En el universo de Joss Whedon suele ser especialmente importante el mundo de la cultura pop. Desde mediados de los ‘90s, cuando hizo una serie como Buffy La Cazavampiros, nunca se tomó demasiado en serio el tema de los íconos y los héroes, sino que siempre intentó darle una vuelta de tuerca. Con la primera The Avengers (Los Vengadores, 2012) sucedió algo de eso y Whedon logró un tono justo porque precisamente nunca se los tomó muy en serio. Sin embargo, algo de ese espíritu parece haberse perdido en Avengers: Era del Ultrón (Avengers: Age of Ultron). Hay un problema aparente con la cuestión de los ritmos y el tono en términos de sentido del humor. Si el sentido del humor hacía que la primera funcionara y fuera una suerte de propuesta coordinada entre todos los personajes, sin que ninguno eclipsara al otro y donde todos tuvieran su perfecto lugar, en la segunda da la sensación de que la distribución para cada uno de los personajes es forzada y no fluye del todo, lo cual termina incidiendo negativamente en la composición de cada uno de ellos. Iron Man (Robert Downey Jr.) no es especialmente gracioso (excepto algunos one liners y el tono canchero de siempre); Hulk (Mark Ruffalo) está muy desaprovechado, más preocupado por levantarse a Scarlett (cada vez más fuerte) y domar a su ser verde que por cumplir la misión que los convoca; Hawkeye (Jeremy Renner) tiene la mejor línea de la película (junto con la de Samuel L. Jackson y los conejos católicos); sin embargo, el intento de darle más intensidad dramática termina siendo desaprovechado ya que se le regala una subtrama carente de cualquier tipo de interés o derivación lógica. Thor (Chris Hemsworth) no está demasiado lejos de eso; en la primera, por lo menos tenía un poco más de complejidad narrativa, en especial por el vínculo con Loki, ausente en este caso (cómo se lo a extraña a Loki). El Capitán América (Chris Evans) está un poquito más avispado o, por lo menos, es capaz de reírse de su propia pacatería. A esto se suma la aparición de un nuevo héroe (Vision, interpretado por Paul Bettany), que se va a coordinar con otros nuevos héroes que van a aparecer a futuro; inicialmente daba la sensación de que Vision iba a tener una incidencia trascendental pero finalmente no la tiene. Quienes sí toman un rol más central en esta entrega son los gemelos Pietro y Wanda/Quicksilver y Scarlet Witch (Aaron Taylor-Johnson y la hermosa y escotada Elizabeth Olsen; cada vez más pechos en esta saga), con poderes telequinéticos y físicos extraordinarios, capaces de doblegar por un rato a nuestros vengadores llevándolos al pasado. Esos flashbacks operan como una suerte de ilustración de la historia (al estilo Watchmen), pero ninguno parece mostrar demasiada complejidad. En este sentido, uno podría pensar que una película como Avengers: Era de Ultrón está más cerca de Superman 3 (Richard Lester, 1983), donde se tomaba con sentido del humor la cuestión de qué es ser un súper héroe, a la vez que se indagaba sobre ciertos costados oscuros. Sin embargo, acá esa oscuridad nunca termina de aparecer, y las historias están un poco teñidas de ciertos lugares comunes, en especial la de Black Widow. El resultado, entonces, termina siendo un tanto problemático y da la sensación de que estamos frente a personajes no abandonados a su suerte pero sí que no fluyen del todo. En Avengers: Era del Ultrón la oscuridad nunca termina de aparecer y las historias están un poco teñidas de ciertos lugares comunes. Por otro lado, hay escenas que funcionan muy bien, como las que involucran procesos o introducciones a situaciones de lucha, donde la coordinación genera un efecto cinético que hace que la película en algunos puntos avance muy bien y en otros se sienta excesivamente larga. Eso también tiene su correlato en el problema de hacia dónde la película puede llegar a ir. Así como la primera generaba una perspectiva sobre cómo podía llegar a ser la segunda, ésta no necesariamente da demasiadas pistas respecto de la tercera y eso tampoco parece demasiado relevante. En este punto, lo que sucede con los personajes crece mucho más en cada una de las películas por separado que en el marco de los Avengers, y ese es el principal problema con el que los hermanos Russo (Whedon les deja su lugar) se van a encontrar en la tercera: cómo darle credibilidad a estos personajes en el marco de los Avengers y, al mismo tiempo, cómo darles riqueza. En ésta, no habría sucedido del todo. Sin embargo, la película es muy entretenida y siempre es lindo volver a ver a nuestros queridos Vengadores juntos luchando para salvar al mundo. Y a nuestras queridas Vengadoras que, además de sus armas letales, tienen otras dos grandes herramientas para doblegar a los hombres y a la humanidad.
