Superman inicia El hombre de acero (Man of Steel, 2013) llega como el beso de la vida que la franquicia de Superman tanto necesitaba. En un raudo acto de borrón y cuenta nueva, Warner ha contratado a los expertos revisionistas del género de superhéroes Zack Snyder (Watchmen, 2009) como director y Christopher Nolan (creador de la trilogía del Caballero Oscuro) como productor, y apuesta por una nueva continuidad narrativa, más alejada del mundo de los cómics y más cercana a los estándares del realismo en una película de acción o ciencia ficción. Conocemos el mito. Los kriptonianos, raza impetuosa, han cosechado el núcleo de su planeta hasta arruinarlo. La película comienza y Krypton se está cayendo literalmente a pedazos. La suerte de Krypton está echada, y la de la Tierra está por decidirse debido a dos eventos clave: la eyección del neonato Kal-El en una cápsula con destino a la Tierra, y el exilio del golpista General Zod (Michael Shannon) y sus secuaces. Sólo ellos escapan la destrucción de su mundo. Muchos años después, Kal-El (Henry Cavill) es un hombre fornido y barbudo con una plaquita de identificación colgando sobre su pecho desnudo. Podría ser Wolverine de lejos. Vaga de pueblo en pueblo, haciendo obras de bien y, suponemos, buscándose a sí mismo. Cada tanto cortamos a fragmentos de la niñez de Kal-El, quien, aprendemos, aterrizó en Kansas, EEUU (¡dónde más!), donde fue adoptado y criado por los granjeros Jonathan y Martha Kent (Kevin Costner y Diane Lane) bajo el nombre de Clark Kent. Clark pasa una infancia aterradora, viendo los esqueletos de sus compañeritos y oyendo todo lo que se secretea a sus espaldas, pero con el tiempo domina sus sobrehumanos poderes (incluyendo pero no limitado a visión de rayos-X, mirada láser, velocidad de la luz, fuerza titánica y, eventualmente, el poder el vuelo). Y, con el tiempo, cruzará caminos con Lois Lane (Amy Adams), la intrépida periodista del Daily Planet y su interés romántico de facto; y con Zod, que planea revivir Krypton y sus habitantes utilizando a la Tierra y la humanidad como materia prima. La película hace un buen trabajo por redimir a Superman en la cultura popular, a menudo ridiculizado por su exceso de poderes y su falta de personalidad. ¿Cómo hacer que su personaje resulte interesante? Cavill no tiene un gran papel, pero aunque sea este nuevo Superman puede mostrar otra emoción que una sonrisa arcaica y la mirada impávida. Y se lo enfrenta a sus hermanos kriptonianos, todos y cada uno igual de poderosos que él. Conste que Superman vive algunos momentos peliagudos, y ni siquiera aparece la famosa kriptonita. El hombre de acero también posee sus puntos débiles. El guión enflaquece en el medio, cuando la película corta constantemente entre la infancia y la adultez de Superman sin que ocurra nada demasiado interesante de ningún lado. Parece estar haciendo tiempo con lo que venga con tal de retrasar el largo, largo último acto, donde se concentra prácticamente toda la acción. Esta es excelentemente orquestada, sobre todo cuando trata de mano a manos entre Superman y los villanos (le atacan de a varios al mismo tiempo y la coreografía es tan buena que jamás parece uno de esos ballets falsos donde los malos se turnan lentamente para pelear). Los grandes despliegues de destrucción masiva son menos atractivos: no sólo llega un momento en que ya se ha roto suficiente vidrio por una película; algunas secuencias elevan paralelos desagradables con la vida real. Consideren una secuencia en la que el ataque de 9/11 en Nueva York es reinterpretado como una invasión extraterrestre en Metrópolis, donde nuestros personajes secundarios terminan convirtiéndose en extras huyendo despavoridos entre otros extras mientras los edificios caen. De repente reflexionamos que, en las pelis de Christopher Reeve, Superman jamás necesitó la ayuda del ejército norteamericano para derrotar a los malos. Y cuando al final Superman le promete a un general que “no se puede ser más americano que yo”, resulta gracioso compararlo a esa otra frase que dijo allá en la secuela de 1987 subtitulada La Búsqueda de la Paz: “no represento a ningún país en particular”.
