Perla negra Película intensa si la hay es Personalidad múltiple. Ni bien empieza ya nos quiere hacer saber que algo grave va a pasar: música estruendosa, movimientos bruscos y otras sutilezas nos ayudan para que no nos agarre desprevenidos lo que sea que está por venir y, fiel a sus recursos, se mantiene igual, aunque nunca pero nunca pase nada. La cosa viene más o menos así: Sarah Michelle está casada con un bonachón que cada dos por tres le recuerda cuánto la ama con colgantes con papelitos adentro y luces especiales en la casa. Hete aquí que este buen muchacho tiene un hermano que vendría a ser como su doble maligno, lleno de tatuajes, ex presidiario y con muy pocas pulgas, un tipo jodido se podría decir (tan jodido es, que anda repartiendo cachetazos a lo Arnaldo André y golpeando cosas a troche y moche). Un buen día la tragedia toca a la puerta de esta pequeña familia disfuncional y los dos hermanos sufren un accidente en el que chocan entre sí (¡qué puntería!) y quedan en coma. El hermano maligno despierta y está convencido de que ya no es él sino el hermano bueno, y por sobre todas las cosas de que ama a la pobre dama en apuros que es Sarah Michelle. Si hasta acá esto parece la telenovela de las cinco es porque lo es, pero ese no sería ningún problema si al menos estuviese contada con un poquito menos de solemnidad. Es que parece que está de moda retroceder veinte años en el cine y volver a esos dramones pacatos al mejor estilo Atracción fatal. Ya había pasado con Chloe este año, con Julianne Moore como la esposa confundida que tenía un affaire con Amanda Seyfried y luego era castigada por su pecaminosa decisión. Las escenas de sexo púdicas, las cámaras lentas vergonzosas que muestran objetos caer como símbolo de lo que se rompe (en Personalidad múltiple el portarretrato con la foto de la feliz pareja se rompe más de tres veces y siempre vuelve a aparecer sano y salvo para una nueva caída), la música in crescendo todo el tiempo como marcando: acá se viene lo bueno, ¡mirá mirá! ,las ponen en la misma bolsa. Me resulta por lo menos extraño no sólo que se hagan, sino que se tomen en serio este tipo de películas (en algún sitio web cuyo nombre no voy a decir leí que Personalidad múltiple era chiquita y digna, ¿?). Porque si el pecado mayor fuese la torpeza narrativa que tienen se les podría perdonar, pero que no sean concientes de sus propias limitaciones es un poco preocupante, por más que uno la pase bien riéndose de estas películas en el cine.
Leyenda urbana Mucho anduvo circulando la leyenda sobre el peor trailer de la historia. Empezó como un chiste, con un grupito de personas reunidas alrededor de un Iphone para ver lo que parecía una fea parodia de cómo hacer un mal avance de cine. Después, de a poco, el rumor fue creciendo. Del celular pasó a las redes sociales, y en cuestión de días todo el mundo había visto u oído acerca del tráiler de Un buen día. Pero gracias a la magia del cine y de su distribución, la leyenda dio paso a la cruel realidad. Un buen día se estrenó el jueves pasado, y aunque sólo unos pocos valientes fuimos testigos de su exhibición, salimos vivos para poder contarlo. Es que por más que después de semejantes diálogos en el avance uno estuviera preparado para lo peor, la película supera ampliamente todas las expectativas. Porque muchas cosas se le pueden decir en su contra (malas actuaciones, desfasaje en los tonos, mal timing, solemnidad, etc.), pero no que no sea ambiciosa. Presentada como una especie de Antes del atardecer de Linklater (si es que podemos imaginar a Julie Delpy como una border que corre todo el tiempo enojada y a Ethan Hawke como un gordito siempre listo para mostrar los calzoncillos), Un buen día parece querer contar la jornada en que una chica un poco inestable emocionalmente y un tipo que canta canciones de Gaby, Fofó y Miliky como arma de seducción, se conocen y se enamoran de la forma más arbitraria del mundo. Hasta ahí, se trata simplemente de una película mala, más o menos la que todos los que vimos el famoso trailer podíamos haber imaginado. Pero como dije antes, Un buen día es una película ambiciosa. El director Nicolás Del Boca, con un sorpresivo cambio de tono, y luego de haber exprimido el mismo diálogo victoriano sobre las diferencias entre tener sexo y hacer el amor durante más de una hora, se juega con una vuelta de tuerca que sorprende hasta al más curtido. Nuestra heroína, que sabemos viuda –aunque no se aclaran bien las circunstancias de la muerte de su marido-, luego de dar muchas vueltas sobre el asunto le sugiere al pobre infeliz que la siguió por toda la costa californiana acostarse con él. Bah, mejor dicho le sugiere “hacer el amor”, porque como ella se encarga de aclararle, la diferencia está en si usás o no preservativo, y ella, claro está, no quiere usar. Cuando están a punto de llevar a cabo el acto, ella