¿Te acordás de las comedias románticas? Cuando una película llega antecedida por excelentes críticas como “Licorice Pizza” (se estrenó en Estados Unidos en noviembre pasado), las expectativas crecen, se multiplican con las nominaciones a distintos premios, y uno corre el riego de desilusionarse ante tanta ansiedad inflada de adjetivos. Bueno, afortunadamente no es el caso de la nueva película de Paul Thomas Anderson. El director de “Boogie Nights”, “Magnolia” y la excepcional “Petróleo sangriento” volvió con una comedia romántica (si es que aplica esta definición) a la altura de sus mejores creaciones, y uno sale del cine con una sonrisa de felicidad y contagiado de la vitalidad de los personajes. Anderson escribió el guión sobre sus propios recuerdos (su adolescencia en el valle de San Fernando, en las afueras de Los Angeles) y los de su amigo Gary Goetzman, actual productor y ex actor infantil en la década del 70 (actuó en “Los míos, los tuyos y los nuestros”, la célebre comedia con Lucille Ball y Henry Fonda). Sus criaturas en la ficción son Gary Valentine, un actor infantil que ya tiene 15 años y ve como su carrera se esfuma, mientras trata de descubrir nuevos “emprendimientos” que le permitan ganar plata; y Alana Kane, una veinteañera sin rumbo que proviene de una estricta familia judía. Gary, con su acné y su simpatía a cuestas, y Alana, con su frustración y su cara de pocos amigos, se conocen casualmente en 1973 en una sesión de fotos en una escuela secundaria, y a partir de ahí, muchas vueltas y aventuras por delante, no van a separarse. “Licorice Pizza” cruza los códigos de la comedia romántica y el coming-of-age (la transición hacia la vida adulta) con dos personajes entrañables que se seducen y se rechazan al mismo tiempo. El principal conflicto es la diferencia de edad (él tiene 15, ella 25), pero en los bordes hay puntos de encuentro, porque Gary creció de golpe y aparenta ser mayor, y Alana tiene la inseguridad propia de alguien que no sabe qué hacer de su vida. Así y todo ella lo rechaza, se burla, y él la cela y la persigue en silencio, mientras a veces los celos estallan del lado de ella. Este juego en donde nada se concreta, entre la timidez y el miedo, se da mientras Gary ensaya sus negocios (colchones de agua, un local de flippers) y Alana participa en castings insólitos en busca de una supuesta vocación de actriz. Estos personajes están vivos en la pantalla por la fluidez del guión y sobre todo por la química entre dos actores debutantes. Anderson se jugó por una dupla sin experiencia pero que él conocía de cerca. El protagonista es Cooper Hoffman (hijo del gran Philip Seymour Hoffman, que falleció en 2014) y ella es Alana Haim, integrante de la banda de rock Haim, que comparte con sus hermanas Este y Danielle (quienes participan en la película). Anderson dirigió varios videos de la banda y las chicas también son oriundas del valle de San Fernando. Cuando Hoffman hijo y Alana Haim se miran parece que realmente estuvieran enamorados (o que llevan años actuando en los sets). Hay un link notable entre “Licorice...” y “Había una vez en Hollywood” (2019), la última de Tarantino. Y no es para nada extraño porque Anderson (51 años) y Quentin (58) crecieron en el mismo ambiente cinéfilo de Los Angeles. Acá también hay guiños y anécdotas que mezclan ingredientes reales con ficción. Bradley Cooper tiene una pequeña pero intensa aparición como el odioso productor Jon Peters (ex de Barbra Streisand) y Sean Penn recrea al actor William Holden (flanqueado por Tom Waits) en una de las mejores secuencias de la película. La nostalgia sobrevuela además las dos historias, aunque no hay un intento de idealizar el pasado o glorificar aquel presente juvenil: los protagonistas se mueven en una ciudad donde la contracultura hippie ya estaba muerta, donde existía la sombra de Vietnam y, puntualmente en el 73, donde había escasez de combustible (en todo EEUU) por un embargo lanzado por los países productores de petróleo. Los personajes no se enfrentan a esa realidad, la habitan como pueden, con sus corridas sonrientes, con su huida hacia adelante, mientras suenan canciones de The Doors, Sonny & Cher, Chuck Berry, Paul McCartney & Wings o David Bowie. Desde las escenas amplificadas por la música hasta la fotografía y el diseño de producción, “Licorice Pizza” es una película para disfrutar en la pantalla grande. Está pensada y filmada con ese fin. Es poco probable que esté en cartel más de dos semanas (o tal vez sólo una), entonces el momento para ir a verla es ahora.
