La luz de la voluntad La cultura de los superhéroes inventó su propia fórmula para sobrevivir en la imaginación popular. Nacieron en una época de alto índice de paranoia de los Estados Unidos, durante la Segunda Guerra Mundial y la era atómica, y fueron transformándose a lo largo de las décadas hasta que el desarrollo de los efectos especiales en el cine estuvo en condiciones de hacerles justicia. Linterna Verde es uno de los superhéroes más antiguos y más extraños surgidos de esa industria de la fantasía que fue y sigue siendo el cómic norteamericano. Este año llegó su turno de dar el salto a la pantalla grande. El resultado no es tan grandioso como en los casos de Superman, Batman o Iron Man, en su momento, aunque no deja de ser un producto entretenido, perfectamente orientado al público adolescente. Los linternas verdes son una patrulla de superhéroes encargados de mantener la paz en las galaxias. Fueron creados por un consejo de sabios y el único y esencial requisito para ser uno de ellos es no tener miedo. La película demora un minuto en explicar todo el asunto y enseguida pasa a la acción, a dos escalas: la sideral extraterrestre y la humana terrestre. En las estrellas están muy preocupados porque Parallax, el mayor enemigo del universo, acaba de liberarse y de herir de muerte a Abin Sur?, el Linterna Verde más valiente, que lo había atrapado y sepultado vivo en un planeta perdido. En la Tierra, la historia hace foco en Hal Jordan?, un aviador de prueba, encantador e irresponsable, que por primera vez se enfrenta a sus miedos en un combate aéreo simulado en el que termina destrozando su avión. Los dos mundos se conectan cuando la nave de Abin Sur cae en los Estados Unidos y su anillo debe buscar un hombre que lo reemplace. El elegido, por supuesto, es Hal. La narración obedece las reglas del cómic, lo que deriva en un maniqueísmo extremo, con los bandos del bien y el mal claramente definidos, ahora transpolados en la fuerza positiva verde de la voluntad y la negativa amarilla del miedo. Incluso el personaje más interesante, el científico que estudia el cuerpo extraterrestre de Abin Sur, termina convirtiéndose en un monstruo dominado por Parallax. Los efectos especiales (eficacísimos en 3D) y la simpatía de Ryan Rynolds como Hal Jordan/Linterna Verde hacen que la película no se asfixie en su propia ingenuidad y se mantenga en vuelo hasta el final.
El hermano mayor de ET Un homenaje vivo al mejor cine de acción de las décadas de 1970 y 1980. Eso es Súper 8 . Una película tributo, una celebración de grandes producciones como ET, el extraterrestre ; Regreso al futuro o Encuentros cercanos del tercer tipo. Claro que J.J. Abrams ya tiene su propio currículum de éxitos (nada menos que la serie Lost ) como para someterse a las reglas del respeto reverencial a los grandes maestros. Justamente es la combinación del agudizado instinto del misterio de Abrams con las fórmulas narrativas y visuales de aquellas décadas doradas lo que hace de Súper 8 un animal cinematográfico de especie única. Tiene la forma de una película dentro de una película. Un grupo de chicos está filmando con una cámara súper un cortometraje de zombies. Tienen entre 12 y 13 años y viven en Lillian, un pueblo de Ohio de 12 mil habitantes. Una noche, cuando están filmando una escena en la estación de trenes, ocurre un accidente espantoso e inexplicable: descarrila un tren de carga y sucede algo que sólo registra la cámara. Pese a que no da respiro al espectador, la narración se permite respirar grandes bocanadas de aire puro. Como en toda verdadera aventura, hay tiempo para diversas emociones: humor, amor y dolor. Dentro del esquema básico del conflicto entre los militares que tratan de mantener en secreto la peligrosa carga del tren y los policías del pueblo que quieren proteger a su gente de las consecuencias, se desarrollan varias historias paralelas que terminan tejiéndose en un final apoteósico. Los adolescentes son inolvidable. De ellos, surge la parejita protagónica, cuyos padres están peleados y por eso mismo la atracción entre ellos tiene la fuerza suficiente como para lanzarlos con todo en cada peripecia. Casi resulta palpable la felicidad de Abrams al encarar cada escena. Parece que estuviera contando su propia infancia no como fue sino como le hubiera gusta que fuera: con una chica hermosa, amigos geniales y una gran aventura para compartir con los seres humanos y los extraterrestres, también.
