First person shooter Filmada con una cámara GoPro, Hardcore: Misión extrema (Hardcore Henry, 2015) se presenta como una película de acción que transcurre íntegramente en primera persona, desde la perspectiva del protagonista. El resultado es una intensa experiencia similar a la de un videojuego FPS (First Person Shooter) pero sin la amenaza de un Game Over. Esta es una película de acción con una graduación del 95%, colmada de una ultra-violencia que sería intolerable si no fuera por la sensibilidad pícara e irreverente (y algo infantil) que lleva la hipérbole violenta a un plano caricaturesco. Uno de sus chistes recurrentes son las numerosas muertes que sufre el personaje Jimmy (Sharlto Copley); una es más contundente que la otra, pero continúa reapareciendo misteriosamente como si nada. En tono la película se parece a Matar o morir (Shoot ‘Em Up, 2007) y Se busca (Wanted, 2008), cuyo director – Timur Bekmambetov – sirve de productor en Hardcore: Misión extrema. Lo que no tiene la película que sí tenían estas otras es un protagónico fuerte: alguien que no solo proyecte carisma y vulnerabilidad sino que sirva de una especie de cable a tierra entre el alocado mundo de la película y la audiencia. Henry no tiene rostro, voz o personalidad, ni recibe mucha más caracterización que su nombre. Interpretado por unos diez dobles de riesgo – incluyendo el propio director de la película, Ilya Naishuller – Henry es un punto de vista, un espacio en blanco, lo cual rinde inútiles los supuestos momentos de empatía y emotividad. La película tiene más personalidad que su protagonista. Honrando la tradición de los juegos de la vieja escuela, la historia es más que nada una excusa para que el juego comience y el protagonista salga a pelear contra enemigos, nivel por nivel, con una motivación monotemática tal como la de rescatar a una damisela en apuros (Haley Bennett) y poner a prueba todos sus conocimientos y habilidades contra el jefe final (Danila Kozlovsky). Estéticamente la película se parece mucho a Mirror’s Edge, por la ambientación y el parkour en primera persona; narrativamente se parece a los disparates de Metal Gear Solid (la trama involucra a un albino telequinético que quiere armar un ejército de cyborgs y dominar al mundo), aunque Hardcore: Misión extrema tiene el buen gusto de no tomárselos muy en serio. Otra cosa sacada del formato videojuego es el hecho de que la trama no se va desarrollando a medida que avanza la narración (porque lo único en que la narración consiste, básicamente, son piruetas y tiroteos) sino que los movimientos del jugador van develando una trama de fondo, algo que ocurrió hace mucho y posee potencial dramático, pero en lo que el protagonista es un partícipe accidental. En definitiva Hardcore: Misión extrema le da una vuelta de tuerca al género de acción con un “gimmick” novedoso y una coreografía práctica impresionante, pero se queda corta en todo lo que es drama, caracterización o interés humano. Es una película que mientras dura es supremamente entretenida pero en ningún momento llega a cobrar importancia.
Maldita omnisciencia Enemigo invisible (Eye in the Sky, 2015) es un thriller sobre la conducción minuto a minuto de una operación secreta para fulminar a un terrorista que está planeando un inminente ataque suicida. El film es básicamente un gran chat grupal entre agentes, soldados, oficiales y políticos posicionados en distintas partes del mundo y a cargo de distintas facetas de la operación, y las decisiones críticas que deben ir tomando sobre la hora. El “ojo en el cielo” del título es un drone que sobrevuela Nairobi, Kenya, espiando un aquelarre terrorista en pleno centro urbano. La idea es bombardearlos; la cuestión es calcular todas las variables y minimizar el daño colateral antes de dar la orden. La coronela Powell (Helen Mirren) comanda la misión desde Sussex, el general Benson (Alan Rickman) supervisa desde Londres junto a un grupo de políticos, el teniente Watts (Aaron Paul) pilotea el drone desde una base en Las Vegas y el agente Farah (Barkhad Abdi) se infiltra en territorio enemigo con una segunda cámara. La primera parte de la película funciona como Dr. Insólito (Dr. Strangelove, 1964) pero sin sentido del humor – una interminable cadena burocrática de personas que por cobardía o reglamento se van pasando la pelota para arriba. El piloto remite a la coronela, la coronela remite al general, el general remite al ministro, etc. Nada de todo esto es particularmente atrapante, entre que ninguno de los personajes es desarrollado más allá de su cargo y el conflicto no sale de los tecnicismos protocolares. Es cuando los dilemas dejan de ser legales o políticos y pasan a ser del orden moral que las verdaderas personalidades de cada uno salen a relucir y la película se pone