Aprendiendo a ser padre Después de dos años de postergaciones debido a la pandemia, finalmente se estrenó en los cines “Hoy se arregla el mundo”, la nueva película de la exitosa dupla que forman el director Ariel Winograd y el guionista Mariano Vera (“Sin hijos”, “Mamá se fue de viaje”). La insistencia de la productora Patagonik para que el filme llega a las salas y no derive en el streaming tiene una explicación muy lógica: a Winograd siempre le va bien en la taquilla (“El robo del siglo”, por ejemplo) y su cine está pensado y producido para ser popular y masivo. “Hoy se arregla el mundo” también está pensada para hacer reír y emocionar, y digamos que lo logra en gran parte de sus 112 minutos. La familia (y sus múltiples acepciones) está otra vez en la mira de Vera y Winograd. El protagonista ahora es David “El Griego” Samarás (Leonardo Sbaraglia), un productor de televisión que ve como su programa estrella, “Hoy se arregla el mundo” (inspirado claramente en “El show del problema”), se viene abajo en el rating y pierde el visto bueno del canal. Egoísta, mujeriego y adicto al trabajo, David es padre de Benito (Benjamín Otero), un niño de 9 años con quien mantiene una relación intermitente y distante. Pero todo cambia súbitamente cuando la madre del chico (Natalia Oreiro) muere en un accidente y poco después El Griego descubre que en realidad él no es el padre biológico de Benito. El director se apoya en el formato de buddy movie (pareja dispareja en un viaje o aventura) para contar la historia del protagonista y Benito emprendiendo la búsqueda del padre biológico del chico, con las únicas pistas que pueden adivinar desde el celular de la madre. Así se encuentran visitando a un profesor de baile, un artista plástico, un gurú espiritual y hasta un payaso muy particular (la secuencia más lograda), todos vistos como posibles padres de la criatura. “Quiero que quede bien claro: el papá no se elige, es el que te toca”, le dice El Griego a Benito, una máxima que será puesta a prueba en el transcurso de la película. La buena química entre Sbaraglia (un actor brillante que ha incursionado poco en la comedia) y el niño Benjamín Otero sostiene el timing de la comedia incluso cuando el guión no alcanza. Sbaraglia maneja los cambios de tono con una precisión envidiable, y el chico expresa más con una simple mirada que cuando le toca repetir las ácidas reflexiones que le impone el libreto. El elenco (que incluye participaciones especiales de Natalia Oreiro, Soledad Silveyra, Martín Piroyansky y Luis Luque, entre otros) también se destaca, y una mención aparte merece la humorista Charo López (en el papel de una coach en educación con reglas poco ortodoxas), que acá debuta en la pantalla grande. Si bien algunas subtramas de la película no suman (la referida al programa de televisión, por ejemplo) y la narración se torna algo rígida, se agradece la apuesta permanente de Winograd a la comedia, un género difícil que, sin embargo, todavía puede funcionar a nivel popular.
Un clásico para recuperar la pasión por el cine Cuando hace un par de años apareció la noticia de que Steven Spielberg iba a filmar una remake de “Amor sin barreras” a todos nos causó cierta sorpresa. En más de cinco décadas de carrera, el director de “Tiburón”, “ET” y “Rescatando al soldado Ryan” se había paseado con éxito por casi todos los géneros, pero nunca había filmado un musical. Entonces , ¿por qué ahora? ¿Por qué encarar semejante desafío a los 74 años y encima con este clásico? Después de ver la película, que se estrenó en todos los cines de Rosario (sí, hay que verla en el cine), la respuesta sale sola: Porque Spielberg puede, porque tiene el toque del genio y el poder de los grandes, porque hace que lo imposible parezca fácil y fluya. Haciendo base en el musical original de Broadway de 1957, más que en la famosa película de 1961 que ganó diez premios Oscar, Spielberg respeta la historia original y refuerza (sin artificios ni desbordes) su esencia. “Amor sin barreras” es una versión libre de Romeo y Julieta ambientada en la Nueva York de los años 50, en medio de los conflictos raciales entre los latinos (puertorriqueños sobre todo) y los hijos de inmigrantes europeos que se ven a sí mismos como los verdaderos estadounidenses. Esta remake no trae la historia al presente pero sí hace hincapié en estos conflictos que persisten: el racismo, las desigualdades sociales, los que quedan fuera del sistema y la violencia inevitable que esto conlleva. los fundamentalistas del aire acondicionado, en medio de una polemica Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, en medio de una polémica coldplay anuncio que a partir de 2025 dejara de grabar discos de estudio Coldplay anunció que a partir de 2025 dejará de grabar discos de estudio Con esa mirada, Spielberg aborda el musical con el lenguaje del cine clásico, que acá se siente vivo y presente. En un tiempo en donde la industria audiovisual se reconfigura, duda y a veces se tambalea, la película es una declaración de amor sin medias