Los lobos de Miami Es difícil no comparar a Amigos de Armas (War Dogs, 2016) con El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013). Cuenta la misma parábola sobre el afán de lucro descarriado, en la que un hombre recto descubre lo fácil que es hacer dinero 1) apoderándose de nichos de mercado insospechados y 2) cortando esquinas, explotando lagunas legales y estafando ante la duda. La comparación se intensifica con la narración avivada del protagonista, David Packouz (Miles Teller), quien nos cuenta la historia de su auge y caída en el mundo del tráfico de armas. A esto se suma la participación de Jonah Hill, quien interpreta virtualmente el mismo papel que hizo en El lobo de Wall Street: tentar al otro con una vida ostentosa y promesas de dinero fácil. Al menos aquí Efraim Diveroli (Hill) y David son amigos de la infancia, y el segundo siempre admiró al primero; nada explica la alianza entre Leonardo DiCaprio y Hill en El lobo de Wall Street. La historia también está basada en hechos reales (o el artículo que inspiraron en la Rolling Stone), aunque esta vez es aún más increíble: en el 2007 el Pentágono firmó un contrato multimillonario con este dúo de veintitantos para que suplieran armas a las fuerzas de ocupación en Afganistán. El fraude no tardó en ser evidente y a raíz del escándalo el Ministerio de Defensa tuvo que rever sus políticas de contratación armamentista. Packouz es un perdedor que vive intentando vender cosas que nadie quiere comprar; Diveroli regresa a su vida en un momento de vulnerabilidad y lo deslumbra con autos, armas y dinero. Diveroli es el tipo de persona que tiene un cuadro de Tony Montana de Scarface en su oficina. Como la mayoría de los veneradores de Tony Montana, prefiere olvidar cómo termina la película. Packouz tiene su propio lapsus de negación imbécil cuando alaba a su amigo como “el tipo de persona que sabe cómo actuar para que confíes en él” y no se le ocurre sumar dos y dos. La película está dirigida por Todd Phillips, quien orquestó la absurda trilogía de ¿Qué pasó ayer? (The Hangover, 2009-2013) e imbuye Amigos de armas con el mismo tipo de energía. Tiene varios momentos graciosos, usualmente a expensas de la insensibilidad y la incorrección política. Al principio parece que va a contar la misma oda drogona a la camaradería – sobre todo dado un episodio, inventado, en el que los muchachos contrabandean un cargamento de armas a lo largo del “Triángulo de la Muerte” iraquí – pero la relación entre Diveroli y Packouz se va volviendo más compleja a medida que la situación se complica y sus verdaderas personalidades salen a flote. El resultado es probablemente la comedia más “sombría” de Todd Phillips, en la que se permite filosofar un poco sobre la política de la guerra, y la forma en que la guerra es simplemente un “sector económico” de la política. Algo similar al salto que hizo Adam McKay – padrino de las mejores comedias de Will Ferrell – al dirigir La gran apuesta(The Big Short, 2015), sobre la crisis financiera del 2007-2008. Algunas historias son tan tristes y patéticas que mejor tratarlas como comedias.
