Corazón que siente La nueva película del realizador danés Bille August, Corazón silencioso (Stille hjerte , 2014), es un drama de recámara acallado y melancólico, bien alejado en tono y espíritu de la rimbombante La celebración (Festen, 1998) de Thomas Vinterberg, pero acorde en el desarrollo de su trama y las tramas secretas entre sus personajes. Se trata de una reunión familiar entorno a una Navidad falsa que sirve de pretexto para velar la inminente eutanasia de la matriarca de la familia, que ha sido diagnosticada con una enfermedad terminal. La matriarca es Esther (Ghita Nørby), que ha decidido quitarse la vida el próximo domingo. Su marido es Poul (Morten Grunwald), médico. Llegan sus dos hijas: Heidi (Paprika Steen, la inestable oveja negra de La celebración, ahora la doméstica hija mayor), y Sanne (Danica Curcic, la depresiva hija menor). Heidi llega con su marido e hijo digitalmente enajenado; Sanne trae consigo a Dennis (Pilou Asbaek), su novio fracasado. El elenco se cierra con Lisbeth, una vieja amiga de Esther. Vamos descubriendo el rollo entre cada uno. Esther acepta el regalo de Lisbeth, pero ignora el de Heidi. Heidi no aprecia la presencia de gente que no es familia, como Lisbeth, o el novio de Sanne, que por cierto está llegando muy tarde. Sanne es la única que se opone abiertamente a la eutanasia, y planea abortar el suicidio de su madre con una llamada a la ambulancia. Dennis es su confidente, pero preferiría ni estar allí y pasársela drogado en otro sitio. Y así. La película se apoya sobre las interpretaciones de las tres actrices principales, todas agobiadas por el pathos de la muerte: Nørby en el papel de una mujer que quiere y teme el suicidio, Curcic en el papel de una mujer traumada por su propio intento de suicidio, y Steen, que aprueba del suicidio de su madre con sobriedad hasta que descubre información secreta acerca de las motivaciones de ciertos personajes. Es más o menos a esta altura que la película cobra interés en su desarrollo. Hasta entonces tenemos una situación tensamente sostenida en la que cada personaje reafirma una y otra vez su relación con el resto y con el tema central de “dejarse morir”. Es cuando los personajes hacen un giro abrupto en su posición que el film despega: quizás Heidi no está de acuerdo con la eutanasia, quizás Sanne es capaz de tolerarla, quizás el miedo puede más en Esther. “Tuvimos un día tan lindo, ¿por qué no podemos tener otro más? ¿Por qué hay que terminar de vivir mañana?”. El libreto de Corazón silencioso– escrito por Christian Torpe – es sentimental y melodramático, efecto que se sostiene perfectamente sin ningún tipo de falsa pretensión gracias a las actuaciones del trío protagónico y un prolijo guión que cierra por todos lados hacia el final, y le da al público exactamente lo que esperaba, de la forma que lo esperaba.
Zach Dinamita Locos dementes (Masterminds, 2016) está dirigida por Jared Hess, escritor y director de películas tales como Napoléon Dinamita (Napoleon Dynamite, 2004) y Nacho Libre (2006). Teniéndolas de referencia podría describirse su sentido del humor como meticulosamente estúpido: la estupidez de cada uno de sus personajes es iterada y reiterada de todas las formas y ángulos posibles a la espera de comedia. La estupidez meticulosa está presente en las películas de Adam Sandler, en las que todos son estúpidos salvo Adam Sandler, y en las de Michael Bay, que es incapaz de imaginar antagonistas que no estén motivados por la estupidez. Lo que tiene Hess es que al menos suele edulcorar sus historias con personajes capaces de inspirar algo de ternura (o lástima) en el espectador, porque tienen una visión incurablemente ilusa de la vida y las personas. Ninguna otra frase podría describir mejor a Zach Galifianakis, que ha hecho carrera interpretando hombres infantiles con un ridículo sentido del orgullo. En Locos dementes es David Ghantt, quien roba 17 millones de dólares de su trabajo (una empresa de transporte de dinero) a petición de Kelly (Kristen Wiig), la mujer que ama, sin saber que ella está confabulada con su ex novio Steve (Owen Wilson). El plan es mandar a David a México con poco y nada del botín, hacerlo creer que su amada se va a reunir con él, convertirlo en el chivo expiatorio del robo y eventualmente largarle un asesino (Jason Sudeikis). Más allá de todas estas maquinaciones la trama es relativamente descontracturada, como es usual de las películas