Nada es para siempre, cierto, pero la saga de Harry Potter puede aspirar a esa módica eternidad que ofrece la memoria agradecida de toda una generación. La figura del aprendiz de mago se convirtió en un fenómeno de época que duró 10 años. Como todas las precedentes, la última película es digna de los libros que la inspiraron: un relato visualmente majestuoso y fielmente adaptado, tanto a la imaginación de su creadora, J.K. Rowling, como a la edad de sus espectadores. Las reliquias de la muerte 2 tiene mucha más acción que la primera parte. Desde el principio, los tres amigos, Harry, Hermione y Ron, se ven envueltos en vertiginosas peripecias que derivan en nuevas peripecias. Entre todas, se destaca la escena del dragón blanco, la criatura más creíble de esta fauna fantástica que ha dado el cine hasta el momento. En una secuencia sublime, tras huir por la bóveda del edificio donde estaba cautivo, el dragón, que está herido y famélico, escapa con los tres chicos en un vuelo torpe y desesperado por el cielo de Inglaterra. El combate final entre Voldemort y Potter es inminente y esa inminencia aparece en forma de signos constantes: visiones, temblores, voces espectrales. En ninguna de las películas anteriores el villano interpretado por Ralph Fiennes y su inmensa serpiente aparecen tanto tiempo en pantalla. Su figura repele y fascina. Como el mal que encarna es una fuerza que lo atraviesa, nunca deja de percibirse un núcleo de debilidad en él. Su poder lo condena. La tensión aumenta a cada instante porque las dos líneas que ha trazado el destino están a punto de chocar. Sin embargo, pese al ritmo acelerado y a los pasos de comedia que tratan de descomprimir la tragedia, hay una atmósfera de luto que domina todo. Esa atmósfera se impone aun cuando, tras los combates en la escuela de magia, los cadáveres son mostrados en planos impersonales, como si el director quisiera restarle contenido dramático a la muerte. Pero no importa cuánto se pueda atenuar en términos visuales, la muerte es el tema de Harry Potter y como tal tiene un peso específico constante. No se trata de la muerte entendida como el final de la vida (de hecho en ese universo de magos hay diversas formas de trasmundos con sus correspondientes fantasmas y espectros). Se trata de de la muerte entendida como imposibilidad. La convicción que se desprende de la saga es una confianza en los poderes de la vida, una vida más amplia y más intensa, plagadas lugares, objetos y seres maravillosos, una vida a medio camino entre las pesadillas y los sueños de los que uno no quisiera despertar nunca.