interesante. Cuando la vida de una niña inocente es puesta en juego, la operación queda en jaque. ¿Qué porcentual de daño colateral es aceptable? ¿Vale la pena sacrificar una vida para salvar ochenta? ¿Es mejor hacer bien con un poco de mal o quedar bien y no hacer nada? Es como una película entera dedicada a la (tensa) escena de Francotirador (American Sniper, 2014) en la que Bradley Cooper elije entre matar a un niño o no, pero con menos heroísmos y más politiquería. El pasamano de responsabilidades se va exacerbando desesperadamente, culminando con sendas llamadas al Ministro de Relaciones Exteriores (intoxicado por mariscos en Singapur) y el Secretario de Estado (jugando ping-pong en Beijing). Todos quieren resultados pero nadie quiere hacerse cargo de nada. Es un buen elenco, pero se halla apresado en papeles esquemáticos, dentro de una historia esquemática. No es hasta la segunda mitad que la historia remonta cuando finalmente hay algo valioso en juego. Algo loable de la película: es consistente en su cometido de presentar la versión “realista” de una operación militar, con todas sus implicaciones desagradables. No hay lugar para clichés o soluciones fáciles. El guión de Guy Hibbert es impecable en este sentido, desde la inteligencia del diálogo hasta la decisión de no tomar partido ni hacer juicio de valores (salvo por el axioma que posiciona a ciertos países del mundo como sus guardianes y ejecutores). Y si bien el final no decepciona – es el tipo de final que merece la película – el último plano de todos es un golpe tan bajo que dan ganas de mandar a la película de vuelta a la sala de edición.
Et tu, Coens? Ambientada en la Edad de Oro de Hollywood, ¡Salve César! (Hail, Caesar! 2015) es una carta de amor de los hermanos Joel y Ethan Coen al cine clásico y el sistema de estudios que lo propulsó. Ésta era la época en que las productoras se adueñaban de sus estrellas y se las canjeaban como figuritas, probando y pegando donde quedaban mejor. El sistema podría ser descrito como mutuamente explotativo: las estrellas se dejaban usar cual muñequitos por los ejecutivos, y los ejecutivos iban encubriendo los escándalos de las estrellas. Todo en nombre de la ficción. La película sigue a uno de estos productores, Eddie Mannix (Josh Brolin), a lo largo de un día en los estudios de Capitol Pictures. La trama principal lo tiene intentando resolver el secuestro de una de sus estrellas más preciadas, Baird Whitlock (George Clooney), quien se encuentra a punto de terminar una épica romana titulada “Salve César”. Como en El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) y Quémese después de leerse (Burn After Reading, 2008), el crimen inicial es una excusa para explorar el desaforado mundo de la película, y pronto se pierde en un mar de personajes pintorescos y viñetas cómicas que a menudo no llevan a nada. A diferencia de estas otras películas, ¡Salve César! se juega por algo más que la típica sorna nihilista de los Coen. Esto es, en parte, problemático. El mensaje de la película – una defensa del mérito artístico de la industria cinematográfica ante la inquisición de la teoría crítica frankfurtiana – sería más contundente si las numerosas subtramas sumaran hacia esta conclusión, en vez de existir como distracciones a lo largo de un paseo frívolo. No hay prácticamente relación, por ejemplo, entre la trama principal de la película y una extensa subtrama en la que Mannix debe reinventar la carrera del cowboy Hobie Doyle (Alden Ehrenreich), sacándolo de un Western y poniéndolo en un drama de recámara dirigido por el quisquilloso Laurence Laurentz (Ralph Fiennes). En otra subtrama aún más desligada del resto de la película, Mannix ayuda a encubrir el embarazo de la bailarina DeeAnna Moran (Scarlett Johansson). Entre una viñeta y otra hay resonancias temáticas, pero nada que avance la trama central. Hay secuencias enteras dedicadas a la recreación de números musicales dignos de la época – una danza de nado sincronizado con Johansson disfrazada de sirena y un intrincado número de tap a lo Gene Kelly con Channing Tatum vestido de marinero. Todo se filma como se hubiera hecho en la época – los mismos efectos, los mismos ángulos, la misma candorosa técnica actoral pre-Brando. Todo bellamente logrado, pero más que agregar substancia a la película la condimenta. Al final de todo nos preguntamos exactamente cómo es que la mitad de la película contribuye al saldo final, teniendo el final un mensaje tan claro en mente (en vez de “El Dude aguanta” y “¿Qué aprendimos? A no hacer esto de nuevo” de Lebowski y Quémese). El casting es, como siempre, impecable. Cada actor hace lo que sabe hacer mejor. Brolin es rudo y vulnerable, Clooney es un idiota, Fiennes es delicadamente británico, Johansson mezcla seducción y