de Hess, y está llena de escenas que no agregan nada o contrarrestan el ritmo de la historia. En cuanto al humor, es bastante fortuito: muy casualmente se muestran cosas que por sí solas pueden ser graciosas, pero no hay esfuerzo por contextualizarlas o explotar su gracia. A veces pega, a veces no. Por ejemplo, la película presenta cualquier cantidad de montajes “cómicos”. Es gracioso ver el fotomontaje de David y su prometida (Kate McKinnon) porque cada foto nos enseña algo nuevo sobre su zonza relación; menos graciosos son los montajes en los que David vacaciona en México o Steve gasta millones en posesiones extravagantes, porque no hay nada que resumir: la primera imagen nos cuenta lo mismo que la última. Hay docenas de chistes para disecar y explicar por qué no son graciosos pero mucho no importa; la única consigna del film es captar cuan estúpidos o insensatos pueden ser los personajes. De entre todos se destacan McKinnon y Jon Daly (que debe tener dos o tres primeros planos en toda la película y los aprovecha al máximo) y Jason Sudeikis, cuyo personaje termina siendo el más extraño y complejo si bien no el más gracioso. Locos dementes es una comedia de prueba y error en la que hay más errores que aciertos.
El susto del volumen Las películas de miedo de Blumhouse Productions - la fábrica de las Actividad Paranormal, La noche del demonio, La noche de la expiación, Sinister - son todas mediocres y prescindibles hasta que llega algo como La Resurrección del Mal (Havenhurst, 2016). Entonces se hacen extrañar. Con lo derivativa que se ha puesto la producción de la Blumhouse, aunque sea podemos contar con sustos que se nutren de la puesta en escena y requieren un poco de esmero. La Resurrección del Mal no tiene ni eso. El nivel de creatividad de la película nunca pasa de mostrar una figura que se escabulle fuera de foco - o está muy cerca o muy lejos de la cámara - al compás de un agresivo estruendo. Ése es el primer y último susto del film. En el medio hay más de lo mismo, además de algunas escenas de tortura, que dan más asco que miedo. 80 minutos es demasiado. La historia está situada en Nueva York, en el hotel residencial Havenhurst, que por fuera parece el edificio de El bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968) y por dentro el hotel de Barton Fink (1991). Havenhurst es regentado por una viejita (Fionnula Flanagan) que aloja a adictos en proceso de rehabilitación en su edificio con la condición de que no recaigan en sus viejos hábitos, so pena de ser “desalojados” misteriosamente. Todo esto huele al esquema de El juego del miedo (Saw, 2004), en el que el mal castiga la inmoralidad, aunque los amos de Havenhurst no tienen ninguna motivación en particular ni discriminan a sus víctimas con penas irónicas. La protagonista es Jackie (Julie Benz), que llega a Havenhurst director de Alcohólicos Anónimos y pasa el resto de la película haciendo averiguaciones obvias sobre lo que está ocurriendo en el lugar. Se le une una niña vecina, Sarah (Belle Shouse), lo cual activa una serie de flashbacks de lo más pedestres sobre la hija de Jackie. Sarah es la principal culpable de la mayoría de esos momentos molestos en los que una sombra corre al son de un molesto estruendo, y tiene la misma mirada de consternación ya esté quemando los panqueques del desayuno o escondiéndose de su padre violador. No se hace querer, pero para el caso, ¿quién en esta película lo hace? Sobre los puntos a favor de la película, podría destacarse la dirección de arte, que es más o menos gótica, y la inquietante presencia de Fionnula Flanagan, pero hay tantas otras variables que las desbaratan que casi ni vale la pena mencionarlas. No parece haber un tono consistente. A veces se quiere jugar por el terror psicológico, a veces por la repulsión visceral, y en medio de todo hay una especie de cuco genérico que parece salido de otra película directamente. La única consistencia son los mencionados sustos de la banda sonora, los cuales se vuelven de lo más irritantes. El film está producido, escrito y dirigido por Andrew C. Erin. Se inspiró en la historia de H. H. Holmes, un infame asesino que a fines de siglo XIX construyó un hotel lleno de trampas y pasadizos secretos en el cual mató, se estima, hasta 200 personas. Desde hace años Martin Scorsese y Leonardo DiCaprio están preparando la versión cinematográfica. Más vale esperar a esa película, aún si no se hace nunca.