Villanía Dietética Si Escuadrón Suicida (Suicide Squad, 2016) tuviera aunque sea un poco de la personalidad que la campaña publicitaria ha estado ostentando desde que se “filtró” el primero de sus incontables avances sería una película, si no muy buena, satisfactoria. Qué decepción que luego de tanto alarde de anarquía e irreverencia el film se resuma de una manera tan hirientemente mediocre. El chiste de la historia es que los protagonistas son un equipo de villanos – “lo peor de lo peor” – armado por el gobierno de EEUU como plan de contingencia llegado el caso en que decidan hacerle la contra a superhéroes como Superman y retener el poder de denegación. Buena premisa. El principio de la película es prometedor en este aspecto, mientras se van introduciendo uno por uno los integrantes del escuadrón (al compás, un poco apurado, de una playlist de hits tipo “House of the Rising Sun”, “Sympathy for the Devil”, “Seven Nation Army”, etc). Está Deadshot (Will Smith), un asesino a sueldo que nunca erra un tiro; Harley Quinn (Margot Robbie), la desquiciada novia del Guasón (Jared Leto); El Diablo (Jay Hernández), que puede invocar fuego a voluntad; Jay Courtney como el patético Capitán Bumerang y Adewale Akinnuoye-Agbaje como el monstruoso Killer Croc. Los dirige el mundano Rick Flag (Joel Kinnaman), que tiene de guardaespaldas a Katana (Karen Fukuhara), una samurái enmascarada. El elenco es bueno pero sobrecargado; basta decir que Will Smith y Margot Robbie son la mejor parte y demuestran una química similar a la que tuvieron en Focus: Maestros de la estafa (Focus, 2015). Smith no compone a un personaje muy distinto a su figura pública, pero lo hace con gusto y carisma; Robbie es sobresaliente como la sexy, caprichosa y desequilibrada Quinn y se roba todas las escenas. Inútil mencionar al Guasón de Leto: aparece poco y nada, y su rol en la trama es tan inconsecuente que ni vale la pena empezar a compararlo con Jack Nicholson o Heath Ledger. Es en el segundo acto que la historia trepida y nunca se recupera del todo, cuando confirmamos que Escuadrón Suicida no tiene muy en claro qué hacer con el resto de la película. De la nada se inventa un conflicto que es el equivalente, en esfuerzo, a una cena de microondas: una ciudad cualquiera se convierte de repente en un campo de batalla apocalíptico – culpa de la bruja Enchantress (Cara Delevinge) – y el Escuadrón Suicida va a tirotearse con zombies (o algo por el estilo) y desbaratar uno de esos rayos de energía que siempre surgen en estas situaciones, apuntando al cielo y generando un torbellino de porquería alrededor, cosa de ofrecer un punto obvio de ataque. El Escuadrón no hace nada que ningún grupo de superhéroes haría en cualquier otra película de DC o Marvel, lo cual plantea la siguiente cuestión: ¿en qué cambia que sean, técnicamente, villanos? La película no tiene una buena respuesta. Todo este espectáculo sacia de la forma más frívola y genérica posible, y una película mejor estructurada hubiera condensado el grueso de la acción en el tercer acto en vez de sobresaturar toda la cinta. De vez en cuando hay alguna escena simpática en la que los personajes hacen puesta en común, pero generalmente se los desaprovecha – junto al resto de las buenas ideas. No hay nada particularmente malo u ofensivo acerca de Escuadrón Suicida, pero el fracaso en ser la película que pretende ser es evidente cuadro por cuadro.
Broma pesada Basada en el cómic homónimo de 1988, Batman: La broma mortal (Batman: The Killing Joke, 2016) adapta una de las parábolas más célebres y oscuras del Caballero de la Noche. La historia provee lo que muchos consideran la versión definitiva sobre los orígenes del Guasón, si bien el propio Guasón insiste en que su pasado es un “múltiple choice”. Escrita por Alan Moore (creador de Watchmen) e ilustrada por Brian Bolland, “La broma mortal” es una de las obras seminales que formaron parte de la reconfiguración sombría y melancólica que sufrió Batman a fines de la década de los 80s. Para entonces Frank Miller (creador de La ciudad del pecado) había publicado su réquiem “El caballero de la noche regresa” (1986) y reiniciado la serie con “Año Uno” (1987), dándole un sesgo más serio al personaje. Eventualmente las películas de Tim Burton tomarían este incipiente revisionismo y lo canonizarían en el imaginario cinematográfico; Batman: The Animated Series (1992-1995) haría lo mismo para la TV. De todas estas historias, “La broma mortal” es la más perturbadora. ¿Cuán perturbadora? Al llevarla al cine (por apenas un día) ha recibido una clasificación ‘Restringida’. Es la primera película de Batman en recibir tal clasificación. No es particularmente gráfica, pero da rienda suelta a un nivel de violencia y sadismo enajenantes. Que una película animada logre transmitir estas sensaciones es un logro entre loable y desagradable. No hay lugar para heroísmos ni consuelos del status quo en “La broma mortal”. En ella el Guasón mutila de forma permanente a Bárbara Gordon (Batichica) y secuestra a su padre – el Comisionado Gordon – para someterlo a una serie de humillaciones y torturas psicológicas, desnudándolo y paseándolo por un parque de atracciones endemoniado. Batman va tras el Guasón como siempre, pero en vez de un final triunfal obtenemos un amargado y anticlimático dueto filosófico. A lo largo se van presentando fragmentos de la prehistoria del Guasón, cuando era un comediante frustrado. Como Batman, el Guasón “es producto de un mal día” – de una experiencia traumática que los llevó al borde del abismo. Y si bien cada uno tomó un camino