Qué bella es la mierda La perfección no siempre es buena o atractiva. Si bien, a simple vista, puede parecer tentadora, suele ser abúlica, aburrida, sin gracia. Aquellos que aspIran a la perfección (física, de espíritu, vincular, cinematográfica) suelen caer en esa abulia y convertirse en personas poco interesantes, con una cosmovisión acotada y perezosa. Embarrarse un poco en la mierda (no precisamente la mierda de un pequeño charco en una enorme chacra que luego justifique el desnudo y la posterior fornicación, si no la mierda que alguien dejó en la calle y que vos pisaste, patinando y cayendo al piso sobre ella y sobre el charco de agua podrida de la bocacalle) es necesario para forjar un carácter, una mIrada interesante sobre el mundo. Nicholas Sparks suele dividir sus historias en dos. A veces se trata de la misma historia en dos tiempos distintos (Diario de una Pasión), otras veces, de dos historias que se espejan, se reflectan y se alimentan mutuamente (El Viaje más Largo). En cualquier caso, hay un ir y venir de y hacia el presente y el pasado, mostrando el tiempo pretérito como una suerte de fresco, de fotografía amarillenta amarronada, con ese aire de paso del tiempo, de nostalgia y felicidad por lo vivido. Pero ambos tiempos se juntan, se tocan, como dos líneas paralelas que en el infinito se terminan encontrando y creando algo nuevo, casi perfecto. El Viaje más Largo (The Longest Ride) tiene como protagonistas de sus historias a Luke (Scott Eastwood), Sophia (Britt Robertson) y Ira (Alan Alda), por un lado, y a Ira joven (Jack Huston) y Ruth (Oona Chaplin), por el otro. El mensaje, en ambos tramos, es más o menos el mismo: para construir una pareja hay que ser tolerante, comprensivo, no intentar cambiar al otro, ceder y amarse con locura. Ambas historias comparten algunos puntos: los integrantes de las parejas provienen de mundos distintos; a las chicas les gusta el arte y vienen de familias más bien acomodadas; los muchachos son más pueblerinos o campechanos, sin ningún interés en el arte más que la fascinación de verlas a ellas admIrando esas piezas. Un poco lo que pasaba con Diario de una Pasión. Chica medio adinerada, culta, de clase media-alta meets chico simplón, trabajador y sacrificado. Y las historias se tocan cuando Ira grande, viejo y cansado (tener a Alan Alda es como tener un ancla bien clavada en arena firme; Alda aporta esa serenidad y ese toque humorístico que reconforta a la vez que hace que la película se mueva en aguas confortables y sosiegas) conoce a Luke y Sophia, quienes lo salvan de un accidente de auto. Lo que se da a partir de ese momento es la lectura de las cartas que Ira le escribió a Ruth (y la vuelta al pasado), estando ella viva, con el solo pretexto de narrar su amor, su historia, sus vicisitudes, la vida compartida. Y, por qué no, para acercar a la nueva parejita que aún no está del todo afianzada. La historia de Ruth y Ira funciona como correlato en tiempo pasado de la historia de Luke y Sophia, ambas signadas por alguna pequeña falla (por decirlo de alguna forma) de alguno de los integrantes y la aceptación de esa situación por parte del otro. Sin embargo, hay una idea de perfección que la película instala y que se contradice con esa moralina que intenta construir relacionada con la aceptación del otro, la tolerancia y el ceder. Porque ninguna de las dos historias presenta un conflicto demasiado complejo como para justificar la premisa. Tal vez sí lo presente la pareja número 1, la de Ira y Ruth, que no pueden tener un hijo (Ira fue herido durante la guerra y la lesión le causó algún tipo de daño a nivel reproductivo), lo cual le provoca a Ruth una gran frustración. Nicholas Sparks suele dividir sus historias dos tiempos distintos (Diario de una Pasión) u otras veces en de dos historias que se espejan, se reflectan y se alimentan mutuamente (El Viaje más Largo). Ahora bien, la parejita número 2 solo destila perfección. Si bien hay uno o dos obstáculos a superar, ninguno de ellos es sustancial y ambos se terminan resolviendo solos, casi sin conflicto. No hay nada malo o desafortunado que tolerar, no hay concesiones que hacer, no hay mierda que fumarse del otro. Luke y Sophia son amantes perfectos: se aman, se cuidan, se respetan, cogen en los graneros, en la ducha. No hay peligro ni nada que sacuda la relación. Luke monta toros, vive de eso y ella lo acepta, porque sabe que es su pasión. Hasta que un día se da cuenta de que la vida de Luke corre peligro y ahí le pide que deje de hacerlo; él, al principio, se niega, pero un día tiene