Chris de contaduría La historia de un superhéroe con el poder de la contaduría financiera debería jugarse por la comedia o la literatura barata que suele emular Quentin Tarantino, pero El contador (The Accountant, 2016) es un thriller dramático y se toma demasiado en serio para su propio bien. He aquí un guión original (escrito por Bill Dubuque) con un protagonista interesante, un inusual submundo criminal y una temática fascinante tal como puede ser el trastorno autista. Ben Affleck es Chris Wolff, quien posee no sólo una destreza para las matemáticas tamaña a la de John Nash de Una mente brillante (A Beautiful Mind, 2001) sino también su ineptitud social, habiendo sido diagnosticado con autismo de pequeño y siendo criado por un padre militar con una noción espartana de la educación. Chris trabaja de contador para carteles criminales desenmarañando números y rastreando fugas, un ejercicio afín al de desarmar un rompecabezas y confirmar si todas las fichas estaban en su lugar. De niño lo vemos entrando en pánico cuando no halla la última ficha del rompecabezas que estaba armando; de adulto tiene una reacción similar cuando la compañía robótica de Lamar Blackburn (John Lithgow) aborta su auditoría. Pronto está eludiendo tanto a asesinos pagos como agentes del gobierno obsesionados por su trayectoria y anonimidad. Hoy en día es raro ver una película hollywoodense y con cierto pedigrí de producción basada en un guión original. En este sentido El contador es un alivio, aunque en definitiva cuenta la misma historia de superhéroes, de la cual no hay ninguna escasez por estos días, en la que el héroe: 1) recibe un exótico entrenamiento marcial a lo largo de su infancia, 2) es tutelado por una figura mentora trágica, 3) adopta una identidad y guarida secretas, 4) hace justicia por mano propia y 5) la ley sale a darle caza. J.K. Simmons es quien lo persigue y su obsesión por desenmascarar al misterioso contador recuerda a la que tenía cuando demandaba fotos de Spider-Man. Ben Affleck no sólo da una de sus interpretaciones más simpáticas a la fecha, mostrándose cómico en sus intentos confusos por socializar con sus clientes y con la entrañable Dana (Anna Kendrick), sino que se demuestra perfectamente dúctil como el tipo de héroe de acción que no interpreta hace años. Si tan solo la película fuera sobre la relación entre Chris y Dana, o aunque sea Chris, en vez de usar su condición psicológica para maquillar una película de acción. Se toma una decisión cuestionable al mostrar a Chris como una suerte de superhombre a raíz de la crianza abusiva del padre, un detalle que jamás se penaliza y al final parece preferible a ser criado en un instituto especializado. Sería más problemático si la película realmente pretendiera ser un íntimo estudio de personaje en vez de tratar al autismo como una suerte de súper poder, lo cual delata cuan infantil pero bienintencionada es la trama. El film es un thriller con un “gimmick”, un ardid novedoso que distrae de las partes más débiles y fatuas de su propia historia (incluyendo el ridículo final, el cual en defensa del film Chris hace un chiste sobre las probabilidades del mismo). El contador es curiosa, entretenida y está llena de potencial pero se queda corta con la ambición.
