Morirás lejos Lucía Puenzo tiene en su haber de directora XXY (2007), acerca de dos jóvenes explorando su sexualidad, y El Niño Pez (2009), acerca de dos jóvenes que ya han explorado todo lo que tenían que explorar y ahora buscan su lugar en el mundo. Wakolda (2013), basada en su propia novela homónima y su tercer largometraje al fin y al cabo, continúa los temas de identidad sexual y dualidad, exacerbados esta vez en la relación de mutua fascinación que mantienen sus protagonistas: una niña y el médico alemán que la convierte en su experimento. Lilith (Florencia Bado) salta la cuerda en plena llanura pampeana. El médico alemán (Alex Brendemühl) le observa de lejos. Vemos su cuaderno de dibujos, lleno de garabatos vitruvianos cuidadosamente contenidos entre reglas y escalas. “Hubiese sido el espécimen perfecto,” narra Lilith, “de no haber sido por mi altura”. Lilith, dentro de su cuerpo de diminuta ninfa, tiene 12 años. Captura la fascinación del hombre, que posee un interés tan profesional como fetichista por la experimentación genética. Necesita hacerla crecer y volverla perfecta. El año es 1960, y Lilith y su familia se hayan rumbo a Bariloche. Sus padres, Enzo y Eva (Diego Peretti y Natalia Oreiro) acaban de heredar uno de esos hoteles de piedra y madera con vista al lago. El extraño forma un convoy con ellos, y como en las mejores películas de terror, insiste en hospedarse con la familia una vez llegados al hotel. Allí convida su fascinación a Eva, con quien entabla empatía a través del idioma alemán, y solicita experimentar sobre Lilith. Lo que sigue es un excelente thriller construido dentro del pequeño globo de nieve barilochense y la sociedad misteriosamente alemana que lo habita. Lilith y sus hermanos asisten a un colegio donde alguna vez flameó la esvástica y los alumnos literalmente entierran los libros indeseados bajo órdenes del director. Una mujer llamada Nora Edloc (Elena Roger) merodea por sus pasillos, fotografiando alemanes sospechosos y rescatando viejos archivos. Mientras tanto, el médico alemán es recibido con deferencia por sus pares y establece el mugriento laboratorio donde conducirá sus experimentos sobre Lilith. Más tarde abrirá una tétrica fábrica de muñecas, donde Wakolda (la muñeca mestiza de Lilith) engendrará a una legión de muñecas arias idénticas, en lo que será el símbolo más obvio de toda la película. Por las dudas. La identidad del médico alemán es y no es un misterio, dependiendo de qué tipo de exposición han tenido a la campaña publicitaria de la película. Se sabe que es alemán, científico, prófugo y con un arma en la guantera. Está basado en un personaje histórico, y Alex Brendemühl, partiendo de tener un parecido asombroso con él, le interpreta con una energía entre fúnebre y extasiada. De ninguna manera es Wakolda una biopic o drama histórico – jamás se nos advierte que lo que vamos a ver está “basado en hechos reales” – es más bien una fantasía construida de hechos reales (la experimentación nazi en Argentina, el colegio pro-nazi Primo Capraro, el teutónico Hotel Tunquelén) y mitos fotogénicos (la orfebrería de muñecas nazis, por ejemplo). Pero a Brendemühl le toca interpretar (impecablemente) poco más que una fuerza dentro de un esquema de fuerzas belígeras en las conciencias de personajes más complejos que el suyo. La película no es realmente sobre él. El ancla y foco de la película es Lilith, dividida entre la figura paterna del extraño y la de su propio padre, entre la pubertad y la niñez, la sexualidad y la asexualidad. Florencia Bado – en su debut actoral – encarna muy bien esta dualidad inquietante. Peretti y Oreiro hacen lo propio, interpretando a gente en principio moral que se deja llevar por las mezquindades de sus personalidades. Ilustran perfectamente el paradigma burgués que veló por la impunidad del nazismo escondido a simple vista en la Argentina. Wakolda es muchas cosas: un estudio introspectivo de personajes interesantes, un tenso thriller histórico con suficientes hechos reales como para dejar volar la imaginación, una hábil incursión en un tema curiosamente virgen en el cine de ficción argentino, una denuncia a una de las partes más obviadas de la historia nacional. Por sobre todo, va a lugares donde nunca se ha ido.
