“No quiero ver bailar a una linda bailarina, quiero ver bailar a Polina”. La petición intenta llevar al extremo tanto los sentimientos como las habilidades de la joven rusa para provocar rupturas en la forma de concebir y desarrollar la danza pero, por el contrario, no hace más que acentuar el gran inconveniente de la película: la construcción del personaje principal. Polina se esfuerza desde la infancia para pertenecer al cuerpo del baile de Bolshoi y, cuando logra ingresar, se da cuenta de que no es lo que ella quería. Entonces se va a París con su novio y descubre la danza contemporánea, práctica que se encuentra en las antípodas del entrenamiento de toda su vida. Si bien el guión del coreógrafo Aneglin Preljocaj –también director de Polina, danser sa vie– y su esposa Valéry Müller, busca resaltar la vida y los sacrificios de la bailarina desde la danza más que desde lo propiamente narrativo, dicha concepción pierde solidez no porque la protagonista modifique su manera de ver el mundo, sino porque carece de verosimilitud. En una de las escenas de la niñez, Polina improvisa en un bosque nevado –un lugar que no sólo evidencia la fuerte conexión con su propia esencia, sino que se torna metáfora de sí misma– y parecería que esa libertad contenida durante los ensayos de ballet fuera el germen de su pasión posterior por la danza contemporánea. No obstante, la joven no termina de desprenderse de la técnica rigurosa o de la falta de emoción cuando realiza las coreografías, ni siquiera después de uno de sus quiebres internos o de los pedidos de los profesores que conoce durante su travesía. Polina, entonces, realiza una danza que implica sensaciones, fluidez e improvisación manteniéndose distante, rígida y, se supone, libre. En contrapartida, se desarrolla un gran trabajo en el registro de la danza, sobre todo, en algunos planos detalle de las zapatillas de ballet o despliegues coreográficos. “No quiero ver bailar a una linda bailarina, quiero ver bailar a Polina”, le dice Juliette Binoche, pero tanto su pedido como el breve papel que realiza se desdibujan en una improvisación forzada y en una libertad aparente cubiertas por una capa de nieve protectora. Por Brenda Caletti @117brenn
En tránsito “La idea de viajar no sólo implica moverse o trasladarse, sino también esperar”. En un primer momento, el concepto expuesto por Caroline, una arquitecta francesa, tiene como único fin explicarle a Jaako cuál es la base de su proyecto para refaccionar el aeropuerto de Vilna. Pero si se piensa con detenimiento, la reflexión no hace más que poner en evidencia la lógica de la película, es decir, la puesta en escena de la espera que, en este caso particular, se aleja del espacio de trasbordo aéreo propiamente dicho pero no de la manera de habitarlo. Porque lo que manifiestan tanto la protagonista como el director finlandés Mikko Kuparinen, es la primacía de la individualidad o la poca socialización en lugares de gran intercambio; la primera lo ejemplifica con los huecos o sitios vacios que dejan los pasajeros cuando se sientan en los aeropuertos, mientras que el segundo lo plasma con la cierta resistencia entre Caroline y Jaako, dos personas que se cruzan inesperadamente en un hotel, al principio, con una supuesta dificultad de idioma y, más tarde, con los modos de pensar y concebir la vida. Si bien es cierto que Dos noches hasta mañana plantea una relación pasajera, fugaz y hasta de anécdota, también propone un conocimiento más íntimo de los protagonistas, un intento que se vuelve monótono, previsible y bastante forzado. Por tal motivo, se contrapone a esa primera impresión descontracturada y espontánea y termina por convertirse en un círculo tedioso repetitivo. Las cenizas que produjeron la cancelación de todos los vuelos se disipan y la suerte de hechizo de detención del tiempo se quiebra. Entonces, sólo resta una pregunta: ¿moverse y esperar conservan su esencia? Por Brenda Caletti @117brenn