Bien Sur De la mano del francés Bruno Dumont llega La Bahía (Ma Loute, 2016), un film menos ominoso de lo que acostumbra el excéntrico realizador, cuyos últimos dos trabajos trataban sobre una escultora esquizofrénica internada en un manicomio (Camille Claudel, 1915, 2013) y una comunión chamanística (Fuera de Satán, 2011), pero no menos críptico. El film es un retrato cómico de dos familias en la costa francesa a principios del siglo XX: los Van Peteghem, burgueses que veranean en una mansión cuasi-piramidal en la cima de un acantilado, y los Brufort, humildes pescadores que hacen negocio transportando gente - literalmente en brazos - a través de un río. En medio de todo hay un romance incipiente entre un joven Brufort y una joven Van Peteghem, así como una dupla de policías (uno gordo y otro flaco, reliquias de vodevil) investigando una serie de desapariciones en el desértico balneario. Parece que la historia va por el lado del misterio, pero la razón de las desapariciones se revela al espectador bastante temprano (lo suficiente como para poder decir en una crítica, pero es tan inusitado que merece preservar la sorpresa). Entonces parece que la historia va por el lado del suspenso, pero tanto los crímenes como su investigación se mantienen en un segundo plano y a la larga se esfuman sin una conclusión clara. La Bahía es ante todo una farsa en la cual el chiste es que el mundo está poblado de gente inepta, incapaz de conciliar el conflicto entre lo que desea y las reglas de la clase social a la cual arbitrariamente pertenecen. Los Van Peteghem, por ejemplo, viven en un constante estado de histeria y perplejidad ante un mundo que osa sorprenderlos en el más mínimo detalle; su deseo de dirigir a sus criados contradice la indignación que les produce dirigirles la palabra. Entonces tenemos escenas de comedia brillante en las que en las que el sencillo acto de comer, andar o sentarse es puesto en crisis por la absurda patología burguesa, que necesita asistencia de una casta inferior y por ello se odia. Los personajes son caricaturas hermosas del más exagerado orden: el espástico André (Fabrice Luchini), apesadumbrado por la vida; Isabelle (Valeria Bruni Tedeschi), que sufre brotes psicóticos y se pone a llorar ante cualquier irregularidad; Christian (Jean-Luc Vincent), sujeto a epifanías de estupidez y admirado por ellas, y la histriónica Aude (Juliette Binoche), que exagera cada emoción probablemente porque no siente ninguna. La forma en que hablan y entonan es una delicia y es un placer ver a actores que claramente se están divirtiendo con la libertad de derrapar estereotipos. Por otro lado, los Brufort reciben menos atención y resultan menos interesantes que los Van Peteghem. Se los caracteriza como estoicos y no mucho más que eso. Es tentador comparar el film con otras películas francesas, surrealistas y extravagantes, como la obra de Jean-Pierre Jeunet - director de Delicatessen (1991) y Amélie(2001) - o incluso la animada Las trillizas de Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003). La película de Dumont existe en un mundo delirante, atravesado por la pulsión, el capricho y el ocasional destello de realismo mágico. Dentro de tanta locura a veces se pone fatua, a veces entra en digresión, pero nunca deja de ser fascinante.
Abandonad toda esperanza De todas las películas dirigidas por Ron Howard y basadas en novelas de Dan Brown, Inferno (2016) es la menos excitante, porque no posee la perspectiva histórica de sus otras ficciones ni se juega por especulaciones interesantes. Es un thriller a contrarreloj como El código Da Vinci (The Da Vinci Code, 2006) y Ángeles y Demonios (Angels & Demons, 2009), pero por primera vez no comete la osadía de opinar sobre la religión. De hecho no opina sobre nada en particular. El tema central supuestamente es Dante, aquel quien a la mitad del camino de su vida, perdido el recto sendero, se encontrara en una selva oscura y al proverbial Infierno bajara. La trama transcurre mayormente en Florencia y efectivamente la máscara funeraria de Dante es uno de los MacGuffin de turno, pero la realidad es que el film no tiene nada para decir sobre el poeta, su obra o su visión. El código Da Vinci aunque sea enhebraba a Leonardo en su (absurda) trama; Inferno en cambio usa a Dante para embalar una historia que no tiene nada que ver con él. La trama sonará familiar a los lectores de Dan Brown, si aún los tiene: hay un asesinato, el académico Robert Langdon se ve involucrado, se le suma una joven y sexy acompañante, recorre varios edificios emblemáticos de Europa sin hacer una sola fila, descifra algunos acertijos gracias a una mezcla de suerte y talento, alguien que parecía estar ayudándolo lo traiciona y finalmente el objeto que estuvo buscando todo el tiempo explota o no explota. He aquí el resumen de los últimos cuatro libros de Brown, y de los próximos cuatro también. No hay nada malo per se en apegarse a una fórmula, que es lo que todos aman de aventureros de la vieja escuela como James Bond o Indiana Jones. Aquí el problema quizás sea Langdon, quien a pesar de estar interpretado por el infinitamente simpático Tom Hanks es un personaje sin carisma o misterio. O que sus historias tienen forma de aventuras extraordinarias, llenas de hazañas improbables y momentos absurdos, pero insisten en ser tomadas con absoluta gravedad. Habiendo depurado toda cuestión religiosa de la trama, el tema a tratar es el problema de la superpoblación, lo cual es más urgente que viejas teorías conspirativas sobre los caballeros templarios o la progenie de Jesús, pero mucho menos escandaloso o divertido. Y sin embargo la película tiene cero interés en desarrollar el tema. Al principio de todo se expone la problemática a partir de la cual se desprende la historia (el villano quiere “regular” la superpoblación mundial con una pandemia viral), la película no toma posición ni lo vuelve a tocar. Lo que le falta a Inferno es una sensibilidad más hitchcockiana de las cosas. ¿Qué son estas historias sino versiones de lo que hacía Hitchcock? Asesinatos asombrosos, hombres que sabían demasiado, perseguidos por crímenes que no cometieron, con locaciones exóticas y glamorosas a plena disposición y por supuesto el MacGuffin, aquel objeto que existe porque todo el mundo lo está buscando. El film tiene todo esto (énfasis en locaciones preciosas) pero carece de humor, ingenio o entusiasmo: es una película “mandada a hacer”, con el factor de entretenimiento mínimo y necesario para justificar su existencia y nada más. En una realidad en la que Ron Howard y Tom Hanks se bajaron de la franquicia hace rato, Inferno es el tipo de secuela tardía que con suerte saldría directo a DVD.
