Algo maligno se acerca por este lado Los primeros 30 minutos de Las brujas (Las brujas de Zugarramurdi, 2013) saciarán inmediatamente a cualquier fan de Alex de la Iglesia: encontrarán humor negro, fugitivos en la carretera, erotismo grotesco, exceso y santería, que el diccionario define como una religión sincrética nacida de la fusión entre el cristianismo y mitología africana, y que en la práctica (al menos en las películas de Alex de la Iglesia) funciona como una especie de satanismo pop. La brujería es su conclusión lógica: ominosos rituales que no significan nada y cualquiera puede practicar. La película comienza a lo Macbeth, con tres brujas entorno a un caldero profetizando el apocalipsis, que siempre es inminente en las películas de Alex de la Iglesia. Luego cortamos a Madrid, a un asalto a una joyería estilo Michael Mann, con una banda de ladrones empilchados con disfraces ridículos (Bob Esponja, Mickey Mouse, etc.). El líder es un Jesucristo de plata que carga una cruz con una escopeta dentro. Ha traído a su hijo al robo también, y encuentra tiempo para discutir las amarguras de su reciente divorcio con él (y sus rehenes). Padre, hijo y cómplices se balean con la policía y escapan en taxi rumbo a Francia con una bolsa llena de oro. Ocurre que la banda entra en tierra vasca, donde yace el pueblo maldito de Zugarramurdi, y terminan prisioneros en el castillo de un clan de brujas en vísperas de aquelarre, donde celebraran el apocalipsis del hombre y el advenimiento de la mujer como género superior. Su líder es Carmen Maura en el papel de viuda fatal; Carolina Bang es su hija, una bruja punk llamada Eva (imagen que define el espíritu de la película: Eva en lencería negra escurriendo jugo de sapo sobre sus pechos mientras los protagonistas espían calentones). Más allá de los gags físicos, que suelen ser los menos divertidos, la película posee una fuente estable de humor, que es la representación de una batalla de los sexos entre el machismo patético y el feminismo demoníaco. Sus observaciones no son particularmente ingeniosas, y reciclan muchos chistes, pero en el marco del género del terror y las interpretaciones aterradas, quedan graciosas. Podría criticarse a la película su mirada machista sobre la mujer, en definitiva un ser sádico, irritable y resentido que echa berrinches en el piso y sólo acepta relaciones de dominio con el hombre, pero Alex de la Iglesia es un director que vive y exuda excesos, y sus exageraciones exceden el sexo y abarcan todo lo demás. Los personajes se separan, se juntan y se vuelven a encontrar mientras huyen de la jauría de brujas que quieren sacrificarles, surcando los túneles y pasadizos del castillo como Scooby Doo hiciera antes que ellos. La película no posee tanta magia como la de El día de la bestia (1995), ni personajes tan memorables como Perdita Durango (1997), ni actuaciones tan carismáticas como Crimen ferpecto (2004), pero posee lo que casi todas las películas de Alex de la Iglesia tienen, que es una energía inagotable, personajes entretenidos, integridad artística y ganas de hacer reír – películas que se destacan por el estado de ánimo en el que se encuentran y el cual evocan. Resulta imposible aburrirse con ellas.