vulgaridad, Tatum baila y continúa haciendo guiños homoeróticos. Entre todo este talento, el neófito Alden Ehrenreich termina robándose la película como un sureño de madera que pasa intacto por la maquinaria pigmaliónica de Hollywood. La visión que los Coen tienen de Hollywood en esta película es considerablemente más alegre que la que presentan en Barton Fink (1991), de donde sacaron el nombre “Capitol Pictures”. De hecho es posiblemente una de las películas más luminosas y positivas que han hecho – una genuina celebración del poder de la mentira hollywoodense en todas sus formas y a todo costo. En espíritu se parece al melancólico repaso que hace Federico Fellini de la caótica Cinecittà en Entrevista (Intervista, 1987), con todas sus tangentes y ocurrencias súbitas. Fellini es posiblemente el mejor artífice del caos en el cine – sabía conjurarlo a voluntad y cruzarlo con vetas dramáticas. ¡Salve César! está inspirada en esa magia. Es una película sobre un tipo de cine que ya no existe más, hecha de una forma que ya no se usa más. Vale la pena verla en nombre de la cinefilia y la historia del cine, independientemente de todas sus falencias. Produce secuencias, escenas, tomas, personajes, diálogos y chistes memorables. Entre todas no componen, en sí, una película memorable. Las partes están todas adentro, diseminadas, y uno se queda mirando a la espera de qué sucede a continuación en la inmensamente placentera fantasmagoría de los Coen.
Al final de "Al final del túnel" Al final del túnel (2016) pertenece al género del crimen ferpecto, en el que todo lo que puede salir mal va a salir peor. Consiste de dos crímenes: una pandilla de ladrones liderada por Galereto (Pablo Echarri) cava un túnel para robar un banco, y el ermitaño Joaquín (Leonardo Sbaraglia) – al tanto del robo por accidente – planea robar una parte del botín a pesar de estar confinado a una silla de ruedas. La historia transcurre casi exclusivamente en la demacrada mansión de Joaquín, su sótano y el sótano aledaño donde los ladrones están cavando el túnel. Joaquín puede verlos y oírlos (tiene todo tipo de chiches electrónicos a su disposición), pero ellos no a él. Se arma un perfecto equilibrio de suspenso, el cual peligra cada vez que Joaquín está a punto de ser descubierto. Complicando las cosas, a la casa de Joaquín llegan dos inquilinas: la stripper Berta (Clara Lago) y su introvertida hija. Berta es un personaje sacado de un manual y puesto en la vida del protagonista para darla vuelta patas para arriba de la forma más obvia e irritante posible. Es la famosa “prostituta con el corazón de oro”, a quien Joaquín debe reformar a cambio de aprender a amar de nuevo. Lago es española poniendo acento argentino, el cual se le patina a veces – al pronunciar “dale” con la inflexión del “vale”, por ejemplo. La ficha técnica de la película es la parte más impresionante. La mansión, el sótano y el túnel han sido diseñados y conjurados con lujo de detalle por la producción. Es también una de las raras instancias en que la fotografía se separa y supera la cinematografía. Mientras que la película – que transcurre mayormente de noche – ha sido iluminada con claroscuros preciosos que complementan la atmósfera, la cámara hace piruetas de elevación y ángulos extraños en nombre de la ostentación. En otro frívolo despliegue de técnica e insensibilidad, está la escena en que Berta ejecuta ante Joaquín lo que supuestamente es una danza seductora. La música que acompaña la escena es lo menos sexy del mundo – una mezcla agresiva de jazz y estridencias tribales – y está montada en paralelo con otras dos escenas que en vez de aportar o comentar sobre lo que estamos viendo le quitan poder. Es un momento bastante barroco y forzado y habla por el resto de la película. El director y guionista es Rodrigo Grande, quien antes adaptó a Roberto Fontanarrosa en la muy linda Cuestión de principios (2009). Las comparaciones con Alfred Hitchcock son inevitables ni bien se pone al protagonista en una silla de ruedas y éste se obsesiona con espiar un crimen vecino. Los procedimientos del suspenso están bien construidos (toda la secuencia del robo está excelentemente hecha, incluyendo un momento poético en el que un floreciente charco de agua sustituye la presencia de sangre), pero el guión es defectuoso por donde se lo mira. Joaquín nunca tiene una motivación fuerte para meterse en el robo (probablemente ganaría más vendiendo la enorme casa, como le sugieren en un momento, a lo cual no tiene una buena respuesta) y toma más de una decisión importante fuera de cámara, de manera que el espectador se entera tarde y por accidente. La resolución final es especialmente ingenua: “cierra” técnicamente con una idea que se plantea muy, muy al principio, pero cierra de la forma más tonta posible.