Los 7 más o menos Hacía dos años El justiciero (2014) de Antoine Fuqua abría el 62 Festival Internacional de Cine de San Sebastián; hoy su remake de Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 2016) abre el de Toronto y cierra el de Venecia . Y si bien en la 73 Mostra de Venecia se estrenó fuera de competencia, sería difícil imaginarla ganando algún premio tal como Akira Kurosawa lo ganó por Los siete samurái (1954) en el mismo festival. La versión de Fuqua adapta la de Kurosawa - o la remake de 1960 de John Sturges, para el caso - con la sensibilidad de un blockbuster de superhéroes; nunca sentimos que estamos viendo un western así como el nuevo esfuerzo pseudo-chistoso de Marvel o DC de ensamblar un equipo de pillos con corazón de oro y luchar contra un mal obvio e inequívoco. Hasta el diálogo delata el poco esfuerzo de los guionistas (Nic Pizzolatto, creador de True Detective, y Richard Wenk) en ambientar su película en el viejo oeste. La historia es tan sencilla como siempre: un pueblo de indefensos granjeros es amenazado por la tiranía del bravucón local y contratan a siete forasteros para protegerlos. Los “siete magníficos” están liderados por Sam Chisolm (Denzel Washington) y consisten de Josh Farraday (Chris Pratt), un apostador; Robicheaux (Ethan Hawke), ex soldado y francotirador; Billy Rocks (Byung-hun Lee), su asociado; Jack Horne (Vincent D'Onofrio), un montañés; Vasquez (Manuel García-Rulfo), un forajido mexicano y Red Harvest (Martin Sensmeier), un guerrero comanche. Emma Cullen (Haley Bennett) los contrata y hace de octava magnífica; el malo es el minero Bartholomew Bogue (Peter Sarsgaard, siempre efectivo en componer villanos a la vez débiles y poderosos). El film tiene un excelente elenco, con alguna que otra escena simpática de convivencia, pero ninguno sale particularmente bien parado. El único personaje más profundo que la personalidad que esboza es Robicheaux (Hawke), quien se reúne con Washington, ex compañero de Día de entrenamiento (Training Day, 2001). La película plantea una camaradería que continúa la de aquella película (sus personajes son viejos amigos) pero la reunión se desperdicia salvo por un par de escenas de introspección y no mucho más. La trama procede relativamente sin demasiado conflicto - los siete se suman sin mucho esfuerzo (prácticamente por accidente), no hay ningún problema entre ellos y casi toda la adversidad se guarda para la última media hora, que al fin y al cabo provee un gran clímax. En cuanto al balance final, que solía ser más bien pesimista - replanteando la relación sacrificial entre protector y protegido - Fuqua hace borrón y cuenta nueva y postula un fin típicamente complaciente, sin áreas grises ni ideas problemáticas.
