturbadora obsecuencia con la que la comunidad burguesa de gente blanca recibe y adula a Chris por el mero color de su piel. Pero una vez que la pantomima termina - y es una lástima que termine - la historia pierde fuerza y la película pasa a mostrar en vez de sugerir y a explicar en vez de mostrar. El final definitivamente no está a la altura de lo que ¡Huye! promete durante su primera mitad. Una de las grandes revelaciones de la película, acerca de cierto personaje, se hace dos veces. Asimismo se nos enseña dos veces el oscuro secreto de la familia de Rose: la primera vez es de manera ingeniosa, durante un silencioso partido de bingo que posee resabios de otra cosa; la segunda consta de mostrarle un par de videos explicativos a Chris. Como si Jordan Peele (escritor y director) no estuviera convencido de sus propias dotes y por cada sugerencia que hace tuviera que repetir y aclarar para los que se sientan al fondo. El desenlace en sí concluye con tal levedad que amenaza con deshacer el impacto del mensaje de la historia. Teniendo en cuenta estas y otras decisiones que debilitan el guión, y más allá de que todos reconocemos la trillada “fábula Stepford”, es insoslayable el hecho de que ¡Huye! logra algo que pocos films de su calaña apenas intentan hacer: alimentar una historia de miedo con patologías humanas en vez de cucos y poltergeists, utilizar el género para postular una crítica social y en medio de todo encontrar la gracia y el horror de la cuestión. Si ¡Huye! no es tan buena como podría haber sido, ojalá inspire películas parecidas y en lo posible mejores.
Cristiani was here A lo largo del documental Sin dejar rastros (2015) un coro de voces implora al unísono: no nos olvidemos de Quirino Cristiani. “Hay que reconocerlo,” dice un entrevistado. “Hay que rescatarlo,” dice otro. Cristiani fue uno de los pioneros de la animación nacional (y mundial), y de su extensa obra no ha quedado prácticamente nada. A casi cien años de su primer opus, parece haber legado más reseñas que filmografía. Caricaturista autodidacta, su carrera cinematográfica arrancó como animador para el noticiero de Federico Valle. Por donde se lo mire fue un adelantado a sus tiempos. En 1917 hizo El apóstol, la primera película de largometraje animada (una sátira política sobre Hipólito Yrigoyen). En 1918 hizo Sin dejar rastros (sobre el hundimiento de un buque argentino en plena Gran Guerra), que irónicamente se lleva el premio a la primera película de largometraje animada censurada. En 1931 estrenó Peludópolis (otra sátira sobre Yrigoyen), primera película de largometraje animada y sonora. Todas estas películas se perdieron para siempre “como lágrimas en la lluvia”, o en este caso nitrato en el fuego. Es muy noble de parte del director/productor/escritor Diego Kartaszewicz erigir este documental in memoriam en nombre de Quirino Cristiani, un artista que al no poder vivir a través de su obra debe hacerlo a través de la memoria colectiva. La película es además una herramienta didáctica efectiva, narrada por el nieto de Cristiani, con la participación póstuma de Manuel García Ferré y Siulnas, y la inclusión de breves segmentos animados según la rudimentaria técnica del propio Cristiani (la cual es básicamente una forma de stop-motion con recortes de papel articulados). Sin dejar rastros es un digno homenaje, acaso obsesionado con su propia trascendencia y sin mucho más para decir sobre el hombre excepto recalcar lo pionero y polifacético que fue. La película por lo demás esboza varios ángulos interesantes que luego deja picando. El legendario encuentro con Walt Disney, por ejemplo, promete un duelo de opuestos perfecto (artesanía y política vs. corporación e infantilismo) pero así como se presenta se descarta, mientras que una incursión en la faceta naturista de Cristiani queda en la nada, otra nota al pie de página. A fin de cuentas Sin dejar rastros va a lograr su cometido, que es perpetuar la memoria de Quirino Cristiani, director de lo que una vez fue proclamado “el triunfo más grande de la cinematografía nacional”. Se lo pinta como un hombre humilde y de bajo perfil que se rindió de buen humor ante la mala leche de perder toda su obra en un par de incendios desafortunados, prácticamente dejándolo sin progenie artística. Le hubiera gustado esta película.