Querida, perdí a los niños En Séptimo (2013), Ricardo Darín pierde a los niños. ¿Dónde están? ¿Los encuentra al final? Si estas preguntas le resultan inquietantes, esta es la película para usted. Si no es el caso, mire cualquier thriller contrarreloj que hayan pasado mil veces por televisión para experimentar la totalidad de los efectos de Séptimo: celulares con poca batería, autos que no arrancan y la duda de quién es el culpable, si el más sospechoso, el menos sospechoso, o el que va y viene. Acompañamos a Sebastián (Darín) en una típica mañana de trabajo, acorralado por malas vibraciones por todos lados. Es un abogado a cargo de un caso de malversación de fondos. Su jefe le llama constantemente, presionándole. Su hermana está recibiendo amenazas de un ex violento. Su mujer (Belén Rueda) está esperando los papeles del divorcio. Sus vecinos no se llevan bien con él. Y en eso pierde a sus hijos: desaparecen entre el séptimo piso y la planta baja del edificio, por donde el encargado dice no haberlos visto pasar. Nuestro héroe ha de sospechar de todo y de todos en algún punto de la película, y la inocencia de todo y de todos siempre ha de probarse inmediatamente después, como el género manda, para poder saltar rápido a la siguiente “conclusión obvia”. Sobran las pistas falsas y las puntas de trama abandonadas.La historia requiere que el personaje esté apurado y que la audiencia se pierda en ese apuro, sin darle un minuto de raciocinio a las incoherencias o cuestiones que nuestro héroe prefiere ignorar. Es fundamental, por ejemplo, definir la geometría de un espacio tan cerrado como el de un thriller de interiores. Así se limitan las calculaciones del espectador, y vuelve la resolución del enigma una cuestión más excitante, porque le da todas las herramientas para resolverlo y sin embargo la respuesta le elude. Pero en Séptimo nunca tenemos una idea clara de nada. ¿Cuán grande es el edificio? ¿Cuántos departamentos hay por piso? ¿Cuánta gente vive en ellos? ¿Cuáles son investigados? ¿Cuáles no? ¿En qué orden? Toda esta vaguedad le permite al guión inventar nuevos vecinos y nuevos departamentos cuando le conviene. Y eso ya es trampa. En algún punto rendimos el pensamiento inteligente y nos abocamos de lleno (o no) a la propuesta de Séptimo. No es que no sea un thriller entretenido (vehiculizado sin duda por la presencia de Darín), pero como thriller se juega por el esquema del “misterio del cuarto cerrado” y éste no está bien construido, ya que los espacios están pésimamente ilustrados y nunca comprobamos en primera instancia que el proverbial cuarto estaba, en efecto, cerrado. El resultado es una película bien dirigida, con buen ritmo y bien montada, pero con agujeros demasiado grandes y demasiado frecuentes en su planteo.
Los tres días de Nick Sloan Causas y Consecuencias (The Company You Keep, 2012) tiene lo que en teatro se dice “gran elenco” cuando no queda nadie más famoso a quien nombrar en el cartel, pero aquí va en serio. Una vez que se han presentado a los protagónicos Robert Redford y Shia LaBeouf nos queda el “gran elenco” que consiste, más o menos en orden de aparición, de Susan Sarandon, Stanley Tucci, Stephen Root, Terrence Howard, Anna Kendrick, Chris Cooper, Nick Nolte, Julie Christie, Sam Elliott, Brendan Gleeson y Richard Jenkins. Su presencia es fundamental, porque magnetiza un thriller aburrido con la emoción de un safari de celebridades. La trama sigue al personaje de Redford, Nick Sloan, un anciano abogado que se hace a la fuga cuando el FBI le identifica como un ex miembro del grupo de extrema izquierda Weather Undergound, que allá por los ‘70s protestaba la guerra de Vietnam con bombardeos que nunca mataron a nadie (la película inventa una víctima ficticia para acentuar su dilema moral). Otro de los ex militantes Weathermen es Sharon Solarz (Sarandon), que se entrega al FBI a comienzos del film luego de vivir 30 años como una apacible ama de casa suburbana. El deuteragonista es un reportero de medio pelo llamado Shepard (LaBeouf), que indirectamente desencadena la persecución de Nick y luego le sigue los pasos en el nombre del periodismo. Es el único personaje con motivaciones claras. Nick probablemente quiere limpiar su nombre, como todo fugitivo ha de hacerlo en su propia película, ¿pero limpiarlo cómo? Asistimos a sus rebuscados actos de escapismo y sus reencuentros con ex Weathermen (consistentes de la mitad del ya citado “gran elenco”) sin mucha emoción, ya que resulta difícil involucrarse emocionalmente cuando no sabemos por qué el héroe hace lo que hace, y la trama olvida a sus personajes más interesantes luego de una o dos