La cacería de brujas Los niños siempre dicen la verdad, ¿correcto? En La cacería (Jagten, 2012), una niña de jardín de infantes dice una mentira, y a nadie se le ocurre cuestionarla. Su maestra llama a un psicólogo infantil, que le hace preguntas conducentes sobre si el maestro Lucas (Mads Mikkelsen) ha abusado o no de ella. Klara, la niña, se retracta. Ha sido una mentira, y el espectador lo sabe. Pero los adultos la presionan para que confirme el abuso sexual. Nadie quiere vivir con la duda. Lucas es un hombre solitario. Se está recuperando lentamente de un desagradable divorcio que le ha separado no sólo de su mujer sino de su hijo Marcus. Su mejor amigo es Theo, y Klara es su hija, a quien lleva a la escuela todos los días porque sus padres están demasiado ocupados peleando. Cuando Lucas refuta la infatuación que Klara siente por él, la niña rápidamente insulta su hombría. Su maestra le oye, involucra al psicólogo y hace un anuncio en la siguiente reunión de padres. No han pasado dos días y Lucas se ha convertido en un paria social. El hombre es inocente, no hay duda al respecto, pero no se comporta como un hombre inocente. Cuando le interrogan tiene la tendencia a responder con evasivas, como si nunca terminara de creer lo que está ocurriendo. Aparta a las pocas personas que quieren apoyarle, indignado por lo que ellos creen, o lo que cree que ellos creen. Pierde su empleo y el favor del pueblo entero, que le margina con asco y violencia. El guión viene de la mano de Tobias Lindholm y Thomas Vinterberg, además director. Está precisamente ingeniado. Donde muchas otras películas cortarían a otra escena (por miedo, por vergüenza, por falta de imaginación), La cacería continúa su desarrollo, llevando las acciones y reacciones de cada escena hasta sus máximas consecuencias. La película es un retrato impecable de la histeria colectiva, y del deseo del hombre de pasar juicio rápido sobre la maldad y sus abominaciones. La película es, además, un excelente estudio de personajes. Mads Mikkelsen da una excelente interpretación como Lucas, un buen hombre que no posee el tacto suficiente para defender su integridad y sufre la pérdida de lo que parecía ser el comienzo de una vida feliz. El resto del elenco parece regirse bajo la máxima de Constantin Stanislavsky de que “no hay roles pequeños, solo actores pequeños”. Particularmente notable es Thomas Bo Larsen como el alcohólico, sanguíneo, confundido, furioso, remordido Theo. Vinterberg se inició como director con La celebración (Festen, 1998), la película de cabecera del movimiento vanguardista Dogme 95. Aquella es otra gran película en la que la temática no es sólo la pedofilia sino el incesto. Sin duda posee un don para hacer películas inquietantes y de buen gusto, sin piedad por los tabúes sociales que extirpa y analiza meticulosamente.
Eleven las vigas, carpinteros “Levantad, carpinteros, las vigas del tejado” – Safo. El jardín secreto / documental sobre la poeta Diana Bellessi (2012) refiere a la pequeña isla en medio del Paraná en la cual buscó refugio la poetisa Diana Bellessi; lo hizo durante la Dictadura en los ‘70s y lo sigue haciendo desde entonces, dejando detrás Buenos Aires en busca de resquicio e inspiración. En esta ocasión el viaje ha sido documentado por tres realizadores: Cristián Costantin, Diego Panich y Claudia Prado. El documental retrata el proceso creativo de Bellessi, que redacta versos y los lee a cámara en tiempo real, así como su pasado como intrépida soñadora en el marco de la Dictadura. Bellessi es todo un personaje a seguir con la cámara encendida – sabe encontrar el humor allí donde el tabú suele callar a la gente, a su edad se mueve con energía y resolución, y habla con claridad, ya sea recitando su poesía o reflotando viejas anécdotas junto a sus amigos. La conocemos activa en una marcha de la Federación Argentina LGBT frente a Congreso y luego le asistimos a la rutinaria labor de mantener su jardín secreto a hachazos y baldazos. Al documental se suman algunas breves cortinas de animación, compuestas de recortes de dibujos de Bellessi de niña. En su inocencia van de la mano con el resto de la película. Los realizadores retratan no una problemática sino su resolución, muchos años luego del devenir. Bellessi, personaje admirable, sostiene su película con carisma, pero a lo largo de la misma persiste un tono plácido y melancólico que termina por ubicar a la película en una especie de meseta. Sencillamente no hay conflicto que movilice o tensione el documental en la actualidad. A Bellessi se la presenta tan cómoda en su patio bonaerense – donde ha recreado una porción selvática de su jardín secreto – como cuando regresa a sus orígenes a mirar las aguas del Paraná y narrar sus historias. No hay una polarización suficiente entre ciudad e isla. La poetisa escribe y recita y rememora igual de bien en ambos sitios. La película podría haberse terminado en su patio sin necesidad del viaje, que goza de algunas hermosas tomas del Delta, pero en definitiva nunca queda representado como “necesario”.
