Terror y lucha de clases Por la fuerza de las circunstancias económicas que vive el mundo desde 2008, parece que el concepto de lucha de clases volvió a filtrarse en los libros de los guionistas norteamericanos. No se supone que provoque una revolución, pero sí alguna buena película, si es que esa película ya no fue hecha en 2005, y se anticipó a su tiempo, tanto que hoy se ha transformado en un emblema de la resistencia radical: V de vendetta. En La noche de la expiación también hay máscaras, aunque estas no representan un ideal de liberación como la careta blanca con bigotito de Guy Fawkes, sino sólo una forma de ocultar la identidad de sus portadores, quienes a la vez encarnan el ideal opuesto de que las cosas sigan como están. Sin embargo, el emisario del mal -esa clase de personajes insuperables de la imaginación anglosajona- actúa a cara descubierta (la de Rhys Wakefield, que parece la del Guasón sin maquillaje). En un futuro cercano, la estabilidad de Estados Unidos depende de un ritual que dura 12 horas, desde las 19 del 21 de marzo hasta las 7 del 22. Durante ese período, vale todo: se puede matar, violar, robar sin recibir ninguna clase de castigo. Unos supuestos "padre fundadores", que son mencionados pero nunca mostrados, han establecido esta especie de catarsis colectiva como una forma de concentrar el horror en un único día. El resultado no pudo ser mejor: sólo hay un uno por ciento de desempleo y todos los índices del país van precedidos de un signo más. Claro que para los habitantes de ese sueño que parece surgido de la mente de Thomas Hobbes (el hombre es un lobo para el hombre) el problema radica en cómo sobrevivir a la noche catártica, y aquí es donde se introduce el tema de la lucha de clases, porque obviamente son los más ricos los que están en condiciones de defenderse y de atacar mejor. En un titánico esfuerzo de reducción de ese conflicto nacional a las dimensiones de una casa, La noche de la expiación muestra cómo una familia que prefiere pasar las 12 horas encerrada antes que salir a jugar con sangre se ve enfrentada a dilemas éticos y decisiones extremas en medio de esa guerra de todos contra todos. Sin dudas se trata de una idea excelente, y si bien enseguida se nota que el único objetivo es convertir en espectáculo la lucha de clases, es decir fetichizarla -algo que no puede objetársele a una ficción-, la cosa funciona bastante bien mientras la violencia se mantiene en un estado de inminencia. Después, cuando la tensión se libera, y empiezan los tiros y la sangre, la película se ciega, y eso significa que uno puede cerrar los ojos porque lo que queda por ver ya fue visto mil veces.
Si fuera necesaria una prueba más de que la ideología no mejora ni empeora una película, Dos armas letales podría servir como ejemplo de que la actual tendencia hollywoodense a ver con peores ojos a los compatriotas que a los extranjeros no afecta lo que verdaderamente importa de una ficción. Claro que ese valor ejemplar está lejos de contarse entre las pretensiones de este producto de rapidísima digestión audiovisual dirigido por el islandes Baltasar Kormákur, por lo que no sería justo computarlo en la columna del debe o del haber. Sí corresponde ingresar en ese libro de contabilidad imaginario lo que sin dudas es un cálculo: la idea de que la combinación adecuada de acción y humor, más dos actores con un currículum que aún no se ha transformado en prontuario (Denzel Washington y Mark Walhberg), pueden garantizar un resultado positivo en términos de entretenimiento puro (esa quimera que ha generado tantos éxitos como fracasos en la industria del espectáculo). Lo cierto es que durante varios tramos de Dos armas letales, la violencia y la gracia se dan la mano y avanzan juntas, tal como la dupla de protagonistas, con el paso firme de las historias bendecidas por el talento, el azar y un guion digno. Pero así como entre Washington y Walhberg falta ese plus de conexión que vuelve memorable a un dúo de actores (desde Jack Lemmon y Walter Matthau hasta Owen Wilson y Vincent Vaughn), también la mezcla de comedia y acción empieza a sufrir convulsiones y se queda sin aire antes del final. Mientras aún respira con ambos pulmones, la película se sostiene en las peripecias de dos agentes encubiertos, a quienes no les queda otra opción más que aliarse para sobrevivir a las poderosos enemigos que los persiguen por un botín millonario: la Policía, la Marina, los narcotraficantes y la CIA. Lejos de esbozar una crítica a lo Steven Soderbergh sobre la trama de intereses de estas organizaciones paraestatales y paramilitares, a Kormákur sólo le interesa la diversión adicional que este tipo de complejidades le aporta a su argumento básico de cómo se hacen amigos dos hombres acorralados. Como nota al pie, es interesante comprobar cómo en un contexto de corrupción absoluta, el valor que se impone es el de la amistad. En ese sentido, Dos armas letales tiene una inesperada filiación con el Martín Fierro.
