Lo peor que le puede pasar a una película de acción es fallar precisamente en la acción. Wolverine inmortal exhibe ese complejo que de vez en cuando padece el cine de gran escala y que consiste en temer la fórmula de su propio éxito. Sin dudas, el personaje de la maravillosa saga X-Men que más se parece a un superhéroe básico es Wolverine: una poderosa combinación de hombre y lobo que cuenta con el beneficio adicional de ser inmortal. ¿Qué mejor mezcla de instinto e indestructibilidad puede tener a disposición un guionista para tachar el cerebro y concentrarse en los músculos? Sin embargo, parece ser que sin un trauma o un conflicto interior, los superhéroes del siglo 21 no resultan creíbles. ¡Pero si justamente su potencia radica en que sean increíbles! En este caso, Wolverine (que ya es como un seudónimo de Hugh Jackman) sufre una doble crisis. Primero: no puede dormir acosado por sueños en los que se le aparece Jean, la mujer mutante a la que amaba y a la que mató. Segundo: pierde la invulnerabilidad a manos de sus ambiguos enemigos. El efecto narrativo de los dos problemas es letal para la película, porque ambos tienden a interrumpir el flujo de la acción y a transformarla en una mera ilustración de la angustia de Wolwerine, todo esto mal hervido en un romance entre el protagonista y una rica heredera japonesa, que nunca levanta temperatura. Se sabe que el escenario de X-Men es el planeta, de modo que no sorprende que la acción transcurra en Japón, lo que a la vez habilita para ciertos guiños a la tradición fantástica nipona y también a su historia, como la tragedia de Nagasaki en 1945, que es el punto cronológico donde comienza todo. Por supuesto, aun las películas fallidas suelen contener grandes momentos. En ese rubro debe figurar la pelea en el techo de un tren de alta velocidad, una verdadera contribución a un tipo de escena que prácticamente nació con el cine y que en Wolverine inmortal vive unos minutos sublimes.
Una epopeya de espíritus libres “El llanero solitario” toma al clásico personaje para contar una historia cómica, con escenas de acción, que regresa a los escenarios del western sin solemnidad. Es, también, el retorno de Johnny Depp con otro personaje excéntrico. La verdad es que El llanero solitario no llega precedida de buenas críticas ni de aclamaciones unánimes. Sin embargo, frente a un producto de Gore Verbinsky, director de La llamada, la saga de Piratas del Caribe y Rango lo menos que puede sentirse es curiosidad. Si se tratara de un fracaso, sería un fracaso de 250 millones de dólares. Primera buena noticia: es un película cómica, realmente cómica, no una de acción con momentos graciosos sino una graciosa con momentos de acción. Segunda buena noticia: se toma muy poco en serio la tradición de western y su mitología asociada a la justicia por mano propia y el crecimiento de una nación. Incluso, podría decirse que invierte la leyenda colonialista norteamericana, y no sólo porque pone a un comanche loco como protagonista (quien tuvo la suerte de ver a Johnny Depp en Dead Man, de Jim Jarmusch, verá en Toro a un doble lisérgico de aquel personaje), sino también porque juega a combinar de un modo distinto las fuerzas que conformaron la historia de ese país. Todo empieza en un parque de diversiones en San Francisco, en 1933, no casualmente el año en que apareció por primera vez el Llanero Solitario en un programa radial. En el pabellón de historia de los Estados Unidos, un viejo comanche que parece embalsamado de pronto cobra vida y se pone a hablar con un niño vestido de vaquero que lleva un antifaz en la cara. ¿Qué es ese diálogo? ¿Un sueño? ¿Una fantasía? ¿Una alucinación? Y el relato que le cuenta el indio, ¿es una leyenda? ¿Una invención? ¿Una mezcla de verdades exageradas y mentiras atenuadas? En todo caso, ese salto temporal, en el que se ha querido ver una concesión de Verbinski al divismo de Depp, tiene la forma de un paréntesis en cuyo interior cabe un mundo perdido, cuyo antiguos habitantes (indios, vaqueros, bisontes, etcétera) en la década de 1930 han adquirido la cualidad de fantasma. Menos provocativa pero más humorística que Django, de Quentin Tarantino, El llanero solitario también es una venganza retrospectiva contra crímenes a los que ya no se les puede hacer justicia. Y no deja de ser un guiño del ojo más lúcido de los guionistas que antes de convertirse en el enmascarado, John Reid sea un abogado que prefiere confiar en los Tratados de gobierno, de John Locke, y no en la Biblia. La dupla de Toro y el Llanero carece tal vez de la conexión de otras parejas de ficción diseñadas bajo el modelo del señor y el vasallo (desde el Quijote y Sancho Panza hasta Sherlock Holmes y Watson). La fatalidad que los une tiene mucho de casualidad y por eso se mueven según la mecánica de acción y reacción de la comedia física. Sin dudas, en términos narrativos, El llanero solitario peca de ambiciosa y por momentos parece perder la concentración y dispersarse en los personajes secundarios y en algunas subtramas, pero una y otra vez vuelve a su impulso inicial, que es ser una epopeya de espíritus libres.
