Afirmar que Criaturas nocturnas es una hermosa historia mal narrada suena menos como un elogio que como un epitafio. Sin embargo, siempre hay una fuerza latente en las promesas no cumplidas, y en ese punto se concentra lo mejor de este primer largometraje de Fritz Bohm. No puede decirse que el director y guionista no haya calibrado la magnitud del relato que se proponía contar. Al contrario, todo indica que era muy consciente de estar elaborando una especie de leyenda contemporánea a la vez inquietante y melancólica. Una mirada hacia el lado salvaje de lo humano. Si bien sería una exhibición de malos modales críticos adelantar siquiera un poco de la trama, pues implicaría atentar contra parte de su misterio, resulta evidente que uno de los problemas de la película es que tiende a ser demasiado elusiva al principio y demasiado explícita al final. A Bohm no le alcanza con su delicada sensibilidad para sostener la belleza y el suspenso que exige su fábula. Las precauciones que tomó para que Criaturas nocturnas no se pareciera a una copia invertida de la saga Crepúsculo, en vez de evitarle la tentación de complacer al público adolescente, lo hizo tropezar con sus propias dudas estilísticas y narrativas. Bohm filma de un modo elegante y eligió muy bien el elenco, sobre todo a la protagonista, Bel Powley, y también a Liv Tyler, que resulta más creíble como una policía con instintos maternales que en cualquiera de sus antiguos roles juveniles de chica sensual. Lamentablemente, la suma de partes buenas no da siempre como resultado una buena película. Hay una falla en el tono, una distensión progresiva por la que el misterio se va degradando en una serie de escenas de acción dramáticamente insulsas, aunque siempre cargadas de cierta poesía visual y simbólica. Por supuesto, no está ni cerca de ser cine de terror. La tensión del principio se disipa bastante pronto y nunca se recupera, porque al director le interesaba otra cosa que no pudo lograr.
Lo único que pretende Mi ex es un espía es divertir y lo logra bajo la condición de que el espectador esté dispuesto a dejar su cerebro en la boletería. No hay una sola sutileza, un solo diálogo que exija la más mínima actividad neuronal. Sin embargo, funciona a base de acción acelerada, enredos previsibles y empatía con las protagonistas. Incluso la película podría venderse como un plan de turismo de aventuras: acompañe a dos chicas simpáticas en sus peligrosas peripecias por Europa. Las chicas son Mila Kunis y Kate McKinnon. Actrices nacidas y criadas para la comedia. Kunis, más contenida, con esa mezcla de torpeza y belleza exótica que es su sello, y McKinnon, más desatada, más burda, como si se sintiese moralmente obligada a ser histriónica. Ellas componen a dos amigas solteras de 30 años que se ven implicadas en un embrollo internacional en el que se enfrentan organizaciones terroristas y servicios secretos de varios países. En realidad, la historia es un especie de coctelera argumental, que sólo sirve para meter adentro, y agitar después, una serie situaciones cómicas en capitales europeas. Pero ni en el rubro de folleto turístico se destaca Mi ex es un espía, porque Viena, Praga, Berlín y París son mostradas a través de sus edificios más emblemáticos, con una falta de ingenio fotográfico casi impúdica. En realidad todo lo que propone esta comedia tiene algo de inimputable. Es perezosa como parodia del género de espionaje y también como exponente cultural del feminismo. Ambas fallas, no obstante, terminan siendo virtudes, si es que puede llamarse así a esta exhibición de lugares comunes en estado de gracia. Un involuntario panfleto de la despreocupación cinematográfica destinado al consumo culpable.
Uno de los dilemas que recorre la historia del cine del terror es el núcleo del argumento de El demonio quiere a tu hijo. ¿Las experiencias que viven los personajes son psicológicos o sobrenaturales? ¿Provienen de alucinaciones o de entidades metafísicas? Hay obras maestras del género que se giran sobre ese eje, desde El bebé de Rosemary hasta Sexto sentido. El primer largometraje de Brandon Christiansen está lejos de esos títulos clásicos, aunque tal vez sea más fiel a la potencia del dilema de lo que fueron Roman Polansky y M. Night Shymalan en sus respectivas ficciones. Y es que, por lo general, los guiones tienden a inclinarse hacia un lado o hacia el otro, con un final que invierte lo que sugirieron a lo largo de toda la narración. Si bien El demonio quiere a tu hijo utiliza la misma fórmula y repite mecanismos ya probados, siempre se mueve por la línea de mayor ambigüedad y prefiere dejar abierto el signo de interrogación antes que cerrarlo con una respuesta concreta. Esa apuesta y un manejo muy eficaz de la cámara son las máximas virtudes de la película. Mary acaba de tener gemelos: uno nació vivo y el otro muerto. La felicidad y el duelo son visibles en el cuarto de los niños, donde todavía está la cunita del difunto. Se supone que tanto la presencia del bebé sobreviviente como el amor de su marido y la buena situación económica que tienen deberían bastar para que ella supere el episodio traumático. Pero a través de una serie de indicios cada vez más inquietantes, se verá que la vulnerabilidad de la protagonista crece y que por momentos ni siquiera ella misma está segura de la verdadera naturaleza de lo que sucede en su casa. La actriz Christie Burke, que encarna a Mary, demuestra una enorme versatilidad para pasar de manifestaciones de ternura maternal a gestos de mujer trastornada. Su cara y su cuerpo son el complemento ideal de la historia bien planteada y bien filmada que propone, sin demasiada estridencia y casi sin golpes bajos, El demonio quiere a tu hijo.