empieza a decirle a los gritos (igual a esta altura uno ya se acostumbró a los gritos de Lucila Solá) que se vaya, que raje, porque ella es una mala persona. El tipo, que no entiende nada, pregunta qué le pasa y es ahí donde ella se despacha con un diálogo que bien podría haber salido de un sketch de 1990 en donde se parodiara una película como Philadelphia. Ella tiene Sida, y como el marido se lo contagió por acostarse con putas (sic) ella quería hacerle lo mismo a otra persona, sólo que no puede. Faltando menos de veinte minutos para el final de la película, ésta es la primera de otras tres vueltas de tuerca, una más disparatada que la otra, que hacen derivar la película hacia el peor de los melodramas. Ella, disfrazada de Marilyn, le dice que después de haber tenido un buen día (sí, lo dicen tantas veces) lo mejor sería suicidarse como la rubia trágica. Incluso, hay lugar para lo fantástico con una revelación final a cargo de Andrea del Boca, al mejor estilo Sexto sentido (sí, ella estaba muerta, era un fantasma suicida que volvió para morir feliz). Al final parece que Nicolás Del Boca es un director cinéfilo y pop, que no se conforma con aludir a Linklater sino que también suma un poquito de Douglas sirk y hasta de Lost. Un genio no reconocido, o cómo diría mi amigo David, nada más y nada menos que un genio del mal.
El extranjero “El barrio me gusta, y creo que ella tambien…” (El barrio, Manuel Moretti) “Love it or leave it”, gritaba a los cuatro vientos Tom Cruise en Nacido el 4 de julio como proclama patriótica frente a los que no apoyaban la guerra de Vietnam, y así de excluyente parece ser el lema en The Town (apócope para Charlestown, ciudad de Boston y también título original de la película) y de quienes profesan esa especie de religión que es el barrio. Es que en The Town el barrio es casi un personaje más y es quien marca el destino de sus habitantes, los townies. Ben Affleck (como ya se dijo hasta el hartazgo) es un director de impronta clásica. Sus personajes están definidos por sus acciones y son profesionales comprometidos en sus tareas. Como James Caan en Ladrón de Michael Mann (1981), Doug roba porque es lo que sabe hacer y porque es bueno haciéndolo. Los dos manejan los códigos locales, manejan a sus pandillas/familias, pero tienen moral y ambición. Doug, al igual que el personaje de Caan, quiere enderezar su vida, ya sea dejando el barrio o (en el caso de Caan) formando una familia, los dos tratan de redimirse y de ser mejores a través de una mujer. Pero el espíritu de Michael Mann no circula solamente alrededor del personaje de Doug, sino de toda la película. Tanto Mann como Affleck retratan mundos sumamente masculinos en los que tipos duros y profesionales no pueden lidiar con sus vidas personales, con lo que les depara la cotidianeidad. Es justamente ahí donde radican las flaquezas de The Town, en la relación que establece el personaje de Affleck con el de Rebecca Hall (la mujer más hermosa del mundo según varios). Es como si el personaje de ella fuera simplemente funcional, una especie de agente externo que impulsa a Doug a dejar el barrio pero que carece de toda complejidad interior. Es la chica buena, eso se sabe, no creció en Charlestown y esto le acarrea llevar el mote de “toonies” (como contraposición a “townies”): es una extranjera en el barrio, y por eso es quien va a poner en jaque todas las reglas hasta ahora aceptadas, los códigos de lealtad. Es que en algún punto, la verdadera historia de amor y traición es la de Doug con el barrio a través de su amigo/hermano Jem (Jeremy Renner, genial y completamente desquiciado), que lo ata a un mundo al que ya no quiere pertenecer. Esa relación cargada de pasado entre ambos personajes (junto a la de Doug con su Boston natal) constituye el verdadero motor de la acción que se desarrolla en The Town. Y es justamente en las escenas de acción donde Affleck más se luce como director. Desde las persecuciones de coches que remiten al cine de John Frankenheimer (Affleck admitió en una entrevista la influencia de Ronin a la hora de situar las cámaras cerca de los conductores y filmar con planos cerrados, para lograr que la acción sea mas íntima) hasta en las escenas de tiroteos, nunca se deja de entender perfectamente dónde está ubicado cada personaje dentro de la secuencia. Es justamente en la última gran escena de acción, luego del último robo (el que le permitiría a Doug liberarse finalmente de su pasado y comenzar una nueva vida) cuando al ser rodeado por la policía y el FBI ya no le queda otra opción que ser espectador de la caída de los que alguna vez fueron su familia. Es que abandonar el nido y olvidar nuestro pasado no es fácil y siempre traerá consecuencias, parece decirnos Affleck, generando así una sensación de amargura que ronda toda la película, y que ni el edulcorado plano final puede evitar.
