La potente novela de Leonardo Oyola, con la puesta cinematográfica de Nicanor Loreti, funciona en diferentes niveles. La historia de una noche de guardia de un médico nochero que es interrumpida por una disputa entre una banda criminal y la policía, rehenes incluidos (algo cada vez más recurrente en el conurbano bonaerense, donde las drogas y la violencia crean un ambiente denso), se torna estrictamente cinematográfica cuando Loreti replica la idea central del libro de Oyola: todo se soporta gracias a la relación fraterna de los integrantes de la banda criminal de Nafta Súper, cuyo líder es herido y sus súbditos deben resistir toda la noche la embestida policial. Loreti utiliza una lógica carpenteriana/ hawksariana para desarrollar la historia: música simple, minimalista y repetida con teclados, y una situación de encierro y amistad entre los personajes, quienes crean un sólido grupo de resistencia. Kryptonita es una suerte de mix entre Asalto al Precinto 13 y Los Vengadores, con algunos interesantes flashbacks que remiten a Sin City, donde el director nos muestra las historias que “construyeron” a estos superhéroes barriales en el contexto de marginalidad de La Matanza. Diálogos fuertes, apariciones rutilantes (El Guasón de Diego Capusotto, con tintes épicos), acción y ante todo, tristeza y melancolía, llenan de sentimientos la pantalla para que nos identifiquemos con estos héroes queribles de la clase trabajadora.
El villano maldito. Alfred Hitchcock en ese fundacional diálogo con François Truffaut, reproducido en el libro El Cine según Hitchcock, estableció en conjunto con el francés las ideas teóricas centrales sobre cómo debe ser construidas las formas cinematográficas, la coherencia en la puesta en escena y por sobre todas las cosas, por qué más allá de ser un artista Hitchcock entendía el cine como un negocio, que hacer para que una película funcione. El inglés mencionaba un pilar fundamental para que todo fluya; la construcción del villano debía ser lo más meticulosa y detallada posible, él creía fuertemente que el villano era incluso más importante que el héroe, porque el villano era el terror. Hitchcock decía que nadie le tenía miedo a un disparo, pero todos le tenían terror a los segundos previos a ese disparo donde el villano era todo en la puesta en escena. En Sin Escape (2015) el director John Erick Dowdle descansa en dos estrellas de Hollywood con carisma sin límites como Pierce Brosnan y Owen Wilson pero se decide por el abandono y la desidia completa ante la posibilidad de construir un villano que esté a la altura de las circunstancias. Jack Dwyer (Owen Wilson) lleva a su esposa e hijos a un país asiático para trabajar como empleado de una empresa norteamericana. En el hotel se encuentra con Hammond (Pierce Brosnan), donde comienzan una relación fraternal producto de la lejanía de ambos del hogar. Repentinamente una revolución derroca al régimen supuestamente dictatorial de ese país y los rebeldes asesinan a cuanto extranjero tengan a su alcance. Los villanos son los rebeldes, pero Dowdle los trata con desprecio desde la puesta: ninguno tiene nombre, no tienen antecedentes, ninguno tiene una historia familiar, no hay líderes, no tienen líneas de diálogo, no tienen un primer plano más allá de las turbas, la iluminación apenas les cubre el rostro en cada plano; es decir, no hay villano. Dowdle pretende que el terror se desate solamente por una cuestión de efectismo político. Para colmo lo pone a Brosnan a decir obviedades sobre el capitalismo y el primer mundo (“nosotros tenemos la culpa de esto”) para no dejar ninguna ambigüedad al espectador. Golpes bajos incluidos y Wilson no funcionando en este contexto como “comic relief” (más allá de algún ralentí divertido con los hijos volando de edificio a edificio) dejan a la película desnuda, sin nada. Para colmo el film, que trabaja durante gran parte del metraje la suciedad de la acción pura, termina en las más obscenas de las secuencias límpidas, donde el director quiere mostrar a la familia como unidad invencible e indivisible.