Invitados a una carnicería honesta No deja de ser saludable que en medio de una avalancha de películas que exploran el lado paranoramal, sobrenatural o satánico del terror, alguien levante la mano para decir que no hay nada más terrorífico que el ser humano. Esta vez le ha tocado a Adam Wingard (director y actor del mejor episodio de la reciente Crónicas del miedo 2) ser el emisario de esa antigua verdad. Ya hay suficientes personas malas en el mundo como para sumarles demonios, espíritus y fantasmas, parece suponer Cacería macabra, y desde la primera escena, antes de los títulos, muestra casi todas las cartas con las que jugará la sangrienta partida del suspenso. Ese acto de honestidad brutal, sólo traicionado en dos o tres situaciones burdas, tendrá sin embargo un precio muy alto en términos de credibilidad y de desarrollo de la trama. Es que en vez de mirar a los ojos la maldad humana y extraer de ella la sustancia más oscura, lo que hace Wingard es enfocarse en el efecto de carnicería de esa maldad, aunque no tanto en la sangre y en las mutilaciones (que las hay, por supuesto) sino especialmente en el enfrentamiento entre víctimas y verdugos. Lo que equivale a reducir el conflicto de ambiciones y celos fraternos más o menos tácito que presenta la historia a una serie de combates cuerpo a cuerpo. No es mucho lo que puede contarse del argumento de Cacería macabra sin revelar su clave. Todo ocurre en una vieja casona en medio del campo, donde una familia millonaria se reúne para celebrar los 35 años de casados de los padres. Los hijos (tres varones y una mujer) traen a sus respectivas parejas, y ya en la primera cena juntos son atacados por un grupo de hombres con máscaras de animales (el máximo símbolo que concibe el director para ilustrar la ferocidad humana: un zorro, un tigre y un carnero). Desde ese momento, todo el suspenso se reduce a saber quién será la próxima víctima, lo que el título original en inglés –You're the next (Sos el siguiente)– expresa con la contundencia de un eslogan letal. Pero salvo una o dos escenas, ninguna de las formas de matar resulta demasiado ingeniosa como así tampoco las formas de defenderse, porque en otro acto de honestidad suicida Wingard prefiere mostrar a los asesinos como seres bastantes estúpidos, lo que tal vez sea cierto en la realidad, pero en una ficción siempre es decepcionante.