Abominable Estados Unidos tiene una larga historia de asesinos famosos (psicópatas, seriales, profesionales) y su cine tiene una larga historia retratándolos. Se fascina con ellos, o mejor dicho, con sus motivaciones. La eterna pregunta es, ¿qué lleva a matar? Hay tantas películas posiblemente porque hay tantas respuestas. The Iceman (2012) es la historia de Richard Kuklinski, un hombre de familia que llevó una vida doble como asesino a sueldo supuestamente sin que su mujer y sus dos hijas lo supieran hasta su arresto 20 años más tarde. Kuklinski ha sido objeto de estudio de por lo menos tres documentales acerca de su trabajo para las mafias Gambino/DeMeo en los ‘60s y ‘70s. Fue convicto por tres asesinatos, aunque él se acreditó centenares de muertos. The Iceman está más interesada en sus alegatos que en los hechos confirmados entorno a su vida, así que el subtítulo bien podría decir “Basado en las fantasías de una persona real” en vez de “Basado en una historia real”. Imaginen Confesiones de una mente peligrosa (Confessions of a DangerousMind, 2002) tomada en serio. La historia comienza a mitad de una cita entre Kuklinski (Michael Shannon) y una chica catolicona llamada Deborah (Winona Ryder, en uno de sus mejores papeles en tiempos recientes). Él muestra una calma y compostura que claramente no posee, aun cuando la mantiene mientras asesina por capricho más adelante esa misma noche. El matrimonio que contraen más tarde está destinado al fracaso: es obvio desde la primera escena que se están mintiendo mutuamente, y que están dispuestos a mentirse a sí mismos para llevar una vida cómoda y estable. Michael Shannon es un actorazo cuya enigmática presencia llena cualquier hoyo que tenga el traje de su personaje.Su interpretación consiste en reprimir una bruta furia y concentrarla en miradas gélidas e intensas, estallando violentamente en momentos clave. Su carácter impresiona al mafioso interpretado por Ray Liotta, que le da trabajo de asesino y el apodo de "The Iceman" (El hombre de hielo). Cuando Kuklinski comienza a congelar a sus víctimas para enmascarar las fechas de sus muertes, el apodo se vuelve literal. La película nunca pierde la fascinación por su protagonista, ni Shannon deja de tener una presencia magnética en el papel de un asesino por naturaleza que intenta equilibrar su vida con una familia y una casa en los suburbios. Las escenas que comparte con su mujer, sus hijas y sus amigos burgueses son tanto más tensas e interesantes que las partes de mafia, que son la parte floja y genérica del film. ¿Cuántas veces han visto a Ray Liotta de mafioso? La única novedad es ver a Ross de la serie Friends como su mano derecha, y su actuación consiste en usar bigote postizo. Otras participaciones igual de inexplicables y distractoras incluyen a James Franco como bolo. El guión del escritor/director Ariel Vromen es algo inconsistente de a momentos, pero presenta un protagonista interesante y cuenta con la excelente participación de Shannon, que saca a flote la película por sobre sus defectos. No podrían haber elegido mejor actor. Ha hecho carrera con personajes patéticos con un profundo desprecio por sí mismos que sin embargo buscan engrandecerse con rudeza y machismo. El papel le cabe como un guante.
Stallone y Schwarzenegger escapan de prisión En lo que va de duplas cinematográficas, Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger deben ser el dúo más famoso jamás no conformado. Ambos se erigen como tótems del irreverente cine de acción de los ‘80s. Sus carreras son dos grandes franquicias en paralelo que no se cruzaron hasta Los Indestructibles (The Expendables, 2010), y aún entonces la película fue más una medida conciliatoria que el duelo de talentos que cierto público ansiaba. Escape imposible (Escape Plan, 2013) va por ese mismo público y le da exactamente lo que quiere. Ray Breslin (Sylvester Stallone) es un hombre que hace carrera de infiltrarse en prisiones de alta seguridad, fugarse espectacularmente y enseñarle a sus carceleros los puntos débiles que tienen que mejorar. ¿Quién elige pasar la mayor parte de su vida en prisión? El salario es astronómico, pero Breslin tiene motivos ulteriores. A sus puertas llega una nueva oferta, esta vez de la CIA: infiltrarse anónimamente en “La Tumba” y escapar en el nombre de perfeccionar las medidas de seguridad de la prisión. Ocurre que la manera de introducir a Breslin a su trabajo requiere que sea secuestrado y picaneado en la vía pública, subido a un helicóptero desde dónde otros prisioneros son lanzados a su muerte y finalmente encerrado en un centro clandestino de detención cuya ubicación es un misterio hasta para los colegas de trabajo de Ray: es secreto, es ilegal y está sancionado por la CIA. En el centro, Ray pierde su nombre y su identidad, y pasa a ser víctima de torturas sádicas y absurdas que llevan a cabo carceleros enmascarados. Si no esperásemos algún tipo de catarsis balacera al final, pensarían que es una película sobre la dictadura. La presencia conjunta de Stallone y Schwarzenegger hace que se asemeje más a