La humanidad necesita anticuerpos "La naturaleza es una asesina serial". Esas palabras salen de la boca de un científico que debe hallar un anticuerpo para el virus que está convirtiendo a la humanidad en una multitud de zombis hambrientos y desesperados. Si no es el único, es el mejor parlamento de Guerra Mundial Z y dice todo lo que puede decirse sobre la ideología de la infección que domina esta película, protagonizada y financiada por Brad Pitt. En una época en la que el ambientalismo, la ecología y los dibujos animados parecen haber conjurado definitivamente el sentimiento de pánico y de bruta fatalidad que acompaña a cualquier fenómeno natural, no deja de ser un ejemplo de libertad creativa que alguien se le ocurra asociar una terrible epidemia con una conducta típica de la naturaleza. Se trata de una idea poderosa, porque es la la clave del argumento, y de su núcleo surgirá lo más importante de la acción: el sentido de las peripecias de un hombre que tiene la misma misión que una larga lista de héroes de Hollywood: salvar al mundo. Sin ese concepto inicial, Guerra Mundial Z no sería nada más que una fómula en cuya ecuación ya fueron despejadas todas las incógnitas. Pero antes de que el científico pronuncie esas palabras oraculares, hay un planteo inicial que nos muestra a una familia norteamericana en un día común: padre, madre y tres hijas. Esas primeras escenas esquemáticas van a adquirir significado minutos después cuando todo se altere y la Nueva York que atraviesan en su 4x4 se convierta en un pandemonio de corridas, explosiones y canibalismo. Gerry Lane, el personaje de Brad Pitt, no es un tipo cualquiera, no, es un exintegrante de la ONU, un potencial salvador de la humanidad, y el hecho de que sea al mismo tiempo un papá preocupado por su mujer y sus niñas tendrá consecuencias en las aventuras que va a vivir desde ese momento. Gracias a que los organismos internacionales lo necesitan, le permiten que su familia, más un niño latino –pegado a la historia como una calcomanía a favor de la tolerancia racial–, se queden en el portaaviones del comando que desde el océano Atlántico coordina las acciones para combatir a los zombis. La lógica de la guerra se mete así en el cuerpo de Gerry a través de su punto más sensible: el amor paternal y conyugal. La película dará cuenta de ese sentimiento intercalando en la acción algunas breves escenas en el portaaviones y mediante la comunicación vía celular entre Gerry y su esposa. Respetando hasta la última coma el manual de la narración clásica, Guerra Mundial Z consigue combinar en sus imágenes la magnitud planetaria y multitudinaria de la enfermedad con la presencia de un héroe que, encarnado por Brad Pitt, parece hacer equilibrio entre la santidad y la omnipotencia sin dejar se mostrarse tan humano como puede ser el más lindo de los humanos.