escenas. Como en Nada es lo que parece (Now You See Me, 2013), nunca es divertido estar del lado de la policía cuando el protagonista es el criminal. Si bien la película no nos abandona en compañía del FBI demasiado tiempo, poseemos más o menos la misma información que sus agentes, y Redford, los Weathermen y el meollo de la cuestión serán un enigma hasta el final, a verse complicado innecesariamente por una o dos subtramas que no agregan absolutamente nada. Además de protagonizar, Redford dirige la película. El proyecto sin duda busca hermanarse con las películas conspirativas y cargadas de liberalismo político que el actor protagonizara en los ‘70s, como Los tres días del cóndor (Three Days of the Condor, 1975) y Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, 1976), pero a su lado Causas y Consecuencias es una adición menor. Las cosas que muestra y revela no son ni nuevas ni fascinantes. En una era donde todos cuestionamos con cinismo la legitimidad de los medios comunicacionales, la moraleja del film llega tarde y hasta un poco inocentemente.
Ir adonde ya habíamos ido Nadie va a ir a ver Star Trek: En la oscuridad (Star Trek Into Darkness, 2013) por accidente. Lo harán como fans de la serie original de los ‘60s, o de las 5 películas que se hicieron luego de su cancelación, o de los otros 5 shows que inspiró, o incluso del nuevo canon que arrancó con Star Trek: El Futuro Comienza (2009) bajo la dirección del súper productor J.J. Abrams. En realidad se trata de una “realidad alternativa” creada dentro del mismo canon en la película anterior, vagamente explicada mediante agujeros negros y viajes en el tiempo. Esto permite, por ejemplo, que Leonard Nimoy (el Spock original) continúe apareciendo a la par del nuevo Spock (Zachary Quinto). La primera película gastó mucho de su precioso tiempo estableciendo este escenario que permitía resguardar el sagrado canon trekkie cuando en realidad lo estaba reiniciando con actores más jóvenes, efectos más nuevos y un presupuesto más abundante. La segunda se beneficia de no tener que darle más explicaciones a nadie, aunque intentar verla sin el conocimiento de la primera puede ser un experimento tortuoso. La historia y en particular el recorrido de sus personajes está calcado de la primera película: el lozano capitán James T. Kirk (Chris Pine, blanco como siempre) sigue teniendo problemas de autoridad y el gélido Spock sigue incapaz de dejarse llevar por sus emociones. Cualquier enseñanza que les haya dejado la primera película ha sido borrada y olvidada: han de aprender las mismas lecciones una vez más. La pregunta es cómo y a qué costo. El cómo viene de la mano del nuevo villano, el traidor Harrison (Benedict Cumberbatch, el de la voz meliflua y sepulcral), un acomplejado superhombre cuyos actos de terrorismo remitirán, tarde o temprano, a aquellos del 9/11. Al atacar la federación Starfleet se gana una jurada vendetta personal de Kirk, quien le da caza junto a Spock y compañía a bordo del U.S.S. Enterprise. Le persiguen hasta el sistema Klingon, donde un movimiento en falso podría dar pie a una guerra intergaláctica. Star Trek: En la oscuridad suma puntos cuando trata sobre la camaradería de la tripulación. Eso hacía la serie original, ¿correcto? Hay un triángulo extraño entre Kirk, Spock y Uhura (Zoe Saldaña), aunque la relación más significante de toda la película es sin duda la de Kirk y Spock. Y de vez en cuando entramos en modo aventura, echamos vistazos a algún que otro nuevo mundo y vemos de soslayo una Tierra que ha sido modernizada con toda la inmaculada pompa de Apple. Al contrario, las escenas de acción entran en piloto automático, y son tanto más peor cuando las combinan con la idiota jerga tecnológica que explica poco y significa nada. Repítanme de vuelta, ¿por qué los personajes sólo pueden teletransportarse de vez en cuando y no cuando lo necesitan? No es que Star Trek: En la oscuridad sea una mala película. Es entretenida; probablemente cuanto menos sepa el espectador del universo de Star Trek, menos molestarán las alusiones y referencias chistosas, y más entretenida será. Supera a la primera película por el mero hecho de no verse importunado por la necesidad de introducir nuevamente a su panteón de personajes o explicar a los fans por qué esta versión no es una remake hereje, sino algo más parecido a un spin-off. Y se ve genial. Los efectos 3D están debidamente aplicados. Nomás que la historia es un calco de la anterior, y no hay nada verdaderamente nuevo en la mesa. Esperemos que, si hay una tercera parte, J.J. Abrams o a quien le toque decidan, para variar, ir a donde ningún hombre ha ido antes.