Los guardianes del status quo Si Guardianes de la galaxia (Guardians of Galaxy, 2014) era “una divertida aventura espacial llena de entusiasmo por sí misma, escrita con una indulgencia (y déficit de atención) infantil”, Guardianes de la Galaxia Vol. 2 (Guardians of Galaxy Vol. 2, 2017) trae más de lo mismo. Bien por los que les gustó la primera. La ventaja de la primera película era que contaba una historia más o menos autosuficiente, apartada del bolo fílmico de las demás películas Marvel. No tenía que rendirle cuentas a nadie y podía ser tan tonta y espontánea como quisiera, porque no tenía que compartir el mundo “realista” de los Avengers la segunda aún respira ese mismo aire, pero tiene la desventaja de muchas segundas partes, y es que se siente un puente hacia un tercer y más importante film. En definitiva Guardianes de la Galaxia Vol. 2 es un episodio más dentro de una serie, porque empieza como termina y en el medio no ocurre nada de gran importancia. O mejor dicho, cada personaje tiene una pequeña epifanía acerca del poder de la familia, la amistad o el corazón, y por ello supuestamente son más sabios a fin de cuentas; pero nada que los cambie, altere la dinámica del equipo o diste demasiado de todo lo que ya cubrió la primera película. La historia se centra nuevamente en Peter Quill (Chris Pratt), un forajido espacial, y su tripulación: Gamora (Zoe Saldaña), una alien verde y sexy; Drax (Dave Bautista), un tipo tan musculoso como es naif; Rocket (voz de Bradley Cooper), un mapache con complejo de identidad y Groot (voz de Vin Diesel), una planta bebé ambulante y la cara “tierna” de la película. Quill de repente se encuentra con el padre que nunca conoció, Ego (Kurt Russell), y descubre la verdad acerca de su misteriosa ascendencia y por ende el destino que la acompaña. Los otros dos personajes que regresan para la secuela son Yondu (Michael Rooker) y Nebula (Karen Gillan), respectivamente el padre adoptivo y la hermana resentida de Quill y Gamora, para ahondar sobre el mensaje tripartito de familia, amistad y corazón. Todo esto es tan trillado como suena, pero de vez en cuando la película logra venderlo como un hallazgo auténtico, sobre todo en lo que refiere a las actuaciones de Michael Rooker, un tipo rudo con corazón de oro, y Kurt Russell en el papel de cretino seductor. Si gustó la primera película pueden seguir contando con buenos efectos especiales, algunas vistas espectaculares, una visión artística simpática que inventa razas extraterrestres nomás con pintar personas de color verde, azul o amarillo, y una sensibilidad punk para los villanos que es bien demodé. Como en la primera película, Quill es huérfano de la década de los 80s - la década nostálgica preferida del cine estos días - así que el film está repleto de temas musicales y referencias culturales que resultan cómicas y anticuadas a la vez, porque los compañeros extraterrestres de Quill los valoran en un nivel mitológico. En un mundo donde las películas de superhéroes pueden llegar a tener el peso humano de Logan (2017), apenas se puede perdonar a Guardianes de la Galaxia Vol. 2 por “entretenida y nada más”. Pero mientras la película dura, la diversión lo vale. Y de seguro al menos una de las cinco escenas que la película va largando a lo largo de sus créditos - casi como premios - deje al espectador con ganas de más.