diametralmente opuesto al otro – el altruismo y el nihilismo – ambos comparten la misma obsesión enfermiza por demostrar que el otro está equivocado. Cada nueva versión de Batman y el Guasón no hace más que reiterar la misma dicotomía, pero nunca se plasmó con tanta exactitud como en este relato. No es ninguna revelación que la historia es fascinante y compleja (y un poco deprimente). La duda no es si puede hacer una buena película, sino cómo puede una película elevar la historia. De entrada tenemos a Batman y al Guasón, creados por Bob Kane y Bill Finger; tenemos la novela gráfica de Moore y Bolland, la cual además hace de storyboard; tenemos a Kevin Conroy y Mark Hamill, que dan sus inimitables voces a Batman y al Guasón desde que se los anima. La película no tiene más que cobrarse el legado de excelencia que Batman ha dejado tras de sí. ¿Cuál es el aporte original? La animación no es particularmente llamativa; las escenas de acción son competentes, pero los personajes poseen más emoción en sus voces que en sus rostros o su lenguaje corporal. Se destacan la composición de los encuadres y la puesta en escena, calcadas directamente del comic, el cual se ha respetado con bastante fidelidad… hasta cierto punto. El chiste es que se acopla un prólogo de media hora totalmente nuevo que redirige la atención de la historia a Batichica. En un nivel superficial, esto convierte al film en un largometraje, y provee toda la acción que el resto de la película no tiene. Más en profundidad, Batichica deja de ser un recurso narrativo y pasa a ser un personaje; al tenerla de protagonista durante el primer acto, su parálisis adquiere una dimensión trágica que la historia original no tenía. Dicho esto, la primera parte se siente curiosamente desconectada del resto de la historia. Posee un ritmo, tono, estilo y hasta un elenco distintos, casi como si fuera el cortometraje que encabeza la película que vinimos a ver. La disociación incluye un extraño romance entre Batman y Batichica. Batman: La broma mortal goza de una estirpe excelente, cultivada a lo largo de varias generaciones y varios medios. Dado que los pocos aportes que hace a la fórmula no son muy buenos o convincentes, la conclusión es que Warner Bros. hubiera hecho bien en tomar a la novela como instructivo en vez de inspiración.
El BFF El buen amigo gigante (The BFG, 2016) representa uno de los esfuerzos más flojos de Steven Spielberg. La película está basada en el libro homónimo de Roald Dahl, del cual podría decirse lo mismo. Quizás sea apropiado que al intentar adaptar una obra menor Spielberg no pueda sacar en limpio más que otra obra menor. Tratándose de dos de las mentes más imaginativas y seminales de la fantasía infantil, el resultado final es deslucido. La historia sigue a Sofie (Ruby Barnhill), una niña huérfana que es raptada de su hospicio en Londres por un gigante noctámbulo (Mark Rylance) y llevada al País de los Gigantes. Su captor es el BAG (“Buen Amigo Gigante”), un afable coloso que se dedica a cosechar sueños y diseminarlos durante sus escapadas nocturnas. Los demás moradores del País de los Gigantes comen niños y llevan nombres como Devoracarnes y Masangrón. Sofie tuvo suerte. Spielberg trae consigo a los sospechosos de siempre - Frank Marshall y Kathleen Kennedy producen, Rick Carter diseña, Janusz Kaminski filma, John Williams compone, Michael Kahn edita, etc. Obviamente la película se ve y se oye preciosa; de particular genio es que se evite hacer del “País de los Gigantes” el típico Wonderland multicolor y acaramelado, lo cual le da tanto más valor a los destellos de magia. De suma belleza es la escena en que el BAG y Sofie salen a cazar sueños como si fueran insectos, y tienen su primer encuentro con una pesadilla. El “dream team” de Spielberg es técnicamente insuperable, y la película marca el último trabajo de la fallecida guionista Melissa Mathison, autora de E.T. El extraterrestre (E.T. the Extra-Terrestrial, 1982). La labor de Mathison, esencialmente, es crear conflicto que el texto original no tiene, intercalando escenas en las que el BAG es abusado por los demás gigantes (los cuales le doblegan en tamaño) o buscan a Sofie para comérsela. Por lo demás no parece haber mucho en juego. En principio no hay drama en el secuestro de Sofie, dado que odia el lugar al que pretende volver. Luego se menciona al pasar que los gigantes han estado raptando a los niños de sus casas, pero como nunca se muestran sus villanías ni sus consecuencias, poco importa si Sofie logra detenerlos. La peor forma de establecer conflicto es decir en vez de mostrar. Por contraposición, en la versión animada de 1989 no sólo los gigantes se ven mucho más temibles sino que se los muestra cometiendo cosas a las que esta versión apenas alude. La última parte de la película flaquea a raíz de esto. Para entonces Sofie y el BAG han afirmado y reafirmado su amistad, y como no hay mucho más que eso en la película – nada parecido a un tema en desarrollo – sólo resta ver cómo ejecutan su plan maestro para librarse de los gigantes malos (el cual involucra aliarse con la Reina de Inglaterra). Como en tantos otros cuentos de Dahl, no hay realmente conflicto. El protagonista prevé uno y lo resuelve antes de que ocurra, y lo hace con una idea tan simple como descabellada. Sun Tzu estaría orgulloso. El resultado es una película muy simpática, con momentos emotivos llenos de fascinación o ternura, todo gracias al don que tiene Spielberg para sintonizar al niño interno del espectador. Es una decepción que esté al servicio de una historia tan insípida.