Idilio oscuro No es recomendable ir al cine con prejuicios, pero si en los créditos coinciden un director como Lasse Hallström y un escritor como Nicholas Sparks, lo mejor es preparar el estómago para digerir un suculento melodrama. Por cierto, "melodrama" es una palabra perfecta: música y drama. Aplicada en términos irónicos significa que la banda sonora subraya lo que se debe sentir ante cada situación concreta. Eso ocurre todo el tiempo en Un lugar donde refugiarse. Pero hay una buena noticia: no es lo más grave. Pasan cosas peores. El grado de extorsión emocional al que puede llegar la sociedad Hallström y Sparks supera los niveles admitidos en una telenovela, lo único que se puede alegar a favor de ellos es que lo hacen seriamente, convencidos de que están elaborando un producto de calidad. Quieren ser artísticos, comprometidos, filosóficos y dejar un mensaje trascendente. Lo máximo que consiguen es un aforismo estampado sobre la fotografía de póster de la película. La historia es simple: una joven mujer huye de la ciudad, aparentemente después de cometer un crimen, se sube a un colectivo rumbo al sur de los Estados Unidos, y decide quedarse en un pueblo costero llamado Southport. Allí conoce a un viudo, padre de dos hijos, con quien emprende una nueva vida, aunque el pasado sigue acosándola y tarde o temprano tiene que enfrentarlo definitivamente. La trama, en cambio, es compleja, porque el guión está construido sobre la premisa de esconder información sólo para manipular la expectativa de los espectadores y no porque sea esencial a la narración o la mentalidad de los personajes. Así, la combinación entre idilio y thriller se desequilibra y el tiempo que se le concede a las peripecias del romance, la relación con los hijos del viudo y la feliz integración al pueblo resulte excesivo y cargado de escenas remanidas que ilustran el relato en vez de contarlo.
Sin aliento Hay una buena y una mala noticia para los que quieren saber cómo será el mundo dentro de mil años. La buena: se seguirá leyendo Moby Dick. La mala: ya no se leerá en la Tierra. Esa información básica sobre el futuro fue extraída de la última película del que alguna vez fuera el gran M. Night Shyamalan (Sexto sentido, El protegido) y que desde hace tiempo se ha degradado en una especie de colonizador de géneros populares. En Después de la Tierra, incurre en la ciencia ficción ecológica, y la referencia a la clásica novela de Herman Melville tiene el carácter de un símbolo de los desmanes que el hombre ha cometido en contra de la naturaleza. De hecho, en la película, la humanidad tuvo que mudarse a otro planeta, porque la Tierra se convirtió en un lugar peligroso y condenado a una cuarentena interestelar. El nuevo planeta no es tampoco el mejor de los mundos, ya que los humanos deben estar constantemente preparados para enfrentarse contra unos monstruos que pueden oler el miedo y destruir a quien lo siente. Por eso se trata de un régimen militarizado, donde los jóvenes se entrenan para eliminar el temor y convertirse en comandos. Una primera observación es que Shyamalan no se tomó el trabajo de imaginar cómo sería una sociedad marcial, regida por las estrictas normas de la defensa común, y ni siquiera consultó en un manual de historia cómo era la vida en Esparta, por ejemplo. Así, incurre en el anacronismo de proyectar hacia el futuro los modelos ya recesivos de un padre estricto y una madre comprensiva. El padre, interpretado por Will Smith, es un general héroe de guerra, famoso por haber sido el primero en anular el miedo y convertirse en "fantasma", palabra que designa la capacidad de no ser detectado por los monstruos. El hijo, interpretado por Jaden Smith (hijo real de Will) es un adolescente que quiere ascender al grado de comandante y no lo logra precisamente porque no puede dominar sus emociones. Hay tensión entre ellos, compuesta de proporciones iguales de afecto y distancia, pero lo que importa para la historia se resume en que, por intercesión de la madre, el general decide llevar al hijo en una misión. En medio del viaje, la nave espacial falla y cae ya se pueden imaginar dónde. Sólo sobreviven ellos dos, aunque el padre queda lisiado y es el hijo quien deberá enfrentarse al planeta abandonado. A partir de ese instante, la aventura del chico se parece mucho a superar los sucesivos niveles de un videojuego y los sueños y recuerdos que interrumpen esa linealidad, antes que enriquecer la historia, la entorpecen con explicaciones mal copiadas de un apunte de introducción a la psicología. Y si bien, en términos de acción, la misma inercia de que sucedan cosas todo el tiempo mantiene la expectativa, los rubros de efectos especiales –sobre todo el diseño digital de los animales salvajes (que parecen inspirados en El Rey León)– resultan decepcionantes y terminan de quitarle el poco aliento con el que Después de la Tierra respiraba desde el principio.