El profeta en su tierra La nueva película de Mariano Cohn y Gastón Duprat– los realizadores de El hombre de al lado (2009) – es una reflexión sobre la lealtad y la traición, la autenticidad y la hipocresía, y la particular relación de admiración y reproche que tiene la comunidad con los que encuentran el éxito fuera. El ciudadano ilustre (2016) trata sobre Daniel Mantovani (Oscar Martínez), galardonado con el Premio Nobel a la Literatura al principio del film. Daniel dejó su país hace 40 años e hizo carrera en Europa, pero siempre se inspiró para escribir en su juventud en Argentina. Como lo pone varias veces a lo largo del film, él huyó pero sus personajes se quedaron. Cuando le llega una carta de su pueblo natal de Salas invitándolo a recibir el premio a “ciudadano ilustre”, su reacción inmediata es rechazarla. Pero reconsidera. La idea de regresar le da gracia, curiosidad, quizás nostalgia. La película narra en cuatro capítulos los cuatro días de estadía de Daniel en Salas. Al principio la comunidad lo recibe como a un hijo perdido o héroe de guerra – el orgullo del pueblo – pero de a poco se va revelando la enorme brecha ideológica que separa a Daniel de su pueblo y que lo único que la emparcha es un imbécil sentido del nacionalismo. Que el pueblo está más interesado en celebrarse a sí mismo a través de Daniel que a la obra de Daniel en sí misma, por el mismo motivo que se puede mencionar a Diego, el Papa y la reina de Holanda en la misma oración. Obviamente la historia se cuenta a través de la idiosincrasia argentina, pero sería un error leerla como una autocrítica exclusiva a Argentina. Alrededor del mundo se idolatran figuras por ningún otro mérito que el de una simple casualidad topográfica. Y por cada cuestión que abre la película – en términos de política, sociedad, arte y cultura – hay varias voces opinando. El film efectivamente viene a abrir debate más que a pasar sentencias, por más que Mantovani tienda a hablar en extensos monólogos que, sentimos, explayan la opinión de los directores y del guionista, Andrés Duprat. Martínez encarna a su personaje con una mezcla de cautela y fastidio y la certidumbre de que tiene razón a todo momento pero no por ello debe caer en la arrogancia, sorteando obstáculos y malentendidos a pura parla intelectual. Su actuación hace creíble el tipo de diálogo que suele leerse bien en papel pero no suena tan bien en una película. El reparto incluye a Irene (Andrea Frigerio) como la mujer que Daniel dejó atrás en su éxodo; a Antonio (Dady Brieva), el hombre que la terminó desposando y mantiene una tensa amistad con Daniel; Julia (Belén Chavanne), una groupie académica que se come a Daniel con los ojos desde la primera toma, el guardián (léase censor) local de la “cultura” (Marcelo D'Andrea) y el chabacano intendente del pueblo (Manuel Vicente), cuyo primer acto cultural es emparejar a Daniel con la Miss Belleza local y subirlos juntos a un camión de bomberos. Sigue una presentación PowerPoint que se encuentra al nivel de una fiesta de quince, sino más bajo. El ciudadano ilustre empieza satirizando ciertas deficiencias sociales, pasa por una suerte de comedia de enredos y termina deviniendo en un altamente crítico humor negro. Es la mejor película de Mariano Cohn y Gastón Duprat y tiene toda la pinta de que va a convertirse en otro clásico moderno del cine argentino.
