Vampiros en problemas conyugales Qué buena comedia sería la saga Crepúsculo si no fuera un melodrama. Todas las escenas rozan el límite de la parodia involuntaria. No se trata de impericia, sino de un riesgo consciente. Se supone que la adolescencia es la edad de las grandes efusiones sentimentales y la exitosa creación de la novelista Stephanie Meyer no hace más que reflejar ese espíritu a través de una lente de aumento. Amanecer, parte 1, la cuarta entrega, realmente tiene la forma de una comedia romántica invertida. Empieza con una boda y termina con un terremoto de conflictos. Los tres actos en los que se divide la historia están perfectamente marcados y sobre sus coordenadas se mueve la tempestuosa relación entre la humana Bella, el vampiro Edward y el lobo Jakob. Tan rudimentario es el esquema que se lo puede resumir en pocas líneas: primero, los preparativos de la boda; segundo, la luna de miel en Brasil; tercero, los problemas de un embarazo no previsto. Pero aunque el planteo resulte esquemático, la mentalidad de los personajes, esa psicología fantástica que se les atribuye, tiene la complejidad suficiente como para franquearse un camino a través de los lugares comunes y las escenas de dudoso gusto. En una breve lista de momentos que uno preferiría no recordar, hay que incluir el sueño prenupcial de Bella (pétalos rojos que caen del cielo), el paseo turístico por Río de Janeiro (donde todas las parejas bailan y se besan espontáneamente en la calle), y la primera noche en la cama matrimonial (para mostrar la fuerza reprimida de Edward no se les ocurre nada más sutil que romper la cama de madera). Parece que hubieran aprovechado las ofertas de un sitio de remate de ideas. Lo valioso de Amanecer es que tiene impulso de sobra para imponerse a su fuerte vocación por las situaciones fallidas. Ese impulso viene de los personajes. Todos cargan con contradicciones a las que tratan pero no consiguen dominar. Es su destino de mutantes forzados a recorrer el espectro que va desde la animalidad a la divinidad lo que mantiene viva la tensión de la historia que protagonizan. El embarazo de Bella vierte un ingrediente más en el cóctel de confusiones hormonales y dilemas existenciales. Aparece el tema del aborto y todas sus complicadas derivaciones. Ya cerca del final, la cosa vuelve a ponerse demasiado explícita, pero a esa altura, la vida, la muerte, el amor, la amistad han logrado que Amanecer adquiera el filoso relieve de un melodrama.
El agente que vino del ridículo Una especie de pacto no firmado se establece cada vez que un capo cómico es la figura exclusiva de una producción cinematográfica. Tiene carta blanca. No importa lo que haga, lo importante es que ocupe la pantalla la mayor cantidad de tiempo posible. La película es una excusa para verlo a él y casi daría lo mismo que no existieran los otros personajes y la historia que los contiene. En el caso del actor inglés Rowan Atkinson, conocido por su personaje Mr. Bean, basta un primer plano de su cara para que se produzca el efecto deseado: esa media sonrisa básica con la que un comediante empieza a ganarse la simpatía incondicional del público. Atkinson es un actor físico, con la más perfecta fisonomía de estúpido que una combinación genética le puede conceder a una persona. Si causa gracia sin mover un músculo, cuando guiña un ojo provoca un terremoto de carcajadas. Es un verdadero artista de la morisqueta. No afectado y genial, como Jim Carrey, por ejemplo, que se deforma a sí mismo para hacer caras diabólicamente cómicas, sino simplemente dotado de un sentido del ridículo natural, casi elegante en su absoluta falta de habilidad. Eso es lo que viene en el envase de Atkinson, ya está ahí antes de que se apaguen las luces de la sala. Pero claro, junto con él, también hay una película y, en este caso, con una fórmula probada: la del agente secreto torpe y despistado, héroe involuntario, siempre a punto de hacer estallar todo a su alrededor. Johnny English es el negativo de James Bond, su gemelo idiota. Y en esta versión 2011 (la anterior data de 2003), ha pasado varios años expulsado de los servicios secretos ingleses tras una tremenda equivocación que implicó la muerte del presidente de Mozambique. Fue mandado a Tibet para reestrenarse. Ya en el convento budista, en las primeras secuencias difundidas en los avances, Atkinson debe afrontar una serie de situaciones inocurrentes, que sin embargo rozan lo sublime sólo porque él las interpreta. El resto del guión de Johnny English recargado no es menos previsible y carente de ingenio, casi a tono con el coeficiente de inteligencia del agente. Hay alguna que otra prueba de fina ironía inglesa, como que el servicio de inteligencia británico sea gerenciado por una multinacional japonesa, pero lo mejor siempre se concentra en las escenas en que Atkinson parece epilépticamente inspirado por los dioses de la risa.