tintas al viejo Hollywood, donde cada pieza y cada mecanismo funciona a la perfección: la precisión del guión de Tony Kushner (“Munich”), la fotografía de Janusz Kaminski (aliado inseparable del director), el ritmo del montaje, los cuadros coreográficos y las canciones de Leonard Bernstein y Stephen Sondheim, que aún mantienen su vigencia y emocionan. El trabajo de casting también es impresionante e incluye varios hallazgos. Spielberg se jugó por un elenco con pocas caras conocidas. Tal vez algunos conozcan al protagonista masculino, Ansel Elgort (“Baby Driver”), o a Corey Stoll (“House Of Cards”), que aquí personifica a un policía. Pero la joven actriz Rachel Zegler (María, la heroína de esta historia) resulta toda una revelación. Y lo mismo pasa con Ariana DeBose (“The Prom”), que brilla en el papel de Anita. Al contrario de Natalie Wood, protagonista de la versión de 1961, Zegler tiene raíces latinas, y eso hace a su María más creíble y cercana. De todas maneras, parte de la leyenda de aquella película de los 60 regresa en esta remake con Rita Moreno (la Anita de la versión original), que a sus 89 años conmueve en un papel (Valentina) escrito especialmente para ella.
¿Te acordás de la época dorada del periodismo? El estreno de “La crónica francesa” venía precedido de una gran expectativa. En primer lugar porque se demoró mucho debido a la pandemia, y en segundo término porque es una película firmada por Wes Anderson, que en los últimos años viene despertando tantos elogios como polémicas. Si algunos cuestionaron al director texano por el recargado regodeo estético de “El gran hotel Budapest”, bueno, sólo esperen a ver “La crónica francesa”. No es que Anderson se haya olvidado de contar historias o de crear personajes inolvidables (en “Moonrise Kingdom”, de 2012, todavía podía hacerlo perfectamente), pero ya es evidente que el realizador de “Los excéntricos Tenembaum” ha preferido encerrarse y cuidar con esmero su casa de muñecas, con sus elaboradísimas puestas en escena y sus guiños cinematográficos. Su nueva película es básicamente eso: una obra que se disfruta al máximo en los detalles, pero que en esencia pierde su centro. La acción transcurre en una ciudad imaginaria de Francia, Ennui-sur-le-Blasé (Tedio sobre el Hastío). Allí se edita The French Dispatch (La crónica francesa), un suplemento especial de un diario ficticio de Kansas que está dirigido por Arthur Howitzer Jr (Bill Murray). Howitzer quiere que el suplemento sea el radar cultural de su época, pero para él lo importante no son los temas sino el talento de los periodistas que escriben las notas. El presente son los años 70, y las historias se cuentan mirando en retrospectiva los 50 y 60, los años más brillantes del French Dispatch. Anderson construye la película en episodios o artículos, los mismos que se publican en su revista imaginaria. El primero (y el mejor) está relatado por una periodista (Tilda Swinton) que cuenta la singular historia de un homicida (Benicio Del Toro) que se convierte en artista en la cárcel. El segundo parodia el Mayo Francés de los 60 con un líder estudiantil (Timothée Chalamet) que se termina involucrando con la escritora que cubre la revuelta (Frances McDormand). Y en el tercero un crítico gastronómico (Jeffrey Wright) cuenta cómo un chef asiático resulta fundamental en la búsqueda del hijo secuestrado de un comisario. Los relatos son muy diferentes entre sí pero los une la mirada en primera persona de los autores de las crónicas, que están muy cerca de los sujetos de sus notas y de los hechos que retratan. El modelo de Anderson es The New Yorker, una de las revistas culturales más veneradas de Estados Unidos. De hecho el personaje de Bill Murray es una referencia directa al legendario Harold Ross, fundador del New Yorker, y su sucesor William Shawn (curiosamente los dos editores que Tom Wolfe destrozó en su famoso artículo “Pequeñas momias”), y los cronistas que aparecen en la película están basados en periodistas que escribieron en esa revista. Con una mirada nostálgica y cargada de información, el director de “Vida acuática” ensaya aquí su homenaje a un periodismo que no existe más, un periodismo que buscaba la visión singular del periodista como autor, que fomentaba la formación cultural y que solía ser una profesión respetada y apasionante. Claro que el director lo hace a su manera, con un despliegue visual y verbal que por momentos resulta apabullante: detalles insólitos en cada una de las historias, notas al pie, cambios del color al blanco y negro, secuencias de animación, voces en off, cameos de estrellas (Edward Norton, Jason Schwartzman, Christoph Waltz, Cécile de France, Willem Dafoe, Saoirse Ronan) y guiños al cine de Lubitsch, de Jacques Tati y de Godard. Hacia el final es posible que el espectador se sienta un tanto agobiado, aunque justo en los últimos minutos Anderson aplica un gran cierre (como el cierre en la edición de una revista): la imagen de una máquina de escribir al lado de un cadáver, entre lo inevitable y la angustia.