Efectismo en la era digital. El público adolescente marca los grandes números de taquilla en el mundo. Eliminar Amigo (2014) es una película hecha netamente para ese nicho de espectadores, una película clase B, de bajísimo presupuesto (inferior al millón de dólares) y que dio grandes réditos a los productores en las boleterías (30 millones en Estados Unidos, 32 millones en resto del mundo). Ahora bien, es importante analizar cómo logró el director Levan Gabriadze para que una película de un único plano fijo, como utiliza James Benning en algunas de sus películas, sea del interés de esta masa de gente ávida de los nuevos procedimientos cinematográficos sustentados en planos cortos y un montaje veloz. Gabriadze no utiliza ni siquiera montaje dentro del único plano (como sí hace Benning en sus documentales), ya que el único plano fijo de la película filma durante 83 minutos un monitor. El plano que decide utilizar el director también funciona como una subjetiva de Blaire, es decir, la cámara registra de manera fija lo que ven sus ojos. Blaire es una estudiante secundaria que, junto a un grupo de amigos, tuvieron algo que ver en el suicidio de Laura, una compañera de colegio. En una charla de Skype entre Blaire y sus amigos, aparece una conexión desconocida, que inmediatamente se revelará como la difunta Laura, y así comenzará una pesadilla para ellos. A partir de ese momento cualquier premisa interesante se viene a pique. El plano fijo subjetivo sostenido hasta el infinito, la fuerte acción de las redes sociales en los adolescentes y la posible reflexión sobre el remplazo de la conectividad en la nube por encima de las relaciones cara a cara sucumben ante los más rancios efectismos de las peores películas de terror de los últimos años. Toda la posible densidad cinética se desarma y vemos antojadizas resoluciones de cada personaje de manera arbitraria e inexplicable. Eliminar Amigo se convierte en una película sin carnadura y espesor y termina siendo un gran experimento fallido que solo será recordado por el bolsillo de los inversionistas.
Descenso fallido. Everest (2015) cuenta la historia real de una expedición de 1996 en la que Rob Hall (Jason Clarke), director de Adventure Consultants, y Scott Fischer (Jake Gyllenhaal), de Mountain Madness, condujeron a un grupo de alpinistas a la cima del monte Everest, una proeza en la que debían escalar por encima de los 8000 metros y que muy pocas personas han logrado en la historia. El director Baltasar Kormákur se apega al más estricto realismo para ejecutar la puesta en escena del ascenso a la montaña con amplios planos aéreos y grandes planos generales donde construye la dificultad de estos grupos de alpinistas para trepar el monte: en esas escenas podemos observar la pequeñez del hombre versus la imponente e implacable naturaleza, y el espectador empieza a representarse una idea sacrificial de los escaladores ante semejante desafío. Kormákur hace hincapié en construir relaciones fraternales entre los alpinistas como eje moral narrativo de la película. Si bien los personajes de Clarke y Gyllenhaal eran competidores, con distintos estilos para escalar, el director se preocupa en desarrollar la idea de que en la montaña hay una comunión, una especie de hermandad de los escaladores que está por encima de todo. Paralelamente el realizador cuenta la historia familiar de Rob Hall y de Beck Weathers (Josh Brolin) con sus esposas esperando en casa, Jan Arnold (Keira Knightley) y Peach Weathers (Robin Wright). El montaje paralelo con estas historias debilita la narración en la primera parte de la película, cortando el ímpetu de la trepidante aventura con la idea de humanizar a los personajes y despojarlos de heroicidad. El díptico de “mujer + hijos” y “mujer embarazada”, del otro lado del cine de aventuras, resultan dagas que demuelen el género. Esta debilidad se profundiza en la segunda parte, en el descenso de la montaña. Kormákur ya no recurre a los planos generales como registro excluyente y filma en primer plano, contando el drama humano y mostrando el sufrimiento del cuerpo ante la fuerza bestial de la naturaleza. El director abandona casi todas las bondades del inicio de la excursión y comienza a dar rienda suelta a la más imposible de las cursilerías. Llanto, efectismo y golpes bajos (una mujer embarazada despidiendo por teléfono ¡dos veces! a su marido) toman la pantalla por asalto. Esta embriaguez de impostada ternura hace que Kormákur se olvide de resolver historias importantes en la narración, y lo más grave e imperdonable de todo; que abandone por completo las premisas básicas del cine de aventuras en pos de una reflexión moral sobre la responsabilidad de jugarse la vida en una hazaña deportiva: esto hace que un film que tenía todo dado para ser una gran película de cine de género, finalice como un telefilm al estilo Hallmark Channel con gente llorando abrazados y una semblanza de fotos patéticas e indignantes para conmover a algún desprevenido.