una farsa que una historia comprometida, lo cual es afortunado para la película y desafortunado para el tema. En la prisión Ray conoce a Emil Rottmayer (Arnold Schwarzenegger, jovial, barbudo y por primera vez hablando en alemán en la pantalla grande). Intercambian trompadas, se amigan y deciden cooperar juntos para escapar de La Tumba. Pasan gran parte de la película encorvados, discutiendo el plan de escape intensamente. Son objeto de tortura personal del alguacil de la prisión, Hobbes (Jim Caviezel), que ha de ser ridículamente malvado por escuchar música clásica y disecar lepidópteros en su tiempo libre, y su sádico mano derecha Drake (Vinnie Jones en el papel de Vinnie Jones). Son villanos tan monótonos como caricaturescos. Escape imposible comienza como una película de fuga interesante, pero cuando tus prisioneros son Stallone y Schwarzenegger, ¿cuánto tiempo puede pasar hasta que saquen las 9mm y comiencen a volar la cárcel y sus carceleros en pedacitos? El plan es meticuloso (y ayudado por una improbable buena suerte) hasta que llega el tercer acto y se convierte en una película de acción regida exclusivamente por los clichés de las películas de acción, a los cuales estaba más o menos destinada desde un principio. El tráiler no miente al respecto, y es lo que la audiencia espera de sus héroes a fin de cuentas. La película se sirve de la inagotable energía de sus protagonistas, y la tosca química que mana de sus torpes interacciones en la pantalla. Siempre habrá mejores películas de prisión y de fuga de prisión, mejor actuadas, más deprimentes, con escenas memorables, hechas con auténtica furia. Escape imposible quiere ser la película en la que Stallone y Schwarzenegger se conocen en prisión y deciden escapar, y eso es exactamente lo que hace.
El guardián de mi hermana Dato curioso acerca de los hermanos: siempre están convencidos de que son el guardián del otro. Pueden ser los menores o los mayores, no hacer las compras ni la cena, no han trabajado un día de sus vidas y quizás no regresen a casa por la noche, pero por orfebrería de la vida se encuentran en un estatuto de poder idéntico y sobre esa igualdad innata basan una tensa relación de dar y esperar recibir. De eso trata La hermana (L'enfant d'en haut, 2012). Simon (Kacey Mottet Klein) es el protagonista, un niño de 12 años; Louise (Léa Seydoux) es la epónima hermana, de veintilargos. Son pobres y misteriosamente huérfanos. Viven en un apartamento ubicado en la base de un centro de esquí suizo, lo cual es mejor que una favela en Río, pero ahí lo tienen, son pobres. Simon vive robando esquíes a los turistas adinerados y revendiéndolos a cambio de dinero que su hermana prontamente malgasta en salidas nocturnas. Seguimos a Simon en sus escapadas al centro de esquí, donde convive una fauna interesante de personajes – el chef escocés que le empeña los equipos robados, la blonda familia americana a la que Simon sigue en busca de afecto, los niños que le compran antiparras y mitones con su mesada, etc. El ritmo y tono lacónico de la película recuerda un poco a la obra del realizador Robert Bresson y su película El carterista (Pickpocket, 1959), sobre un ladrón metódico y compulsivo que se abre paso entre una muchedumbre anónima. Otra película cabecera de esta, también de Bresson, es El dinero (L’argent, 1983), también sobre la compulsión pero más importantemente sobre el fetiche del dinero y las relaciones basadas en el dinero. Un personaje le pregunta a Simon en un momento para qué necesita dinero. Él responde con alimentos. Pero en realidad es para mantener viva la relación con Louise. Ambos se relacionan a través del dinero, en la medida en que Simon intenta comprar su amor (en una de las escenas más tristes de la película compra, literalmente, un abrazo) y Louise compra entretenimiento para la saga de novios que trae a casa. Si bien por gran parte de la cinta no hay nada parecido a una trama narrativa, la película mantiene cierto velo de misterio entorno a los personajes y sus vidas. ¿Qué ha pasado con los padres? ¿Cómo se ha generado esta relación enferma? ¿De dónde sale la dejadez de Louise, y por qué Simon se hace cargo de ella? Hay un brutal giro a mediados de la historia que llega en el momento exacto para renovar nuestro interés, responder algunas preguntas y abrir otras tantas. La hermana es un film callado e introspectivo, y dentro de ese silencio e introspección se toma su tiempo para retratar a sus dos personajes, hilvanar inquietudes entorno a la identidad de su relación y finalmente resolverlas. A veces linda con el aburrimiento, producto no de su tono o ritmo sino porque ya aparenta haberlo dicho todo, y hasta que se confirme lo contrario la cinta es un poco reiterativa. Tiene, además, tres o cuatro finales falsos, lo cual aletarga la película más de la cuenta. El verdadero final (lo identificarán porque es el más poético y armado de todos) es tan obvio a esa altura que se preguntarán por qué no terminó antes. Pero mientras dura, la película vale su peso como estudio de la relación fraternal entre sus personajes.