Cortada por otra motosierra Las primeras imágenes de la nueva versión de Masacre de Texas son las más impactantes. Aparecen junto con los títulos y replican escenas de la película original de 1974 (estrenada en la Argentina con el título El loco de la motosierra y que hoy puede verse gratis en YouTube). La fotografía de esas escenas reproduce el color saturado de las producciones de bajo presupuesto de la década de 1970 y sugiere que la puesta al día del director John Lussenhop será un tributo al espíritu de aquella obra de Tobe Hopper pionera en el género. Si bien la tonalidad solar permanece unos minutos después de los créditos, el único homenaje visible consiste en llamar Hopper al personaje del primer policía que llega a la casa de la familia caníbal. El resto estará dominada por la estética actual del cine de horror, en la que el cálculo efectista se impone a cualquier aventura narrativa y visual. Masacre de Texas es estrictamente una secuela: empieza en el punto exacto donde terminaba la historia original. El problema es que enseguida se desvía en la dirección menos recomendable. Si El loco de la motosierra se demoraba unos intensos 40 minutos antes de empezar la danza macabra de degollados y descuartizados, ahora ese tiempo se reduce al mínimo, porque el solitario policía no consigue detener la jauría humana que se desata contra los familiares y la casa del psicópata Jed Sawyer. En una muestra de generosidad del casting, el gigante retrasado que usa máscaras de piel humana y ataca con la motosierra, aparece rodeado por una parentela que es exterminada a los tiros y quemada junto con la granja en la que viven. En este punto, se introduce un delirio de tragedia griega: una tía de Jed acaba de ser madre y la beba es salvada de la masacre por una pareja que no puede tener hijos. Muchos años después, esa beba, bautizada Heather Miller, se convierte en una joven que ignora su pasado, pero que casualmente trabaja en la carnicería de un supermercado, hace obras de arte con huesitos y luce como un personaje favorecido de Tim Burton. Como la primera masacre transcurría el 18 de agosto de 1973, no hay forma de que Heather tenga sólo unos 25 años. Así que la película se ve obligada a hacer extrañas contorsiones temporales para no delatar su propia infidelidad. La más obvia: no muestra completa la fecha de la lápida de la madre de Heather. Ese anacronismo inconfeso sería un detalle menor, si la lista de inconsistencias y lugares comunes que presenta la nueva Masacre en Texas no se extendiera a lo largo y a lo ancho de la narración en un catálogo de situaciones y resoluciones previsibles. La libertad y la amoralidad que exhibía la producción de Hopper hace 40 años es reemplazada por un erotismo de baja temperatura y por un revanchismo genético comparado con el cual la Ley del Talión parece un tratado de Derecho Romano.
Pasajeras en trance "Spring Breakers", de Harmony Korine, presenta a las que fueron heroínas de Disney en un filme salvaje sobre cuatro estudiantes adolescentes que quieren pasar unas vacaciones de primavera inolvidables. Un documental y un poema al mismo tiempo. Eso es Spring Breakers, una película que no se parece a nada de lo que puede verse hoy en el cine, pero que tiene innumerables conexiones con formatos audiovisuales contemporáneos, desde la cámaras de celular hasta la estética de MTV. Un documental, porque retrata la mentalidad de una generación fascinada por la exposición pública, la vida loca, el dinero y el poder. Un poema, porque todo se muestra como en estado de trance, con una narración hipnótica y sin moraleja. El nombre del director, Harmony Korine, tal vez no diga tanto como los de las protagonistas, Selena Gómez, Vanessa Hudgens, Ashley Benson, estrellas de Los hechiceros de Waverly Place, High School Musical y Lindas mentirosas. Pero es justamente la combinación de ambos mundos –el del exjoven prodigio que dirigió la crudísima Gummo, y el de las reinas de la comedia adolescente– lo que vuelve tan extraño y único el resultado. Ellas tres, más Rachel Korine (esposa del director), son Faith, Candy, Brit y Cotty. Un grupo de amigas estudiantes que cuando llega la semana de vacaciones de primavera quiere hacer lo que muchos estudiantes norteamericanos hacen: descerebrarse en las playas de Florida. Piensan que va a ser un experiencia significativa para ellas y tienen razón, pero no por los motivos que suponían. Pese a que el argumento es lineal, el director descompone el tiempo en microescenas, breves relatos en off en primera persona y avances y retrocesos que no son exactamente flasbacks ni flashforward sino algo rítmico, semejante a la recurrencia de fragmentos sonoros en la música electrónica. Ese procedimiento narrativo, sumado al tratamiento de la imagen bastaría para convertir a Spring Breakers en una película recomendable. Sin embargo, hay mucho más, porque lejos de conformarse con su propio virtuosismo formal, Harmony Korine llega al fondo de esta especie de versión rápida del sueño americano que encarnan sus chicas y lo hace con imágenes bien explícitas. Sin bien las cuatro no se comportan igual (lo que degradaría el guion a un burdo manual de sociología juvenil), sí tienden a moverse juntas y a actuar como un sólo organismo dotado de una borrosa conciencia plural. Por eso, viven los excesos con una mezcla de ingenuo entusiasmo y cinismo amoral que es un ejemplo perfecto de lo flexible y maleable que puede ser lo que llamamos "personalidad". Recién cuando las cosas se ponen más raras y conocen al rapero mafioso Alien (James Franco), sólo una de ellas se resistirá a seguir por esa excitante línea de fuga. Pero las que persisten, las que se dejan seducir por el delincuente, no por eso pierden la condición de buenas chicas que quieren divertirse cueste lo que cueste. Es que el viaje en que las embarcó Harmony Corine no iba al paraíso ni al infierno sino a un limbo pop, donde las armas son instrumentos de placer y siempre suena una canción de Britney Spears.