Una cosa de la tierra Documentar la vida y obra de Mercedes Sosa es una difícil tarea, porque como informa el director Rodrigo Vila, “es tan rica que es tan ficción como documental”. Y de hecho, la película Mercedes Sosa, la voz de Latinoamérica (2013) se concentra más que en la vida o en la obra, en el legado mítico y popular del paso de la cantante por este mundo – o más bien, por Latinoamérica. La Negra es recibida y celebrada alrededor del mundo, pero si como dice ella “el pueblo es el autor de la canción”, está intrínsecamente conectada a su tierra. El documental, filmado a partir del fallecimiento de Mercedes Sosa a lo largo de tres años, sigue a su hijo Fabián Matus en una gira en la que se entrevista con los conocidos de su madre, desde viejos compinches de su nativa Tucumán, pasando por los amigos que la recibieron durante su exilio en Europa (donde se acuñó el honorario “Voz de Latinoamérica”) y una amplia selección de artistas latinoamericanos con los que compartió shows, grabaciones e historias: Pablo Milanés, Milton Nascimento, Teresa Parodi, León Gieco, Fito Páez y Charly García, entre muchos otros. ¿Cómo se define entonces el legado de Mercedes Sosa? El documental mete mano a todas las opiniones, por más incoherentes que sean, acaso para construir un tótem increíble de la artista. De ella alguien dice que es la Edith Piaf de Latinoamérica. Otro dice que es la Ella Fitzgerald. O la Joan Baez. ¿Es folklore o no es folklore lo que canta? Aún sobre este punto no todos están de acuerdo, por más que la respuesta parecería ser obvia. El único argumento coherente que el documental presenta es que Mercedes Sosa fue y sigue siendo la epónima voz de Latinoamérica. ¿Por qué este juicio? Sus canciones lamentan el genocidio del toba y las guerras que pisan fuerte (se las oye de a fragmentos a lo largo de la película), pero la alegoría continúa al ilustrarse su vida: Nacida donde “todo era pobrísimo”, madre adoptiva de la poesía de la artista suicida Violeta Parra, censurada por “comunista” en 1965, reprimida ya en épocas de Dictadura con una carta que dice “Reflexione” (se ve el documento horrendo), encarcelada por su arte militante, exiliada de su tierra y finalmente de regreso en vísperas del advenimiento de la democracia, la vida de Mercedes Sosa está a la altura de su obra. Los instantes finales de la película construyen astutamente una imagen moderna de La Negra, grabando junto a René Pérez de Calle 13 y entrevistando a un emocionadísimo Abel Pintos, que la recuerda con lágrimas que hasta entonces no se han visto en los rostros de los otros artistas. Tanto mejor, en cuanto despierte el interés por Mercedes Sosa en las generaciones más jóvenes, y su vida y obra permeen el paso del tiempo. La película es un digno tributo, como dice su director, “linda o fea pero necesaria”.