Un Tranvía llamado Blue Jasmine Arranca la película sobre fondo negro, los créditos tienen tipografía Windsor, se pasa lista alfabéticamente a los actores, la música es ópera (significa que viene un drama) o blues (significa que viene una comedia) y siempre, siempre, siempre está escrita y dirigida por Woody Allen. Es casi cábala reiterar con cada crítica cuántos años tiene (77), cuántas películas lleva hechas (ésta es la N° 48) y que no ha perdido su toque mágico (lo cual es verdad). Lo cierto es que Woody Allen es tan hombre como marca registrada, y probablemente ya saben si les va a gustar esta película o no por el mero hecho de que “es la nueva película de Woody Allen”. En cierto sentido, todas las películas de Allen son tragedias. Sus personajes están condenados a un final más allá del bien y el mal, un final que es inexorable y particular para cada uno de ellos, porque jamás logran reconocer ni mucho menos cambiarse a sí mismos. En el mejor de los casos les espera un final agridulce, una puesta en abismo donde puedan llegar a encontrar consuelo en retrospectiva antes de pasar a otra cosa. Incluso en sus películas más banales, como A Roma con amor (To Rome with Love, 2012), rige un determinismo naturalista para cada historia. No se verá una mala performance en ninguna película de Woody Allen ™. Los intérpretes siempre trabajan con soltura, confiados en el propósito de sus personajes dentro de la estructura dramática de la historia. No hay espacio para egos ni frivolidades: los actores entran y salen de escena con precisión teatral. Lo cual es más que apropiado en Blue Jasmine (2013), que está extraoficialmente basada en Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams. No habría lugar para la duda, ni aunque Woody no se hubiera pasado su filmografía entera citando la obra más o menos explícitamente. Cate Blanchett es Jasmine, una dama de alta sociedad neoyorquina caída en desgracia luego del escrache público que ha recibo su marido Hal (Alec Baldwin), acusado de malversación de fondos (Baldwin morirá interpretando desfalcadores). Quebrada material y espiritualmente, Jasmine huye a San Francisco, a refugiarse en la casa de su hermana Ginger (Sally Hawkins) y su novio Chili (Bobby Cannavale). Ginger tolera a su hermana con sus pretensiones de clase alta y sus neurosis medicadas con cocteles de drogas. Chili, un mecánico que sólo quiere mirar televisión al final del día, no tanto. Jasmine necesita quedarse un tiempo, ¿pero por cuánto, para qué, qué quiere hacer de su vida y cómo planea lograrlo? La película es lisa y llanamente de Cate Blanchett, que se pierde completamente en su libre versión de Blanche DuBois, la damisela de alta sociedad devenida en esperpento anacrónico y lastimoso cuyas fantasías dementes de pompa y glamour se ven destrozadas por la contingencia de la realidad. Blanchett es un manojo de tics nerviosos, miradas vacías y quijadas retorcidas, y su acelerado descenso hacia la insania es casi palpable. Comienza como un detalle casi cómico, y crece tan sigilosamente que su demencia pasa desapercibida hasta demasiado tarde, tanto para los personajes como para el espectador. Hay algo de Match Point (2005) en esta película. La cito porque, de los films de Woody hechos en el pasado inmediato, posiblemente sea su obra más célebre y lograda, el film de culto instantáneo en el cual ninguna de sus otras películas se ha convertido. Puede que Blue Jasmine no esté exactamente a su altura, si bien se le asemeja en tono (marcadamente pesimista) y elenco (no hay un solo personaje sin algún defecto fatal). Pero posee el poder de un guión férreamente construido entorno a un conflicto claramente definido, tiene comentarios agudos para hacer acerca de los seres humanos y las pulsiones enfermas de poder y conveniencia que motivan sus relaciones, el reparto está excelentemente dirigido y Blanchett da una interpretación magistral. Es sin duda una de las películas de Woody Allen más comprometidas, honestas y memorables de los últimos tiempos.