Maze Runner: Prueba de Fuego (2015), segunda entrega de la adaptación de los libros de James Dashner y otra vez dirigida por Wes Ball, complejiza la trama y da un giro narrativo y en lo que respecta a la puesta en escena en relación a Maze Runner: Correr o Morir (2014). En la película original de la saga, el director recurría a un relato potente donde unos jóvenes aparecían en un laberinto, sin memoria sobre sus pasados y debían encontrar la manera de escapar. Un planteo a toda velocidad con un alto ritmo de montaje, planos cortos y una idea visual claustrofóbica eran el marco para que Thomas (Dylan O’Brien), el anteúltimo llegado al laberinto, recorra el camino del héroe y sea el líder que conduzca al grupo hacia la libertad. Todas las decisiones fértiles del inicio de la trilogía como el fraternalísmo ante las condiciones adversas, las posiciones conservadoras versus las progresistas en cuanto a arriesgar la vida en búsqueda de la libertad, la aventura frenética bajo presión en lugares cerrados, quedan anuladas en Maze Runner: Prueba de Fuego, donde Ball recurre a los convencionalismos de estas sagas pensadas para un público adolescente: abrir la historia en diversos campos contándola con plataformas multigénero que van saltando de una a otra como un zapping televisivo. En este caso Thomas lidera al grupo que es llevado a un campamento, tras ser rescatados saliendo del laberinto, y se encuentra con una organización conducida por Janson (Aidan Gillen) que supuestamente traslada a los jóvenes a un lugar seguro donde pueden ser libres. El contexto es complejo: la enfermedad que liquidó las ciudades tiene el dominio de la calle y estos jóvenes descubren que fueron llevados a ese campamento por la misma organización que los había puesto en el laberinto, llamada W.C.K.D., manejada por la doctora Ava Paige (Patricia Clarkson), porque son especiales y tienen en sus cuerpos la cura para el virus que destruyó a la humanidad. Esta visión postapocalíptica genera un futuro distópico donde la tierra es un lugar inhóspito. Thomas lidera a los jóvenes que escapan del campamento y juntos deberán avanzar a cielo abierto hasta encontrarse con un grupo de rebeldes. Toda la diversificación narrativa (una corporación hegemónica, una resistencia, enfermos terminales violentos) contada en un desierto que parece haber tapado las ciudades y con Ball cambiando de género frenéticamente (del cine de aventuras al melodrama, pasando por el cine de zombis sin escalas), deja trunca la pequeña y simple tensión claustrofóbica de la entrega original. El procedimiento del montaje veloz y planos cortos se repite, pero esta vez a diferencia de la película anterior esto juega en contra narrativamente porque el film nunca logra anclaje en ningún lugar y naufraga; y si bien Thomas sigue siendo un personaje atractivo que continúa construyendo el camino del héroe de la película iniciática, la película se diluye en una lucha entre una corporación y un grupo de rebeldes para definir cómo encausar el problema de la enfermedad que destrozó la humanidad. Ball es responsable de este proceso de disolución, de esta falta de espesor cinematográfico y de no poder simplificar y unificar una idea de cine. Le queda la última entrega de la trilogía en 2017 para redimirse.