Aquí no hay quien viva El nombre sugiere que se trata de una secuela de Cloverfield (2008), la película de terror que simulaba el ataque de un monstruo gigante en Nueva York a través del lente de una camarita en mano. Sin embargo Avenida Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane, 2016) está apenas tangencialmente vinculada a su tocaya. Ambas comparten la idea de un súbito y misterioso cataclismo entrevisto desde la periferia, pero recorren caminos muy diferentes. Michelle (Mary Elizabeth Winstead) sufre un accidente automovilístico y despierta con una pierna rota encadenada en un búnker subterráneo. Su captor y profeso rescatista es Howard (John Goodman) quien insiste en que el país acaba de ser atacado, no se sabe por quién, y contaminado, no se sabe con qué, pero no es seguro salir a la superficie. Y que Michelle está atrapada con él (y su asistente Emmett, John Gallagher Jr.) por fuerza mayor, por tiempo indeterminado y por su propio bien. Es el comienzo de una incómoda convivencia, un triángulo de dependencia y desconfianza entre Howard, Michelle y Emmett. Howard quiere ganarse la confianza de Michelle, Michelle quiere escapar de su cautiverio y Emmett es el peón en el medio que puede ser movido para un lado u otro – está con Howard por defecto, pero Michelle aprende rápidamente a manipularlo. El tema de la historia es la incertidumbre, y lo que la hace tan atrapante es la forma en que el conflicto se va desplazando de un nivel a otro – interno, externo, situacional – sin jamás perder de foco la temática. Es un thriller bastante agobiante porque los personajes saben lo que quieren inmediatamente, pero lo único que los detiene de actuar es el enigma que presenta la figura del otro, del mundo exterior. Se malabarean tantas verdades y mentiras que nunca se sabe dónde termina una y empieza la otra; ni bien se contesta una incógnita surge otra aún más nefasta. Las tres actuaciones son competentes (Mary Elizabeth Winstead se ha convertido en una “Final Girl” bona fide) pero el que se destaca es John Goodman. En cierto sentido su papel es el más importante, le toca mantener el aire de misterio y amenaza de la película aún dentro de la supuesta seguridad del búnker. Aún cuando proyecta su típica cordialidad bonachona, Goodman transmite una sensación de perturbación y peligro insólitos. El director es Dan Trachtenberg; ésta es su ópera prima. El guión viene de la mano de Damien Chazelle, escritor y director de Whiplash, Música y Obsesión (2014) – otra película atípica con la intensidad de un thriller – y sus co-guionistas Josh Campbell y Matthew Stuecken. El guión está escrito con un minucioso cuidado de todo lo que es promesa y saldo, plantando elementos o ideas que repercutirán más tarde pero sin que sepamos bien cómo o cuándo. La parte más floja (y controvertida) de la trama llega al final, que es difícil discutir sin arruinar. Suficiente decir que se traiciona a sí misma al cambiar las reglas del juego durante el tercer acto. O mejor dicho, inventar un cuarto acto e ignorar el cierre perfecto que hubiera tenido el tercero. Queda la duda del título. Si Avenida Cloverfield 10 significa el comienzo de una serie de historias macabras onda La dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964) unidas bajo el nombre “Cloverfield”, bienvenida.