No menciones la guerra Frantz (2016), ambientada en la inmediata posguerra de 1918; versa sobre el trauma de la guerra, siempre retratado con un halo de misterio e imprecisión. La historia sigue a Anna (Paula Beer), una joven alemana que acaba de perder a su prometido, Frantz, en la Gran Guerra. Vive con los padres de su difunto novio, que la tratan de hija. Un día llega a la casa un francés, Adrien (Pierre Niney), quien dice haber sido amigo de Frantz. Al principio hay reticencia en la familia en recibir a un francés – sobre todo el padre, el doctor del pueblo – pero Adrien comienza a alegrar el hogar con las historias de él y Frantz y lo aceptan en el seno familiar. Aquí se pone en juego un recurso interesante que remite al de una de las películas anteriores del director François Ozon, En la casa (Dans la maison, 2012) – las ficciones engañosas como válvulas de escape, la forma en que se perpetúan complacientemente, y la validación del bien fundado en la mentira. De entrada se sabe que Adrien no está siendo totalmente sincero y que hay varias capas de mentiras y verdades por depurar. Ciertos giros de la trama llevan a Anna a construir su propio relato y presentarlo a sus padres adoptivos – los cuales, a su vez, les toca lidiar con la presión social del pueblo. Mientras la historia se sostiene sobre este eje funciona perfectamente. Pero el último trecho de la película se alarga innecesariamente; hasta el último minuto se siguen introduciendo personajes, conflictos y puntos de giro de manera que la intención de la historia va perdiendo fuerza y claridad. Hacia el final la película apuesta todo a una historia de amor por la que es difícil interesarse, en parte porque surge a tan corto plazo, en parte porque se siente más pragmática que pasional. Tampoco queda muy bien la decisión de teñir el blanco y negro de la película a color en ciertas escenas. Por qué algunas escenas son coloreadas es un misterio. A veces parece que se trata sencillamente de colorear flashbacks, o puntos de giro, o algo tan nimio como momentos de felicidad, pero por cada teoría hay al menos una excepción problemática. El final de la película también vira a color en lo que debe ser un intento de clausura genial. Signifique lo que signifique, el recurso es vulgar. La película de François Ozon funciona mientras se apega a las reglas de juego. Ni bien se despista decae notablemente.
La niña capicúa Basado en un libro para niños, AninA (2013) es una tierna y simpática película de animación infantil centrada en la heroína de diez años Anina Yatay Salas y el “lío de novela” en el que se ha metido. El director, Alfredo Soderguit, es quien ilustró el libro original, y aquí importa el mismo estilo simple y naif de sus dibujos a través de un proceso de animación similar al Flash. Es una co-producción uruguaya y colombiana, pero está hecha y ambientada en Montevideo. Las penurias de Anina se remontan a su nombre, que es fuente de muchas burlas en la escuela y amerita el sobrenombre “Capicúa” (“Tengo un nombre que es un chiste!” se queja a su padre, que tiene una extraña obsesión por los palíndromos). Una pelea durante el recreo envía a Anina y a “la elefanta” Yisel a la dirección, donde se les administra un castigo inusual: cada una recibe un sobre sellado con lacre que deberá entregar intacto dentro de una semana. ¿Qué hay dentro del sobre? Anina y su mejor amiga Florencia encabezan la trama, intentando descubrir sus contenidos sin violar los términos del castigo. Pero la historia es suelta y dispersa, y admite varias subtramas que se relacionan apenas vagamente una con la otra: la infatuación que Anina siente por su compañero Yonathan, la severidad de una maestra cuyo lema es “La letra con sangre entra” (lo cual termina convirtiéndose en un pesadillezco número musical) y la caprichosa relación que tiene con sus padres son algunas de las líneas narrativas que la película sigue. Estas historias mínimas llevan a las típicas, sanas conclusiones de película infantil: hay que valorar lo que uno tiene, con la violencia no se aprende, no hay que juzgar a los demás por las frivolidades de su nombre o su aspecto, y lo más importante de todo, hay que atesorar aquello que nos hace especiales. En el caso de Anina, se la pasa absorta en la peculiaridad de su nombre, que dice le ayuda “a ver las cosas de ida y de vuelta” (otra forma de decir “reflexionar”). AninA no es muy diferente a otras películas para niños que pueden tener más gags, más risas y una mejor animación, pero es impermeable al cinismo que está presente, en mayor o menor medida, en todas las cintas que Disney y Pixar producen hoy en día. No necesita de golpes bajos para ser entrañable.