Completar con canciones. Ricki and the Flash (2015) es un sólido regreso de Jonathan Demme a las viejas premisas con las cuales construye sentido el cine americano clásico. Tomar un personaje central y excluyente (Ricki, la siempre genial Meryl Streep) como espina dorsal narrativa y modificarlo, ir cambiando sus motivaciones hasta que el personaje se sienta completo. Demme ejecuta este procedimiento sin tapujos y elige, entre todo el repertorio de canciones que interpreta la banda de Ricki, The Flash, a tres canciones en momentos centrales de la película para mostrar la transformación del personaje interpretado por Streep. American Girl (Tom Petty and The Heartbreakers): “Ella no podía evitar pensar que había un poco más de vida en alguna otra parte, después de todo era un mundo enorme con muchos lugares a los cuales correr.” Ricki es una madre que abandona a sus hijos y a su marido para cumplir su sueño de ser una estrella de rock. Demme lo deja claro en la primera secuencia cuando la banda toca American Girl de Tom Petty en una taberna de Los Angeles, Ricki quiere mirar el mundo como dice la canción, pero el plano general de un bar semi vacío con gente adulta solitaria y unos jóvenes que se ven en profundidad de campo y prácticamente desconocen la canción de Tom Petty, indican que el plan de Ricki no funciona cómo ella lo había planificado. La siguiente canción, de Lady Gaga, es una muestra de ello: el sueño rockero de Ricki es trunco, ella toca en un tugurio y trabaja en un supermercado apenas para sobrevivir. La llamada de su ex pareja Pete (Kevin Kline), para anunciarle que su hija ha sido abandonada por el marido y se encuentra en una crisis depresiva, hace viajar a Ricki al encuentro con su familia. I Still Haven’t Found What I’m Looking For (U2): “He corrido, me he arrastrado, he trepado los muros de esta ciudad, sólo para estar contigo pero todavía no he encontrado lo que estoy buscando.” El regreso con su familia comienza a cambiar a Ricki. Su hija le reclama por su ausencia, también sus hijos, uno que no la pretende invitar a su boda y otro que tuvo que esconder su homosexualidad. Una secuencia en un restaurante con diálogos filosos, secos, donde Demme muestra su pericia para filmar situaciones de alta tensión y Diablo Cody vuelve a las mejores líneas de diálogo que nos había ofrecido en Juno (2007). Cabe destacar que aquí las películas se conectan de manera circular; si bien en Juno una madre primeriza y joven daba a su hijo en adopción, el conflicto tiene la misma base: madres que dejan a los hijos por la imposibilidad de cumplir sus objetivos en la vida. Este viaje es fundacional para que Ricki piense en volver a ser Linda, su nombre real, y al regreso a su ciudad la presentación de The Flash con la canción I Still Haven’t Found What I’m Looking For de U2 se nutre como corazón y sangre de una búsqueda, como eje cinético y comunión e identificación central con el espectador. Ahí Demme muestra el génesis de algo y Diablo Cody escribe que a pesar del abandono existen las segundas oportunidades. My Love Will Not Let You Down (Bruce Springsteen): “Sólo una cosa que tienes que saber, mi amor no te defraudará.” Llegando el final redentor, The Flash interpreta My Love Will Not Let You Down de Bruce Springsteen y Demme lo muestra casi desde la pista de baile, viendo a la banda casi como una subjetiva del espectador, con toda la pericia rockera que nos había mostrado en la trilogía maravillosa de películas de Neil Young y hasta en el video Streets of Philadelphia del propio Bruce. Una parte del viaje finaliza, así por primera vez todos se muestran felices y relajados como si la vida se pudiera completar con canciones.