Es bonito, ¿pero es arte? Inspirada más en la versión animada de Disney (del ‘67) que en las obras de Rudyard Kipling, El libro de la selva (The Jungle Book, 2016) actualiza la historia con lujo de tecnología y rinde una experiencia visualmente asombrosa, pero deja a un lado la vieja fábula de aprendizaje y la reemplaza con una moraleja ingenua. Al final de la cinta todo indicio de sabiduría ha desaparecido en el nombre del entretenimiento. Los libros cuentan la historia de Mowgli, un niño huérfano que es criado en la selva india por una jauría de lobos y eventualmente debe abandonar el mundo de los animales y conciliarse con el de los humanos. Disney hizo con los cuentos una parábola sobre la madurez: Mowgli deambula frustrado por la selva de su infancia, encontrándose con seres que lo tientan con atajos hacia la buena vida a cambio de su propia maduración. Hay en ella algo de El Principito, entre la travesía desorbitada de su joven protagonista y la soledad a la que regresa luego de cada encuentro. La nueva película envía a Mowgli (Neel Sethi) por un recorrido similar: en principio no quiere saber nada de vivir con seres humanos, pero se ve forzado al exilio cuando el farisaico tigre Shere Khan (voz de Idris Elba) reclama que se respete la Ley de la Selva, so pena de devorar al “cachorro humano”. Mowgli es acompañado en su viaje por sus dos mentores, la pantera Bagheera (voz de Ben Kingsley), quien también le implora que respete la Ley de la Selva, y el oso Baloo (voz de Bill Murray), quien lo tienta con una vida de indulgencias. Dirigida por Jon Favreau, la versión del 2016 ha sido filmada enteramente frente a una pantalla verde. La fotografía no deja de ser bella (con virados macabros – mucha sombra, mucho contraluz), los efectos son de los buenos y se ha optado por una estética realista en el diseño de los animales. Oír voces humanas sobre criaturas que no son antropomórficas suele conllevar una disonancia molesta, pero en este caso la fonomímica es sobresaliente y honra al excelente reparto de voces, el cual parece sacado de una de esas listas de “elencos soñados” que plagan internet. Se destaca el episodio del Rey Louie (voz de Christopher Walken), re-imaginado como un colosal Gigantopithecus de 3 metros que gobierna sus descerebrados monos desde las sombras de un templo en ruinas y cuya tenebrosa presencia recuerda a la del Coronel Kurtz. Que encima Walken cante “I Wanna Be Like You” (dos veces) justifica el precio de la entrada. La otra aparición destacable, si bien problemática, es la pitón Kaa (voz de Scarlett Johansson). Kaa está a cargo de motivar a Mowgli en su riña con Shere Khan al revelarle que fue el tigre quien le dejó huérfano de bebé. Revelación que no cambia absolutamente nada, considerando que Khan ya le deja huérfano al usurpar el sitio de su padre adoptivo y escarmentarlo del reino (giro que recuerda a El rey león, incluyendo la climática secuencia de la estampida). Uno se pregunta a qué viene todo esto, porque no suma nada ni responde a nada de lo que escribió Kipling. A fin de cuentas esta nueva versión de El libro de la selva se distancia aún más de la visión original del relato. Entonces el mensaje de la historia – amargo pero conmovedor – era que tarde o temprano todos debemos abandonar el confort de la infancia y buscar nuestro sitio en el mundo. Por contraposición, el mensaje de la versión moderna le da la razón a Mowgli al permitir que se salga con su capricho sin consecuencia alguna: el mundo se adaptará a él, y no al revés. No sólo es un mensaje ingenuo sino que contradice el discurso pretendido de la historia, robándole a esta preciosa película su momento más importante y didáctico. Si Kipling viera esta nueva versión de su obra probablemente invocaría uno de sus poemas más célebres y proclamaría: “Es bonito, ¿pero es arte?”.