FESTEJANDO AL KIKI ¿Cuál sería la fantasía sexual más descabellada, el fetiche más insólito o la obsesión más extraña de todas? Cualquiera de estas preguntas bien podría funcionar como disparador de la última película de Paco León pero limitarse a contestarlas sería restringir su campo de acción. Porque la premisa de El amor se hace (o Kiki, el amor se hace en su versión original) no es otra que la liberación y vivencia del goce, en todas sus expresiones. Un disfrute que viene dado no sólo por la experimentación, sino también por el reconocimiento de cada parafilia, la capacidad individual para llevarlo a cabo y cierta necesidad de ponerlo en común con otro. De esta forma, el filme basado en la australiana The Little Death gira alrededor de cinco historias desarrollas en torno a uno o, quizás, dos patrones de comportamiento sexual en episodios intercalados. Por ejemplo, Natalia que tiene harpaxofilia, es decir, se excita cuando la asaltan, la hija de una médica que vende bombachas usadas por internet o Sara, una mujer a la que le atrae los tejidos (elifilia). De hecho, su personaje realiza una de las escenas más cómicas del filme cuando ella debe traducir los deseos de un joven a una chica de la línea hot en el servicio de videointerpretación de llamadas para personas sordas (Sara es sorda pero usa audífono, que regula para escuchar el afuera o silencia para abstraerse). Descontracturada, a veces reiterativa y con un final bastante previsible, El amor se hace ahonda en cuestiones que continúan siendo tabú o generan pudor, incluso con aquel más cercano, tanto desde lo cómico como de la celebración de uno mismo. Porque, a final de cuentas y como expresa la canción de los créditos, lo que importa es la liberación para alcanzar el goce y, sobre todo, el Kiki. “Disfruta bomba está preparada De golosina y sabe a guayaba Lo tengo rico, trabajo duro Si quiere KIKI, súbelo, súbelo Cuidado nene que hoy cené fuerte Cuidado nena que está caliente Ay, que me viene y no controlo Me viene el KIKI, súbelo!” Por Brenda Caletti @117brenn
ELECCIONES ACTUALIZADAS “Elige la vida. Elige Facebook, Twitter, Instagram y ten la esperanza de que a alguien, en alguna parte, le importe. Elige buscar antiguas amantes y desear haberlo hecho todo diferente. Y elige ver cómo la historia se repite. Elige tu futuro. Elige reality shows, llamar putas a las mujeres, el porno vengativo. Elige un trabajo basura a dos horas de camino y lo mismo para tus hijos, pero peor. Alivia el dolor con una dosis desconocida, de una droga desconocida y después… respira hondo. Estás enganchado. Pues sigue enganchado. Pero engánchate a otra cosa. Elige a tus seres queridos. Elige futuro. Elige vida”. El monólogo de culto de Mark Renton (Ewan McGregor) regresa actualizado y, si bien mantiene ciertos tintes anti sistema y anti mandatos sociales, evidencia un claro viraje generacional; una mixtura entre la experiencia y la nostalgia subrayadas por la repetición de “elige tu futuro”. Es que ambos conceptos atraviesan T2: Trainspotting y modifican la promesa del antihéroe que ya no busca no elegir la vida, por el contrario, intenta pertenecer. Esto no quiere decir que la secuela de Danny Boyle (basada en el libro Porno de Irvine Welsh) apele a la remembranza como fundamento central narrativo o de contexto, ni tampoco que todos los recursos visuales y/o técnicos estén sujetos al recuerdo o a repetir las innovaciones surgidas de la película de 1996. Sino que el acento está puesto en la exhibición de la adultez de este grupo peculiar que no puede desvincularse de la memoria, de los vicios, de ciertos espacios o acciones (sobre todo el robo del dinero) y, al mismo tiempo, debe actualizarse y reconfigurarse. Quizás por eso también, el director introduce breves fragmentos de ellos en la niñez, como otro punto de vista que sí puede romper con la añoranza o está libre de ello. Además del monólogo, el filme está plagado de sitios específicos como la ida al campo, la calle donde fueron perseguidos o la habitación de Renton, que se resignifica como lugar de culto fílmico por su detenimiento temporal en esos 20 años y como reflejo de excesos y sanación desde los gritos del joven por las visiones de Tommy o del