La novia del diablo Más allá de algunas imágenes y escenas inquietantes, no es mucho lo que tiene para ofrecer El último exorcismo 2 en términos visuales y actorales. Apenas roza el borde inferior del profesionalismo en rubros como fotografía, iluminación e interpretación (sólo se destaca la protagonista, Ashley Bell). Por suerte, una película no se reduce a sus categorías técnicas o estéticas. A veces su interés reside en un componente menos definible, como podría ser en este caso cierto impulso hereje que apunta en dos direcciones a la vez. Por un lado, pone en tensión los conceptos metafísicos de bien y mal. Por otro, perturba algunos automatismos del género de terror. Ashley Bell es Nell, una chica de 17 años que en la primera parte de la saga había sido raptada por una secta satánica y que ahora intenta rehabilitarse en una casa-internado, donde convive con otras chicas de su edad. También trabaja y conoce a un chico del que se enamora. Por supuesto, el pasado (o tal vez algo peor que el pasado) no la deja tranquila, le susurra desde las radios o se le aparece en sueños o le deja extrañas señales en su camino. Pero lo que al principio puede verse como una versión más del remanido conflicto entre la teoría sobrenatural y la psiquiátrica de una posesión se convierte en un drama interno mucho más ambiguo e interesante. Un punto a favor de El último exorcismo 2 es la fijación de lo siniestro en los detalles: una bicicleta tirada con una rueda que sigue girando, por ejemplo, es mucho más sugestiva que medio litro de sangre derramada. A eso hay que sumarle el ingenuo pero efectivo malditismo de manual que le hace mostrar, por ejemplo, un episodio de posesión como si Nell tuviera un orgasmo suspendida en el aire. El humor, en cambio, aparece sólo una vez, en una escena inolvidable que condensa en pocos minutos varios rasgos de las sociedades hipertecnologizadas. En menos de un instante, la comedia se transforma en tragedia y Nell adquiere conciencia de lo que significa el mal como poder. Comparada con la primera parte, contada como un falso documental, esta segunda resulta mucho menos atractiva desde el punto de vista formal e incluso hay varios tramos en los que se vuelve lenta y morosa, como si perdiera el pulso, lo que no impide que en sus buenos momentos, que son varios, vuelva a latir con una vitalidad cada vez más rara en el género.