Si alguien podía honrar la tradición gótica norteamericana era un español, y eso es lo que hace Sergio Ramírez, el guionista de El Orfanato, en su primer largometraje como director. Secretos ocultos retoma los tópicos de la mansión solitaria y de las familias trágicas y los convierte en temas de una especie de oda al terror psicológico. Una madre enferma y sus cuatros hijos huyen de un oscuro pasado en Inglaterra y se instalan en la campiña de los Estados Unidos. Pasan un primer verano idílico, pero la madre muere, y los cuatro chicos (tres adolescentes y un niño) deben guardar el secreto de su muerte para que no los separen. Una buena parte de la película es la exposición de la vida de esos niños solitarios, el mundo que crean para sí mismos, aislados del resto de la sociedad, apenas conectados con el pueblo a través del hermano mayor y de una chica de una villa vecina. Esa burbuja espacio temporal siempre está a punto de estallar, amenazada tanto por fuerzas naturales como sobrenaturales. Ambientada en 1969, Secretos ocultos se inscribe en la tradición del terror de calidad que inauguró Psicosis, de Alfred Hitchcock, a principios de esa misma década y que por fortuna ha sido revisitada en varias producciones del género en los últimos tiempos. En ese mundo ficcional, rige un sentido sutil del suspenso, casi relajado, porque antes que centrarse en las acciones, la narración evoluciona a través de los personajes, a los que el director quiere tanto que pareciera tratar de evitarles sufrimientos innecesarios. Sánchez no se obsesiona con generar miedo, menos con asustar, sino que opta por internarse en el misterio y manipular las expectativas del espectador. En determinado momento, incluso, se anima a provocar cierto vértigo mental (no perceptivo) con un montaje paralelo en el que convergen dos secuencias temporales distintas. Los pocos defectos que presenta Secretos ocultos están vinculados con cierta urgencia mecánica de que la historia avance, como si de pronto perdiera la paciencia y diera un salto adelante. Esas disonancias no alteran, sin embargo, lo esencial de esta oda en homenaje al gótico americano, tan oscura, bella y melancólica que casi renuncia a ser una película de terror.
Hotel Transylvania 3 es la nueva película de animación de Genndy Tartakovsky (creador de la saga), protagonizada por personajes clásicos como el Conde Drácula, su hija (más el yerno y el nieto) y sus amigos (Frankenstein + esposa, el hombre Invisible + esposa, la momia + esposa y el hombre gelatina + hijo). Así es como un filme que parece una ingenua historia para niños, se convierte en una fábula conservadora y guardiana del orden heteronormativo y del sentido común. Hotel Transylvania 3 se erige como portavoz de una de las ideas más nocivas que nos han vendido en la historia del amor romántico: hay un solo amor en la vida y se reconoce a primera vista. Al considerar que semejante afirmación es enunciada por el Conde Drácula, hombre que representa los valores monárquicos y conservadores de siglos pasados, se podría pasar por alto la caducidad de la idea. Ahora, cuando el yerno del vampiro, un DJ moderno y relajado, afirma que él era una mitad y que al conocer a su esposa se completaron y “crearon un todo infinito”, algo huele a rancio. En sintonía con lo anterior, aparece el personaje de Erika Van Helsing, bisnieta de la némesis del Conde que busca seguir la tradición familiar de (intentar) asesinar al vampiro. Erika es la capitana del crucero en el que se embarcan los monstruos de la historia: unas vacaciones planeadas por el viejo Van Helsing para terminar con todos ellos. Sin embargo, Drácula (sin conocer estas intenciones) se enamora de ella, lo que abre todo un capítulo de defensa del amor abusivo. Cada vez que ella intenta matarlo él, sumido en algún síntoma del amor, no se entera. Complicadísimas nociones las que defiende esta tercera parte de Hotel Transylvania. Por más énfasis en la importancia de la familia, el Conde solo tiene ojos para su hija y viceversa. Tanto es así que en un momento olvida el nombre de su nieto y el yerno es, para ambos, un adorno más. Celos, amor romántico y conservador y un último mensaje sobre cómo “humanos y monstruos, en definitiva, somos todos lo mismo” son los elementos de esta rancia animación.