bebé muerto de Sick Boy (Jonny Lee Miller) hasta el momento aurático de poner el disco en la actualidad. En T2: Trainspotting podría decirse que funcionan dos narradores diferentes: por un lado, Renton como el encargado de reunir a los cuatro tras su regreso a Edimburgo y en una suerte de purgación de su propia elección; por el otro, Spud (Ewen Bremmer) a través del registro escrito de las historias pasadas, como una forma de trasgredir las adicciones y de controlar su vida. Si bien Boyle mantiene la estética de la anterior y le incorpora el uso de la tecnología, el pasaje del gran televisor y el video a la computadora y los celulares, respecto a la música se evidencia un tratamiento menor, sobre todo, si se tiene en cuenta que la primera película estaba inmersa dentro del brit-pop convertido en un estandarte generacional. Los heroinómanos de los suburbios vuelven para elegir. ¿El futuro? ¿La vida? ¿Las drogas? ¿La prostitución? Simplemente otra cosa. Por Brenda Caletti @117Brenn
CINE SOBRE CINE Durante algunos segundos, los recortes de un mapa argentino y otro francés se adueñan de la pantalla. Si bien pueden pensarse como referencias a los sitios elegidos por Hugo Santiago para desarrollarse como cineasta, también actúan como indicios de algo mayor: un ensayo sobre la concepción cinematográfica del director argentino. El teorema de Santiago se postula como una reconstrucción del proceso creativo (guión y película) de El cielo del centauro, filme estrenado en la edición anterior del Bafici. Por esta razón, Ignacio Masllorens y Estanislao Buisel utilizan tanto testimonios del director argentino como material audiovisual del período de pre y postproducción. Ahora bien, este planteo no simularía más que una excusa para exponer una suerte de teoría cinematográfica del propio Santiago sostenida, principalmente, por dos ejes: el decoupage y el teorema. El primero opera, en mayor medida, con los elementos del dispositivo: articulación de imágenes, sonidos, voz en off, simbologías, incorporación de lo digital (los recortes de los e-mails), los distintos puntos de vista de las grabaciones de Santiago en su película, los testimonios del equipo técnico, el montaje, entre otros. El segundo trabaja la lógica propia del filme: se divide en tres capítulos (el Simurgh, el encuadre y el teorema) y cada uno enfatiza la puesta en escena y decodificación de saberes, nociones, creencias y teorías. Pero, en este caso, no sólo se evidencian los conceptos bajo los cuales se rige Santiago, sino también se produce una doble construcción basada en la mirada de Masllorens y Buisel y en sus incorporaciones, en la película, a través del envío de e-mails con David Oubiña. El ensayo parece casi terminado. Sus principios ya fueron enunciados, puestos en contraste y exhibidos. Incluso veremos fragmentos de las obras para completar el sentido. Sólo resta el cierre para unificar los preceptos. El último gesto no tarda en aparecer y, como tal, la acción convierte a la teoría en manifiesto, una suerte de remembranza de las vanguardias históricas. Ahora sí, el decoupage está terminado. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
ARDOR ESENCIAL “Jamás debemos renunciar a nuestros sueños”. La frase resulta bastante trillada, sobre todo, cuando se trata de películas animadas y en el caso de Bailarina, como en tantas otras, funciona como el leitmotiv para que los amigos se liberen por completo de aquello que los retiene, el orfanato, para lanzarse de lleno cumplir sus deseos más profundos: convertirse en la primera bailarina del Ópera House de París para Felicia y ser un inventor para Víctor. En el trayecto, el filme de Eric Summer y Éric Warin mantiene ciertas semejanzas con el cuento de La Cenicienta a partir de los personajes de Camille, una niña egoísta y malcriada; su madre, quien posee un parentesco físico y estético con la madrastra del cuento y Odette, la sirvienta que acoge a Felicia y se transforma en su mentora. Este último personaje resulta curioso porque combina matices de La Cenicienta con otros del personaje principal del