Arma Mortal 5 Dos tipos peligrosos (The Nice Guys, 2016) desciende de ciertas películas de los 80s, tipo 48 horas (48 Hrs., 1982) y Arma Mortal (Lethal Weapon, 1987), que ponían “parejas disparejas” en tramas policiales, mezclando humor con acción. El humor era circunstancial, absurdo y exagerado; la acción también. Dado que Dos tipos peligrosos reproduce deliberadamente esta sensibilidad cuasi infantil, podría considerarse un film nostálgico. Como resumió Sidney Lumet, la nostalgia tiene que ver con un mundo que nunca existió. Rememorando el paradigma del género, uno siempre se queda con los héroes de acción; los guionistas en cambio mueren en el olvido, sin nombre ni rostro ni continuidad en la modernidad. Después cuando los viejos héroes de acción quieren revivir sus días de gloria se olvidan del escritor y producen cosas como Los Indestructibles (The Expendables, 2010) y sus secuelas – films de lo más simpáticos pero que tienen poco y nada del atractivo camp, naif o como se le quiera llamar de las películas que supuestamente emulan. Todo esto viene a que el director y guionista de Dos tipos peligrosos es Shane Black, que entre otras películas escribió las primeras (y mejores) Arma Mortal y El último gran héroe (Last Action Hero, 1993). Últimamente hace de director también: Entre besos y tiros (Kiss Kiss Bang Bang, 2005), Iron Man 3 (2013) y ahora Dos tipos peligrosos. Cada película es más payasa que la otra, y todas están escritas dentro de la misma burbuja de fantasía. Los tipos “peligrosos” del título son Holland March (Ryan Gosling) y Jackson Healy (Russell Crowe), un investigador privado y un matón de alquiler que unen fuerzas para desenmarañar una red de corrupción que abarca la industria pornográfica y automovilística de Los Ángeles a fines de los 70s. El dúo replica la dinámica de Riggs y Murtaugh de Arma Mortal, los cuales a su vez son un producto de las rutinas de vaudeville de Abbot y Costello. Crowe es el tipo serio, Gosling es el tipo chistoso; ambos son igual de inmaduros y a raíz de eso los acompaña un tercer personaje, la hija quinceañera de March (Angourie Rice), la ilusa voz de la moral. La insólita pareja entre Gosling y Crowe y su inesperada química recuerda a la del dúo Will Ferrell/Mark Wahlberg. La propuesta de la película funciona a raíz de esta química. Shane Black escribe y dirige sin ninguna pretensión la misma fantasía a la que se ha dedicado desde siempre: los hombres son rudos, las mujeres están en apuros y los niños amonestan a los dos. En este caso da la sensación también que al director finalmente se le ha dado rienda suelta para que haga lo que quiera y como quiera, así que la película no sólo está colmada de violencia y desnudez gratuitas sino que también cuenta con indulgencias surrealistas (la súbita aparición de monstruos, criaturas fantásticas y el fantasma de cierto ex presidente, por ejemplo). Dos tipos peligrosos es una reliquia. No pretende pertenecer a cierta era – realmente pertenece a esa era, formal y mentalmente. Y probablemente Shane Black no la pensó tanto.