Marche una secuela Ataque a la Casa Blanca (Olympus Has Fallen, 2013) imitaba a la seminal película de acción Duro de matar (Die Hard, 1988) al poner a un héroe circunstancial en el epicentro de un ataque terrorista a puertas cerradas. Gerard Butler hacía de un agente del servicio secreto caído en desgracia que se redimía rescatando al presidente de los EEUU (Aaron Eckhart) de un ataque norcoreano con la ayuda de su cuchillo, su pistola y el busto de Abraham Lincoln. Ahora estamos en el año 2016. Los presidentes del mundo han asistido a un funeral de estado en Londres, y “todos” (los cinco que aparecen en el montaje) han sido asesinados en otro ataque terrorista masivo… ¿todos? ¡No! El presidente de los EEUU está custodiado por un irreductible irlandés y resisten todavía y siempre al invasor. Londres bajo fuego (London Has Fallen, 2016) es básicamente Ronda 2 de la misma sangrienta contienda de terroristas vs. Gerard Butler, quien ha demostrado ser un buen héroe de acción – carismático, chistoso, vulnerable – pero cuyo personaje ya no posee ni siquiera un intento de recorrido o maduración. Lo mismo podría decirse de la película que protagoniza. Si bien Ataque a la Casa Blanca podría ser descartada a simple vista como una tontería patriótica, el nivel de jingoísmo era tan caricaturesco que resultaba divertido, como si estuviera parodiándose a sí misma (cf. la escena del busto de Lincoln). Y nada le quitaba sus méritos como thriller de acción, excepto quizás la propia Duro de matar. Al concentrar la acción en un espacio y tiempo reducidos, la historia adquiere más unidad dramática; al limitar los movimientos y las posibilidades del héroe, el conflicto se intensifica. Si el héroe puede estar en cualquier lado en cualquier momento y hacer cualquier cosa, ¿dónde queda la tensión? Irónicamente Londres bajo fuego sufre la misma suerte que las secuelas de Duro de matar al dejar detrás la premisa y la estructura (en la primera el objetivo es llegar al búnker presidencial, en la segunda no hay un objetivo concreto salvo sobrevivir escena a escena) y potenciar titánicamente la competencia del héroe a la de un ejército unipersonal. Por otra parte la película arrastra a varios personajes secundones de la primera y no les da nada para hacer – excelentes actores como Morgan Freeman, Melissa Leo y Robert Forster hacen acto de presencia y se quedan en la banca, donde se les une Jackie Earle Haley, también desperdiciado. Hay dos buenas escenas de acción en la película: el ataque sorpresa inicial, que logra ser aún más ridículo y estrambótico que en la original, y un plano secuencial (obviamente truqueado) en el que la cámara imita la de un videojuego mientras Butler asalta el cuartel general de los malos. Pero la realidad es que la película deja la sensación de un derivado barato, una secuela que se deshace de las pocas cosas que funcionaron en la anterior y aplica la ley de “más es mejor” sin sumar ni dejar nada.
Memorándum Un anciano (Christopher Plummer) despierta solo en su cama, llamando a Ruth. Sale del cuarto a buscarla. Se encuentra en un geriátrico. La enfermera le dice que su esposa murió hace poco. El anciano sufre demencia senil, y su memoria se esfuma al despertar cada día. Se sirve de dos mementos a lo largo de la película: el número de Auschwitz tatuado en su brazo, y una carta con instrucciones de encontrar y matar a Rudy Kurlander – el nazi que exterminó a su familia en el campo de concentración. Recuerdos secretos (2015) es un thriller amnésico muy parecido a Memento (2000). Ambos protagonistas se adjudican la venganza de un ser querido, misión que se ve impedimentada por la amnesia. Ambos se sirven de tatuajes e instrucciones cuya interpretación es problemática. Ambos persiguen fugitivos quiméricos – ‘Rudy Kurlander’ es el ‘John G.’ de la película. Hay cuatro alemanes viviendo bajo ese nombre entre Estados Unidos y Canadá, y el héroe debe buscarlos hasta dar con el correcto. Escapa del geriátrico, compra un arma, la guarda en el neceser y se embarca en un road trip asistido (y dirigido) por teléfono por un colega del asilo, Max (Martin Landau). A menudo la amnesia se utiliza libremente como herramienta narrativa para generar suspenso, intriga, misterio. En Memento, “la película al revés”, la amnesia es un recurso estructural, un truco ideado para poner al espectador en una situación de vértigo análoga al protagonista, cuya memoria reinicia cada 15 minutos. Pero la historia de Memento no “trata” sobre la memoria, y de ahí se desprende la crítica – endémica al cine de Christopher Nolan – de que la sintaxis de la película no condice con su semántica. En Recuerdos secretos, la memoria (y falta de) proveen