Nada más libre que el amor La mayor virtud de Los agentes del destino consiste en plantear en la pantalla una serie de problemas y dilemas filosóficos que rara vez el cine desarrolla de un modo tan directo. La pregunta clave que se formula es ¿los actos humanos son libres o responden a un plan desconocido? La película protagonizada por Emily Blunt y Matt Damon pone en acción este interrogante en el contexto de una historia de amor. Él interpreta a David Norris, un joven candidato a gobernador del Estado de Nueva York; Ella, a Elise Sellas, una talentosa bailarina inglesa. Se cruzan por azar y los dos sienten en el primer contacto que están hechos el uno para el otro. ¿Pero qué pasa que les cuesta tanto volver a verse después de ese flechazo inicial? Pronto él descubre que hay una fuerza que actúa en contra de su amor y esa fuerza está encarnada en unos personajes ataviados con sombreros, trajes y corbatas, que hacen lo imposible para impedirle que se reencuentre con Elise. Son los agentes del destino. Equivalentes actuales de los dioses olímpicos, se encargan de que se cumplan los planes trazados para cada persona y los planes para ellos no son precisamente que formen una pareja ni que vivan juntos. Si bien los escenarios son estrictamente contemporáneos, todo el asunto remite a la literatura griega antigua o a su variante romana, en las que dioses y humanos se entreveran en múltiples enredos, con consecuencias más o menos letales, la mayoría de las veces para los seres humanos. La gran diferencia es que en Los agentes del destino no hay ninguna necesidad intrínseca más que la ocurrencia del guionista (extraída de un cuento de Philip K Dick ) para contar la historia de ese modo. Lo que no sería un inconveniente si la ocurrencia a la vez no pretendiera ser justificada con discursos grandilocuentes de estos dioses con sombrero, traje y corbata. La ansiedad por encontrar nuevas formas narrativas (o reciclar antiguas formas) es un signo de salud de la industria y si ha funcionado en la televisión también tendría que funcionar en el cine. El problema en este caso es que ni la base sobre la que se sostiene toda la arquitectura argumental (una simple historia de amor) ni las peripecias que deben vivir los personajes acompaña esa ambición de innovar y por momentos sólo se repiten fórmulas gastadas. Además, parece una contradicción defender la libertad contando una historia cuyo final es obvio desde el principio.
Retrato de un hombre de acción ¿Terrorista o revolucionario? ¿Mercenario o idealista? Esas preguntas surgen cada vez que se menciona el nombre de Carlos (nacido Illich Ramírez Sánchez), el famoso guerrillero venezolano, a quien se le atribuyeron decenas de atentados en las décadas de 1970 y 1980. Por fortuna, Carlos, la película de Olivier Assayas producida originalmente como una miniserie televisiva de cinco horas, no trata de despejar las incógnitas. Muestra a un hombre de acción en acción. La única ideología explícita es la que sale de la boca de los personajes. Carlos, interpretado soberbiamente por Edgar Ramírez, también venezolano, es el foco obsesivo de esta biografía no autorizada que se presenta a sí misma como una ficción, aunque esté sostenida por una minuciosa investigación periodística y atravesada por un espíritu documental, manifiesto en las imágenes de noticieros y portadas de diarios que aparecen de forma intermitente durante la narración. La película recorta 20 años de la vida de Carlos, desde su supuesto primer atentado, fallido, contra el dueños de las tiendas Marks & Spencer, en Londres, a fines de 1973, hasta que lo detienen en África los servicios secretos franceses, en 1994. No es fácil renunciar a todo juicio moral, menos cuando se muestra la conducta de un hombre dispuesto a matar por lo que él considera una causa justa, en este caso la liberación palestina. Olivier Assayas lo consigue mediante el recurso de una cámara tremendamente versátil, que se incorpora al relato como una especie de ojo sin conciencia, un órgano de transmisión visual, dispuesto a ver todo en vivo y en directo. Colabora con su propósito casi quirúrgico la frenética actividad de Carlos como terrorista internacional. Son muchos atentados, persecuciones, viajes, entrenamientos, operaciones, reuniones, negociaciones políticas y económicas, los que debe comprimir en el relato. Casi como un principio formal, el cineasta francés evita los puntos muertos, las zonas grises, cualquier variante de inercia cinematográfica o dramática. Incluso para narrar los momentos en que las células terroristas están latentes durante años, a la espera de una próxima misión, elige las pequeñas tormentas cotidianas provocadas por un discusión conyugal, una fiesta pasada de alcohol o un acto sexual. Claro que todo es acompañado por una banda sonora que actúa como un estimulante sensorial (New Order, Wire, entre otros). Se sabe que al verdadero Carlos, encerrado en la cárcel de la Santé, en París, no le gustó ni el guión ni la película, y le escribió una carta al actor compatriota que lo representa diciéndole que no debería haberse vendido a la causa imperialista. Nunca es fácil verse a sí mismo en otro y seguramente él tiene más de una razón concreta para no reconocerse en este retrato. Es cierto, la película no hace nada en favor de él como persona, ni como soldado revolucionario, ni siquiera trata de comprenderlo, sólo le sigue los pasos, y al seguirlo reconstruye ficticiamente el mundo que hizo posible que un hombre como Carlos fuera real.