Día de la imbecilidad De todos los films de Roland Emmerich – empedernido orfebre de películas de desastres – Día de la Independencia: Contraataque (Independence Day: Resurgence, 2016) es el más estúpido. Apenas se le puede encomendar el buen gusto de “arruinar” una película que nunca fue muy buena en primer lugar. Día de la independencia (Independence Day, 1996) tenía al menos dos cosas a su favor: efectos especiales de punta y la presencia inmaculada de un Will Smith que empezaba a gozar la celebridad. Ahora los efectos de la secuela son indistinguibles de los demás blockbusters que inspiró (hasta el 3D se siente relativamente chato), y Smith se borró o lo borraron, dependiendo la fuente. Lo sobreviven su hijo Dylan (Jessie T. Usher), piloto como su padre, y su esposa Jasmine (Vivica A. Fox), que en la primera película era stripper y ahora administra un hospital. Los extraterrestres regresan veinte años tras la primera invasión, y otra vez nadie los detecta hasta el último minuto. “¿Cómo no los vimos venir?” pregunta un astronauta. No hay respuesta. La nueva nave nodriza de los extraterrestres ahora mide unos 5000 km de diámetro. Como referencia, eso es aproximadamente un 40% más grande que la luna, y un 60% más chico que la Tierra. Que pueda aterrizar en el planeta sin acabar instantáneamente con toda la vida que hay en él no sólo es un insulto al intelecto del espectador sino al de los extraterrestres. La ciencia estima que bastaría un meteorito de 100 km de diámetro para extinguir a todo ser vivo de la faz de la Tierra; uno se pregunta si un plato volador del tamaño de África no es un poco excesivo. (Que logren aterrizar tamaña nave de manera que los bordes rocen la Casa Blanca, no tanto como para derribarla pero lo suficiente para torcer simbólicamente la flamante bandera norteamericana ya es el colmo.) ¿Es injusto cuestionar la lógica de una historia que no ostenta lógica aparente? La primera película transcurría supuestamente en el 1996 “real”; la secuela imagina un 2016 muy distinto al actual. En un presente alternativo la humanidad ha coexistido en paz desde el primer ataque, unida bajo qué otro gobierno sino el de Estados Unidos. EEUU y China se han dividido la luna (detalle que huele a pensamiento ilusorio) y han desarrollado tecnología – naves, armas – inspirada en la alienígena. De nada sirve para prevenir una segunda invasión, o responder a ella: la solución, nuevamente, es suicidar a un piloto contra el punto débil de la nave principal. Obviamente la idea de estas películas es dejar el cerebro en la puerta del cine y gozar un poco de entretenimiento leve y efímero. La verdad es que ni es muy entretenida. No hay nada más aburrido que ver cómo las explosiones que no existen demuelen edificios que no existen sobre gente que no existe, espectáculo que se repite demasiadas veces sin contexto ni injerencia narrativa. ¿Cuándo entenderá Emmerich que las maquetas interesan menos que los personajes, y que la investidura del espectador es relativa a los mismos? Nunca se establece una amenaza creíble, las escenas de peligro inminente no tienen peso, las de destrucción masiva tampoco y no hay coherencia espacio-temporal entre una escena y la otra. Jeff Goldblum va de “África Central” a la luna y de la luna al Área 51 en cuestión de minutos. Termina manejando un autobús lleno de niños, y si alguien cree que se encuentran en verdadero peligro, no sé qué decirles. Incidentalmente, el papel de Goldblum es el mismo que en la primera película – hacer de Casandra de Troya mientras intenta advertir sobre un peligro que solo él puede prever. Uno creería que después de salvar la Tierra se le daría un poco más crédito, pero no – la estupidez prevalece. Nunca salió nada bueno de no hacerle caso a Jeff Goldblum. El reparto está sobrecargado e incluye a Charlotte Gainsbourg, quien no aporta absolutamente nada a la trama, y otros actores que vuelven por cábala – Bill Pullman, Judd Hirsch y Brent Spiner como el Dr. Okun, el único personaje remotamente simpático. Para la demográfica de “jóvenes adultos” hay un grupete de apuestos pilotos, racial y sexualmente diversos (liderado por Usher y Liam Hemsworth, el menos histriónico de los Hemsworth), que encabeza la resistencia contra la invasión al compás de música sospechosamente parecida a la de Star Wars. Dada cuan poca emoción demuestran a medida que sus seres queridos van muriendo – de la forma más noble y heroica posible – y cómo se hacen cargadas uno creería que están jugando videojuegos. También hay numerosos “personajes” (caricaturas) a cargo del relevo cómico. Por lejos lo peor es el dúo Umbutu/Rosenberg – un guerrillero africano y un contador judío que se ponen a luchar contra los extraterrestres e intercambiar chistes horrendos. Ver a Umbutu sentado en una nave espacial, armado con machetes y bandoleras, es la primera señal de que quizás fue un error ir a ver la película. Fue un error hacer la película. “Sabíamos que volverían”, dice el poster. Veinte años fue poco.