La amenaza de los peligros invisibles Entre tantas series efectistas y thrillers artificiales ejecutados a medida de los algoritmos, a veces Netflix estrena algunas películas que no responden a la narrativa y la estética mainstream, y eso es muy bienvenido. En esa rara categoría entra justamente “Distancia de rescate”, la cuarta película de Claudia Llosa que tuvo un estreno muy limitado en cines y que el miércoles 13 llega a la plataforma. La directora peruana, que sorprendió en 2009 con “La teta asustada” (ganadora del Oso de Oro en Berlín y nominada al Oscar), se arriesgó acá a filmar una novela que parecía inadaptable: “Distancia de rescate”, la nouvelle de la argentina Samanta Schweblin que fue un éxito editorial y recibió varios premios. Ya desde las primeras escenas, la película genera una suerte de extrañeza: se escucha la voz en off de una mujer que está agonizando y dialoga con un niño. Alguien (¿el niño?) la arrastra por un bosque de hojas húmedas. La mujer, entonces, empieza a recordar los acontecimientos que vivió en los últimos días. Ahí es cuando se presenta Amanda (la actriz española María Valverde), una de las protagonistas. Amanda llega a un pueblo del interior de la Argentina con su pequeña hija Nina para pasar las vacaciones. Apenas se instalan reciben la visita de Carola (Dolores Fonzi), una vecina gentil y un poco entrometida que también es madre de un chico algo mayor que se llama David. A medida que pasan los días las mujeres se convierten en compinches, pero algo se enturbia cuando Carola le confiesa a Amanda un secreto: su hijo sufrió una severa intoxicación cuando era pequeño, y ella, en la desesperación, recurrió a una curandera que rito mediante le salvó la vida. Sin embargo, a partir de ese momento, David ya no fue el mismo: el chico se volvió hosco, casi intratable, y la relación madre-hijo se arruinó para siempre. A Amanda le cuesta mucho entender esta situación. Ella es todo lo contrario: una madre muy vigilante y protectora. La “distancia de rescate”, explica ella, se refiere justamente a eso: es la distancia que separa a una madre de su hijo cuando este puede encontrarse en peligro, es un hilo invisible que permite reaccionar para evitar un accidente.