cuento- ballet El lago de los cisnes. El trabajo más interesante de la película se encuentra en el despliegue visual y narrativo del contexto: por un lado, la ambientación de la París de fines del siglo XIX enmarcada en la construcción de la torre Eiffel y del futuro envío de la Estatua de la Libertad a Estados Unidos. Por otro, en el período de transición del ballet romántico, más específicamente el ballet blanco, hacia la escuela rusa. Dicho pasaje se evidencia en la conformación de las personalidades de ambas niñas y en su forma de bailar. Felicia da cuenta del primero por su pasión y la idea de un desplazamiento etéreo; mientras que Camille se centra en la técnica y en cierta elegancia. El cumplimiento de los sueños encuentra su par en la pregunta “¿por qué bailas?”. Allí radica el mayor anhelo de todos: exteriorizar la propia esencia. Por Brenda Caletti @117Brenn
TEXTURAS INASIBLES Un paisaje casi de ensueño: algunos arbustos, el lago y un sol brillante. Inés se va a caminar pero antes se acerca a la cámara, arquea las manos sobre ella y cubre con su aliento el lente. La pantalla queda nublada, como una suerte de cortina vaporosa y se vuelve inevitable asociarla con el tono y el formato de la película que es el del recuerdo. La directora Milagros Mumenthaler se vale de la idea del fragmento de la memoria para jugar con la temporalidad, con las sensaciones, lo onírico y con las texturas tanto de los videos caseros como de las fotos de la infancia; sobre todo, de la única imagen de Inés con su padre antes de ser un desaparecido. Pero en La idea de un lago también ejerce un rol central el concepto de libro. No sólo porque la película está basada en Pozo de aire, una recopilación de fotos y poemas de Guadalupe Gaona, sino también porque el filme se ve/lee como tal. Es decir, se construye en una combinatoria de la discontinuidad o distorsión de los recuerdos, la variación de las emociones o el detenimiento en ciertas percepciones para disponerlas en la puesta en escena no cronológica, eventual y semejante al recorrido por las hojas del libro. Porque se trata de recortes de distintos materiales: las fotos, los videos, el salto constante en el tiempo, lo fantasioso, la individualidad. Incluso, la Inés adulta aparece en dos o tres ocasiones en un plano pecho contando algunas experiencias, como si Mumenthaler planteara aquellos mini discursos en tanto cierres o aperturas de capítulos de un libro subyacente, su libro audiovisual. Por lo tanto, si bien hay un punto de vista guiado por la cámara y la selección de ciertos momentos, La idea de un lago también habilita un camino propio de cada espectador frente a esa diversidad de elementos. Inés arquea las manos y cubre con su aliento el lente. La cortina de vapor se extiende frente a esa evocación, frente a aquello que pudo haber pasado. Por Brenda Caletti @117Brenn
PERVERSIDAD AURÁTICA “Su obra es maravillosa”, lo adula Beatriz y la pequeña elite designada específicamente para presenciar la exhibición del último trabajo de Benavidez estalla en aplausos y elogios. Entonces se produce una doble revelación: por un lado, aquella en la que deviene el final de la película; por otro, en el clímax de una lectura siniestra y contundente sobre la banalidad y mercantilización del arte. Dicha lectura, que atraviesa todo el filme de Laura Casabé basado en el cuento de Samanta Schweblin, tiene como pilares a los socios de la residencia artística –el psiquiatra y la marchant– pero necesita también de los numerosos personajes secundarios como el grupo manipulable que asiste a las exhibiciones, los propios artistas y el motivo de la valija perdida. Resulta interesante el trabajo estético de La valija de Benavidez como, por ejemplo, las escenas donde se vuelven visibles las confesiones terapéuticas de Benavidez o la incorporación tecnológica. Al mismo tiempo, la directora despliega una fuerte impronta poética, cuyo punto de fusión con lo estético se encuentra en la figura del laberinto y en su doble sentido: por un lado, en ese pasaje físico, artístico y mental por el que atraviesa el protagonista; por otro, encarnado en la residencia como escenario fantástico y perverso. El juego macabro de callejones sin salida, puertas ocultas, personajes extraños e infinitos pasadizos de la mansión se disuelve como entidad física. Ahora, el laberinto se vuelve su propia esencia. Por Brenda Caletti @117Brenn