De tal padre, tal hijo Qué curioso proyecto de vanidad que es Después de la tierra (After Earth, 2013). Está basado en una historia de Will Smith, producido por el matrimonio Smith, y protagonizado por Smith; y su hijo Jaden Smith. Los Smiths ya habían interpretado a padre e hijo en En busca de la felicidad (The Pursuit of Happyness, 2008), pero aquella era una película tierna y sensible comparada a este opus del nepotismo, cuya trama trata del hijo de un famoso que es guiado por su propio padre para convertirse en alguien tan hábil, tan respetado y tan exitoso como él. La historia se sitúa en un futuro en el que la humanidad, habiendo “arruinado” la Tierra, ha colonizado otras galaxias y frecuentemente guerrea contra unas criaturas llamadas Ursa. Son ciegas, pero su sentido del olfato es tan bueno que pueden, literalmente, oler el miedo. Los mejores guerreros “fantasmean”: simplemente, son capaces de suprimir el miedo, y con ello, las emisión de feromonas delatoras. Uno de esos guerreros es el general Cypher Raige (Smith padre), cuya nave se estrella en la superficie terrícola, matando a todos los tripulantes y rompiéndole las piernas. Sólo su hijo Kitai (Smith hijo) sobrevive intacto. Llevaba el cinturón puesto. Su padre le da una misión: debe atravesar 100km de densa y peligrosa jungla para recuperar un faro que les permita mandar un SOS a casa. De lo contrario, Cypher morirá por pérdida de sangre, y Kitai probablemente muera de hipotermia de noche, o por falta de oxígeno, o engullido por alguno de los múltiples animales (horriblemente diseñados por computadora) que le dan caza. No se deje engañar. La película será de ciencia ficción, pero en lo que ciencia refiere, sólo se interesa por lo cosmético, como naves espaciales y un bonito sable que está a algunos efectos sonoros de ser propiedad de George Lucas. No se entiende por qué la Tierra se congela de noche, o por qué hay falta de oxígeno cuando los árboles parecen ser la especie dominante del planeta. ¿No nos asegura el prólogo que la Tierra fue “arruinada”? Se la ve mejor que nunca: posee una sana biosfera, rica en diversidad de fauna y flora, y libre de contaminación humana. El prólogo habla y expone y habla acerca de la colonización del espacio y la guerra contra los Ursa, pero nada de ello es relevante a la trama. Es sólo una excusa para introducir a una criatura maravillosa que refuerce la necesidad de “elegir no tener miedo” lo más literalmente posible. Este es el tipo de historia alegórica que podría ser contada en cualquier lugar, en cualquier momento, y de hecho una vez que Kitai se encuentra correteando por la selva, la película sufre de una notable falta de imaginación, como si pretendiera sostenerse sobre el magro esqueleto de la estructura narrativa más básica y predecible. El director es M. Night Shyamalan, pero no sabrán eso por ver los tráileres. Su ego se ha abstraído casi totalmente de la película y de la millonaria campaña publicitaria que la precede. ¿Qué le habrá atraído del proyecto? Se parece un poco al tipo de fábula moral que suele contar. Es su trabajo más mercenario a la fecha, y posiblemente sea su mejor película desde Señales (Signs, 2002), lo cual no es mucho decir, pero ahí lo tienen.
Ahora son cuatro Qué decepción cuando uno quiere seguirle el juego a un thriller y la película hace trampa. Uno suspende su incredulidad, sigue voluntariamente pistas que sabe que son falsas, acepta los giros y las volteretas de la trama… y al final resulta que los realizadores tenían menos imaginación que el espectador, y han hecho trampa con tal de terminar la película. Nada es lo que parece (Now You See Me, 2013) es un thriller divertido mientras abre juego, pero el desenlace es un cero al as. El primer acto nos presenta a cuatro ilusionistas: Atlas, un prestidigitador (Jesse Eisenberg), McKinney, un mentalista (Woody Harrelson), Henley, una escapista (Isla Fisher) y Jack, un estafador (Dave Franco). Son convocados por separado a un departamento abandonado, donde los recibe un holograma. “Es un plano”, dice uno. “Qué increíble”, dice otro. Un año después, los ‘Cuatro Jinetes’ presentan su show en Las Vegas, que consiste en teletransportar tres millones de euros de una bóveda de París y distribuirlos entre la audiencia. Vaya que era un buen plano. La investigación queda a cargo del escéptico agente del FBI Rhodes (Mark Ruffalo). Los Cuatro Jinetes son interrogados, Eisenberg le desprecia con su habitual insolencia esnob (¿sabrá que se está cavando su propio estereotipo?) y son liberados porque, quién lo diría, arrestarlos sería reconocer la existencia de la magia, cosa que al FBI le daría vergüenza. Es una movida algo idiota, considerando que el robo se efectuó y los cuatro son sospechosos de una ofensa federal e internacional, pero ahí lo tienen. Rhodes será escéptico pero no muy inteligente, y contrata a un tal Bradley (Morgan Freeman), experto desmitificador de magia, para que le explique por favor cómo ha sido posible el robo. Y en cuestión de minutos hace precisamente eso, con la dulce condescendencia de Freeman de yapa. ¿No se le ocurrió buscar una explicación racional al crimen antes de liberar a sus únicos sospechosos? Es entendible, la película duraría poco. ¿Entonces va a ir a arrestarlos ahora que entiende cómo tal robo sería improbable pero posible? De vuelta, no: la película duraría poco. Rhodes conduce la “investigación” de los Jinetes junto a la improbablemente joven y apuesta agente de la Interpol Dray (Mélanie Laurent, alias ¡Shosanna!). Él odia la magia y ella la ama. Se establece entre los dos una dialéctica de la fe y la lógica que pretende ser el corazón de la película, aunque la revelación del final anula su valor. Puede que haya un romance burbujeando por debajo, pero parece ser más por obligación que por necesidad: hay que mantener a esta dupla interesante. Nos damos cuenta que la película es sobre ellos y no sobre los Jinetes. Es una pena que se les abandone tan pronto y la perspectiva quede anclada en el otro bando. Los Jinetes son meticulosamente caracterizados en sus primeras escenas, a través de sus oficios y un poco de humor. Una película en la que ellos fueran los protagonistas no hubiera sido mucho más inteligente pero sí más divertida. Cuando la “investigación” comienza, desaparecen casi por completo. Les vemos exclusivamente sobre el escenario y jamás detrás de él – lo cual es la mitad de la gracia de una película de robos. ¿Cuál es su motivación? No sabremos hasta el final sorpresa, que esconde un segundo final sorpresa, que hace Trampa con mayúscula.