Ensayo general del fin del mundo La posibilidad de que una peste elimine un porcentaje considerable de la humanidad es la idea que desarrolla Contagio , la nueva película de Steven Soderbergh, un director que ya ha demostrado su versatilidad para narrar historias corales en Traffic . Es la vida de varios personajes y varias ciudades la que está implicada en la trama de esta infección viral, una epidemia que también crea una red a medida que se extiende por el mundo en una progresión geométrica letal. Pese al título fríamente clínico, no se trata de una película catástrofe, sino de una especie de ensayo general sobre las conductas humanas frente a un eventual flagelo. A Soderbergh siempre le ha interesado el poder, mejor dicho, las relaciones de poder, que de una manera u otra se establecen en todo tipo de vínculos, sean éstos privados o públicos. Por eso si bien la escala es mundial, con varios puntos rojos en el globo terráqueo (Estados Unidos, Inglaterra, China, Francia), el foco está puesto en microhistorias individuales o familiares. Soderbergh se centra en ese núcleo de alta intensidad donde se funden los grandes acontecimientos con las vidas singulares. En su forma de explorar por dentro las agencias y los laboratorios estatales, los comités de riesgo y las organizaciones internacionales de la salud toca el sistema nervioso de las grandes burocracias y en ese sistema nervioso los hombres y mujeres reales no se comportan como simples autómatas. Desde cierto ángulo, puede decirse que se trata de una mirada paranoica, ya que todo aparece conectado con todo. Pero Soderbergh se libera de esa visión conspirativa atribuyéndosela a un periodista mesiánico (Jude Law). Este presenta a la epidemia como el producto de un complot de la industria farmacéutica, los medios de comunicación ?y el gobierno de los Estados Unidos. En cambio, el director, antes que al modelo paranoico, parece recurrir a la teoría del caos para mostrar cómo personas separadas por la distancia de un hemisferio pueden interrelacionarse sin conocerse entre sí. La compleja historia que tiene entre manos no se escapa nunca del control de Soderbergh, quien puede pasar de una escena introspectiva a una panorámica de los cadáveres en la nieve sin que ese salto resulte vertiginoso o modifique la atmósfera de documental que impregna todo el relato. Lo acompaña un gran elenco, en el que sobresalen Matt Damon, como un hombre que intenta conciliar su destino de padre sobreviviente con la conciencia de que su esposa muerta lo ha engañado, y Kate Winslet, como una médica que padece en carne propia la tragedia que pretende atenuar. También hay personajes y situaciones discutibles, como un primer plano de la cara de un niño muerto (el hijo del personaje de Matt Damon) o la rara simbiosis moral de una funcionaria de salud (Marion Cotillard?) con un pueblo chino. Esos defectos son lógicos en una película tan ambiciosa como es el caso de Contagio y no afectan la verdad del experimento conjetural que plantea en su laboratorio de imágenes.