APARIENCIA NOCTURNA Vagabundeo. Una caminata sin razón ni rumbo, con la única certeza del prolongamiento y la sucesión de lo místico, del fragmento, de lo oculto, de recuerdos, de lo ambiguo, ideas, sueños, sensaciones envueltas en el velo de un reencuentro inesperado. En su primera película de ficción, Mariano Goldgrob crea un universo, en el que los personajes se sostienen mediante dos aspectos: por un lado, lo evidente reflejado en el calor sofocante y en las calles desiertas de distintos barrios porteños. Este último punto funciona como bisagra porque si bien se pueden identificar algunos nombres de calles, estaciones de subte o infraestructura con los barrios, hay un fuerte trabajo para volverlos no-lugares. Por otro, lo inasible presente en las anécdotas, en ciertas acciones y, sobre todo, en el estado de permanente ensoñación que ambos atraviesan durante toda la noche; un diálogo entre dichas cuestiones y la cámara que se convierte en el tercer personaje. Vapor, lejos de apostar por las explicaciones se deja llevar por la inercia de la ciudad en un recorrido sin ataduras, que se modifica de forma constante así como también por la condición de posibilidad tanto de lo que es como de lo que podría ser. El amanecer borra los últimos vestigios de sopor, de luces centellantes y de confidencias. Ahora poco importa la sucesión de fragmentos ambiguos y los saltos temporales de la charla porque las imágenes se vuelven nítidas, ordenadas y discernibles. El otro universo despierta: es tiempo de andar con un sentido y en una única dirección. Por Brenda Caletti @117Brenn
BLANCURA TENTADORA ¿Qué pasaría si existiera la posibilidad de tener un encuentro casi íntimo con una estrella de cine, de contemplarla en todo su esplendor y en toda su desnudez? Lo más probable es que no hubiera límites ¿Pero si se tratara del cadáver de la persona famosa? ¿Habría en ese caso algún reparo? El primer largometraje del español Hèctor Hernández Vicens despliega diferentes impresiones del tema a través de los puntos de vista de Pau, Iván y Javi, los tres amigos y protagonistas del filme. El primero es el encargado de realizar las autopsias del hospital, mientras que los otros dos lo van a visitar al trabajo para invitarlo a una fiesta y comprobar por sí mismos la belleza de Anna Fritz. El exceso, entonces, se convierte en el leitmotiv de la película ya sea como aspecto narrativo (motor de la trama) o descriptivo (parámetros del carácter de cada uno de los hombres). Es interesante pensar en las similitudes y diferencias entre El cadáver de Anna Fritz y La sombra de la noche (Nightwatch en la versión original) del danés Ole Bornedal. Ambas se desarrollan en la morgue de un hospital durante la noche y muestran, de diversas formas, el exceso de cuerpos femeninos. Pero la construcción del suspenso es la que las torna disímiles. Mientras que en la danesa la tensión se concibe desde el movimiento de un mundo exterior hacia la quietud y el silencio de cada una de las rondas solitarias del estudiante de derecho (Ewan McGregor), cuyo punto máximo son los cuerpos recientes de las mujeres asesinadas por un psicópata y la naciente sospecha sobre él, en la española se trabaja con una lógica inversa. El afuera es un detalle que sólo contextualiza y el suspenso oscila entre la morgue del hospital, el cuerpo inerte de Fritz y la moral/acción de cada uno de los hombres. El viraje de enfoque por un hecho radical no sólo altera este pasaje, sino que las dudas y recelos envuelven las relaciones de los protagonistas. Una sábana blanca cubre su cuerpo y sólo se perciben los antebrazos del enfermero que arrastra la camilla. Anna Fritz es bella, joven y famosa tanto en vida como en la muerte; tal vez, mucho más en ésta última. Por Brenda Caletti @117Brenn