¿Qué pasó hace 4 años? Por tercera y última vez, ¿qué pasó ayer? Absolutamente nada. Esta vez no hay orgía, no hay resaca, no hay enigmas por reconstruir a la mañana siguiente. El director y escritor Todd Phillips parece haberse dejado avergonzar por las malas críticas de la segunda película, y ha decidido abandonar la epónima fórmula del “qué pasó ayer” a favor de… no queda muy en claro. Está al nivel de la peor película de las Una película de miedo, que invariablemente es la más nueva. La premisa: Chow, el tipejo desagradable que va y viene en estas películas, está siendo buscado por el criminal Marshall, quien enlista la ayuda del trío de idiotas conformado por Bradley Cooper, Ed Helms y Zach Galifianakis para encontrarle. El incentivo es que si no lo hacen pronto, Marshall hará matar a Doug (Justin Bartha, alias la quinta pata). El resto de la película trata sobre los intentos de “la manada” de atrapar a Chow, que los lleva a Tijuana y eventualmente Las Vegas, que no es una ciudad tan graciosa como podríamos llegar a recordarla de la primer película. ¿Qué pasó ayer? (The Hangover, 2009), amada u odiada, partía de un guión que derivaba naturalmente en comedia: el mundo entero posee la ventaja sobre los personajes por el mero hecho de saber algo que ellos no saben. Están condenados a la humillación y el fracaso por una leve desincronización con la realidad. Cuanto más parecen acercarse a dominar la situación, los eventos que les frustran se vuelven más y más absurdos, y el conflicto crece exponencialmente – una rutina que ha probado su efecto en miles de caricaturas. El punto, se entiende, es que el humor viene de las situaciones, no de sus personajes. Los personajes en sí son aburridísimos. Phil y Stu son indistinguibles uno del otro. La película ordeña la mayor parte de su pretendido humor de Alan y Chow, cuyo chiste consiste en comportarse como niñatos en algunas escenas, y sembrar muerte súbita en otras. Algo así como las primeras películas de Adam Sandler, sólo que en lugar de un sociópata bipolar, el papel se escinde en dos: el pasivo e infantil Alan, y el agresivo y sádico Chow. Se aborda la violencia con una saña inusitada, casi como si se compensara por no haber matado lo suficiente en las películas anteriores. Una vez que hemos abandonado la expectativa de otra resaca catastrófica – entrados ya los cuarenta minutos – nos queda una hora de infiltraciones y persecuciones. Nos suenan familiares, pero no despiertan ninguna sensación de risa o suspenso porque siempre sabemos exactamente por qué ocurren y hacia dónde se dirigen. Mientras tanto, John Goodman es desaprovechado en un papel que no le da una mísera línea graciosa, y algunos viejos conocidos de la serie regresan para pasar la tarjeta. La película, en realidad, trata sobre la maduración de Alan, y el tercer acto intenta demostrar desesperadamente que esta ha sido la idea durante toda la serie, volcándose a un sentimentalismo de último minuto. Como si todo este tiempo se hubiera estado construyendo un relato épico en tres entregas a fin de dejar una única enseñanza acerca del personaje de Zach Galifianakis. Como si no fueran, como diría Homero, “sólo un montón de cosas que pasaron”. Quédense durante los créditos para ver cuán cierto es esto.