La película entre las hojas La luz entre los oceános (The Light Between Oceans, 2016) es una película de época (principios de siglo XX), situada en una comunidad pastoral, embebida en un poco de intriga social y protagonizada por un galán trágico y una damisela presa del aburrimiento. Y debajo de todo hay un crimen por el cual tarde o temprano alguien debe pagar pero nadie quiere hacerse cargo. Indudablemente bien actuada, ambientada y fotografiada, la nueva película de Derek Cianfrance – quien debutó con la emocionalmente devastadora Blue Valentine (Una historia de amor) (2010) – es relativamente insípida. Se parece a un montón de películas similares y no se alza por sobre ninguna en particular. La primera parte se concentra en el súbito romance entre Tom (Michael Fassbender) e Isabel (Alicia Vikander). Él es un veterano conmocionado por la Gran Guerra, ella es una pueblerina con deseos de dejara el pueblo. No son personajes particularmente queribles. Él es un pusilánime amedrentado por una vaga sensación de culpa, ella es una egoísta que caza la primera oportunidad que tiene para dejar todo por una nueva vida. Así desposa a Tom, quien acaba de llegar al pueblo para tomar el lugar del viejo ermitaño que operaba el faro. La segunda parte trata sobre el crimen en cuestión. Sin arruinar la trama, involucra el deseo de Isabel de tener un hijo, y la forma en que manipula a su esposo para cometer un crimen por capricho de ella. Tom demuestra su poca inteligencia presuponiendo que el crimen no tiene víctima, y al conservar evidencia incriminatoria por ningún buen motivo. Tom continúa incriminándose a lo largo de la historia; la película sugiere que esto está conectado a su misterioso pasado como soldado pero no se molesta en tratar la cuestión. La tercera parte involucra a una tercera en discordia, interpretada por Rachel Weisz. A esta altura la trama se desenvuelve más o menos predeciblemente, simplemente porque la película no aporta demasiados elementos de entrada y es fácil relacionar lo poco que hay en ella – la culpa de Tom, el egoísmo de Isabel y la congoja de weisz son todos los factores que la trama necesita para plantearse y resolverse, con muy poco desarrollo de por medio. Como si la historia se desinflara por la mera presencia de los personajes, sin grandes sucesos o intervenciones. Lo verdaderamente destacable del film son las actuaciones del dúo protagónico – Fassbender aporta primeros planos de sufrimiento silencioso y Vikander está excelente en un papel por lo demás ingrato. Este tipo de películas necesita actuaciones potentes para llenar todas las partes aburridas con algo que ver: gestos, venias, minuciosidades en la dicción o el lenguaje corporal. Consideren la cantidad de veces que alguien escribe o lee una carta en esta película – debe haber como una docena al menos – y cuan mundana es la puesta en escena, una y otra vez, de estas tediosas lecturas. Aquí la película traiciona sus orígenes como novela (basada en el libro homónimo de M. L. Stedman) y cuan literal fue el proceso de adaptación.
Tan cerca y a la vez tan lejos Miedo profundo (The Shallows, 2016) es un thriller situacional breve, intenso, a veces verosímil, a veces ridículo y dentro de todo bastante efectivo. Como en Gravedad (Gravity, 2013), una mujer es sujeta a un extenuante tour de force orquestado por la Ley de Murphy que la deja al filo de la muerte constantemente. En el caso de Nancy (Blake Lively), está destinada a batirse a duelo contra un gran tiburón blanco. Esto lo hace en un rompedero secreto en la costa de México, donde ha ido a practicar surf. Camino a la playa todos los nativos rehúsan decirle el nombre del sitio a donde se dirige, como si supieran que eso va a complicar la trama, pero considerando que se encuentra totalmente sola e incomunicada a lo largo de su suplicio uno se pregunta en qué hubiera ayudado saber el nombre del lugar. Nancy es atacada por el tiburón y queda varada en unos peñascos en el mar: sola, herida, sin promesa de ayuda y con las horas contadas para que suba la marea. Se encuentra a apenas 200 metros de la costa, pero el tiburón merodea por las aguas y Nancy no puede pasar ni medio minuto nadando sin atraerlo. Se las tiene que ir ingeniando minuto a minuto con los recursos que tiene a mano para llegar a tierra firme. Las comparaciones inmediatas serán con Tiburón (Jaws, 1975), aunque Miedo profundo se parece menos al seminal blockbuster de Steven Spielberg y más a cualquier otro de los thrillers absurdos e hiperactivos que ha dirigido Jaume Collet-Serra (tiene al menos tres con Liam Neeson). Más allá de la presencia del abominable escuálido, el conflicto es relativamente nimio. Tiburón construye conflictos en varios niveles (externo, social, situacional, etc); Miedo profundo hace un vago intento de asociar la lucha de Nancy con una historia personal medio confusa y rebuscada sobre su madre muerta. Cuando al final hace catarsis el momento se siente gratuito e injustificado. Nada de lo que Nancy ha hecho a lo largo de la película se relaciona en forma alguna con su supuesto complejo familiar; nada indica que no podría haber hecho catarsis de alguna otra forma – dejándose atropellar por un auto, quizás, o leyendo un buen libro. De todas formas Miedo profundo es un buen thriller. El tiburón se hace desear, el peligro es palpable y hay una empatía inmediata hacia alguien que se encuentra tan cerca y a la vez tan lejos de estar sano y salvo. Jaume Collet-Serra ha dirigido peores películas. Tiburón ha tenido peores secuelas.