Todo lo que sube Hay una escena más o menos obligatoria en toda película de astronautas. Uno de los astronautas mira por la ventanita del cohete, dice algo así como “Esto no es algo que se vea todos los días” y la cámara corta a una imagen de la Tierra onda National Geographic. No asombra a la audiencia ni busca hacerlo, es un detalle aburrido que hay que sacarse de encima porque probablemente los astronautas hacen lo mismo en la vida real. Y efectivamente el comandante Kowalski (George Clooney) dice algo por el estilo al comienzo de Gravedad (Gravity, 2013). Sólo que esta vez realmente es algo que no se ve todos los días. La película es tan asombrosa como pretende serlo. En serio. Gravedad comienza con un plano ininterrumpido por unos 10 minutos en el que la cámara orbita un satélite que está siendo reparado por los astronautas Kowalski y Stone (Sandra Bullock). No hay ni eje, ni horizonte, ni arriba ni abajo: la cámara desorienta y establece un vacío vertiginoso con el planeta Tierra como único punto de referencia. Jamás se lo ve entero – es un coloso que cambia de forma y color constantemente, hermoso e inconmensurable a los ojos de nuestros diminutos protagonistas. Crédito para Emmanuel Lubezki. Es el director de fotografía de preferencia de Alfonso Cuarón, pero tiene la suerte de venir de trabajar en El árbol de la vida (The Tree of Life, 2012) – otra película técnicamente brillante con el cosmos como materia prima. La tensión aumenta mientras esperamos la inevitable catástrofe que dejará a nuestros protagonistas a la deriva en el espacio. Oímos voces transmitidas desde Houston, pero el punto de vista está firmemente anclado sobre Kowalski y Stone. Esta es una película sobre las sensaciones intensas que se apoderan del ser humano al filo de la muerte, su comportamiento compulsivo, y su lucha desesperada, controlada y finalmente desafiante por sobrevivir. Es un excelente estudio de este comportamiento, guionado con verosimilitud y encuadrado e ilustrado tácticamente por la cámara. Sus planos secuenciales serán objeto de estudio a futuro, en particular uno que constituye una de las mejores secuencias de peligro in extremis jamás hechas. Clooney y Bullock comparten el protagonismo, aunque la historia es específicamente sobre el personaje de Bullock, porque es la única en tener un conflicto latente (Clooney es el arquetípico mentor en el epílogo de su propia vida) y es la única en tener un arco narrativo curvilíneo. La película se concentra sobre ella. No es una actriz que ostente mucho rango o complejidad, pero las actuaciones pasan más por el lenguaje corporal y por la voz. Clooney y Ed Harris como las calmas voces de la virilidad autoritaria son excelentes decisiones de casting. Bullock como la voz de la endeble histeria, también. En fin, la película recurre a las herramientas obvias del thriller. Se está acabando el oxígeno. Se está acabando el combustible. Se está acabando la calefacción. Se está acabando el tiempo, en general. Pero tiene la inteligencia como para poner al espectador en el mismo estado de vulnerabilidad e impotencia que pone a sus personajes. La inconmensurabilidad de la nada espacial es el vivo ejemplo de la agorafobia, pero al mismo tiempo está la claustrofobia del traje del astronauta y la precariedad de su protección. ¿Hay peor castigo que sufrir dos fobias contradictorias al mismo tiempo? Y por supuesto el vértigo ante la ausencia de fricción. Gravedad es una de esas excelentes películas que logran excelencia en todos sus niveles interpretativos. Es una excelente historia acerca del renacer humano ante la amenaza de muerte, y es un excelente thriller, porque no hay forma de empatía más intensa que la de la supervivencia. Olviden las armas de fuego, las conspiraciones políticas y las persecuciones de alta velocidad: aquí hay una película construida enteramente entorno a agarrarse a algo y no dejar de respirar. ¿Cuánto más primordial se puede poner?