Corazón que no siente Corazón de León (2013) es una comedia romántica bienintencionada que peca de hipocresía al enseñar por un lado a valorar a la gente diferente mientras que por el otro se ríe de sus diferencias. Antes que un ser humano, León Godoy es un gag visual de piernas que cuelgan del borde de la silla. Apenas logra asomarse al encuadre. Cuando la cámara se ríe de su propio protagonista, ¿cuán en serio se está tomando la moral de su historia? La estresada abogada Ivana (Julieta Dìaz) recibe una llamada al final de un largo día. Es León (Guillermo Francella), que ha encontrado su celular en la calle. Enseguida la seduce con palabras obsequiosas y arreglan una cita para el día siguiente. Pero la fantasía romanticona de Ivana se viene abajo cuando resulta ser que León es un enano de 1,36 metros (“Parezco más, pero no”) – efecto aquí logrado por el uso de pantalla azul en los planos generales y ángulos de cámara muy, muy cerrados en todas las demás instancias. León, que se toma su condición con todo el buen humor del mundo, sabe de memoria cómo desactivar situaciones incómodas e Ivana pronto cae en los retóricos brazos del amor. Lo que tenemos aquí es un refrito de ¿Sabes quién viene a cenar? (Guess Who’s Coming to Dinner, 1967), en el que un miembro de la burguesía hegemónica ha de lidiar con los prejuicios de su entorno (amigos, familia, trabajo) al introducir un extranjero en su vida, con la particularidad de que la que tiene más prejuicios de todos es Ivana, y la película trata sobre su lucha por superarlos. Sobre este aspecto la trama es particularmente cruel con Ivana, que recibe muchas reprimendas y sermones de varios personajes que la dejan llorando. León, por su parte, no tiene mucho para hacer en la película que lleva su nombre, salvo verse chistoso mientras espera pasivamente a la resolución del conflicto de Ivana. Ivana y León comparten muchas charlas sobre la discriminación, excelentemente escritas y actuadas, pero la presión dramática es totalmente unilateral. León es simpático, gracioso, carismático, sabio, exitoso y muy, muy rico (trabaja de arquitecto y vive en la mansión del personaje de Juan Leyrado en Graduados). Como Sidney Poitier antes que él, su papel es ser perfecto en todo sentido, de manera que todos los demás han de reconocer que una diferencia racial (o, en este caso, de 40 centímetros) es insignificante. El problema sigue siendo el mismo: ¿realmente hace falta que un ser humano cumpla con nuestros estándares de perfección antes de aceptar aquello que nos diferencia? ¿Se enamoraría Ivana de este tipo si no la llevara a saltar en paracaídas y no tuviera una casa de verano en Río? Las comedias románticas son tan populares porque nos enseñan que cualquier relación entre cualesquiera dos personas puede funcionar si se concilian las diferencias inherentes al individuo. Pero cuando uno de ellos es el vivo tótem de la perfección y es el otro quien tiene que remarla, no sólo resulta inverosímil, sino deshonesto. Lo único que salva a León de ser una representación detestable es la participación de Francella, que siempre trae algo de patetismo a sus personajes, aun cuando – como en este caso – el guión no lo justifica.