Vivir en la nada “El cáncer es al hombre lo que la sal es al metal”. De ahí sale el intrigante título de Cáncer de máquina (2015), un documental sobre la inclemencia de las salinas en las vidas de los habitantes de Médanos y las máquinas con las que cosechan la sal. Es lento, se ve bonito, a veces poético y hace un muy buen trabajo en capturar el aburrimiento de “vivir en la nada”, como lo pone una de las personas entrevistadas. El documental es el debut largometraje de Alejandro Cohen Arazi y José Binetti. Se lo describe como una película de “ritmo hipnótico”, lo cual es una observación apta aunque sumamente desafortunada si la tomamos a pie de la letra (hipnosis, hypnon, dormir). El ritmo es tan hipnótico como moroso, principalmente porque el film tiene un único punto para hacer acerca del tema que trata, y condice con la opinión popular de que el mundo bucólico es lento y aburrido. La película empalma las entrevistas con los cosechadores y sus familias con time-lapses de nubes y algunos excursos poéticos pero obvios acerca de la erosión del entorno y la indiferencia de una naturaleza que todo lo corroe (las abejas polinizan flores, los sapos cazan insectos, las hormigas devoran el cadáver de un loro, etc). Hay algunas imágenes visualmente impresionantes, como la manada de camiones y tractores que impersonalmente recorren el desierto escupiendo y recolectando sal. Aquí los directores espejan muchas imágenes, multiplicándolas y reforzando la idea de una industrialización salvaje. A fin de cuentas Cáncer de máquina boceta con precisión un mundo tradicionalmente escondido en candilejas. Sus directores han logrado hacer exactamente lo que pretendían, de la forma en que lo pretendían. No hay puntos demasiado interesantes ni reflexiones asombrosas ni grandes descubrimientos, excepto que Médanos es el hogar de la Fiesta Nacional del Ajo. El resultado es una película hipnótica – en todos los sentidos.
Casi famosos La boy band de rock nacional Banda de turistas ya lleva 11 años, 4 álbumes y 1 hit que copó el puesto número uno durante diez semanas hace como dos años. Ahora tienen una película también, Poner al rock de moda (2015), dirigida por Santiago Charriere e inspirada sin duda en cualquier “rockumental” en el que un grupo de afables jóvenes músicos experimentan por primera vez algo parecido a la fama. La película es esencialmente una home movie de 78 minutos que compila viejas cintas Súper 8 y 16mm con material de video rodado a lo largo del año pasado, en la víspera de la creación de su último disco y su salto (“ligero brinco” quizás sea más apropiado) hacia la fama mediante el single Química (“Hay química entre los dos / química entre los dos / química entre los dos / hay química entre los dos”). Gran parte de la gente que ha escuchado este tema cree que es de Babasónicos. Ambas bandas suenan muy parecidas. Probablemente no sea la intención, pero hay algo muy gracioso en la forma en que los chicos asumen su rol de rockeros de manera tan contraproducente. Los vemos hacinados en hoteluchos, ensayando lo que van a decir a la cámara, cosas por el estilo. En un momento uno de ellos intenta apaciguar a una multitud que les grita a coro “putos” y “culeros” por pretender cancelar un show por lluvia. Caza un megáfono y decide bajar del escenario para nivelar con el público y ganarse su favor, pero su momento de gloria socialista se ve socavado cuando necesita que dos guardias de seguridad le tomen de los brazos y le ayuden a dar el saltito al suelo. Pese a una reiterativa insistencia, la película nunca demuestra que la banda haya alcanzado otra fama que unos modestos 15 minutos. Se habla mucho, se muestra muy poco. La mayor parte de la película nos la pasamos encerrados en el estudio donde los chicos componen, graban y mezclan sus canciones, trabajando larga y arduamente para cumplir con las aparentes demandas discográficas. Pero en ningún momento sentimos la abrumadora presión de la que tanto hablan. Santiago Charriere utiliza una serie de viñetas cómicas en las que Luis Luque dramatiza la figura de un abusivo productor de música que siempre se encuentra insatisfecho y pide más, más, más. Por otra parte, no percibimos gran cosa de los chicos. Trabajan duro, sí, y se mantienen eternamente optimistas, sí, pero jamás se abren ante la cámara, jamás se les distingue como personas reales, jamás nos metemos con lo que piensan o sienten sobre sí mismos, jamás opinan sobre lo que hacen ni se los ve particularmente apasionados por su arte. Son tan solo cinco pibes que aceptan lo que les toca de buena gana, hermanados de manera tal que ni se sugiere que haya algún tipo de conflicto entre ellos o consigo mismos. Su mayor preocupación es producir suficientes canciones para llenar un disco. Salimos sintiendo que solo se nos ha contado una parte “La Verdad Acerca de Banda de Turistas”, y que hay que esperar una segunda película para enterarnos más.