Las harpías En Las amigas (2013), un grupo de harpías acecha las plataformas de tren de Buenos Aires, atrayendo víctimas a su escondite para poder canibalizarlas. La película no posee mucha más narratividad que su propia premisa, así que sólo queda admirar el resto del mediometraje por sus méritos pictóricos y la sutil gramática audiovisual con la que se cuenta. Filmada íntegramente en 8mm y presentada en su mayoría en blanco y negro (con el ocasional virado al rojo sangre), la cinta retrata la vida de las epónimas amigas, cuatro mujeres de narices ganchudas y facciones carnales que son identificadas como harpías en la única línea de diálogo de toda la película, que explica que como inmortales se han aburrido y buscan colmar su sed de carne, de sangre y de deseo insaciable. Por lo demás, la película es silente, y de hecho busca emular al cine silente de antaño con un montaje desprolijo, saltos de eje e intensos primeros planos en los que las harpías lucen toda su voracidad, interpelando al espectador como solían hacerlo las vampiresas del cine mudo estilo Musidora o Theda Bara. Por otra parte, su decrepitud es palpable (la película comienza con imágenes de grietas y rasgaduras) y las composiciones grupales recuerdan a los esperpentos de Goya, complotados en alguna pintura negra. Las actrices designadas son una decisión de casting perfecta. Más que actuarla, canalizan la bestialidad de sus personajes, ayudadas por planos detalle de bocas y lenguas y sombras que se extienden en las paredes cual Nosferatu. La película será “muda” pero la banda sonora recibe un cuidado igual de delicado: relamidas, gemidos, risitas, mordidas y demás sonidos guturales y viscosos dan relieve a las bacanales de las amigas/harpías. La ausencia de diálogo, o para el caso del sonido directo, resalta la importancia de estos sonidos incidentales como un instrumento más para pintar el friso de la película en tan poco tiempo y tan efectivamente. De vampiros se ha dicho mucho en el cine estos últimos tiempos, y este experimento del orfebre de cortometrajes Paulo Pécora cava su propio nicho dentro del género. Parte de una idea interesante, la cuenta con originalidad y graba uno o dos instantes de genialidad, todo en un plazo de tiempo en el que muchos otros cortometrajes han ido y venido sin dejar nada en particular.
La balada del tomógrafo mágico El sudafricano Neill Blomkamp, director de Sector 9 (District 9, 2009), regresa con su más nueva alegoría acerca de la discriminación social vestida de ciencia ficción con Elysium (2013). En realidad se trata de la misma fábula acerca de los peligros de marginar sectores de la sociedad para el beneficio de unos pocos, sólo que esta vez en vez de recluir a las clases bajas en el Sector 9, son las clases altas las que se recluyen voluntariamente en Elysium. Corre el año 2154, en el que los pocos y adinerados tienen la opción de dejar la sobrepoblada Tierra y asentarse en la estación espacial llamada Elysium, donde la gente es hermosa y anda en malla todo el día. No sólo eso, cada casa es una mansión tipo Malibu Beach y posee un tomógrafo mágico (¿cómo llamarlo sino? Nunca se explica cómo funciona) capaz de curar cualquier cosa, desde cáncer hasta una granada en la cara. Este paraíso de piletas y palmeras es administrado por la villana Delacourt (Jodie Foster), que no tiene problema en bajar a tiros naves de inmigrantes ilegales, como el senador-caricatura de Robert De Niro en Machete (2010). Elysium es, pues, un enorme barrio privado poblado por gente blanca. En la Tierra han quedado los negros, los latinos, y Matt Damon, que con sus tatuajes, sus abdominales y la cabeza rapada tiene una onda René Pérez, pero como héroe redentor de las minorías empobrecidas por el vil capitalismo del hombre blanco es un poquito inverosímil. En fin, Damon es Max, un obrero al que le quedan 5 días de vida luego de un accidente laboral y no tiene nada que perder por intentar llegar a Elysium y a uno de esos tomógrafos mágicos. Max decide sumarse a las hordas de inmigrantes latinos que cada día intentan llegar a Elysium, cual mexicanos vadeando el Río Grande hacia Estados Unidos, y en definitiva socializar la medicina con tomógrafos mágicos para todos, que es algo así como el sueño mojado de cualquier liberal norteamericano. Del lado republicano se encuentra el manufacturero de armas Carlyle (William Fichtner), que junto a Delacourt planea un golpe de estado para tomar control de Elysium, y Kruger (Sharlto Copley), un sádico cazador que anda detrás de Max. Podemos continuar criticando la inverosimilitud de la premisa y la sutileza de la alegoría, pero Elysium es tanto más que su contenido ideológico, que no por obvio o simplón arruina una divertida película de ciencia ficción y acción. La película está bellamente fotografiada, su utilización mesurada de la ciencia ficción y sus chiches dejan un resabio satisfactorio, la acción está enmarcada por una de las versiones más potables de la “cámara movediza” (así como su predecesor espiritual Sector 9), posee excelentes efectos especiales que no necesitan del 3D y su función es más práctica que efectista, y el carnívoro Kruger de Copley es un excelente villano, que no por unidimensional resulta monótono. Elysium y Titanes del pacífico (Pacific Rim, 2013) se erigen sobre una base sólida de género y semántica cinematográfica. No son particularmente originales, pero ambas nacen de las ganas y la energía de directores “intrusos” en Hollywood como Blomkamp o Guillermo del Toro, que una vez que establecidos como exitosos cinéfilos se dan el gusto de dar rienda suelta a sus proyectos de fantasía aniñada. Dejan con ganas de un poquito más, pero eso es bueno, ¿no?