Nuestro comentario de la película "Actividad paranormal 3". Buena. La tres entregas de Actividad paranormal han sabido mantener un nivel de calidad digno desde el éxito inesperado de la primera, aquella que fingía ser un video casero y que recaudó millones a partir de un costo inicial irrisorio. Con el gráfico ascendente de la cuenta bancaria, llegó la tentación de repetirse. Lógico: si uno tiene la suerte de encontrar una fórmula, es natural que trate de aplicarla hasta sacarle el máximo rédito posible. Sin embargo, hay repeticiones y repeticiones. Dentro del género del terror, la saga de Actividad paranormal es una especie de compensación por el calvario de El juego del miedo , la otra franquicia que marcó la década, mucho más sangrienta, moralista y cruel, aunque también determinada como fantasía popular por la posibilidad tecnológica de que todo sea visto a través del foco de una cámara. Esta última producción nos transporta a una época predigital: el año 1988. Hay cámaras, muchas, sólo que graban en cintas de videotape. Se supone que el demonio no distingue entre el mundo analógico y el digital. El año (omnipresente en el borde inferior derecho de la pantalla) indica que se trata de una precuela. La promesa de la historia es llegar hasta el principio de esa maldición que ha perseguido a las hermanas Katie y Kristie. Ellas dos, junto a su madre, Julie, y al novio de su madre, Dennis, viven en una hermosa casa de clase media. Dennis trabaja como camarógrafo de fiestas de boda y cumpleaños (sí, existía esa profesión en aquella época), y una noche decide filmarse haciendo el amor con Julie en el dormitorio. En medio de una sesión que no tiene nada de erótica, sobreviene lo que parece ser un terremoto. Cuando revisa los tapes, descubre que entre el polvo que cae del techo se vislumbra una rara figura espectral. Desde ese momento, la cámara quedará encendida; Dennis colocará otra en la pieza de las niñas, y una tercera en la planta inferior de la casa, montada sobre un ventilador para que se desplace en un hemiciclo y capte la cocina y la sala de estar. Ese ojo incansable de la cámara tiene por objetivo captar lo invisible. Lo que en primera instancia se cree que es un amigo imaginario de la niña menor se revela como una entidad maléfica. Más allá de que sus manifestaciones sean violentas o sutiles, nunca se le ve la cara y en esa invisibilidad se concentra todo el poder de sugestión de la película. El arte de los directores se reduce a administrar ese misterio en las dosis suficientes como para que no se agote en las primeras escenas. Recién al final llega la revelación del origen del mal, previsible desde el punto de vista narrativo, pero respetuoso del sentido de lo paranormal que esta saga ha demostrado desde su mismo título.
Mercenarios con cargo de conciencia Hay películas que funcionan sólo gracias al actor principal y resulta imposible imaginar a otro en ese rol. Pasó con Sylvester Stallone, en Rambo, con Schwarzenegger, en Terminator, con Bruce Willis, en Duro de matar , y pasa en casi todos los largometrajes que protagoniza Jason Statham. El actor inglés es el duro de la generación 2.0 y tiene la virtud de ocupar la pantalla de un modo absolutamente personal. Asesinos de elite se beneficia con su presencia, aun cuando sea escoltado por Robert De Niro (del que sólo queda su nombre y apellido) y Clive Owen, apto para todo servicio y aquí obligado a mostrar lo que menos tiene: poder de intimidación. Los tres están metidos en una historia compleja, por la red de intereses internacionales involucrados, pero sencilla por sus resoluciones dramáticas y narrativas. Todo se soluciona con tiros, bombas y piñas. La trama es como un laberinto cruzado en línea recta a través de las paredes perforadas. La historia de Asesinos de elite ya fue contada mil veces: un criminal que quiere retirarse pero no lo dejan. En este caso, Statham interpreta a Danny, un mercenario que decide decir adiós a las armas porque le tiembla el pulso a la hora de matar a un niño en un atentado en México y es salvado en medio del tiroteo por su amigo, Hunter (De Niro). Danny se va a vivir a Australia, en medio del campo, donde conoce a una chica de la que se enamora. Pero el pasado regresa, ahora en la forma de un trabajo extorsivo. Un jeque árabe ha secuestrado a su amigo Hunter y el precio de la liberación es que Danny ejecute a tres miembros de una organización secreta británica, SAS. Desde la primera escena, las secuencias de acción sólo dan respiro para subrayar los momentos introspectivos del personaje principal, con imágenes nostálgicas y flashes de recuerdos traumáticos. Es como si el director no terminara de convencerse de que ha quedado claro que el hombre es un asesino con cargo de conciencia. Por suerte, todo se pone nervioso de nuevo no bien aparece el personaje de Owen, el coordinador de la SAS, que se transforma en el rival más peligroso de Danny. Aunque respire hondo, no es la profundidad la mayor virtud de Asesinos de elite , sino las tensiones superficiales de las peleas, las persecuciones y los crímenes, todos ejecutados por hombres que son como juguetes en manos de organizaciones paraoficiales. En la acción es donde el filme expresa mejor la filosofía amoral de todos contra todos y no en las declaraciones impostadas de sus personajes, que defienden valores como la amistad, el amor y los pactos de caballeros.