Historia mutante A veces el cine puede ser un niño que juega con el tiempo. La quinta entrega de la saga X-Men vuelve atrás para empezar por el principio y consigue lo que no había conseguido la precedente, X-Men, los orígenes: Wolverine: trastornar la historia y contarla de nuevo en sus propios términos. X-Men, primera generación se enfoca en el origen de la rivalidad entre Charles Xavier, el futuro Profesor X, y Erik Lehnsherr, el futuro Magneto. Todo arranca en Europa a comienzos de la década de 1940: Erik es un niño judío internado en un campo de concentración junto con sus padres. Cuando lo separan de su madre, descubre que tiene poderes paranormales que se activan con la ira. En cambio, Xavier vive en un palacio de la campiña inglesa, es consciente de sus facultades sobrenaturales, y comparte la infancia con una niña de color azul. Esa diferencia guiará sus energías en distintas direcciones una vez que crezcan y el contexto deje de ser la Segunda Guerra Mundial y se convierta en la Guerra Fría. Erik es impulsado por el deseo de venganza. Quiere matar al hombre que lo educó en la maldad: Sebastian Shaw (otro villano perfecto marca Kevin Bacon). Xavier se dedica a estudiar genética en Oxford y a seducir chicas con sus conocimientos sobre la importancia de las mutaciones en la evolución de la especie humana. La coincidencia de sus destinos con el episodio histórico más importante de la década de 1960 forjará entre ellos una alianza ambigua que los hará trabajar juntos para formar un equipo especial (los futuros X-Men) cuya misión es evitar que estalle la guerra atómica entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Detrás del conflicto entre ambas potencias se proyecta la sombra de Shaw, el villano nazi, que pretende imponer el imperio de los mutantes sobre la Tierra. X-Men, primera generación tiene múltiples focos de interés. Los nuevos personajes con alteraciones genéticas son fascinantes, como Frost, una mujer capaz de leer la mente y convertise en diamante, interpretada por la bella January Jones (Mad Men). También es notable el ritmo de la narración, que combina el delirio cientificista de los comics de Marvel con los escenarios de la era dorada del espionaje al estilo James Bond. Cierto, hay algún error geográfico, como transformar a Villa Gesell en Bariloche, un detalle menor en una película que nos hace creer en mujeres-libélulas o diablos que se mueven a la velocidad de la luz. Pero lo más interesante es la libertad creativa que se toma en relación con la Historia. Si bien no llega tan lejos como Bastardos sin gloria, de Quentin Tarantino, que se imaginaba una muerte alternativa de Hitler, se permite plantear una clave distinta, imaginaria, para descifrar una época que ya pasó, pero no por eso está enterrada o embalsamada. Gracias al cine –que en este caso sí es un niño que juega con el tiempo– todo un mundo vuelve a vivir como un fantasma luminoso y terrible a la vez.