Por debajo de 9000 ¿Pueden creer que Dragon Ball Z, el anime, terminó hace 17 años? Y sin embargo aquí tenemos Dragon Ball Z. La batalla de los Dioses (Doragon Boru Zetto Kami to Kami, 2013), como si no hubiera pasado ni un día desde entonces. Los personajes no han envejecido, Mario Castañeda y René García continúan doblando las voces de Goku y Vegeta, y el autor del manga original Akira Toriyama supervisó la película. ¿Cuánto más puede pedir un fan, considerando que nadie pidió ni vio venir la película en primer lugar? Es el proverbial caballo regalado. Para empezar, puede pedir una buena película. Lo cual Dragon Ball Z. La batalla de los Dioses no lo es. Es un epílogo de 89 minutos a una serie que duró una década y le sobran los epílogos. No quita ni agrega nada, no posee ninguna ambición, empieza antes de que se den cuenta y termina antes de que se den cuenta que empezó. Es el tipo de entretenimiento inconsecuente que sólo quiere conciliarse con el espectador fanático, que estará más que satisfecho con encontrarse que nada ha cambiado desde su infancia. Los demás se verán alienados y anonadados por la insensatez de la trama. La trama: Bills, el Dios de la Destrucción (suerte de Anubis intergaláctico) despierta de un largo sueño y oye de la muerte de uno de sus más feroces vasallos (la muerte de Freezer es el primero de varios flashbacks silentes que nos remiten a los momentos más emblemáticos de la serie). El responsable es Goku, el protagonista de Dragon Ball. No necesita introducción ni recibe una, pero cortando esquinas: es un Superman adoptado por la Tierra como su mesías y salvador contra las incontables amenazas extraterrestres que intentan destruirla como una afirmación de poder. Bills no puede creer la hazaña y viaja personalmente a comprobar el poder de Goku, que se transforma en Súper Saiyajin Fase 3 pero es derrotado en 2 golpes. Decepcionado, Bills viaja a la Tierra en busca del legendario Dios Saiyajin, porque la única ambición de Bills en la vida, cuando no está destruyendo mundos, es pasar un buen rato peleando con un rival digno. Y a Goku en poder le sigue Vegeta, su compatriota, que se encuentra festejando el cumpleaños de Bulma, su mujer, donde está reunido el elenco entero de Dragon Ball. Vegeta hace todo lo posible para entretener a Bills y ganar tiempo, así que canta karaoke, mientras el Emperador Pilaf y sus acólitos se escabullen buscando las epónimas Esferas del Dragón, que otorgan cualquier deseo a quien las junte, aunque por algún motivo Bulma las está rifando en un bingo, y Bills baila break-dance y… … y la trama se desenvuelve caprichosamente, con más énfasis en el humor pueril y la histeria de personajes en situaciones histéricas que en la acción, de la cual hay muy poca, sorpresivamente. Es más fiel a los principios de la serie, que iba más por el humor sonso y las aventuras bizarras, que a la fase más cargada de testosterona, en la que bandas de musculosos hombres se enfrentarían bajo el sol del desierto jadeantes y sudorosos, alejados de las mujeres, ansiosos por “medir el poder” de cada uno y penetrarse mutuamente con rayos de energía. El latente homoeroticismo sadomasoquista de la serie se hace aquí palpable en la escena en que Goku yace boca arriba luego de recibir la golpiza de su vida y suspira extasiado “Eso estuvo increíble”. En fin, la película vale su peso en nostalgia, chistes vergonzosos y la inagotablemente simpática energía de sus personajes atrapados en este lío incomprensible de escenas que no van a ningún lado. Es la coda no sólo de una serie, sino de la infancia de toda una generación. Tiene el encanto de un álbum fotográfico, y efectivamente, la mejor parte de la película es ver pasar hoja por hoja los 42 tomos del manga original al son de Cha-La Head-Cha-La. Aún si la película no se lo merece.