Viva en la música de los cuerpos Pina Bausch (1940-2009) fue una de las bailarinas y coreógrafas más influyentes de las últimas décadas y Wim Wenders le rinde homenaje en esta película en 3D elegida como representante de Alemania para los próximos Oscar. La elección del 3D es significativa porque en las diferentes escenas coreográficas que se muestran en el largometraje, el director de Paris, Texas y Las alas del deseo intenta reponer una experiencia del espacio que se perdería en el paso de una sala de teatro a una pantalla de cine. Claramente Pina es mucho más un tributo a la figura de la artista que un documental sobre la persona de carne y hueso. Es la belleza y el poder de sugestión de su arte antes que su biografía o las condiciones de trabajo en las que desarrolló su carrera lo que se expone en la película. Si bien Pina Bausch aparece en varios tramos, evocada mediante imágenes de archivos y algunas mínimas declaraciones personales, sintéticas y poéticas, su silueta se va dibujando a través de los testimonios de los bailarines y bailarinas que trabajaron con ella y que la recuerdan como una artista deslumbrante y como una maestra de vida. No hay ninguna referencia demasiado concreta a sus métodos de enseñanza y a su trabajo cotidiano en las salas de ensayos. Lo que construye Wenders es una mitología, desprendida de la historia (casi no hay datos del contexto social ni político), una especie de monumento visual que le debe gran parte de su fuerza de sugestión a las ideas que Pina exponía sobre el escenario a través de los cuerpos de sus bailarines. Lo que sí aparecen son segmentos del espacio geográfico donde Pina Bausch trabajó durante casi toda su vida: la ciudad Wuppertal, de la que se muestra especialmente su máxima atracción turística, el tren colgante. El sentido de la poesía visual de Wenders se potencia en los paisajes urbanos, en particular en los filmados desde el tren, cuando éste avanza en medio de la ciudad suspendido sobre el río. En este registro de intensidades es decisiva la música original de los cuadros coreográficos. Ya desde el principio, con la Consagración de la primavera, de Stravinsky, cambia el pulso del aire y se pone en una frecuencia emocional que ondula por la sala de manera mucho más sutil aún que las imágenes que emergen de la pantalla. Esa música de los cuerpos, esa energía, que Wenders trata de transmitir y restituir en Pina trasciende la mera estilización de la figura de una artista muerta y hace que su muerte sea, precisamente, no una pérdida sino una verdadera transformación.
La revolución empieza en la cama La liberación sexual es una de las materias pendientes de esta especie de rescate emotivo de los ’60 y ’70 que el mundo ha emprendido en los últimos tiempos, forzado por la crisis, y que la Argentina tuvo el dudoso privilegio de anticipar en 2001. El significado del amor trata de poner en la agenda de la actual neosensibilidad revolucionaria el tema del sexo y su poder para transformar a las personas. Dos vidas, dos generaciones, dos historias se cruzan en esta comedia romántica de tono ingenuamente político, que sin embargo resulta atractiva, a fuerza de ingenio narrativo y personajes simpáticos. El título original francés, Le nom des gens (El nombre de las personas) alude a que él posee uno de los nombres más repetidos en francés (Arthur Martin, como las cocinas) y ella un nombre único (Baya Benmahmoud). Arthur es un ecólogo veterinario especialista en detectar señales de epidemias en animales muertos. Maduro y atildado, es hijo único de una familia que oculta que sus abuelos maternos fueron víctimas de los nazis. Baya es una chica alborotada y sexy que cambia de trabajos como de vestidos. Hija de un padre árabe inmigrante y de una madre activista, se autodefine como puta. Se encuentran por azar y ella hace lo primero que hace con todo hombre formal: lo invita a la cama. Pone en práctica la teoría de que el sexo es un arma para convertir a fachos en progresistas. En vez de seguir la línea de menor resistencia que sería presentar los infinitos obstáculos que afronta una pareja de este tipo para consolidar su amor, lo que propone el director Michel Leclerc es mucho más satírico y ambicioso: abre el foco para mostrar cómo la historia de Francia del siglo XX incide en cada uno de los enamorados. Pese a la posición inconmoviblemente optimista y maniquea de fondo, los recursos narrativos logran que la película viva en cada escena con algo más interesante que la política: un buen relato.