El diablo quiere ser parte de la familia Nadie se ha tomado tan en serio como el cine la evidencia de que hay algo siniestro en los niños. Un plano de los ojos fijos de un nene de seis años puede ser más aterrador que cualquier criatura surgida de la teología, la psicopatología o la genética, nuestras tres grandes proveedoras de monstruos. ¿Por qué? No importa, lo cierto es que las películas de terror saben explotar la ambigüedad infantil en todas sus dimensiones. La noche del demonio es y no es una de esas películas. Lo es en su mejor parte y deja de serlo cuando decide distorsionar la interesante historia que está contando para transformarla en la versión cinematográfica de uno de esos programas sobre fenómenos sobrenaturales que muestran a seudocientíficos cazafantasmas midiendo la energía de una casa embrujada. De todas maneras hasta ese punto crucial, la narración sigue el esquema clásico de insinuar más de lo que muestra. Una familia típica norteamericana, con dos pequeños hijos varones y una beba recién nacida, se muda a una casa grande donde, por supuesto, no faltan los pasillos largos, las puertas que chirrían y los altillos oscuros (por suerte, nos ahorran los sótanos con lavarropas espásticos). En el altillo, el nene mayor (Ty Simpkins) sufre un accidente, se golpea en la cabeza y se raspa la pierna. No parece nada grave, pero a la mañana siguiente, cuando toda la familia está tomando el desayuno, el padre (Patrick Wilson) descubre que el chico no se despierta. Ha caído en un coma profundo del que los médicos no conocen las causas fisiológicas. No tan sutiles indicaciones explican que el letargo del niño se vincula a las extrañas manifestaciones sobrenaturales que se van incrementando escena tras escena. La madre (Rose Byrne), una compositora que permanece en la casa todo el día, es la receptora más sensible a esas amenazas. Antes de desbarrancarse en una ridícula historia de proyecciones astrales y exorcismos tecnológicos, la trama se entretiene un rato con el conflicto matrimonial entre la esposa que quiere huir y el marido que prefiere no enfrentar el problema. Pero de pronto el guión se acuerda de que el protagonista es Patrick Wilson y que hay que justificarle el contrato haciendo que su personaje tome las riendas de la acción. Así es enviado directamente a enfrentarse con una legión de espectros que no parecen extraídos del infierno sino del decorado de un tren fantasma. En ese punto, la película ya ha renunciado a toda elegancia narrativa y sólo avanza a los golpes hasta el final.
Un asesino ejemplar Nunca se sabe si una película de acción mejora o empeora cuando se le añaden condimentos humanos a la salsa elemental de tiros, peleas, persecuciones y explosiones. Lo seguro es que se vuelve más lenta. En este caso, es una lentitud relativa, hecha de aceleraciones y desaceleraciones bruscas, como un auto de carrera manejado por un principiante. Ese es uno de los costos marginales de la pretenciosa profundidad que intenta alcanzar El mecánico. Otro es una falta de sentido del humor inexplicable en un producto encabezado por Jason Statham. El calvo actor inglés vuelve a encarnar a un especialista en el arte de matar, pero esta vez sin la afectada autoparodia que se ha convertido en su sello. Arthur Bishop es un asesino a sueldo al que le dicen “el Mecánico” por la extrema precisión con que elimina a sus víctimas. Tras una magnífica escena inicial en la pileta climatizada de un narcotraficante colombiano, empiezan a sucederse situaciones que desvían la acción hacia zonas de alto riesgo. Algunos ejemplos. Uno: el protagonista piensa en voz alta y sus pensamientos parecen el extracto del manual del asesino perfecto. Dos: en el puerto de Nueva Orleans donde vive alejado del mundanal ruido tiene un amigo negro del que recibe sabios consejos a cambio de una buena botella de whisky. Y tres (el colmo): la distante amabilidad con la que trata a la prostituta que sacia sus instintos de solitario empedernido. La antología de dudoso gusto se completa con un veterano en silla de ruedas que hace de contacto con la organización que le paga los trabajos. El veterano (Donald Sutherland) cumple con una doble obviedad: es una especie de padre para el asesino y se siente decepcionado por su verdadero hijo (Ben Foster). Las cosas terminan de complicarse cuando Arthur recibe la orden de eliminar al viejo. El corazón de la película empieza a latir en el momento en que se hace cargo del hijo de su amigo y lo adopta como aprendiz y socio de sus misiones. El contraste entre un actor de verdad (Foster) y un ex nadador olímpico (Statham) se agrava cuando la historia se reduce a ellos dos. Si bien el director tiene la delicadeza de separarlos en varias escenas, cada vez que se juntan la distancia entre ambos hace que uno se vea como un ser humano y otro como un títere sin emociones, dotado de una inteligencia que sólo figura en el guión y que nunca brilla en sus ojos.