Viva la vida A mi amigo David. Karate Kid, la original (1984), fue compañera de sábados a la tarde de varias generaciones, casi un ícono que convirtió al “limpia y pule” del señor Miyagi en todo un lema de los ochenta. Por eso, quizás, hacía tanto ruido ver el trailer de la nueva Karate Kid con Jackie Chan atrapando un insecto con un matamoscas en lugar de los más tradicionales palitos chinos. Es que, últimamente, pensar en una remake que base sus bondades en reírse de su predecesora no parece muy prometedor que digamos. Sin embargo la nueva Karate Kid está muy lejos de querer mofarse con un humor burdo de la grulla de Daniel-san. Sí, es verdad que la historia es la misma: se trata una vez más del chico nuevo en una ciudad/país/continente distinto, que es golpeado y maltratado por los siempre a tiro-grandotes-abusadores del colegio y que conoce a un señor sabio y experto en artes marciales (en este caso, Kung Fu, por lo que el título con el que se estrenó en nuestro país es claramente un gancho para ex niños karatecas que crecieron en los ochenta) que lo entrena para competir en un torneo. Pero Harald Zwart se ubica justo en el medio de la sutil línea que divide al homenaje de la parodia, y crea algo más: una película que es pura emoción y que duele desde la primera escena. Porque el gran tema de Karate Kid (a partir de ahora me refiero siempre a la última) es el desarraigo. Desde que vemos al pequeño Dre (Jaden Smith) dejar su habitación en Detroit para seguir a su mamá rumbo a China, no hace falta mucho más que prestar atención al espacio vacío y la pared con las marcas del paso del tiempo para entender que lo que deja atrás no es solamente su casa, sino toda su vida. La China que se le presenta a Dre como un gran monstruo imposible de conquistar, lo arroja a un nuevo mundo donde la calidez del hogar quedó muy lejos y donde reina la violencia. El relato hace centro en ese pequeño gran paso, de una zona de confort a un universo nuevo donde todo es hostil por el simple hecho de que es desconocido. Y aunque Dre no sea el único que sufre al mundo, sí es el que lo sufre de manera más física. Los golpes que recibe por parte de los matones a la salida del colegio (el chino Zhenwei Wang es realmente un hallazgo) lo dejan sin aire. No hay nada de glamoroso en la paliza que le propinan, son piñas y patadas que le llenan los ojos de lágrimas y le cierran el pecho, y ahí es quizás donde acierta tanto el director: los golpes duelen, la pérdida también, y eso no se disfraza ni acentúa, simplemente están ahí para el que quiera verlo. Entonces, Karate Kid es una película sobre el dolor (el desarraigo, las piñas) pero también es mucho más: es una película sobre la vida, y sobre encontrar tu lugar en el mundo. Quizás no sea necesario irse hasta la muralla china a practicar Kung Fu, para nosotros alcanza con ir al cine y llevar carilinas.