Juegos para mirar. Hay algo distinto en la secuela de la sórdida Magic Mike (2012) de Steven Soderbergh, quien delegó la responsabilidad de la continuación en su habitual asistente de dirección Gregory Jacobs para la ejecución de Magic Mike XXL (2015), y esta reside en una mirada propia, independiente y distinta por parte de Jacobs, una visión mucho más amable y grácil del cine, lejos de la gélida y calculada forma narrativa a la que nos tiene acostumbrado Soderbergh. Esta frialdad de Soderbergh, un condimento absolutamente intrínseco de su cine, no necesariamente conlleva una connotación negativa, en algunas de sus producciones ese témpano se convierte en el corazón narrativo, por ejemplo en Contagio (2011). Pero en Magic Mike XXL Jacobs rompe el hielo cinematográfico que predica su maestro para construir una película desprejuiciada, lúdica, alejada de cualquier tipo de conflictividad y problemática. El director toma la cámara como un juguete y durante dos horas se dedica al más placentero de los juegos: mirar. El viejo equipo de strippers pierde a una pieza fundamental como Dallas (el gran Matthew McConaughey) y ante la ruptura del dúo de líderes que formaba con Mike (Channing Tatum), el cual fundó una pequeña empresa de decoración hogareña, los participantes residuales del grupo deciden hacer una última presentación en una convención de strippers en Myrtle Beach. Ahí, cuando Mike decide acompañarlos, es donde Jacobs se libera y empieza el juego con una secuencia de baile individual donde Tatum simula todo tipo de penes (una barra de metal contra una amoladora, un taladro contra una mesa, etc.), una verdadera escena de liberación, de decisión y de inicio de aventura. La película tiene una estructura clásica de reagrupación/ viaje/ representación. Magic Mike XXL es una road movie plana, sincera, sin estridencias. Hay una especie de felicidad en adivinar que los personajes no necesitan crecer ni modificarse, solo tienen que entregarse al viaje, un viaje definitivo, de fin de ciclo, pero que no se vive como tal y en el que solo se disfruta el momento. Jacobs amaga con complejizar la narración con la aparición de Zoe (Amber Heard) y una supuesta subtrama amorosa con Tatum. Esto nunca sucede, no se cristaliza. De haberlo hecho el director estaría quebrando la convención narrativa, la lógica interna y la película naufragaría. No pasa porque no es necesario, no se puede derrocar esta pulsión de testosterona y mujeres hermosas gritando todo el tiempo con las dificultades que plantea el amor en el cine. En Kiss Kiss Bang Bang la maravillosa Pauline Kael decía que en el cine la mayoría de las cosas se reducían a dos elementos: tiros y sexo. En Magic Mike XXL no es así, el sexo es el MacGuffin y la película se trata de una sola cosa, de que los muchachos disfruten el viaje.
¡Viven! sin cine. Más allá de las interpretaciones del título de la nota (“vivir sin cine” no sería vivir), éste hace referencia al film ¡Viven!, que en 1993 dirigió Frank Marshall y que vamos a tomar como punto de partida para discutir sobre Los 33, la película coproducida entre Estados Unidos y Chile sobre los treinta y tres mineros chilenos enterrados setenta días en una mina en la ciudad de Copiapó. Dos de las gestas de supervivencia más grandes de las últimas décadas fueron muy cercanas. En 1972 un avión de la Fuerza Aérea uruguaya cayó con un equipo de rugby en la cordillera de Los Andes, justo en el límite entre Chile y Argentina. 16 de ellos regresaron con vida tras soportar 72 días en la montaña. El 5 de agosto de 2010, 33 mineros fueron enterrados a 720 metros de profundidad en la mina San Jose del desierto de Copiapó, y tras setenta días fueron rescatados tras un esfuerzo descomunal de los equipos de rescate. Estas historias suelen tener gran atractivo para el cine. Borges decía que el western había recuperado la épica a través del cine como herramienta, ya que en el siglo XX la literatura era anquilosada. El western como máxima expresión de conquista, así como todos los géneros del cine, aportaron una nueva épica estética, con un lenguaje propio. Y estas historias de supervivencia extrema están pintadas para ser fotografiadas y narradas en pantalla grande. Claro que hay maneras y modos, y en el cine lo único que nos interesa son las formas. Patricia Riggen elige una manera televisiva para narrar Los 33. No construye personajes ni enlaza ideas. Los liderazgos en la resistencia minera, Mario (Antonio Banderas) y Don Lucho (Lou Diamond Phillips), no se construyen mediante ejemplos, no