La hora de los héroes El probado talento de Roland Emmerich (El día de la independencia, El día después de mañana, 2012) para imaginar catástrofes de gran escala vuelve a manifestarse en toda su dimensión en El ataque. Esta vez no se trata de una invasión extraterrestre, ni de una glaciación, ni de una inundación planetaria, sino de un ataque a la Casa Blanca, la residencia del presidente de los Estados Unidos. Pero el principio es el mismo: cuando las cosas van realmente mal, suena la hora de los héroes. Emmerich sabe hacer muy bien lo que quiere hacer. Lo que podría objetársele, siguiendo con el juego de palabras, es si lo que quiere hacer está bien. La exaltación del heroismo en la figura del presidente del país más poderoso del mundo resulta difícil de tolerar, incluso como ficción absoluta, cuando el mandatario real sobre el que se basa ese personaje está a punto de dar la orden de invadir Siria. No deja de ser por lo menos paradójico, para no decir cínico, que se le atribuya a ese presidente ficticio interpretado por Jamie Foxx la voluntad de retirar todos los ejércitos estadounidenses de Medio Oriente. Por fortuna ideológica y narrativa, en la era de Barack Obama Hollywood ha abandonado parcialmente la paranoia del ataque exterior árabe, sostenido sobre el modelo del atentado contra las Torres Gemelas, y prefiere abonar otra paranoia: la conspiración interna. La industria del armamento y los nacionalistas blancos son los enemigos tradicionales en este caso, siempre aliados con algún ruso cruel y ambicioso, como si en esa figura anacrónica del mal se concentrara la nostalgia por aquellas guerras justas contra el fantasma del comunismo. Pero por más invasiva que sea la actualidad política internacional, Emmerich conoce todos los artilugios para mantenerla fuera de la sala. Ofrece un espectáculo total (casi en el sentido de totalitario), no compuesto por un solo plato, sino por un variado menú de situaciones y emociones que van desde la relación de un padre con su hija preadolescente hasta una persecución en los jardines de la Casa Blanca. Y aun cuando inevitablemente el desarrollo de la historia siga siempre la línea de máxima exageración, la habilidad del director para combinar los distintos componentes dramáticos le confieren a El ataque la cualidad de una sinfonía hecha con explosiones y sentimientos básicos. Curiosamente, ni el versátil Jamie Foxx ni el unidimensional Channing Tatum convencen en sus roles protágonicos, pero esa falla de casting –no tan grave en una película de acción– es compensada por las buenas actuaciones de Maggie Gyllenhaal, Joey King y James Woods y Richard Jenkins, quienes le imponen una dimensión humana a esta versión espectacular del apocalipsis de la democracia norteamericana propuesta por Emmerich.
Mirar es morir “Crónicas del miedo 2” es un conjunto de historias dirigidas por realizadores que logran resultados desparejos. Un hombre y una mujer llegan a una casa y descubren una serie de videos: cada uno es un episodio. No hace falta un sentido de lo simbólico muy desarrollado para detectar en las películas de terror basadas en supuestos videos encontrados la invención de un nuevo pecado o de un nuevo tabú relacionado con las cámaras. Así como es un tópico que los niños y los animales perciben presencias sobrenaturales, la tecnología audiovisual tendría una sensibilidad especial para captar lo desconocido. Por supuesto, quien comete el pecado o rompe el tabú, debe atenerse a las consecuencias. Esa superstición fue el eje de Crónicas del miedo 1 y vuelve a serlo en Crónicas del miedo 2. En este caso, una pareja de investigadores inescrupulosos llega a la casa de un estudiante desaparecido y descubre una habitación llena de monitores de TV encendidos, videotapes apilados y una computadora. Se dividen el trabajo: él va a revisar las otras habitaciones y ella empieza a ver los videos. En términos de producción, cada video muestra una episodio dirigido por uno o dos directores diferentes (Simon Barrett, Jason Eisener, Gareth Evans, Gregg Hale, Timo Tjahjanto y Adam Wingard); en términos de ficción, son materiales grabados por dispositivos audivisuales pertenecientes a las propias víctimas, desde un ojo electrónico implantado hasta un teléfono celular. Pese al intento de que la historia-marco, la de la pareja de investigadores, esté mejor integrada a las otras historias que en la primera película y a la voluntad de equilibrar los estilos de todos los directores, hay notables diferencias cualitativas entre los episodios, lo que quizá sea inevitable en una producción colectiva. El primero, el del ojo electrónico –titulado "Ensayo clínico, fase 1"– es el único por el que merece pagarse el precio de la entrada. Los otros tienden a ser irrisorios o previsibles, cuando no involuntariamente cómicos, aunque el tercero –"Las puertas del cielo"–, dirigido por el indonés Timo Tjahjanto tiene el potencial de un largometraje, con algunos momentos alucinantes que muestran la vida de un secta religiosa conducida por un líder mesiánico. Hay allí un sentido más místico y delirante del horror que se malogra hacia el final y se convierte en un chiste patético. Si el mensaje implícito de estas Crónicas del miedo 2 consiste en que mirar es morir, entonces habrá que cerrar los ojos.