La cuarta entrega de la distopía lanzada por James DeMonaco hace cinco años presenta el origen del rito de depuración impuesto por los llamados Padres Fundadores a la sociedad norteamericana: 12 horas nocturnas durante las cuales cualquier persona tiene la libertad de matar sin sufrir las consecuencias legales. En este caso, veremos desarrollarse la primera noche de expiación en carácter de experimento en un territorio acotado: Staten Island, la isla en el sur del Estado de Nueva York. Hay que aclarar que, al igual que la segunda y la tercera de la saga, no se trata de una película de terror en sentido genérico sino de una película de acción con intenciones de crítica política proclamada a los gritos, más para aturdir que para convencer. James DeMonaco sigue siendo el guionista, y su caricaturesco sentido de la lucha de clases, ahora potenciado por las diferencias raciales, llega a un punto de combustión de la mano del director afroamericano Gerard McMurray. Una retorno al blaxplotation (el movimiento de filmes de explotación negra de la década de 1970) con sobredosis de conciencia social. Todo es de manual en 12 horas para sobrevivir: el inicio, desde la presentación de la realidad sociopolítica a través de flashs de noticieros televisivos hasta los diálogos explicativos y grandilocuentes. Pero lo que da más vergüenza ajena es cómo el guion comprime el espectro de emociones y de razones humanas a un esquema binario. La tesis básica consiste en que los negros son los que más sufren las necesidades y, por lo tanto, los más fáciles de manipular por un Estado totalitario. Sin embargo, el mundo que nos muestra se llama Estados Unidos, y la forma en que Estados Unidos se ve a sí mismo es como un órgano en que el cerebro y el corazón están unidos y componen un nudo palpitante. La acción y la reflexión son un continuo en sus relatos épicos; en ellos, ninguna criatura coordina mejor los músculos con la mente que un individuo. Por muy colectiva que sea la tragedia, la solución siempre termina siendo individual. Para esa mentalidad libertaria, la violencia estatal, expuesta en términos paranoicos, sólo puede tener como respuesta la violencia personal. El círculo vicioso de esta ideología es tan obvio como buenas son las películas de acción que produce. 12 horas para sobrevivir: el inicio se inscribe en esa lista. Su falso sentido de comunidad y de rebeldía queda más que compensado por su sentido del entretenimiento sanguinario.
Una película clásica no nace por generación espontánea y menos en esta época en que la demagogia del "me gusta" ha sustituido al despotismo ilustrado de la crítica especializada. No obstante, El legado del diablo parece tener destino de clásico del terror o, al menos, puede aspirar a un lugar de privilegio en el top cinco de los últimos años, junto a Te sigue, La Bruja, Huye o Fragmentado. El primer largometraje de Ari Aster es una obra maestra por donde se la mire: la fotografía, la puesta en escena, el guion y la narración. Empieza siendo el minucioso retrato de un duelo familiar y va ampliándose gradualmente hasta trasformarse en un fresco sobre las intricadas relaciones entre el inconsciente, la realidad, la muerte y lo sobrenatural. En ese sentido, se trata de una ficción tremendamente ambiciosa, incomparable con las compilaciones de sustos que se estrenan casi todas las semanas. El director no pretende provocar miedo sino que el miedo sea una consecuencia lógica del mundo que explora con su cámara. Un mundo entendido como un misterio permanente, en el que es imposible distinguir lo subjetivo de lo objetivo y que, por lo tanto, se define más en términos de complejidad (una trama de sensaciones, creencias, pesadillas, convicciones, sugestiones, etc.) que de distorsión perceptiva. En el centro de la historia están los Graham, una familia en duelo. La mujer que acaba de morir –una anciana con cierta afición por el espiritismo– es la madre de Annie (Toni Colette), una artista que confecciona casas en miniaturas, casada con un terapeuta distante y racional (Gabriel Byrne) y madre dos hijos, Peter, un adolescente más o menos normal, y Charlie, una chica que sufre diversas afecciones y que era muy apegada a su abuela. La gran virtud narrativa de la primera parte de la película es la manera a la vez inquietante y sugestiva en la que muestra el impacto de esa muerte en cada uno de los personajes principales, una remoción de aguas profundas que pronto se verán agitadas por un impacto aún más terrible. A partir de ahí, empiezan a sumarse nuevas magnitudes a la historia, todas manejadas con sutileza y ambigüedad por el director. Las miniaturas de Annie exponen a la perfección las dos dimensiones principales del drama, la íntima y la metafísica, algo que queda marcado desde la primera escena, cuando en un mismo plano secuencia (técnicamente falso, pero cinematográficamente verdadero) se pasa de una réplica de la habitación de Peter a la habitación misma. Esa capacidad para volver fluidos los límites entre lo psíquico, lo social, lo real y lo sobrenatural es la gran contribución de El legado del diablo no sólo al cine sino a nuestra forma de pensar. Se dirá que no toma ninguna posición definitiva, pero lo que hace es anular las posiciones extremas del escepticismo y de la superstición, con el agregado genial de una última escena donde consigue a la vez una distancia crítica respecto del satanismo y una angustiante apertura al misterio de lo visible y lo invisible.