se les da espesor a los personajes más allá de algunas frases que Banderas -una vez más- decide sobreactuar. Riggen descansa en la historia, en lo conocido, en lugar de construir cine. Lejos de Marshall en ¡Viven!, donde Parrado (Ethan Hawke) y Canessa (Josh Hamilton) se iban revelando como líderes con pensamientos opuestos sobre cómo resolver la situación, y llevaban la tensión casi a un duelo personal. Es claro que Frank Marshall entiende el clasicismo (se dio el lujo de incluir humor y aventuras en una película donde hay canibalismo) y que Patricia Riggen nunca pensó en procedimientos clásicos y sí decidió que el espectador conecte la película con su memoria emotiva sobre el hecho y no a través de ingeniar sentido cinematográfico. La subtrama de los familiares luchando por la vida de sus parientes contra la burocracia estatal es débil, sobreexplicada y sonsa. El discurso políticamente correcto de Riggen -en donde en el estado son todos buenos y no hay maldad, solo heroicidad patriótica- te lleva al lugar que te deja cualquier gesta nacionalista: ninguno. Sebastián Piñera (interpretado por Bob Gunton) se recibe de héroe de manera propagandística, sin matices ni ambigüedades. Solo los dueños de la mina, los privados, tienen la culpa de lo sucedido. La película exculpa cualquier tipo de responsabilidad estatal. Los 33 es una película oportunista, televisiva y que no le aporta nada al género. Solo busca hurgar en la memoria y relacionar con la noticia, pero sin lograr valor agregado a la maquinaria cinematográfica.
Seth MacFarlane es un conspicuo practicante del humor televisivo y previsible. La construcción del gag chabacano “de guión”, políticamente incorrecto pero obvio y efímero, puede funcionar en ciertos programas televisivos pero es mucho más compleja su ejecución en el cine, donde la clave de la comedia se encuentra en la construcción del espesor de los personajes, un aceitado funcionamiento del montaje y ante todo y fundamentalmente, la imprevisibilidad del paso de comedia. En Ted (2012) ninguno de estos elementos funcionaba y la puesta en escena era mucho más cercana al Padre de Familia del propio MacFarlane que al clasicismo de Los Muppets, donde los muñecos también viven en el mundo de los humanos pero desde Jim Henson y Frank Oz hasta Nicholas Stoller y Jason Segel comprenden los pasos de la comedia clásica y los ejecutan con precisión de relojería. En Ted 2 (2015) MacFarlane regresa al humor televisivo, aunque esta vez menos acentuado y engorroso. Si bien la película continúa con la puesta de gags cortos y efímeros de su predecesora, esta vez el director pretende incursionar en un juego un poco más atractivo, una especie de buddy movie de perdedores white trash como corazón central de la historia, donde los anquilosados chistes de derrota logran que el espectador pueda construir empatía con los personajes, algo que no sucedía en la película original de la saga. Aquí Ted, lejos de la fama de aquel muñeco que misteriosamente tomó vida, busca la redención luego de que el gobierno pretende declararlo “propiedad” y despojarlo de los derechos civiles que tiene cualquier persona. Esta salida de la comedia pura y los toques de melodrama (divorcios y problemas matrimoniales tanto de Ted como del John de Mark Wahlberg), drama social (discriminación laboral, búsqueda de la identidad) y hasta drama jurídico (más allá del exceso de hacer dos secuencias completas de juicio), liberan a MacFarlane de descansar solo en la comedia descocada de TV y hacen que Ted 2 funcione mucho mejor que Ted y que A Million Ways to Die in the West, su película anterior donde se metía en un género (el western) sin tener ni la más mínima idea de lo que estaba haciendo. La frescura (y las bellas piernas largas) de Amanda Seyfried hacen la película más grácil y le dan un poco de amabilidad a la pareja de perdedores y al pilar central de chabacanería sobre el cual construye MacFarlane. La rubia actriz funciona como una especie de comic relief a la inversa, cuando MacFarlane y Wahlberg se pasan de rosca Seyfried baja a los personajes a lo terrenal y los saca de la comedia limpia para llevarlos al barro del mundo burócrata. De la incorrección política pura y dura en Ted a la redención judicial y burocrática en Ted 2, todo parece marcar un camino para MacFarlane, y no es otro que el camino que sufren los personajes, el del paso del tiempo. Ted 2 marca el fin de la adolescencia tardía para los personajes y quizás como a Ted, le consolida a MacFarlane una identidad como cineasta.