El hombre que ríe Ironman 3, la nueva entrega del superhéroe del traje de metal, vuelve a mostrar un sentido del humor corrosivo y una actuación estupenda de su protagonista, Robert Downey Jr. Se llama oficialmente el hombre de hierro, pero bien podría llamarse el hombre que ríe, no porque comparta muchos rasgos con el monstruoso personaje de la novela de Victor Hugo, sino porque es el único superhéroe que usa la ironía como una de sus armas más letales. Como bien lo supo Stan Lee (la mente brillante de la factoría Marvel) antes de que lo supiera todo el planeta, Ironman sería sólo una cáscara de hierro si no llevara adentro el cuerpo de Tony Stark, un ingeniero millonario, fanfarrón y egocéntrico, que de vez en cuando se toma la molestia de salvar al mundo, esa fórmula exagerada que emplean los estadounidenses para referirse a su propio país. Pero hay otra evidencia que imponen la tres entregas de la saga y es que Tony Stark tampoco sería nadie en el cine si no lo hubiera encarnado Robert Donwney JR. El actor le ha dado al personaje una nueva dimensión en cada película, y en esta última aparece aun más vulnerable y cómico, porque sufre ataques de pánico a causa del insomnio y porque el nuevo traje que ha diseñando no responde como él quisiera. La novedad es que, esta vez, la ironía no se restringe a Tony Stark, también se expande a la trama misma y la va llenando por dentro con un sutil gas hilarante. En determinado momento, mediante un sorprendente giro del guión -digno de una novela rocambolesca-, la paranoia estadounidense de un ataque terrorista islámico o chino, representada y fomentada por cientos de películas de distintos géneros, es vuelta del revés y exhibida del lado de las costuras. Así se hacen visibles los hilos políticos, ideológicos y mediáticos con que está tejida esa alucinación colectiva. El enemigo real, el verdaderamente peligroso, está en otro lado. Más allá de que se burle del sistema, sin dudas Ironman 3 está a años luz de ser una película de denuncia. Sólo pretende entretener y hacer reír durante los imperceptibles 130 minutos que pasan entre sus primeras y sus últimas escenas. La diferencia con otro productos similares es que prefiere usar fórmulas conocidas para la acción y reservarse la originalidad para el humor. Gracias a esa sabia combinación de componentes, puede permitirse ser más sarcástica que el periodista demócrata Bill Maher (quien no por casualidad aparece fugazmente haciendo un comentario cómico) y más corrosiva que cualquier bienintencionado panfleto documental sobre el imperialismo capitalista. No es necesario decir que aun quitándole esa dimensión irónica, Ironman 3 sigue funcionando correctamente como una película de acción, con las dosis de sentimentalismo, emoción y suspenso apropiadas para calificarla de gran espectáculo para todas las edades.
Agarrá la noche Todo el mensaje de 21, la gran fiesta se reduce a la consigna "sos joven, viví a fondo". Muchos siglos antes, un poeta no menos jovial que los guionistas y directores de esta película había recomendando a la juventud de su época: "carpe diem", lo que significa "agarrá el día", aunque adaptado a las circunstancias podría traducirse por "agarrá la noche". Sin embargo, si bien gran parte de la trama se desarrolla en una sola noche de locos y los guionistas son los mismos de ¿Qué pasó ayer?, sería injusto compararlas, porque hay enormes diferencias conceptuales y formales entre ambas historias. En este caso, todo es mucho más veloz, grosero y lineal. Por eso, la energía que se desprende de los personajes y de sus peripecias tiene una potencia de impacto mayor. Va directo al blanco. Los protagonistas son tres amigos, dotados de rasgos los suficientemente convencionales como para no entorpecer el argumento. Casey (Skylar Astin), un universitario buen mozo, gentil y aplicado; Miller (Miles Teller), un chico de barrio, pícaro, grandote y confianzudo, y Jeff Chang (Justin Chon), un descendiente de japoneses con cara de adolescente que cumple 21 años. El cumpleaños es el motivo de que los tres vuelvan a juntarse. Sólo hay un problema: al día siguiente, Chang debe presentarse temprano junto con su padre para una entrevista de ingreso a Medicina. También Casey es reacio a enfiestarse. Pero Miller convence a los dos y en unos pocos minutos los tres están lanzados en una caravana infernal que incluye bares, discotecas y fiestas universitarias. 21, la gran fiesta transmite esa experiencia nocturna de una manera casi física. Contagia su entusiasmo por vivir al borde de la inconsciencia con una convicción que pocas comedias se permiten sin ponerse a sí mismas la traba de algún contenido moralizante más o menos previsible. En cambio, aquí rige la ética de la amistad y de la embriaguez. Mucha de esa capacidad de contagio viene de la tremenda actuación de Justin Chon que es una especie de Bruce Lee de la comedia, tan expresivo para bailar como para desmayarse. Además, en el personaje hay algo cercano a la pulsión de muerte que vuelve desesperadamente ambigua su comicidad. La irresponsable ligereza con la que se maneja esa oscura posibilidad tal vez sea el punto más fuerte de esta sátira contra la madurez. De todas maneras, no hace falta llegar tan lejos, con lo que ofrece en la superficie –la gracia grosera, el ritmo loco, la simpatía inmediata– alcanza para ejercitar durante más de una hora y media los músculos de la mandíbula.