X-Men: La última última batalla La popularidad de los X-Men yace en que los mutantes y su lucha por la aceptación e igualdad de trato pueden reflejar, en mayor o menor profundidad, la lucha de cualquier minoridad social. La primera película establece una dialéctica entre la desobediencia pacifista del Profesor X y la violenta supremacía de Magneto, y a partir de ahí cada película trata un tema distinto. En la segunda película un mutante revela sus poderes a sus padres como quien sale del closet, y en la tercera se inventa una cura para algo que no debería ser tratado como una enfermedad. Ya en la nueva sarta de películas ambientadas en los 60s y 70s, los X-Men se convierten en un exponente contracultural a la par de otras minoridades protestantes. El “gen mutante” es un símbolo todo terreno que a veces representa la raza, a veces la sexualidad, a veces el semitismo, etc. Pero luego de 16 años y 7 películas la alegoría parece haber llegado a su fin. X-Men: Apocalipsis (X-Men: Apocalypse, 2016) no “trata” sobre ningún tema en particular. Simplemente enfrenta a buenos y malos en una larga batalla por el destino del mundo, y sin ningún subtexto por debajo. En una escala de 8 películas, X-Men: Apocalipsis se encuentra más o menos en el medio – es de las más entretenidas, y también de las más banales. El conflicto empieza con el despertar de Apocalipsis (Oscar Isaac), el mutante más viejo y poderoso del mundo, enterrado hace miles de años en las profundidades de una pirámide egipcia. Regresa, decide caprichosamente que quiere purgar al mundo de todo ser vivo y recluta a cuatro mutantes para que sean sus “Cuatro Jinetes” [del Apocalipsis]. Uno de esos Jinetes es Magneto (Michael Fassbender), cuyo odio hacia la humanidad reinicia cuando sufre una nueva tragedia personal. Esta segunda tragedia es un golpe bajo y rebuscadísimo que esencialmente revierte al personaje a como estaba en la primera película; habiendo superado ya su sed de venganza, los escritores hacen que el antihéroe la recupere de la forma más prosaica y vulgar posible. Esto a su vez lo vuelve a poner en jaque con su viejo aliado Xavier (James McAvoy), que lidera junto a Mystique (Jennifer Lawrence) la resistencia contra Apocalipsis. Tiene sentido que los escritores quieran reflotar una y otra vez el triángulo de fraternidad/romance/amistad entre Xavier, Magneto y Mystique, porque es una buena dinámica y Alex McAvoy, Michael Fassbender y Jennifer Lawrence son consistentemente la mejor parte de las películas. La cuestión es que por segunda vez consecutiva el guión no les da mucho para decir o hacer. Gran parte de la trama queda abocada a la presentación de nuevos mutantes (o versiones jóvenes de viejos mutantes) y la forma en que son reclutados para uno u otro bando. Algunos de estos mutantes parecen haber sido incluidos como figuritas nuevas más que como personajes con motivación, carisma o personalidad – tal es el caso de Angel, Storm y Psylocke. Como en Avengers: Era de Ultrón (Era de Ultrón, 2015), las ciudades vuelan y los monumentos colapsan, pero no hay una gota de suspenso o tensión. Los personajes posan, hacen chistes y se muelen a piñas sin dejarse un rasguño. Comparando con otras dos películas recientes de superhéroes, Batman vs Superman: El origen de la justicia y Capitán América: Civil War, X-Men: Apocalipsis es un espectáculo de destrucción masiva carente de interés o conflicto humano. Aunque sea Batman vs Superman: El origen de la justicia posee cierta patología, y el grueso de los Avengers tiene personalidades distintivas. El director es Bryan Singer, autor de las primeras dos películas de X-Men y la anterior X-Men: Días del futuro pasado (X-Men: Days of Future Past, 2014). En un momento de levedad se permite hacer el chiste de que “las terceras partes siempre son las peores”. Probablemente se refería a cuando Brett Ratner lo relevó como director en la tercera película y produjo la vilipendiada X-Men: la batalla final (X-Men: The Last Stand, 2006), pero podría estar hablando perfectamente de su propia película, que viene a cerrar otra trilogía y es similarmente larga, desenfocada y con falta de inspiración.