Acto de fe Cartas a Julieta es una película rosa por donde se la mire. Es abúlico el afiche, irritante el tráiler y ñoña la idea del amor que plantea (o al menos eso dicen las malas lenguas). Sin embargo todo esto, que podría ahuyentar al romántico más empedernido, termina enamorando al escéptico más apático. Porque hay algo en Cartas a Julieta que hace creer en lo que cuenta, y es el arte de saber contar. Desde los créditos la película ya se diferencia de las típicas comedias románticas. No hay acá ningún plano cenital mostrando una vista aérea de Nueva york, no hay banalidades sobre la vida moderna de chicas que en el apogeo de su vida profesional no pueden encontrar el amor. Esta es una película sobre el amor, así que los créditos nos lo muestran a través del tiempo, en pinturas renacentistas de jóvenes enamorados, fotos en blanco y negro de parejas, besos y demás. Sophie (Amanda Seyfried) deambula sola por Verona en lo que supuestamente sería su pre luna de miel, mientras su novio (Gael García Bernal –ay Gael si no fueras tan lindo…) a punto de abrir un restaurante en Nueva York anda corriendo de un lado a otro en pos de vinos y hongos y la deja a la deriva. Así es como por esas casualidades del cine ella termina conociendo a unas mujeres que se hacen llamar Las secretarias de Julieta, y que se ocupan de contestar las cartas que las mujeres de todo el mundo dejan en la casa de la eterna adolescente enamorada. Sophie quiere ser periodista y su olfato le indica que acá hay una historia para contar, así que las acompaña en su labor, con tanta buena fortuna que encuentra una carta escrita hace cincuenta años por una chica inglesa enamorada de un italiano que se encontraba desesperada y sin saber qué hacer ante la inminencia de su regreso a Inglaterra. Nuestra heroína contesta la carta, y al poco tiempo la mujer llega a Verona acompañada por su nieto en vistas de recuperar su viejo amor. El nieto, inglés y ácido, rechaza la candidez de Sophie, y ya nos podemos imaginar el resto. Pero reducir Cartas a Julieta a contar su argumento es casi casi una estafa, porque como dicen esas frases cursis de las calcomanías de los autos, acá lo importante es el camino. Acompañarlos a los tres en la búsqueda del antiguo amor de Claire (la bella Vanesa Redgrave) por toda Toscana, es sencillamente hermoso. Lo bello del recorrido no consiste sólo en disfrutar del paisaje, sino también en la sutileza del director para mostrar el amor que va creciendo entre ellos: de Claire hacia Sophie como una abuela a una nieta, y el amor romántico entre los chicos. No importa tanto lo que los personajes digan, ya sea que se juren odio o amor eterno, sino lo que sus cuerpos hacen, aunque no sea más que enchastrarse con helado o mirar de reojo el cuerpo medio desnudo del otro y sonrojarse. Y es que el amor en el cine es fácil y eso lo sabemos desde el cine clásico. Basta con ver dos escenas de La adorable revoltosa para saber que, por más que Katherine Hepburn le arruine la vida al paleontólogo interpretado por Cary Grant, él va a correr atrás de un perro y a usar una bata ridícula sin ningún reparo para seguirle la corriente a su amada hasta el final. De la misma forma acá sabemos que Sophie ve más allá de la presunta hostilidad de Charlie (el nieto de Claire) solo con contemplar sus grandes ojos vidriosos cuando buscan la complicidad del arisco inglés a través de un espejo retrovisor. Cartas a Julieta es una película sobre el amor, sobre lo que sabemos de él a través de lo que nos contaron y también de sus representaciones, ya sea a través de la pintura, de una obra de teatro, de una comedia romántica o de un melodrama. Por eso vemos a las mujeres llevarle cartas a la heroína de Shakespeare, porque para ellas no es sólo un personaje literario. Recurrir a la heroína trágica es un acto de fe. También lo es entregarse a esta película, y les aseguro que conozco a varios ateos del romance que se convirtieron.