Un trabajo menor hecho por un grande Clint Eastwood es una leyenda viva de Hollywood. También es un personaje irreductible, capaz de estar activo y filmando a los 91 años. Todos pensábamos que “La mula” (2018) iba a ser su despedida de la actuación. Pero un año después volvió como director con la notable “Richard Jewell” y ahora está otra vez en pantalla con “Cry Macho”, un viejo proyecto que tiene en vista desde fines de los 80 y recién concretó en 2020, en plena pandemia. Basada en la novela homónima de N. Richard Nash, publicada en 1975, la historia de “Cry Macho” tiene muchos elementos que son propios del cine de Eastwood: la redención, la fortaleza, la violencia, las segundas oportunidades y, por sobre todo, un protagonista solitario, recio y con un pasado triste. Sin embargo, al igual que “La mula”, esta película tiene el sabor agridulce de un trabajo menor hecho por un grande. Aquí Eastwood se pone en la piel de Mike Milo, un cowboy y criador de caballos que alguna vez fue una estrella del rodeo, pero que después de un accidente cayó en desgracia. Milo entra otra vez en acción cuando su ex jefe le pide un favor: que vaya hasta Ciudad de México y traiga de vuelta a Texas a su hijo de 13 años, Rafo, con el objetivo de alejarlo de su madre alcohólica. Como el viejo cowboy se siente en deuda con su otrora patrón (después se verá por qué), se va hasta México y pone manos a la obra. Sin embargo, el adolescente en cuestión es un rebelde con causa, y el regreso a casa va a ser más difícil de lo esperado. “Cry Macho” cruza los códigos de una road movie con el western moderno, y su corazón está justamente en el vínculo que se va tejiendo entre ese anciano curtido y ese joven desconfiado. El talento narrativo del director de “Los imperdonables” no se discute. El problema es que en “Cry macho”, por momentos, se confunde lo simple con lo esquemático y lo emotivo con lo cursi. Los personajes interpretados por los actores latinos, además, se presentan muy estereotipados, y el único personaje que vibra es el de Eastwood. Con una fragilidad física que a veces impacta, Clint Eastwood todavía tiene en pantalla una potencia indomable.
La crisis de la mediana edad, entre copas La última película en ganar el Oscar a mejor filme extranjero nunca llegó _pandemia mediante_ a los cines argentinos. Pero la buena noticia es que ahora un público amplio la puede disfrutar por Netflix. “Otra ronda” lleva la firma de uno de los directores más premiados y también polémicos de las últimas décadas: el danés Thomas Vinterberg, el mismo de “La celebración” (1998) y “La cacería” (2012). Y la historia que cuenta es tan potente como incisiva. Los personajes son cuatro profesores y amigos de un mismo colegio que están básicamente insatisfechos con sus trabajos y su vida familiar. Uno de ellos, Martin (interpretado por el genial Mads Mikkelsen), está tan deprimido que da sus clases con total apatía y tiene una relación muy fría con su mujer y sus hijos. Pero todo cambia cuando uno de los profesores propone un experimento para ayudar a Martin: basándose en la teoría del psiquiatra noruego Finn Skarderud _que reza que los seres humanos tienen menos porcentaje de alcohol en sangre de lo que deberían tener para vivir una vida más plena_ los profesores empiezan a beber progresivamente en mayores cantidades, registrando día por día los resultados del experimento. En principio la prueba funciona: sus vidas laborales y afectivas se activan, tienen nuevas iniciativas, se relacionan mejor con el entorno. Sin embargo, al llevar las cantidades de alcohol al límite, el experimento termina desbarrancando. El cine de Vinterberg está cruzado siempre por preguntas y ambigüedades, y por eso interpela al espectador. El director no intenta dar un discurso a favor o en contra del alcohol, ni plantea bajadas de línea ni lecciones morales. Después de todo, el alcohol aquí es más el vehículo que destapa esa olla a presión que es la crisis de la mediana edad: la reducción de las expectativas, la chatura de la rutina y la nostalgia por la juventud perdida. Y es ahí donde “Otra ronda” golpea con más intensidad.
Una superheroína en busca de la historia perdida Finalmente “Black Widow” llegó a los cines, después de más de un año de espera, en el contexto de la pandemia, con la capacidad de las salas reducida, y también en la pantalla chica, en el premier access de Disney+. Es el “tanque” que la industria esperaba, lo nuevo de Marvel después del taquillazo de “Avengers: Endgame”, y un proyecto largamente planeado por su protagonista y productora ejecutiva, Scarlett Johansson. Ahora bien, la pregunta es si el resultado está a la altura de tanta expectativa, y la respuesta es simple: es difícil que Marvel falle. Con más de 20 películas del MCU, Kevin Feige y su equipo lograron una fórmula que rara vez defrauda: un gran trabajo sobre los personajes, un poco de acción, un poco de humor y dejar la solemnidad de lado. “Black Widow” simplemente cumple cuando se limita a la fórmula (en un sentido es la típica película que explica el origen del personaje), pero también se anima a ir un poco más allá cuando se convierte en un thriller de espías cruzado con un drama familiar. La directora australiana Cate Shortland (“Lore”, “Nunca te vayas”) dijo que sus principales influencias en este caso fueron “Sin lugar para los débiles”, “El silencio de los inocentes” y “Oldboy”, entre otras. Risas aparte, digamos que las referencias más directas pasan por la saga de James Bond, la serie “Killing Eve” y hasta “Misión imposible”. Lo cual está perfecto. De hecho, la secuencia inicial es de lo mejor de la película: ahí está Natasha Romanoff (futura Viuda Negra) en versión adolescente, en 1995, viviendo en el medio oeste norteamericano con sus padres y su pequeña hermana Yelena, la única que no sabe que esa feliz familia es sólo una ficción creada por la KGB. Una noche, en medio de la cena, la familia tiene que huir a las apuradas, perseguida por la policía. Su destino es Cuba, y de ahí volarán a Rusia, con las hermanas cruelmente separadas. El tema clave de la película es la identidad. Hay muy buenas escenas de lucha cuerpo a cuerpo, hay un toque de humor (fallido) en el personaje de David Harbour, hay empoderamiento femenino y metáforas que remiten a las mujeres tratando de escapar de un sistema opresivo. Pero en el centro siempre está la búsqueda de Natasha Romanoff por saber quién es, reflejada en el reencuentro con su hermana Yelena (Florence Pugh) y con la conflictiva historia de su pasado. Scarlett Johansson se calza por última vez el traje de Black Widow con convicción y un dejo de nostalgia (¿será realmente su despedida del personaje?), y le pasa la posta a la británica Florence Pugh (estrella de “Mujercitas”), que promete ser una potente sucesora. Parece que el futuro de los éxitos de Marvel está asegurado.