Temporada 03 Episodio 01 Nada ha cambiado desde Avengers: Era de Ultrón (Avengers: Age of Ultron, 2015) y nada cambia al final de Capitán América: Civil War (Captain America: Civil War, 2016). Como el episodio promedio de una telenovela, cada película de Marvel Studios tiene la función de entretener con farsa melodramática y el objetivo de asegurar la continuidad del formato. Mientras corre la película vale cualquier cosa, siempre y cuando al final impere el status quo. Es la mayor crítica que se le puede hacer a Guerra Civil, que promete una ruptura definitiva en la fórmula de los Avengers al politizar al grupo y dividirlo en dos facciones irreconciliables – una pro-regulación gubernamental, liderada por Tony Stark/Iron Man (Robert Downey Jr.); la otra anti-supervisión, liderada por Steve Rogers/Capitán América (Chris Evans) – y al final de todo barre el conflicto debajo de la alfombra. Por lo demás, es la misma película que Marvel viene haciendo desde The Avengers: Los vengadores (Avengers, 2012). Los mismos pros: es divertida, espontáneamente cómica, las secuencias de acción son excelentes y valen su peso en pochoclo, se guarda la mejor para el final y los actores encarnan a sus personajes holgadamente. Falcon (Anthony Mackie) y Ant-Man (Paul Rudd), a cargo del relevo cómico, son particularmente adorables. Los mismos contras: el villano de turno es aburrido y dispensable, la trama es inconsecuente porque moverla decisivamente en cualquier dirección sería limitar las opciones de todas las posibles secuelas, y en definitiva sólo sirve para lanzar las franquicias de nuevos personajes – en este caso Spider-Man (Tom Holland) y Black Panther (Chadwick Boseman), cuyas respectivas películas se vienen en 2017 y 2018. Lo mejor y lo peor de la película queda condensado en una épica batalla en un aeropuerto que finalmente enfrenta a ambos bandos de superhéroes. Es una secuencia bastante creativa en la que los superhéroes son, esencialmente, como niños en el recreo inventando formas inauditas de superar al otro. También ilustra una importante falta de tensión: ninguna de estas personas se quieren matar, porque son todos compadres, ni podrían matarse si quisieran, porque son así de poderosos. Entonces queda una especie de lucha libre espectacular entre personajes tan desmotivados como sobrecalificados – un espectáculo coreográfico sin un atisbo de drama. Finalmente llega el enfrentamiento entre Iron Man y el Capitán América. Punto por punto se repiten los mismos problemas del epónimo duelo entre Batman vs Superman: El origen de la justicia (2016): hay un crescendo dramático, la pelea se torna brutal, la conclusión es blandísima, parece que la película termina de una forma audaz e inmediatamente se corrige con un momento de levedad barata. Capitán América: Civil War supera en entretenimiento a Avengers: Era de Ultrón, pero se queda corta como la secuela oficial de Capitán América y el soldado del invierno (Captain America: Winter Soldier, 2014). Si Capitán América y el soldado del invierno fue un salto cuántico para el personaje del Capitán América, que pasó de ícono jingoísta de la WWII a un espía de la contracultura de los 70s, Capitán América: Civil War pierde de foco a su protagonista, lo empaca dentro de un elenco coral y los saca a pasear alrededor de la cuadra, terminando exactamente donde empezaron.