Si algo aprendimos de Wes Anderson es que la maravilla se siente más cómoda y respira mejor en un envase pequeño y simétrico que en cualquier otro escenario posible. Su mundo ideal sería una casa de muñecas o la maqueta de un teatro que se moviera al ritmo de ese arte de la paciencia que es la animación mediante la técnica del stop motion (imágenes fijas sucesivas). Cada más estilizado y cada vez más detallista, el director de El gran Hotel Budapest ha transformado a sus creaciones en uno de los últimos refugios del sueño y la melancolía en el cine del siglo 21. En el caso de Isla de perros, que acaba de estrenarse en la Argentina, habría que inventar una nueva calificación: no apta para sensibilidades mayores de 16 años (y no sólo porque se trata de un largometraje de animación). Hay un público, una comunidad imaginaria, a la que sin dudas se dirige esta película, aunque no es al niño interior que supuestamente todos llevamos dentro, sino al niño anacrónico, al niño desubicado, al niño que nunca fuimos pero que pudimos ser con un poco más de lógica y de tenacidad. El argumento se resume en una línea: las peripecias de un chico que busca a su perro en un isla colmada de basura. El escenario es un Japón futuro y alternativo donde impera un régimen que decidió expulsar a todos los perros del territorio y recluirlos en esa isla debido a una epidemia de gripe que puede afectar a la población. Si bien la intriga política (o la teoría de la conspiración, como la llaman los propios protagonista) ocupa buena parte de la historia, no deja de ser un elemento funcional a la trama, que no tiene peso por sí mismo, aun cuando los gestos y las acciones de dictador remitan a ciertos líderes populistas actuales. Esa distopía fantástica es la excusa perfecta para mostrar un mundo en el que los perros son los protagonistas casi exclusivos y retratarlos con tanta empatía, gracia y ternura que resulta imposible no llegar a la conclusión de que son más dignos que cualquier ser humano de tener un alma. Pero lo más fascinante de la película es la infinita sensibilidad plástica concentrada en cada imagen, verdaderas miniaturas que remiten a viñetas de cómics, a carteles de propagada, a pinturas naifs, a láminas japonesas y a decenas de otras tradiciones visuales de Oriente y Occidente. Todo eso unido por constantes peripecias en las que imperan el sentido del movimiento y los vehículos que lo hacen posible: aviones, funiculares, barcos, trenes (máquinas que pertenecen más al ámbito de las ensoñaciones que al de la mecánica). Las conocidas pasiones y manías del director norteamericano alcanzan aquí un punto de máxima condensación y a la vez se despliegan en un abanico de imágenes inolvidables que hacen de Isla de perros una experiencia única.