Peligro de buenas intenciones Hay por lo menos tres buenas intenciones que impulsan esta comedia protagonizada por Rachel McAdams, lo que en términos viales implica el empedrado total del camino del infierno. La buena intención es lo que queda de una idea cuando se la reduce a un impulso voluntario. Y la pura voluntad es lo contrario de la gracia. No hay nada menos cómico que la pretención de ser cómico. La primera buena intención de Un despertar glorioso es exaltar la capacidad de trabajo de una mujer. Pese a su inventiva, su obsesión y su energía inagotable, la productora Becky Fuller (McAdams) es despedida de una cadena televisiva de Nueva Jersey. Después de inundar con su currículum y acosar por celular a los ejecutivos de diversos canales, es contratada por un programa matutino en caída libre. La segunda buena intención es exponer en clave caricaturesca el choque cultural entre el periodismo de vieja escuela (centrado en la búsqueda de noticias importantes) y el nuevo periodismo capaz de combinar entretenimiento y contenidos interesantes en un mismo combo. Este choque tiene, además, un componente de conflicto generacional, entre la productora y el viejo periodista (Harrison Ford) que nunca es desarrollado de todo. La tercera buena intención es contar una historia de amor entre dos personas (la protagonista y Patrick Wilson) que se respetan, se comprenden y se apoyan casi desde el primer minuto que se ven. Lo que equivale a sacarse de encima el problema de hacer una comedia romántica. Todas estas buenas intenciones combinadas dan como resultado una comedia energética pero sin humor. Sólo la sostienen la tremenda simpatía de la actriz principal y los pases de magia de Diane Keaton, en el rol de una veterana de vuelta de todo. Una frase que el personaje de Harrison Ford le dice a Becky Fuller resume de manera bastante cáustica la sensación final que deja la película: “Tu energía es repelente”.
La leyenda del camaleón Los perdedores que se transforman en héroes por accidente son los personajes predilectos de los dibujos animados. No hace falta hacer historia: un repaso por los recientes Wall-E, Up, Shrek o Toy Story 3 basta para confirmarlo. El camaleón de Rango se suma a esa larga lista en uno de los primeros lugares. ¿Por qué? Porque es patético, feo, falso, fanfarrón, mentiroso y cobarde. Sin embargo resulta tremendamente seductor y de alguna manera consigue que su destino sea el destino de todos. Gore Verbinsky, director de Piratas del Caribe, parece sentirse comodísimo con los personajes ambiguos. En cierto modo, Rango es una especie de Jack Sparrow del mundo de los lagartos. Tiene una moral por lo menos dudosa. No es que trate de adaptarse a lo que más le conviene para pasarla bien, sino que vive haciendo equilibrio para que sus sueños coincidan con la realidad. Quiere la gloria antes que el poder y en la zigzagueante distinción entre una y otra se mueve toda la verdad de esta historia fascinante. Por accidente el camaleón es expulsado de su plácida vida de mascota y queda perdido en una ruta que atraviesa el desierto de Mojave. Su primer interlocutor es un armadillo medio aplastado por una rueda. En la conversación entre los dos animales se concentra el universo de Rango. El armadillo le habla del espíritu del oeste y de la necesidad de cruzar “del otro lado de la ruta”. Un segundo después, el mismo camaleón se salva de ser aplastado tras una serie de accidentes unidos entre sí por un desopilante efecto dominó vial. Pero la verdadera historia del camaleón ocurre en Dirty Town, un pueblo de alimañas que se está quedado sin agua. De manera fortuita, más por comedido que por valiente, Rango se convierte a la vez en la gran esperanza de todos los habitantes y en la mano derecha del siniestro alcalde. Si bien los rubros técnicos en animación ya no sorprenden a nadie, Rango es toda una excepción, por el nivel de extraña humanidad en el dibujo de cada uno de los animales (tortugas, ratas, serpientes, conejos, etcétera) y por la manera en que la poesía visual, el humor y las citas cinematográficas se integran en una historia que por sí misma se gradúa de leyenda.