una súbita toma de conciencia (luego de un accidente) y abandona el rodeo, con la certeza inequívoca de que lo único que le importa es pasar la vida con ella (8 segundos que dura un rodeo versus toda una vida, como le dice su madre). Lo mismo con Sophia; antes de iniciar la relación ella planeaba mudarse a Nueva York, donde ya tenía un trabajo asegurado en una galería, la posibilidad soñada para el despegue de su carrera. Pero, con el correr de los meses (o semanas), se da cuenta de que no puede irse y dejar a Luke y así es cómo decide quedarse. Lo que Alan Alda le dice en el hospital a Sophia (el amor requiere sacrificio, entrega, ceder) no aplica en este caso. Ambos se aceptan como son y eso implica aceptarse en toda su maravillosa perfección, retratados incluso (a diferencia de la primera pareja) como arquetipos perfectos en su estirpe: ella, rubia de ojos celestes, hermosa, flaca pero con algunas curvas, de pelo perfecto, hermosos labios, voz suave, relativamente inteligente, con cierto sentido del humor, fresca, espontánea (recordemos que cae en un charco de mierda del cual sale aún más sexy y que le sirve como excusa para ponerse en bolas e iniciar el primer contacto carnal) . Él, absoluta y devastadoramente hermoso (hijo de Clint Eastwood y fiel heredero de sus ojos, su sonrisa, sus patas de gallo, con un parecido apabullante), cowboy, o sea, con jeans ajustados, camisa a cuadros, botas y sombrero texanos, caballero, dulce, inteligente, también con cierto sentido del humor (el suficiente para decir que en una galería de arte hay más mierda que la que él ve a diario en su establo), y con esos hermosos ojos eastwoodianos solo para ella. ¿Qué conflicto hay ahí? ¿qué hay para aceptar, para ceder, para negociar, para tolerar? La escena final, cuando él la pasa a buscar por su trabajo soñado con su 4×4 soñada (además de ser hermosos y perfectos, ahora son millonarios), es la rotunda confirmación de esa perfección impoluta. La película pareciera decirnos que los errores o los conflictos de la relación de Ira y Ruth fueron procesados y depurados y ahora Luke y Sophia son una especie de versión mejorada (vincular y físicamente) de la relación, producto de una suerte de proceso de extrapolación y experimento genético y conductista. Dos caminos, dos líneas paralelas que, allá en el infinito se terminan uniendo, creando así una nueva línea, una línea que desemboca en la perfección, en esa perfección abúlica que solo puede gustarle a determinado tipo de gente. Por suerte, para el resto de nosotros existe la mierda.
Capas de cebolla El cine de Paul Thomas Anderson es enrevesado, complicado, es decir, con pliegues, con múltiples capas de sentido que se construyen como capas de cebolla. Sin embargo, cuantas más capas pelamos, más nos acercamos a lo inaccesible, a lo inasible. Centro y periferia Existe en su cine una línea narrativa principal, en general más bien tradicional y accesible (en este caso, la investigación del caso Mickey Wolfmann y Shasta Fay Hepworth), y otra línea plagada de ramificaciones que se van desprendiendo, con una narración bastante alejada de la estructura tradicional, que da lugar a una forma más alucinógena, atemporal y disruptiva (como también pasaba en The Master), ligada a cierta traducción de los estados internos de los personajes, menos asequible, si se quiere. Se trata de digresiones, acaso reflejos de la mente, sus procesos conscientes e inconscientes. En Vicio Propio (Inherent Vice), los espectadores nos colocamos como testigos oculares y sensoriales de los procesos mentales de Doc Sportello (Joaquin Phoenix), detective hippie fumón nostálgico y paranoico, con un caso para resolver y un pasado para procesar. Policial fumón El caso para resolver involucra individuos de lo más diversos y estrafalarios, y Doc se mueve entre ellos y esos mundos con la calma, el tacto y la pericia que su profesión de investigador privado le confiere a la vez que con el asombro y la cautela que le despiertan esos personajes, entre hippies fumones como él, prostitutas que comen coños, músicos surfers, groupies, policías del LAPD, el FBI, asistentes de fiscales, panteras negras, magnates inmobiliarios, clínicas psiquiátricas y dentistas extravagantes. El derrotero de Doc es externo e interno, dos caminos que se bifurcan hacia lugares distintos pero que se van tocando a medida que Doc avanza en su investigación y en su propio proceso introspectivo, relacionado a su pasado y a Shasta Fay (Katherine Waterston), sus recuerdos salpicados, la felicidad pasada. Duración Un rasgo notable