Limpia, negocios sucios El director Eduardo Pinto (“Palermo Hollywood”, “Corralón”) siempre ha apostado a un cine que se desarrolla en ambientes marginales, con personajes que viven al filo de la ley. Su nueva película, “Sector Vip”, no es la excepción. Los personajes principales son Ginny, una chica de un pueblo del interior que quiere triunfar en Buenos Aires a cualquier precio; Paul, un Relaciones Públicas que detrás de la fachada de un boliche maneja el negocio de la prostitución y es operador político; y un periodista (Luis Machín) venido a menos que busca recuperar la gloria perdida. Ellos forman un triángulo (no precisamente amoroso) que pone al descubierto el alto precio a pagar por dos segundos de fama, la crisis ética del periodismo y la connivencia entre la política y la trata de personas. La película persigue un tono realista y crudo, de policial negro, pero falla en muchos puntos. La búsqueda de cierto perfil psicológico de los personajes es inútil, porque la mayor parte del tiempo terminan respondiendo a un estereotipo: la chica inocente, el diablo disfrazado de seductor y el perdedor sin destino. La acción fluye pero los diálogos se traban, y hay una estética televisiva (irritante) que sobrevuela toda la película, subrayando ese costado de “actualidad caliente”. Por momentos en “Sector Vip” se notan las buenas intenciones, por momentos asoma la película que podría haber sido, pero en el resultado final el balance es negativo.
Lo único bueno de “Cats” es que al menos estábamos advertidos. La película basada en el famoso musical de Andrew Lloyd Weber tuvo críticas desastrosas en EEUU, y uno ya iba al cine con los ánimos por el piso. ¿Qué falla en “Cats”? Todo. Y es increíble que un estudio gigante como Universal —con los presupuestos y el personal que maneja— no haya tenido los suficientes filtros como para detener este armatoste a tiempo. En primer lugar, resulta inexplicable la elección del musical en sí. Los únicos musicales de Lloyd Weber que resistieron bien el paso del tiempo son “Evita” y “El fantasma de la ópera”. “Cats”, con su mínima trama y sus personajes básicos, quedó anticuado. Sólo se pueden rescatar un par de canciones (y claro que todos se saben el clásico “Memory”). En segundo lugar, la decisión de usar tecnología CGI para transformar a los personajes en gatos casi reales, con pelos y hocicos, resultó un desastre. ¿Buscar realismo en un musical que es puro artificio? Un misterio. Y en tercer lugar, el director. Tom Hooper es un realizador mediocre, más allá de que haya ganado un Oscar por “El discurso del rey” y que algunos hayan aplaudido su soporífera versión de “Los miserables”. Hooper pierde por completo la noción de narración cinematográfica. “Cats” es una sucesión de videoclips saturados de color y emociones impostadas hasta el hartazgo. Hay cuadros musicales con cucarachas bailando, con gatos que pretenden hacer reír por su gordura y otras escenas similares que provocan vergüenza. Grandes actores como Judi Dench y Ian McKellen acá son sólo carne de meme. Y el colmo es que Jennifer Hudson arruina el mismísimo “Memory”, cantando entre sollozos constantes.