Romeo + Rouge + Gatsby Escrito por F. Scott Fitzgerald en 1925, El gran Gatsby fue una melancólica advertencia hecha en plenos “años locos” sobre las frivolidades del Sueño Americano. Que sea Baz Luhrmann quien adapta la nueva versión fílmica es curioso, tratándose del realizador de frivolidades como Romeo + Julieta (1996) y Moulin Rouge (2001) – películas apasionadas y sin duda ambiciosas, pero hechas con más estilo que sustancia. Su nuevo film sufre la misma suerte. Internado en un asilo a modo de marco narrativo, el narrador Nick Carraway (Tobey Maguire) recuerda el verano en el que se mudó a West Egg, suntuoso barrio neoyorquino donde allá por los ‘20s los neuve riche andaban de fiesta en fiesta, celebrando la bonanza del alcohol y “quebrando cosas y seres antes de retraerse tras sus riquezas”. Nick es un intruso en la alta sociedad, pero pasa desapercibido junto a sus amigos, los ricachones Tom (Joel Edgerton) y Daisy Buchanan (Carey Mulligan). De todos los anfitriones, el más misterioso y millonario es Jay Gatsby (Leonardo DiCaprio), popular por sus fiestas orgiásticas y una colorida vida que parece cambiar depende a quién se le pregunte. Pero Gatsby rehúye la compañía de otros – es un anónimo en sus propias fiestas – y detrás de su opulenta fachada esconde una inmensa tristeza. Nick se fascina por el hombre – ¿quién es y de dónde viene? – y Gatsby recluta su amistad para acercarse a la mujer que ama. Luhrmann, que ama modernizar el pasado con pirotecnias y anacronismos, busca adaptar de la novela original no el tono o estilo de la época sino su espíritu, inocente y decadente a la vez. No lo logra del todo, pero DiCaprio triunfa a nivel personal, encarnando un Gatsby amargado y vulnerable cuya cualidad principal es tanto una virtud como un pesar: la esperanza de un final feliz. Edgerton roba el resto de las escenas como un dandy tan engreído que no sabe que es el villano de la historia. Las decisiones estéticas son menos acertadas. Las fiestas en casa de Gatsby – montadas con la misma energía hiperkinética de Moulin Rouge – tienen la autenticidad de una fiesta de disfraces con temática de los ‘20s, raves de cámara lenta en la que los personajes podrían estar bailando a lo robot en cualquier momento. La música está compuesta por hip-hop y derivados, remixados por el rapero Jay-Z. La banda sonora de Moulin Rouge recorría un enorme espectro de géneros a modo de celebración del fin de siglo – tanto del XIX como del XX – pero en El gran Gatsby la alegoría entre el jazz y el hip-hop es imperfecta y no termina de cuajar. Cabe destacar que la película ha sido rodada (no convertida) en 3D, recurso improbable para una historia tan poco espectacular. Luhrmann saca provecho de las escenas de fiesta iniciales, pero la película abandona la pompa y el esplendor hacia la mitad y nos quedamos con un drama de recámara en tres dimensiones, lo cual es un plus para el elenco pero rinde inútil el 3D. El resultado es una película hecha con talento pero con hincapié en todos los lugares incorrectos. Su mayor mérito quizás sea intentar distinguirse de las versiones más lacónicas de la historia, aunque sea superficialmente. “Y así vamos hacia adelante, botes que reman contra corriente, incesantemente arrastrados hacia el pasado”, termina la novela. Puede que Luhrmann se inspirara en la frase, aunque sea malinterpretándola.