Pequeños monstruos Si las películas de terror tuvieran que completar una lista de requisitos, No le temas a la oscuridad no dejaría un casillero sin tachar en la categoría más clásica del género. Hay aquí un escenario inquietante: una casa enorme y antigua en medio de un paisaje solitario, un sótano prohibido y una niña con problemas afectivos. Hay, también, a medida que avanza la narración, todo el set de conocidas calamidades: tormentas, cortes de luz, objetos que se caen solos y puertas que se abren y se cierran. Sin embargo, pese a toda su arquitectura gótica de suspenso, esta producción de Guillermo del Toro, dirigida por Troy Nixey, se interna en la variante fantástica del terror, que tanto le fascina al director y productor mejicano (El laberinto del fauno), de modo que a los ítems antes mencionados se les suma lo principal: unas criaturas pequeñas parecidas a elfos o duendes aunque muchos más crueles. La mansión donde se desarrolla la trama tiene una historia: en el siglo XIX perteneció a un tal Blackwood, un dibujante naturalista cuyo hijito le fue arrebatado por estas criaturas de la oscuridad, que según la leyenda se alimentan de dientes y huesos humanos. Un siglo después, Alex (Guy Pearce) y su novia Kim (Katie Holmes) están restaurando la casa para venderla a algún millonario con inquietudes estéticas. En ese marco de trabajo, llega la hija de ocho años de él, Sally (Bailee Madison), una niña atormentada por la separación de sus padres: seria, solitaria, perturbada y bastante odiosa al principio, que no se lleva nada bien con la novia de su padre. Desde ese momento y de manera intermitente, la película intenta plantear dos posibles lecturas: que los miedos sean proyecciones mentales de la niña o que provengan de una amenaza real. No se sabe si por honestidad narrativa o impericia, este conflicto interior es parcialmente anulado y reemplazado por un conflicto bien exterior: la niña (ya aliada con Kim) contra los monstruos subterráneos. La frontera entre el bien y el mal, que es lo único interesante que pueden plantear los relatos de terror, queda trazada demasiado rápido en No le temas a la oscuridad: de un lado, los humanos y del otro, las criaturas. Es tan nítida la franja que en cierto sentido se transforma en una película de guerra, con dos bandos enemigos y una serie de ataques y contraataques, sin zonas intermedias entre el polo de los buenos y el de los malos. Por más que hablen y traten de hechizar a la niña con sus susurros, las criaturas siempre son mostradas como repulsivas, parecen monos cruzados con insectos. No tienen la oportunidad de fascinarnos ni de justificar su voracidad. Y eso las vuelve menos siniestras, porque no hay nada familiar en ellas. La manera en que se desarrolla la historia también es bastante clásica, con una progresión creciente del ritmo y una cierta gracia inquietante en las escenas en que los pequeños monstruos atacan a los humanos de forma enloquecida y coordinada a la vez. Pero si uno se guía por el nombre del productor y tiene la expectativa de encontrarse con un despliegue visionario de un mundo fantástico y amenazante, deberá esperar a una película en la que Guillermo del Toro también figure en el rubro “director”.
Mandar hasta morir Uno de los inconvenientes de la mentalidad norteamericana para enfocar la crisis económica actual es que suele reducir todas las acciones humanas a términos psicológicos. Son tan individualistas que no entienden que los problemas a veces no son provocados por las personas sino por las condiciones materiales en las que viven. Vuelven una y otra vez a su relato básico: la superación personal. Les cuesta horrores salirse de ese registro incluso en las películas más optimistas como Larry Crowne o pesimistas como Wall Street 2. Lo que sí permanece invariable es la capacidad de contar historias y encajarlas en un molde definido. Quiero matar a mi jefe es una aventura de amigos en problemas. Un tópico en la comedia norteamericana. Nick, Kurt y Dale tienen jefes insoportables. A Nick un gerente perverso le impide ascender en la empresa. Kurt se lleva mal con el hijo del dueño de la química donde trabaja. Y Dale es acosado sexualmente por la odontóloga que lo ha empleado como mecánico dental. La crisis se filtra en la historia como una especie de destino manifiesto. En otro momento de los Estados Unidos los tres personajes hubieran podido abandonar a sus tiranos y conseguir mejores empleos en otras empresas. Hoy es imposible. Eso los obliga a tomar medidas extremas. Vale decir: matar a sus jefes para vivir sin presiones. Claro que es evidente que nunca mataron a una mosca y la única cultura criminal que poseen proviene de la serie televisiva La ley y el orden. De modo que entre la idea y la acción hay un trecho. Así una buena parte de la película se dilata en la confusa planificación de los asesinatos. Como los tres personajes son bastante similares entre sí (e incluso dos de los actores se parecen físicamente, Bateman y Sudeikis), la pesadilla de su torpeza se vuelve un tanto reiterativa, como si los tres chiflados se redujeran a un triple Moe. Lo que mantiene la sonrisa en los labios son los jefes, no tanto por los personajes mismos, absolutamente planos, sino porque siempre hay algo morboso en ver a grandes actores como Kevin Spacey?, Jennifer Aniston y Colin Farrell ridiculizarse a sí mismos. Ellos son los únicos que se faltan el respeto en una película que respeta demasiado los órdenes establecidos y no se atreve a lo que en otras décadas se atrevieron las comedias sociales italianas, inglesas o españolas: reírse con desesperación de las injusticias del mundo.