Fantasmas de negro En el momento y lugar adecuados, R.I.P.D. Policía del más allá (R.I.P.D., 2013) podría haber sido una buena película de acción/comedia/fantasía, pero llega unos 16 años después de Hombres de negro (Men in Black, 1997), que nos enseñó que hay agencias paranormales que velan por nuestras aburridas vidas, y 23 años luego de Ghost, la sombra del amor (Ghost, 1990), que nos enseñó cómo funciona el amor – y todo lo demás – desde el más allá. Consideren a R.I.P.D. Policía del más allá la cruza bastarda entre estos dos fenómenos de la cultura pop, que no le han dejado a la película mucho más para decir. La película comienza de la peor forma posible, con una persecución que echa por la borda cualquier sensación de asombro o intriga que una dirección más sabia hubiera podido cultivar. El fugitivo es un deforme monstruo obeso que salpica flema en 3D. Los perseguidores son el joven, heroico, bello y recientemente asesinado oficial de policía Nick (Ryan Reynolds) y el tosco e igualmente occiso sheriff Roy (Jeff Bridges, repitiendo su performance de Temple de acero). Ambos trabajan para el Departamento de Policía Mortal, cazando almas fugitivas entre los mortales. El drama de Nick es que ha dejado detrás a una viuda sexy. El de Roy es que en un momento pierde su sombrero. Nick y Roy, en paz descansen, no hacen una buena dupla cómica. La película se cree que está jugando la carta de la “pareja dispareja” porque uno de los policías es un novato y el otro es un veterano, pero olvida darles personalidades interesantes – siquiera contrarias – y la relación no es particularmente vitriólica, mucho menos graciosa. El personaje de Nick resulta un contrapunto cómico mundano para el estrafalario Roy, y sentimos que los chistes son despedidos a medias y sin demasiadas ganas. La única gracia viene de la mano de Mary-Louise Parker, embotellada en un rol secundario, y el hecho de que Nick y Roy deambulan entre los mortales utilizando avatares disparejos a su sexo, raza o edad. La película no explora este concepto más allá del gag visual, pero para el caso no explora nada de nada y toma la ruta fácil hacia tiroteos, persecuciones de auto y raudas explicaciones sobre cómo funciona este universo en particular que, a pesar de extenderse durante toda la película, no llegan a cubrir la mitad de las preguntas que uno pueda llegar a tener. ¿Cómo escapan estas almas fugitivas del purgatorio? ¿Por qué la comida india les transforma en monstruos? ¿Cómo mantiene el RIPD su existencia en secreto cuando los persiguen a plena luz del día? ¿Por qué no sufren perjuicio por ello, y por qué no hay ningún plan de contingencia, algún tipo de neuralizador divino? ¿Por qué el villano hace lo que hace, sabiendo lo que sabe, y cuántos deus ex machina entran en su bolsillo? Y ya que estamos, si la película fue filmada hace 2 años, ¿por qué no actualizar mientras tanto los efectos digitales en postproducción? Ante una comedia sin gracia, una fantasía construida a desgano y una trama que delata cada uno de sus obvios pasos, este es entretenimiento del más elemental. Nos quedamos con la adrenalina edulcorada de tiroteos que no matan a nadie, la reiterada habilidad de Jeff Bridges de personificar picardía y vagancia al mismo tiempo (esta vez inyectado con un poco más de lástima), y las ganas de reírnos de algún que otro chiste que es gracioso la primera vez pero no a la quinta o sexta.