El club de los cinco Hay adolescentes, hay un bosque, hay un revólver y hay una cabaña, pero Leones (2012) no es una película de terror. Cinco jóvenes deambulan por un bosque buscando la salida al mar, y en lo que enunciación refiere, no ocurrirá mucho más que eso. El énfasis está puesto en el subtexto de la historia, en una narrativa escondida que quizás revele lo que “verdaderamente” está ocurriendo a medida que los titulares leones merodean perdidos. Los personajes son Isa, Arturo, Sofía, Niki y Félix. Aprendemos sus nombres y la naturaleza de sus relaciones a medida que espiamos sus conversaciones, que son curiosamente incoherentes entre sí. Cada uno parece estar dialogando consigo mismo, siguiendo un tren de pensamiento impenetrable, excepto por la notable recurrencia del tema de la muerte. Una casual frase que se presenta al comienzo de la película a modo de guiño cinéfilo puede ser una de las claves para comprenderla, o al menos interpretarla. Sólo Isa (Julia Volpato) se percata de que algo no va del todo bien. Se rezaga en las caminatas, siente frío y hambre donde sus compañeros no lo sienten. Los demás andan sin cuidado. A lo largo de la película juegan a componer ficciones de seis palabras, a lo Hemingway (ej. “Se vende: zapatos infantiles nunca usados”), un ejercicio típicamente utilizado para enseñar que toda narración cuenta dos historias: la enunciada y la sugerida. Y Leones es pura sugestión. La fotografía de la película viene de la mano de Matías Mesa, el reconocido ingeniero de planos secuenciales que colaborara detrás del Steadicam con Gus Van Sant en su ‘Trilogía de la Muerte’ conformada por Gerry (2002), Elephant (2003) y Los últimos días (Last Days, 2005). Films como estos son una buena referencia, tanto temática como estética. La cámara de Mesa se desplaza flotante a través del bosque, describiendo largos e ininterrumpidos recorridos en los que los personajes salen de cuadro por un lado y entran por otro, caminando en círculos que confunden el tiempo y el espacio. El guión parecerá casual y distendido a primera vista pero está meticulosamente diseñado por la escritora y directora Jazmín López. El desenlace será más o menos obvio, dependiendo de la lectura que se haga de las muchas claves esparcidas a lo largo de la película, pero no por ello pierde su impacto emocional.
Los párpados te pesan En Trance (Trance, 2013) es la remake de un homónimo thriller hecho para la televisión inglesa en el 2001. Considerando cuan “formulaica” y poco notoria que es la película, uno se pregunta inmediatamente qué tenía de genial el producto original que merecía ser recontado y llevado a la pantalla grande a tan corto plazo y por tan célebre autor como Danny Boyle. El guión es tramposo e incoherente, y comienza con una sencillez engañosa. Simon (James McAvoy), un subastador atormentado por deudas de juego, se ve implicado con la pandilla de Franck (Vincent Cassel) y el robo de una pintura. El meollo de la cuestión es que Simon sufre un trauma que le deja amnésico, y no recuerda dónde ha escondido la pintura robada. Una breve sesión de tortura deja en claro que Simon no está fingiendo, así que Franck le envía a hacer hipnoterapia con la Dra. Elizabeth Lamb (Rosario Dawson) para que desenmarañe su memoria. Aquí la trama se torna un poco más mística de lo que un thriller criminal suele admitir y depende en cierta medida de cuan dispuesto está el espectador a creer en la hipnosis y sus funciones terapéuticas. Es lo suficientemente verosímil como para tomarla como un recurso de ciencia ficción, tipo El Origen(Inception, 2010), y como esa película, una substancial parte del diálogo está dedicado a explicar el propósito de cada escena, cortesía de Elizabeth. Sesión por sesión nos adentramos en el subconsciente de Simon, cuyos confusos recuerdos van dominando el resto de la película. McAvoy le interpreta con la misma sonrisa patética que Ewan McGregor luciera antes que él. Cassel es menos sofisticado que su Monsieur Zorro Nocturno de La nueva gran estafa (Ocean’s Twelve, 2004) y no está por encima de balearse cuando la paciencia se le acaba. Dawson hace de femme fatale que se convierte en cómplice al solicitar una tajada ni bien termine de forzar la caja fuerte mental de Simon. Y como toda femme, puede que termine siendo la perdición de los tres. Sabemos que está haciendo un buen trabajo cuando decidimos que, en lo que perdiciones refiere, Elizabeth no está nada mal. ¿Habrá sentido Boyle nostalgia por las producciones pequeñas en su nativo Reino Unido? En Trance le reúne con su co-guionista de los días de Trainspotting (1996) John Hodge, de regreso al estrambótico bajo mundo londinense de dilapidados clubes nocturnos y música electrónica estilo Moby. Boyle dirige la película con su habitual ambición y frenesí, pero no hay mucho más que pueda hacer con el guión, de las que hacen trampa con tal de inventar giros y sostener el interés del espectador. Sí, es un thriller, y las situaciones improbables van con el género, pero sería menos fastidioso si todas las piezas del rompecabezas encajaran. Hay más de una que, si lo pensamos un minuto, nos damos cuenta que ha quedado librada al azar.