Cuando las luces se apaguen El fin del mundo fue contado tantas veces que ya estamos dispuestos a aceptarlo. No será sorpresivo, no nos mostrará nada nuevo. El cine ha explorado todas sus variantes. Sin embargo, en La oscuridad se elige tal vez una de las versiones más sutiles y aterradoras del apocalipsis: se apagarán las luces y los cuerpos desaparecerán en la noche. Vale recodar los famosos versos de Los hombres huecos , de Eliot: “Así se acaba el mundo / no con una explosión / sino con un gemido”. La oscuridad empieza en el cine de un shopping y un estudio de TV y termina en una iglesia y en una autopista. Tanto esos escenarios como la oposición luz/oscuridad están cargados de un simbolismo cultural que la película no subraya con trazos gruesos, pero que no dejan de ser significativos y funcionales a la vez. De pronto se produce una apagón eléctrico y la gente es devorada por las sombras: quedan sus ropas y sus zapatos vacíos. Sólo se salvan los que están expuestos a alguna fuente de luz alternativa. En este caso, serán cuatro personajes principales: un proyectorista de cine (John Leguizamo), un presentador de noticias (Hayden Christensen), una fisioterapeuta (Thandie Newton), un niño negro (Jacob Latimore) en un bar, y un quinto personaje, secundario, pero importantísimo para la trama: una nena rubia de unos cinco años (Taylor Groothuis) Todo es austero y de bajo presupuesto en La oscuridad pero a la vez todo es tremendamente cuidado hasta el último detalle. Los efectos especiales se centran en el movimiento de las sombras que a veces adquieren siluetas humanas y otras sólo son una agitación voraz. La fotografía remite a las producciones clase B de la década de 1970, granulosa, con marcados contrastes entre la luz y la tiniebla, lo que da como resultado una imagen espectral de Detroit, la gran ciudad industrial norteamericana donde empezó el apocalipsis económico de los Estados Unidos, cuando las grandes fábricas de autos locales perdieron la competencia contra las japonesas. No en vano la única línea de humor de la película es un elogio a una vieja pick up Chevrolet, que arranca en medio de un cementerio de autos con las baterías agotadas. Pero por suerte La oscuridad no es una metáfora de la crisis financiera de los Estados Unidos sino una mirada inquietante y a la vez reflexiva sobre el fin de los tiempos en un sentido bíblico. Los sobrevivientes se reúnen en el bar donde está el chico porque en el sótano hay un generador. Allí, los personajes adquieren una densidad dramática inusual en una película de terror. La historia se hace metafísica sin perder suspenso ni tensión. Cada uno de los protagonistas tiene sus razones para seguir con vida, aunque ninguno entiende lo que está pasando, y esa incertidumbre se transmite a sus acciones en forma de impulsos y reacciones desesperadas. Actúan de manera egoísta y solidaria alternativamente frente a una oscuridad que los repele y los atrae al mismo tiempo con imágenes oníricas seductoras y voces queridas. Uno puede estar a favor o en contra de las promesas de redención, puede sentirse atraído o repelido por el contenido religioso de este tipo de alternativas en un relato; sin embargo, la belleza visual de la última escena se justifica a sí misma y justifica la historia que la precedió.