Ya son tantos los pecados que el cine ha cometido en nombre de Drácula que uno más resulta indiferente. Esta vez el conde de Transilvania viene de la mano de quien alguna vez mereció el adjetivo "gran" delante de su apellido pero que a esta altura (habría que decir "profundidad") de su carrera simplemente hay que llamar Dario Argento. A quienes el director italiano no les suena deben saber que es un maestro del terror gótico cuyas mejores películas (Rojo oscuro, Suspiria) se caratecterizan por iluminaciones saturadas que infunden tanto en las escenas interiores como exteriores una atmósfera asfixiante y alucinada. Algo de esa atmósfera persiste en este Drácula 3D, aunque en vez de inquietante el efecto de la tercera dimensión es muy parecido al que producen esos libros infantiles satinados de figuras desplegables. Las formas humanas se aplanan y se despegan del fondo y parecen siluetas recortadas antes que personas. El cine clase B de fines de la década de 1950 (Roger Corman y companía) al que podría considerarse que Argento rinde un homenaje tácito queda rebajado a clase Z en una época en que la tecnología de los efectos especiales ha naturalizado imágenes imposibles. Y en este película en particular, de obvio bajo presupuesto, desde el color de la sangre hasta la mecánica de las metamorfosis evocan más una representación escolar o una fiesta de disfraces que un producto destinado a un público masivo. El argumento está más cerca del cuento El huésped de Drácula que de la novela clásica de Bram Stoker, y aunque sobreviven los nombres de los personajes principales (Mina, Lucy, Harker, Van Helsing), no puede decirse que sea una versión fiel. El erotismo anacrónico del director italiano le hace incluir un prólogo en el que desnuda a una chica de volúmenes generosos y la convierte en la previsible víctima del vampiro. Y con ánimo de exhibir más piel ni siquiera se prohíbe mostrar la de su hija, la bellísima Asia Argento.
El evangelio de un mesías tecnológico Ashton Kutcher hace un buen papel como el creador de Apple en “Jobs”. Pero la película es un homenaje fallido a un hombre famoso por haber introducido el concepto de belleza en el mundo de las computadoras. A la biografía cinematográfica de Steve Jobs le faltó trabajo, podría decirse en un fácil juego de palabras bilíngüe. El cadáver del creador del Apple estaba todavía caliente cuando empezó el rodaje y se sabe que Matt Whiteley se puso a escribir el guion no bien se enteró de que Jobs abandonaba la dirección de su empresa para someterse a un tratamiento contra el cáncer del páncreas. No fueron los únicos morbosos en esta especie de proceso de santificación que ha experimentado la figura de Jobs desde su muerte en octubre de 2011. Cualquier personaje influyente e icónico del planeta es susceptible de recibir el mismo tratamiento. Si fueron un gran negocio en vida, ¿por qué no lo serían después de muertos? Lo reprochable es que no hayan aplicado a la película los principios de máxima calidad que Jobs predicaba e imponía a los productos que lanzaba al mercado. En este punto, no es exagerado hablar de una traición estética, un homenaje fallido a un hombre famoso por haber introducido el concepto de belleza en el mundo de las computadoras. Pero antes de presentar la lista de reclamos, hay que señalar el mérito principal: Ashton Kutcher. Más allá de la notable semejanza física con el joven Jobs y de imitar su forma de caminar como un ganso, el actor consigue recrear ese efecto de "campo de distorsión de la realidad" que los amigos y los empleados de Jobs sentían en su presencia y que los hacía rendir al máximo de sus posibilidades. Lamentablemente, la nómina de los problemas es un poco más larga. Por empezar, el recorte arbitrario de segmentos importantísimos de la vida de Jobs: su infancia de niño adoptado, la reconciliación con su hija, su casamiento y la lucha contra su enfermedad. Todo eso se omite o se cuenta de pasada, como si una biografía pudiera permitirse no examinar los puntos neurálgicos de la existencia de su biografiado o como si se tratara de un evangelio contemporáneo que difundiera el mensaje de un mesías tecnológico. En el intento por explicitar la filosofía jobsiana de "pensar diferente", se desaprovecha la oportunidad de usar a la persona que mejor encarnó el drama de las corporaciones actuales para explorar a través de ella el conflicto entre la fase de creatividad y la fase de maximización de beneficios del capitalismo. Jobs fue un nerd carismático y visionario, mucho más cercano a Edison que a Einstein, con el que la película trata de asimilarlo de manera mecánica (mostrando un retrato gigante del físico matemático en la casa de Jobs). No era necesario santificarlo en una ceremonia new age, sólo había que entenderlo.