tanto el conflicto como el tema de la película. Es un problema que Zev Guttman (Plummer) quiera hacer memoria y no pueda, lo cual a su vez suple la temática de la película: recuperar la moral a través de la memoria. Plummer compone al desequilibrado Zev con una serie de contrastes atractivos – es frágil pero determinado, determinado pero olvidadizo, olvidadizo pero disciplinado y rectamente moral. Esta reflexión sobre la memoria (con el Holocausto de tópico) tiene cuerpo de thriller. Referir al Holocausto en cualquier contexto que no sea documental o una dramatización histórica suele ser controversial, y más si se lo asocia a un género sensacional como el thriller. Hay giros y reveces inesperados, propios de la más obscena serie B, pero el guión (de Benjamin August) sabe cómo utilizarlos inteligentemente. Las sorpresas se desprenden orgánicamente de la trama, la cual siempre juega con los mismos elementos y nunca cae en la trampa de meter otros nuevos. Recuerdos secretos es un excelente thriller, construido con lógica y prolijidad, de los que funcionan perfectamente mientras dura la película y sigue funcionando perfectamente una vez que sus misterios han sido dilucidados. Cuenta con una actuación principal poderosa y conmovedora, y un veterano elenco (Martin Landau, Bruno Ganz, Dean Norris, Jürgen Prochnow) del cual cada personaje deja una marca indeleble. Entonces, ¿por qué la crítica internacional la ha recibido tan tibiamente? ¿Es la ambigüedad de la trama? ¿Se debe al tabú del Holocausto, a la grosería de sintetizar un thriller a partir de él? ¿Al hecho de que, con todos sus giros, es la película más lineal y “amistosa” que ha hecho Atom Egoyan, otrora un obscuro cineasta de culto? Recuerdos secretos va a polarizar al público, más por su tópico que por su ideología. Los fans y los detractores de Egoyan pelearán; los ilusos buscarán agujeritos en la trama, que tiene varios momentos de azar y coincidencia, pero para nada depende de ellos. Los más finos harán asco de los elementos de thriller, aún si están impecablemente aplicados. Que Atom Egoyan, Benjamin August y Christopher Plummer han producido un pedazo de cine entretenido, conmovedor e inteligente es indiscutible.
Duelo de titanes Enfrentar a Batman contra Superman es de lo más parecido que los comics tienen a un superclásico, y la titánica mercadotecnia detrás de Batman vs Superman: El origen de la justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016) ha hecho todo lo posible por promocionar el film como la respuesta definitiva a la eterna pregunta: ¿quién ganaría? La premisa de la película es prácticamente carnavalesca. ¡Pasen y vean! ¡El Hombre de Acero contra el Caballero de la Noche! Siempre hay algún embuste de por medio con estas atracciones de feria. La realidad es que la pelea titular – lo que debería ser el momento álgido de la película – ocurre demasiado pronto, al final del segundo acto. Empieza con un malentendido y termina con otro malentendido, y el clímax queda en manos de un villano que surge a último minuto sin preámbulo alguno. El final es explosivo, pero deja un resabio a nada. Lo que tenemos aquí es un problema estructural más que de dirección. Mientras que gran parte de El hombre de acero (Man of Steel, 2013) revolvía incoherentemente entorno a su itinerante protagonista, la secuela posee un mejor sentido de la dirección. Es tan sencillo como que todo lo que ocurre en ella suma de una u otra forma al feudo entre los dos superhéroes, potenciando constantemente el conflicto central de la historia. Si Watchmen (2009) era la deconstrucción posmoderna del género de superhéroes, Batman vs Superman: El origen de la justicia es una puesta en escena bastante clásica, una épica operática colmada de aplomo y pesadumbre en la que todos los personajes avanzan con melancolía hacia un final trágico e inevitable: Superman y Batman han de pelear. El contexto es que Superman (Henry Cavill) rehúsa comparecer por los estragos que causó al final de la película anterior (los cuales han cobrado una infamia similar a la del 9/11), mientras que Batman (Ben Affleck) jura venganza por mano propia. ¿Cuán hipócrita es que ambos vigilantes se castiguen mutuamente por no rendir cuentas a nadie? El tercero en discordia es Lex Luthor Jr., interpretado por Jesse Eisenberg en su típica clave de autista megalómano. Luthor es quien orquesta el duelo entre los superhéroes y podría decirse la mayor parte de la película, dado cuan pasivos son los protagonistas. Superman no recibe prácticamente caracterización alguna; es un ícono, no un personaje. Batman aunque sea tiene personalidad. La decisión de poner a Affleck en el papel fue controversial. ¿Qué tal