Amores que no se olvidan Es una tarea complicada hablar de Aquel querido mes de agosto, la película del director portugués Miguel Gomes ganadora de la competencia oficial del Bafici del año pasado. Me acuerdo que la vi en el festival y salí confundida de la sala; por un lado era consciente de que esta película inabarcable era simplemente bella, pero por otro lado no podía explicarme muy bien por qué. Es que es tan sutil el trabajo de Gomes que resulta imperceptible el paso que da desde el documental a la ficción en Aquel querido mes de agosto. Cuando creemos que lo mejor que puede hacer la película es entregarnos al registro de un pequeño pueblo de Portugal y conocer las pequeñas anécdotas que las personas/personajes le cuentan a la cámara curiosa de Gomes, irrumpe la ficción con la historia de dos primos y todo lo que vimos hasta ahí se resignifica. Lo encantador y mágico, si se quiere, es justamente la falta de un eje por donde uno pueda seguir la película. Todo es importante, todo está de alguna manera conectado y a la vez también, todo es caprichoso. Es como si el director hubiese elegido contarnos con las partes documentales la superficie, lo anecdótico del pueblo, con los grupos musicales que cantan temas empalagosos que nunca podrían haber sonado más felices (varios conocidos por nosotros de los Pimpinela), con pequeñas historias como la de esa pareja de viejitos que no se acuerdan cuántos años tienen, o como la del rengo que salta del puente. Todo esto para después ir cada vez adentrándose más y, a través de la ficción, atraparnos por completo hasta hacernos parte de la historia y ya no simples espectadores distantes y a la defensiva. La segunda vez que vi la película traté de estar atenta a ese paso, a ir viendo las señales, a dilucidar qué era lo real y qué era parte de la historia que Gomes nos iba a contar, pero no pude. Resulta también muy poco importante estar concentrado en esos detalles cuando cada una de las situaciones que se van sucediendo es más rica que la anterior. El momento en que la familia protagonista de la ficción se reúne a festejar y vemos a ese vecino que empieza a cantar la tragedia que marcó la sospechosa relación entre la chica y su padre, contiene tanta tensión que podríamos enmarcar a la película como un melodrama solo por esa escena. Sin embargo, muy lejos está de serlo. Sin duda esta es una película inasible, y como todo aquello que se nos escapa es imposible no querer abarcarla en su totalidad para seguir fallando en el intento, pero qué lindo que es fallar si en el camino se puede disfrutar tanto. La escena en la que los dos primos, integrantes del grupo musical, luego de haberse dado un primer beso (como solo una gran película nos lo puede mostrar) viajan en moto, ella agarrada de la cintura del chico, saludando a los motoqueros que los pasan por el camino, puede ser una pequeña muestra de cómo debería ser la felicidad. Parece una tarea difícil recomendar a alguien que no sea cinéfilo una película que dura más de dos horas y media, con canciones intragables en cualquier otro contexto que irrumpen sin mucho sentido (por lo menos aparente) cada dos por tres, y en la que la historia aparece casi al final, pero qué desperdicio sería no hacerlo. Quién hubiera dicho que salir del cine tarareando Es mentira de los Pimpinela iba a ser sinónimo de salir feliz.
Pleasure, little treasure Tengo que admitir que la tarde que fui a ver Enamorándome de mi ex el calor era insoportable y el solo hecho de sentarme en la sala de cine medio vacía y con aire acondicionado me predispuso muy bien a ver la película. Aclaro esto porque creo que la última película de Nancy Meyers tiene mucho de ese hedonismo (como puede ser disfrutar sola de una película un día se semana a la tarde). No sólo por el placer de ver esas casas hermosas con cocinas hermosas de los suburbios norteamericanos, o por las suculentas comidas que prepara Meryl Streep (parece que fue un año culinario para la actriz), sino porque el trío que compone con Steve Martin y Alec Baldwin tiene una vitalidad que llena cada una de las escenas que comparten. Tanto es así que a diferencia de las películas en las que el foco está puesto en los adolescentes y se muestra a los padres como seres incapaces de entender el mundo en el que se mueven sus hijos (Adventureland por ejemplo), acá son los hijos los que parecen no estar al tanto de que los padres tienen una vida más allá de preparar comidas y prestar tarjetas de crédito, aunque hay una excepción y es el marido de la hija mayor, presente en los momentos menos oportunos y responsable de las situaciones de enredos más cómicas. Entonces, el hecho de que los protagonistas esta vez y para variar sean personas de más de 50 años que ya vivieron mal que mal su vida y que eligen seguir probando y viendo qué es lo que quieren, no es menor. Lo lindo de la película es que vemos a tres personas enamorarse, sentir culpa, cometer infidelidades, comer y decepcionarse y no dan ganas de juzgarlos, sino más bien de seguir acompañándolos. La misma directora que años antes nos mostró un estereotipo de hombre entrado en años que no acepta la edad que tiene y se comporta como un chico de 20 (Jack Nicholson en Alguien tiene que ceder), ahora crea tres personajes queribles y capaces de disfrutar su vida y de aceptar el paso del tiempo, sobre todo Jane (Meryl Streep) que es la primera en ser consciente de que no se puede recrear lo que ya se vivió, mientras que sí se puede elegir lo que viene. Y aunque quizás el disfrute de los personajes no sea una virtud en sí misma, el hecho de que a ese disfrute lo podamos sentir sí lo es. La escena en que Jane y Adam (Steve Martin), después de una noche de fiesta y de fumarse un porro por primera vez luego de 27 años, van a una de las franquicias de confitería de Jane y preparan croissants rellenos con chocolate, es comparable a la escena de Ponyo en que la mamá les prepara a los nenes el té con miel y podemos sentir el asombro de Ponyo al descubrir el placer de algo nuevo mientras revuelve su taza. Ahora vemos que ese disfrute no es privativo de la infancia, tenemos a dos adultos listos para redescubrir que en ese té o en eso croissants también está el placer de la vida.