Bellas forever. El regreso de las chicas y el debut de Elizabeth Banks como directora. Puro optimismo en la previa teniendo en cuenta el antecedente de Ritmo Perfecto, esa pequeña gran película, de corte clásico, que pasó desapercibida y fue totalmente subvalorada por aquí. Banks arranca fuerte y pone a Fat Amy (la estridente y genial Rebel Wilson) a cantar una canción de Miley Cyrus, colgada de unas telas en un teatro, junto a las otras Bellas, en una presentación ante el presidente Obama. A Fat Amy se le rompe el pantalón y les muestra sus partes al presidente y a la primera dama. Las Bellas son desacreditadas porque “Fat Amy le mostró la vagina a Obama”. La directora, en su ópera prima, nos marca la cancha y nos indica que no es partidaria de un cine medicado y adocenado. Sin embargo, las distancias entre Más Notas Perfectas y su predecesora son importantes. En la película inicial de la saga la narrativa era clásica: una estudiante nueva (Anna Kendrick) aparecía para modificar las estructuras de un grupo musical a capela de la Universidad de Bardem. En la película los personajes se transformaban, crecían, como en El Club de los Cinco (cita pilar del film); era un coming of age, una película de cambio, de construcción de un nuevo sonido para el grupo, y de representación clásica donde todo se ejecutaba con mucha pericia cinematográfica y conocimiento de los procedimientos del clasicismo. En Más Notas Perfectas, los personajes ya están aplomados, el grupo recorrió todo el camino universitario, siendo tres veces campeón, y el desafío es presentarse en el campeonato mundial de “a capela”, donde deben competir con el campeón de Europa, unos alemanes que ocuparon el lugar de las Bellas en las giras locales ante la exclusión que sufrieron por la Organización A Capela. Si bien la química entre las Bellas aún está intacta, los chistes tienen gracia y Banks no tiene temor en recurrir a burlarse con one liners machistas y misóginos muy precisos, el conflicto que se presenta sobre cómo dar el paso posterior a finalizar la universidad es un poco difuso y débil, y hasta sobreexplicado. La subtrama de Kendrick y el lanzamiento de su carrera como productora es un bálsamo que usa la directora para demoler el submundo de la producción musical con un productor subnormal, casi un dibujo animado que dispara precisos momentos de comedia. La película también juega con el legado de las Bellas, el final de una época para el grupo y el comienzo de otra. Emily es el papel que interpreta la hermosa Hailee Steinfeld, una Bella por derecho adquirido, ya que su madre lo fue y en la representación final aparecen todas juntas, cantando y bailando en el mundial. Las Bellas siguen sonando bien, siguen teniendo gracia, aún incluso cantando las canciones pop más espantosas. Banks logró que la comedia funcione y le dio un futuro a la franquicia. Que las Bellas sigan rockeando.