le sale? No trae nada “nuevo” al personaje como lo han hecho los mejores Batman, pero es fiel a la versión más parca y hosca del Caballero de la Noche, la cual cabe perfectamente dentro de su acotado rango actoral. Más allá de quién gana la pelea, es Batman quien se roba la película con unas cuantas secuencias de acción que ilustran brillantemente sus habilidades. También se suma la Mujer Maravilla (Gal Gadot), pero lo que vendría a ser su debut cinematográfico resulta mediocre; su presencia se resume en una serie de breves apariciones que hacen una pésima labor por establecer su personaje o darle algo interesante para hacer. Otros superhéroes también hacen “acto de presencia” en una desfachatada secuencia que interrumpe la historia y cuyo único propósito es especulación financiera. Hay varias indulgencias de este estilo, algunas tan descolgadas de la historia que son más confusas que intrigantes. Y sin embargo, a lo largo de dos horas y media, la película es sumamente entretenida. Zack Snyder tiene el don del encuadre para las escenas de acción, sabe inyectar claridad y elegancia sin necesidad de usar el ralentí que tanto se le ha criticado en sus películas anteriores. También sabe ostentar, y cómo convencernos de que lo que estamos viendo es lo más importante del mundo en el preciso momento en que lo vemos (y en ningún otro). La película tiene tanta ambición por ser importante que logra convencer de su propia trascendencia, de que todo el hormigueo de personajes secundones y tramas subsidiarias está entramando un complejo opus que será la base de algo grandioso. Algo que Batman vs Superman: El origen de la justicia, a fin de cuentas, no llega a ser. Es la película que DC necesita, pero no la que merece.
El Evangelio según Reynolds La resurrección de Cristo (Risen, 2016) se estrena oportunamente en época de Pascua, el único momento del año en que una película con semejante nombre se animaría a compartir taquilla con otra que lleva “Batman” y “Superman” en el título. Dirigida y co-escrita por Kevin Reynolds – el ángel caído detrás de Waterworld (1995) – el film se presenta como una investigación policíaca en tiempos bíblicos, una idea nada menos que original. ¿El detective? Clavius (Joseph Fiennes), un oficial romano. ¿El misterio? El cuerpo de Jesús ha desaparecido. Poncio Pilato le pide a Clavius que personalmente investigue el caso, y que se apure antes de que se corra el rumor de su resurrección. En el policial tradicional el fiscal suele apurar al héroe porque “es año electoral”; en este caso el emperador Tiberio visitará la prefectura romana pronto y Pilato quiere todo limpio y ordenado para entonces. También le endosa un compañero a Clavius, el joven e idealista Lucius (Tom Felton), cuya presencia no se justifica excepto por reglamento genérico: el detective necesita una mente sencilla a su lado para poder compartir sus ideas con la audiencia. Todo Sherlock necesita un Watson, pero Lucius jamás tiene tanta presencia ni desarrolla mucha personalidad. La película se divide en dos mitades contradictorias. La primera se concentra en la investigación de Clavius sobre un crimen cuyos mecanismos desafían las leyes de la lógica. La premisa es que Clavius debe agotar la razón – buscando pistas, interrogando testigos, cotejando coartadas – antes de cuestionar su propia fe y abrir la cancha a lo sobrenatural. Incidentalmente, ¿por qué los romanos en esta película hablan de Marte y Minerva, pero a Neptuno le dicen Poseidón? ¿Qué blasfemia es esta? Hete aquí que a mitad de la película se comete el imperdonable pecado de resolver el misterio crucial de la historia. Sea o no una buena resolución, quiebra con la estructura del policial; lo desposee de intriga o suspenso cuando todavía queda una hora de cinta. La segunda mitad no hace más que dilatar el tiempo con viñetas evangélicas sobre los apóstoles y las enseñanzas vox populi de Jesús. La calidad de estas escenas es marginalmente superior a las dramatizaciones televisivas que suelen pasarse en clases de catequesis. Mientras la película es leal a la premisa inicial, La resurrección de Cristo es lo suficientemente inusual como para llamar y retener la atención. Quizás se anime a hacer nuevas preguntas, a jugar con nuevas respuestas. Fiennes es un buen protagónico y levanta considerablemente una producción bastante modesta que en cualquier otro caso probablemente jamás se hubiera hecho, lejanos los presupuestos de tanques épicos como Noé (Noah, 2014) y Exodo: DIoses y Reyes (Exodus: God and Kings, 2014). Pero ni bien se deshace del enigma principal, no le queda más que encarrilarse en las vías de un costumbrismo aburridísimo, del cual la película jamás resucita.