La fiesta del reencuentro La tercera película de Ezequiel Acuña es la primera en la que sus protagonistas son adultos. Como ya se dijo muchas veces, sus personajes (¿alter egos de él mismo?) en Nadar solo o en Como un avión estrellado eran adolescentes que estaban en busca de su identidad. Tanto el personaje de Nicolás Mateo como el de Ignacio Rogers eran chicos que luchaban contra la torpeza de su propio cuerpo, contra la timidez y la imposibilidad de comunicarse que no los dejaba ser. En Excursiones (una continuación de su primer corto, Rocío) Acuña creció y sus personajes también. Atrás quedaron las excusas para encontrarse con la chica de la que se está enamorado, o el miedo a que los padres descubran que te expulsaron del colegio. A los treinta los problemas son otros, pero esa incapacidad para acercarse a quien realmente importa es la misma. Marcos y Martín son dos amigos que se reencuentran después de diez años sin verse y todo lo que no se dijeron en aquel entonces sigue abriendo un abismo entre los dos. En una escena Marcos (Matías Castelli), mientras están ensayando la obra de teatro que quieren presentar, le cuenta a un amigo de Martín (Alberto Rojas Apel) que si bien hace diez años que no se encontraban es como si se hubiesen visto ayer. Martín no es tan optimista, se sorprende y le dice que no, que el reencuentro fue un poco raro. Sabe que diez años es mucho tiempo, pero a pesar de haber crecido, la adolescencia sigue siendo para Acuña el momento clave de la vida, aquel que es la base de sus anteriores películas y que en Excusiones los personajes evocan en un intento de recuperar aquellos buenos viejos tiempos. Para demostrarles que eso no es nada fácil está un amigo de Martín (uno que apareció en su vida durante la década en que se suspendió su relación con Marcos) que va a imponer la incomodidad entre los dos. Mientras él comparte nuevos códigos de amistad con Martín, Marcos se va a quedar afuera. De esta incomodidad resultan las situaciones más cómicas de la película (a la cabeza va la escena en la que vuelan el modelo de aeroplano mientras Marcos llama la atención como un nene) y es ahí donde gana, porque es casi imposible pasarla mal mientras se la está viendo. Pero por otro lado esa comicidad no está exenta de cierta angustia y nostalgia que la sobrevuelan, y que se hace explícita al final cuando la película abandona el blanco y negro para mostrarnos un pasado en colores en el que los amigos se abrazan y se divierten vestidos con sus uniformes del secundario. Porque esta especie de historia de amor y de reencuentro entre dos amigos ya no reflexiona sobre lo que está por venir, como sí lo hacían las películas anteriores de Acuña, sino sobre lo que se perdió (ya sea amistad, sueños o remeras de Morrissey), pero al mismo tiempo y también en contraste con Nadar solo y Como un avión estrellado, es una película optimista. La desolación, el nudo en la garganta y lo que no se dijo pueden ahora dar paso a partidos de ping pong en la terraza y a quién sabe cuántas excursiones más.