Una película de clase B interpretada por actores de clase A. Esa es la fórmula que vuelve tan atractiva a Un lugar en silencio. No es que Hollywood nunca haya ensayado estas combinaciones. Al contrario, las intenta una y otra vez. Si resulta lograda en este caso, es porque se mezclan lo mejor de ambos mundos. Clase B es el argumento apocalíptico, clasificable como horror fantástico: en un futuro cercano, la humanidad es atacada por unos monstruos voraces con unos oídos ultrarrefinados. No pueden ver, ni oler, pero escuchan casi cualquier ruido y devoran a quienes lo producen. Clase A es Emily Blunt, también John Kransinsky –quien aquí cumple las funciones de protagonista y de director– y los dos niños que encarnan a sus hijos: Noah Jupe y Millicent Simmonds. Con ese elenco, la película consigue transmitir todo el espectro de emociones imaginables en un planeta devastado donde un simple sonido puede significar la muerte de la persona que lo emite. Por supuesto, el planteo argumental es fascinante y original. Genera una fuerte restricción narrativa que potencia el drama: los personajes no pueden hablar; se comunican por señas, y aunque los subtítulos en español aclaran lo que no necesita ser aclarado, la cualidad de esa comunicación muda tiene un poder sugestivo enorme. La expresividad de los rostros y de los gestos adquiere un sentido de supervivencia que nunca había sido resaltado hasta ese extremo en un producto comercial. Claro que la ausencia de voces no implica la ausencia de banda sonora, que es manejada con la sutileza suficiente como para que el contraste entre el silencio humano y el subrayado dramático musical no atente contra el sentido del suspenso y del terror. No hace falta decir que ni de lejos se trata de un homenaje al cine mudo. Krasinsky no es un cineasta intelectual que juega con los géneros, es un narrador clásico, que cree en lo que está contando y se lo hace creer a quienes se los cuenta. Si hay nostalgia es por el sentido humano del cine de bajo presupuesto de fines de la década de 1970 y principios de 1980 (el de John Carpenter, sobre todo) pero con los efectos especiales infinitamente mejorados. Esa potencia humana, sostenida por los actores, se complementa con el modo gradual en que el director va exponiendo la dimensión de la tragedia que vive la familia, en un exquisito paralelo visual con la forma progresiva en que va revelando a las criaturas ciegas y voraces. En ese punto, puede decirse que se trata de un trabajo virtuoso, porque Krasinsky resuelve en sus propios términos el dilema de cuánto hay que mostrar y cuánto hay que ocultar en una película de terror. Bajo la premisa clásica de que el miedo no es susto sino verdadera empatía, ofrece lo que tal vez sea la mejor película de género del año.
La tormenta perfecta Winston Churchill tal vez sea el máximo prócer del siglo 20 para Occidente. El hombre que en la Segunda Guerra Mundial soportó sobre sus hombros el peso de enfrentarse a la mayor potencia bélica del mundo en ese momento: el ejército del Tercer Reich. Lo curioso es que en términos fisonómicos o anatómicos, el famoso primer ministro británico parece salido de las páginas de Los papeles póstumos del club de Pickwick, esa voluminosa primera novela de Charles Dickens en la que un grupo de personajes también voluminosos van y vienen tratando de hacer buenas obras. Tanto las características físicas como la forma de hablar de Churchill han sido un desafío para los actores. En estos últimos años, fue encarnado por grandes intérpretes: Brian Cox, Brendan Gleeson, Michael Gambon, John Lithgow, entre otros. Pero a poco que uno se ponga a comparar esas actuaciones, verá que el mismo personaje, tan cargado de matices, tan profundo y tan superficial al mismo tiempo, le soluciona buena parte del trabajo al actor. Sólo basta ver una foto histórica de Churchill para sentir una simpatía inmediata por eso señor corpulento, con bastón, galera y cara de bulldog. Joe Wright es un cineasta demasiado ambicioso como para conformarse con registrar una interpretación, por más que esta sea casi una reencarnación, como es el caso de la que ofrece Gary Oldman, un actor obsesivo hasta en los parpadeos, que restituye la dicción, los tics y los cambios de ánimo repentinos del primer ministro. Y esa ambición del director, por suerte, no es sólo visual, no es sólo manierista y afectada, sino dramática. Si bien Wright se permite algunos movimientos de cámara que delatan su vanidad de virtuoso, de una u otra manera estos siempre están subordinados a la tremenda suma de conflictos que convergen en la figura de Churchill. Hay que recordar que este llega a primer ministro tras la renuncia de Neville Chamberlain, quien no supo calibrar la amenaza que representaba Hitler. Pero cuando asume, Churchill está lejos de contar con el apoyo de su gabinete y de su partido. Las horas más oscuras reconstruye su primer mes y medio en el cargo, el período en el que Churchill se enfrenta a la vez a sus adversarios políticos y al avance del ejército alemán por las tierras, los mares y los cielos de Europa. ¿Cómo transmitir esa tormenta que se desarrolla en gran medida en el interior del búnker subterráneo donde trabaja el ministro y en su propia mente? En ese punto es donde se destaca el guion de Anthony MacCarten, quien con la simple invención de una mecanógrafa pone dentro de la película no una figura manipuladora de las emociones del espectador sino una representante del individuo común en medio del remolino ciego de la historia. Heroica, por supuesto, y por momentos eufórica, la película sabe distribuir muy bien el peso de las decisiones fundamentales, y todo el tiempo es consciente de que un hombre solo no gana una guerra, aunque ese hombre sea Churchill.