El Sr. Wolverine va a Japón En Wolverine: Inmortal (The Wolverine, 2013), Wolverine va a Japón y lucha contra yakuzas, ninjas, samuráis, ciborgs, mutantes y Ministros de Justicia. Si esa no es su idea de una buena película de acción, nada de lo que diga a continuación importará. Dicho esto, para tratarse de la secuela de la precuela de una trilogía que pronto será tetralogía, Wolverine: Inmortal no sufre el yugo de una cansada franquicia como suele ser la de los X-Men y está hecha con diversión y – perdonen la expresión – garra. El mutante Wolverine (Hugh Jackman) es inmortal y ha perdido la voluntad de vivir luego de los sucesos de X-Men: La decisión final (X-Men: The Last Stand, 2006). Posee un deseo de muerte, aquí simbolizado por la joven, la heroica, la bella, la asesinada Jean Grey (Famke Janssen), que le espera en el más allá en un baby-doll blanco. Wolverine es entonces convocado por un viejo amigo llamado Hashida, que se encuentra en su lecho de muerte en Tokio. Tiene un trueque para proponerle: la inmortalidad de uno por la mortalidad del otro. Cómo se hace esto exactamente jamás queda explicado, pero no importa, porque pronto Wolverine se ve enredado en un maquiavélico (aunque innecesario, si lo pensamos dos veces) plan que involucra a los susodichos yakuzas, ninjas, samuráis, ciborgs, mutantes y Ministros de Justicia, además de la hija de Hashida, Mariko (la sexy modelo Tao Okamoto, en su primer papel), de quien deberá enamorarse mientras la escolta y/o rescata. Otros mutantes invitados son Yukio, que puede predecir la muerte; Harada, el famoso “Samurai de Plata” y Viper, cuya halitosis mata. Por primera vez el elenco no está desbordado de personajes inútiles y la trama se concentra exclusivamente sobre Wolverine. Enhorabuena. Hugh Jackman le interpreta por sexta vez y cuenta con el carisma y desapego Mel Gibson-iano necesario para cargar con una película de X-Men por sí solo. Básicamente tenemos un escenario del clásico “ser o no ser” que se ha puesto tan popular últimamente entre el género de superhéroes, interrumpido por el hecho de que el superhéroe en cuestión es Wolverine y comparado a cofrades más morbosos como Superman o Batman, es un tipo relativamente sencillo cuyo dilema es presentado, desarrollado y resuelto en el primer acto. El resto de la cinta se la pasa apuñalando malos y, en menor medida, rozando culturalmente con un Japón exótico donde el feudalismo y la modernidad parecen convivir hasta el día de hoy. ¿Es Wolverine: Inmortal una buena película de acción? Sí, aunque con las imprevisiones ridículas y azarosas del guion, recuerda más a una buena película de aventura o a un juego de arcade, en la que el héroe ha de desplazarse constantemente de un escenario a otro con cualquier variedad de enemigos acechándole a cada paso. ¡Por fin! Una película de acción que no siente la necesidad de inyectar ejemplos de patriotismo y terrorismo en la trama para elevar la seriedad de su historia o entretener a su público. Y otra cosa: si es de Marvel, probablemente haya una escena extra luego de los créditos.
Gol de mediocampo Si algo ha dejado en claro Juan José Campanella a lo largo de la extensa cruzada publicitaria de Metegol (2013) es que se trata de un film de animación “a nivel internacional” con el visto bueno de “grandes compañías como DreamWorks y Pixar”. Campanella es un buen director, y ha conseguido exactamente lo que quería: una película indistinguible de las de DreamWorks o Pixar, con sello argentino a modo de novedad. El escenario es un idílico y anónimo pueblo interino, donde Amadeo ha pasado toda su vida encerrado en un café bar, arbitrando partidos imaginarios de fútbol entre los muñequitos de su mesa de metegol. Su aniñada vida – y la del pueblo – entran en riesgo con la reaparición del súper crack de fútbol Ezequiel Grosso, que regresa colmado de fama con las escrituras del pueblo y un deseo de revancha contra Amadeo, que de chico le quitó la atención de Laura, pero más importantemente, le ganó al metegol. Es en este momento de crisis que por arte de magia los muñequitos del metegol cobran vida, se desatornillan y juran ayudar a Amadeo en nombre de los cientos de partidos jugados en su nombre. El trío principal consta de Capi, el líder (voz de Pablo Rago), Beto, el vano (voz de Fabián Gianola) y Loco, el poeta (voz de Horacio Fontova). Los demás no reciben mucha caracterización; hay algún acento por acá, algún peinado por allá. El personaje más interesante es, por lejos, Grosso, que ha gestionado una exitosa carrera a raíz del odio y el resentimiento, pero es lo suficientemente estúpido como para que no sea del todo deleznable. Amadeo es, por el contrario, un apasionado fracasado y provee el sano y mandatorio eje moral de una fábula ATP acerca de la tolerancia y la inclusión. A Laura, su novia, le toca la peor parte – ser la única mujer en una película de personajes masculinos. Tiene tan poco para hacer que se convierte en damisela en apuros por sí misma. Metegol está preciosamente animada y hace pleno uso de las facultades 3D. La película tiene un único gran momento – el climático partido de fútbol, secuencia en la que los malabares visuales poseen carga dramática – mientras que el resto se sostiene con la ecuanimidad del buen entretenimiento, lleno de pequeñas persecuciones y peripecias contadas desde la perspectiva de pequeños juguetes (en ese sentido, las comparaciones con Toy Story son más o menos insoslayables). La animación de ojitos nerviosos y movimientos repentinos a lo Disney es instantáneamente reconocible y si no fuera por el criollo original (el lunfardo más soez es “fanfarrón”) y la temática del fútbol apasionado, pasaría discretamente por otra película de Pixar. Lo cual, según su director, quizás sea la idea.