La peli que es una pésima publicidad para Google Se ha acusado a Aprendices en línea de ser una burda publicidad de Google, pero Google necesita tanta publicidad como el aire. Es la atmósfera misma de Internet. Si un cibernauta no lo utiliza debe declararse digitalmente muerto. En todo caso, el problema no es que sea una publicidad sino que sea una publicidad mala. El principal defecto consiste en que sus productores han tratado de elevar una simple ocurrencia (dos vendedores desempleados que se postulan para trabajar en Google) a la categoría de guion de una película de dos horas. El resultado: un producto que causa más bostezos y lágrimas fáciles que sonrisas. Es una lástima porque podría haber sido la comedia que falta sobre el trabajo en las corporaciones tecnológicas, que hasta ahora parece haber nutrido mejor al género dramático. La ya probada dupla de Vince Vaughn (a cargo del escuálido guion también) y Owen Wilson, que tan bien funcionó en Los rompebodas, aquí no basta para lograr una exitosa transfusión de humor a un cuerpo argumental exangüe. Antes que una comedia, la película de Shaw Levy podría ser definida como un manual de autoyuda ilustrado con algunos ejemplos graciosos. Pero en realidad se trata de un espectral aliento de esperanza, ingenuo y cínico al mismo tiempo, destinado a personas no calificadas e incapaces de poner un pie en un mercado laboral tan difícil como el tecnológico. Eso en el contexto de la crisis económica de los Estados Unidos. El eterno "tú puedes hacerlo" del voluntarismo norteamericano se transforma así en una especie de Dale Carnegie 2.0, barnizado con un poco de ideología del trabajo en equipo, otro poco de multiculturalismo y una pizca de incorrección. Vince Vaughn ya había hecho algo similar en Dodgeball. Un asterisco: es probable que Aprendices en línea tenga una segunda vida en el limbo de los incondicionales de Will Ferrell, sólo porque el actor aparece durante un minuto y medio.