Sombra del Coloso En materia de robots gigantes batallando invasores extraterrestres, Titanes del pacífico (Pacific Rim, 2013) no sienta precedentes, pero lo que hace lo hace con ganas y energía y sin el aburrido cinismo macho de, digamos, Transformers. Esta película es tan inocente y tan espectacular que exuda un raro aire cool. La banda sonora potencia esto: está compuesta casi exclusivamente de guitarras eléctricas que repiten una y otra vez la misma entonada triunfal. ¿Cuán triunfal? Es como ver a Rocky Balboa subir las escaleras del Museo de Arte de Filadelfia durante 131 minutos. Desgraciadamente los personajes jamás llegarán a ser tan interesantes como Rocky, o para el caso como sus robots, que pilotan contra los kaijus; o incluso como los kaijus, colosos que invaden la tierra a través de un portal intergaláctico ubicado en el fondo abisal del Pacífico. ¿Por qué la invaden? Acepten el misterio. ¿Son los robots la solución más práctica? Probablemente no. Aquí la gracia es ver robots enormes desplegando espadas a lo Power Ranger y tajando mariscos gigantes por la mitad. El piloto protagónico es el joven, el bello, el heroico Raleigh Becket (Charlie Hunnam), salido de la escuela Maverick (“Eres impredecible, Becket, no sabes trabajar en equipo!”). Becket es sacado de retiro por el mariscal Stacker (Idris Elba) para unirse a la resistencia anti-kaiju, compuesta por un colorido grupo de estereotipos que incluye a la tímida Mako Mori (Rinko Kikuchi, la chica muda de Babel), trillizos chinos, dos rusos mercenarios, dos científicos locos y el excelentísimo Ron Perlman en un papel tan carismático como inconsecuente a la trama de la película. El meollo de la cuestión es que no cualquiera puede pilotar un Jaeger (dícese de los robots gigantes, o mechas). Se necesita de por lo menos dos pilotos para soportar el íntimo triángulo neural entre hombre y máquina. Y no cualesquiera dos pilotos, sino parejas exquisitamente compatibles, capaces de penetrar mutuamente sus cerebros y formar El Enlace. Gran parte de la película está dedicada a la búsqueda de tal compatibilidad, ya que Becket no puede pilotar solo. La candidata obvia es Mako, que se la pasa espiándole y sonrojándose. Desgraciadamente la película termina descartando sus propias reglas a favor de una resolución rápida y bastante predecible, en la que todo el conflicto de la historia – esencialmente, encontrar un alma gemela – es tirado por la borda con unas pocas palabras a modo de excusa. De hecho oiremos muchas excusas a lo largo de la película. El diálogo está hecho de ellas. E información, mucha información; y órdenes, muchas órdenes gritadas a alto pulmón y generalmente desobedecidas. Esta no es la película más creativa o más sutil de Guillermo del Toro, pero el pochoclo y el 3D la bajan fácil.