Miedo en estado puro Una vieja casona aislada en medio de un bosque es el espacio ideal del terror gótico norteamericano. Ahí vuelve James Wan, el creador de la saga de El juego del miedo, para reencontrarse con la mejor tradición del género y redimirse de su propio cinismo audiovisual tomándose en serio los fenómenos paranormales, algo que no había logrado en La noche del demonio, pese a que sus intenciones eran similares. Ahora se trata de una vuelta al pasado en todo el sentido de la palabra: la acción transcurre a fines de la década de 1960 y a principios de la de 1970, aunque la reconstrucción histórica no se limita a la ropa, la decoración, los autos y los electrodomésticos, también incluye la fotografía y la iluminación, que remiten a las películas clase B de la época. Sin embargo, antes que rendir homenaje a un cine ya perimido y componer una especie de terror vintange, Wan parece ir un paso más allá de la nostalgia y retroceder en el tiempo con la idea de revitalizar todos los tópicos posibles de las fantasías de la casa embrujada y las posesiones diabólicas. No pretende innovar, sino disponer las piezas existentes de modo tal que generen ese miedo en estado puro cada vez más difícil de conseguir para una producción contemporánea. La historia se basa en las experiencias de una pareja de expertos en fenómenos paranormales muy famosos en los Estados Unidos: Ed y Lorraine Warner, interpretados por Patrick Wilson y Vera Farmiga. Y el caso es el de la familia Perrons, un matrimonio (compuesto por una impresionante Lili Taylor y Ron Livingston) con cinco hijas, quienes se mudan a una casona decimonónica en Rhode Island y empiezan a ser acosados por las almas en pena que habitan el lugar. Tanto la situación como la atmósfera son extremadamente conocidas incluso para aquellos que nunca vieron una película de terror. La proeza de Wan es mantenerse en equilibrio sobre la delgada línea que separa la repitición de la parodia sin caer nunca en ninguno de los dos lados. Y ese finísmo hilo se van tensando minuto a minuto mediante una serie de escenas que no tienen nada de novedosas pero que en sus manos adquieren una perfección formal y emocional admirable. Como en los relatos infantiles, en las historias de miedo tampoco importa lo que se cuenta sino cómo se lo cuenta, y si bien siempre es posible provocar un buen susto con un simple ¡buhh! dicho en el momento apropiado, el espanto resulta más perdurable cuando es producto de una composición fiel no sólo a sus propias premisas sino también al material que trata. Ese material, en El conjuro, son los fenómenos sobrenaturales. Wan demuestra que se debe confiar en el demonio para hacer una buena película de terror.
Jubilados violentos La más difícil de las combinaciones en el cine es la mezcla de comedia y acción. Parece haber algo muscularmente incompatible entre la tensión que implica un tiroteo, una persecución o una pelea y la relajada liberación de una carcajada. Sin embargo, al menos desde la época de Trinity, hay quienes conocen la fórmula para mantener estable ambos componentes. Por ejemplo: Iron Man o El llanero solitario, entre las más recientes. A ellas ahora se suma Red 2. Basada en una historieta de DC Comics, esta nueva entrega de la saga, que se inició con éxito en 2010, propone una nueva aventura desmesurada, en la que están implicados los servicios de inteligencia de Estados Unidos, Rusia, Inglaterra e Irán y una serie de personajes extravagantes, dignos de las viñetas de las que fueron extraidos. Por sus siglas en inglés, Red significa "Retirado Extremadamente Peligroso" y no alude sólo al exagente Frank Moses (interpretado por el ya monumental Bruce Willis), un tipo que se encargaba de los trabajos sucios de la CIA, sino también a su compañero, el paranoico Marvin (John Malkovich, en estado de gracia); a su novia Sarah (Marie Louise Parker, perfecta en cualquier papel) y a la espía inglesa Victoria (una autoparódica Helen Mirren). Si bien se trata de una película de grandes estrellas (a la lista hay que agregar Anthony Hopkins, Catherine Zeta Jones y Brian Cox) y que cada una debe recibir su parte proporcional en el guion, la trama consigue incluirlos a todos sin volverse digresiva ni episódica. Al contrario, hay cierta filosofía de uno para todos y de todos para uno que sin ser tomada muy en serio funciona como la base conceptual del argumento. No puede decirse que sea exactamente una parodia del cine de espionaje, aunque sin duda es una caricatura del submundo de los agentes secretos, tanto de esa especie de edad dorada que fue el período de la Guerra Fría como del presente. Ya con eso sería suficiente, pero hay más. El humor desborda los límites del género y se derrama sobre todas las relaciones que se establecen entre los personajes: la amistad, el amor, los celos, la envidia, la venganza y el odio. Más allá de cierta glorificación exagerada, y por lo tanto irónica, de las armas y las violencia, lo que se exaltaría a través de esa difícil mezcla de comedia y acción es la intensidad de la vida. Algo que por suerte Red 2 demuestra andando o haciendo andar a sus jubilados violentos.