Baldosas de la ciudad Calles de la memoria (2012), el nuevo documental de Carmen Guarini, registra un fenómeno poco observado por el cine comprometido con la memoria de aquellos desaparecidos durante el último gobierno militar: las baldosas que les conmemoran con nombres, fechas, cargos y saludos; en fin, con identidades. La película va más allá de los lugares comunes y sus predecibles juicios morales al poner en reflexión la memoria y su representación. La película nace como un proyecto de investigación coordinado entre alumnos de un taller documental. Algunos de ellos están comprometidos con la causa, otros dicen con total honestidad que están hartos del tema, otros son extranjeros con poca idea del tema. “Ya viví esto en Chile,” dice una de las alumnas, apática. “Tienen mi colaboración pero no mi interés”. Lo que sigue es la crónica callejera de encuentros y entrevistas con los vecinos de las víctimas del terrorismo de Estado. Miran a cámara y opinan apasionadamente. Algunos husmean y se alejan con desprecio. Cada tanto los alumnos regresan al taller, a discutir cómo abordar la temática y cómo representar debidamente la memoria de los desaparecidos. Calles de la memoria posee una valiosa cualidad metafísica, a través de la cual vemos el texto de la película ir hilvanándose a medida que se la construye polémicamente. Los alumnos parten de una premisa sencilla –“las baldosas honran la memoria de los desaparecidos” – y proceden a reunir todo tipo de testimonios a favor y en contra de esta premisa, logrando así un documento diverso y auténtico que no cae en alegatos fáciles. La creación de las baldosas, por ejemplo, se muestra como un acto que puede ser tan noble como el la conmemoración de un héroe caído y tan mezquino como una reunión burocrática. Los comités integran a las escuelas, hacen pequeñas ceremonias, intercambian llamadas telefónicas enojadas con vecinos. Los documentalistas arman la película al ritmo de su proyección, cuestionando decisiones políticas y estéticas. Guarini no teme polarizar el tema e invita cuanto punto de vista encuentra con tal de enriquecerle y sostener el interés del espectador.
Varias películas en una Guerra Mundial Z (World War Z, 2013) es varias películas en una: de catástrofes, de drama, de aventura, de acción y de horror, más o menos en ese mismo orden, todo en el plazo de dos horas. Tiene déficit de memoria a corto plazo. Nunca mira hacia atrás. Tira hacia todos lados sin concentrarse en ninguno ni llegar a convertirse en “la película de zombies por excelencia”, así como el epónimo libro de Max Brooks ya se ha convertido en “el libro de zombies por excelencia”. Posee algunos destellos de originalidad, pero le falta el corazón y el cerebro de una gran película. El protagonista es un ex empleado de la ONU llamado Gerry Lane (Brad Pitt), un personaje cualquiera definido exclusivamente por el amor a su familia y una sobrehumana fuerza de voluntad. Cuando se desata el Apocalipsis de los muertos vivos, Gerry y su familia son evacuados al USS Argus, donde se le encarga que rastree el origen de la pandemia zombie (eso o les devuelven a tierra firme: las literas del barco son pocas y preciosas). Su misión le lleva en una aventura alrededor del mundo, intentando descubrir de dónde viene la infección y cómo detenerla. El tráiler probablemente contiene las tomas más vistosas de la película: zombies híper veloces haciendo estampidas y devorando todo cual manga de langostas. Pero el resto ha sido filmado con ese molesto estilo de cámara en mano cuyo único propósito es falsear una sensación de urgencia y mantener al espectador confundido con lo que está pasando exactamente en pantalla. Algunas tomas son tan oscuras y están tan mal iluminadas que nos cuesta diferenciar a los muertos de los vivos. El verdadero problema de Guerra Mundial Z es el guión. Ha sido escrito y reescrito tantas veces por tantos guionistas que se puede rastrear perfectamente dónde termina la pluma de uno y empieza la del otro. Mejores películas que esta han disfrutado de un proceso de pre-producción aún más ecléctico, pero en este caso los creadores parecen haber estado trabajando completamente por separado y sin una idea central que uniera sus esfuerzos. La película empieza como un thriller conspiratorio de proporciones globales. Luego se olvida de eso y pasa a espectaculares escenas de acción que no quitan ni agregan nada a la trama (prueba de ello es cuántas otras han quedado en el piso de la sala de edición). Luego se olvida de eso también, y termina con un tercer acto que parece sacado de otra película totalmente distinta: una gran secuencia de suspense perfectamente digna de Alfred Hitchcock. El desenlace es genial y está bien filmado: nos hace dar cuenta de cuan floja ha sido el resto de la película. Por primera vez los zombies inspiran miedo. ¿Pero miedo a qué? No hay un solo personaje interesante en toda la película. Consecuentemente no hay ningún motivo para temer por la vida de nadie. A menos que contemos a Brad Pitt, sólo por ser Brad Pitt.