en el cine de PTA es la duración de los planos, el encuadre perfecto que recorta justo lo que hay que ver y lo deja en pantalla un poco más de lo normal, tal vez unos segundos, tal vez un minuto, tiempo suficiente para otorgar una nueva capa de significación. El plano desde afuera del auto de Bigfoot (Josh Brolin), que lo capta comiendo la banana bañada en chocolate, con Doc en profundidad mirando con ojos aterrorizados el espectáculo, es un plano que dura más de lo esperado y nos mete a los espectadores en la piel de Doc. La duración genera entonces dos efectos; uno de extrañamiento, al hacernos parte de la mirada de Doc y experimentar lo que él siente, y uno humorístico; como también sucede en el humor con la repetición de un recurso (que por saturación provoca comicidad), la duración excesiva genera ese efecto humorístico, al estirar una situación y tornarla cómica por lo ridícula. Lo mismo ocurre con la escena en la casa de Hope Harlingen (Jena Malone), cuando ella le muestra a Doc la foto de Amethyst; de nuevo, la cámara se detiene en Joaquin Phoenix más de lo esperado y el resultado es extrañamiento (la situación y la expresión de Doc son disparatadas) y humor (cuando Doc grita y sigue mirando la foto). Además, esos planos largos y los planos secuencia provocan una sensación de ralentización del tiempo. Sentimos en todo momento, como quien le da a la María, que el tiempo transcurre más lento, que todo es más pausado y acompasado, como si estuviéramos adentro de la cabeza de Doc. Joaquin Esos planos que se prologan de más lo tienen como protagonista y centro a Doc, a un Joaquin Phoenix con ciertas mañas heredadas de Freddie Quell (el personaje que interpretara en The Master), aún medio encorvado y con un caminar ligeramente simiesco. Es que Joaquin Phoenix parece haber nacido para interpretar los papeles que PTA tan benévola y acertadamente le obsequia. La caracterización de Doc, las patillas tupidas, las camisas de bambula, el caminar cansino, los ojos inyectados o adormecidos, la mirada de displicencia cuando le miente a algunas de sus amantes y la de entrega y devoción cuando la contempla a Shasta, la picardía cuando saca su lado juguetón y la manera de rematar los chistes nos dan la sensación de que el guión se hace uno con él. La prosa de Pynchon se hace cuerpo y alma en JP, como si el actor fuera el mensajero inequívoco de su mente. Pynchon La voz dulce y angelical de Sortilege (Joanna Newsom), personaje convertido en voz en off omnisciente, es acaso el único vehículo posible para obsequiarnos un poco más de la exquisita prosa de Pynchon. Porque si no, qué queda para las descripciones pormenorizadas, las sensaciones físicas, la paranoia que invade la época y a los personajes, el fluir de la conciencia, la ironía no verbalizada, los soliloquios silenciosos, los estados internos, los recuerdos, la nostalgia. Sortilege está ahí para imbuirnos de sensaciones, para transportarnos de la mano junto a Doc, para recorrer la periferia, pelar capas y ver adónde llegamos. Si hay un lugar donde el cine de PTA y la literatura de Pynchon encuentran un punto de contacto es en la imposibilidad de hallar un centro más que el absoluto vacío. Es ahí cuando uno no puede pensar sino en Anderson como el perfecto interlocutor de Pynchon.
Negros. Esclavitud. Post-esclavitud. Post Guerra Civil. Secuelas. Reconstrucción. 1965. Derecho al voto. Marthin Luther King. Lucha. Ya lo dijo Saturday Night Live. 28 razones para abrazar a un negro. Slavery. Imposible no conmoverse con la historia de Marthin Luther King y con sus discursos. Esta suerte de biopic lo muestra como un luchador férreo y un orador nato, usando como marco histórico las marchas desde Selma (no es el nombre de una mina, es una ciudad) hasta Montgomery, Alabama, en 1965, en lo que fue el tramo final en la lucha por el derecho al sufragio de los negros en Estados Unidos. Promulgación de la Ley de Derecho al Voto ese mismo año por parte del entonces presidente Lyndon B. Johnson. Marthin Luther King en la política, MLK en su vida familiar, MLK como líder militante por los derechos civiles. MLK siempre con la misma cara y el mismo tono de voz. MLKTKM. Un personaje emblemático sin demasiada profundidad, sin demasiados contrastes ni relieves (excepto por una suave alusión a una infidelidad, enseguida comprendida y justificada. Con el stress del pobre tipo, lejos de casa en las interminables marchas y manifestaciones, uno de los próceres de la humanidad, si él no tiene derecho a ponerla, no sé qué queda para el resto de los mortales). El héroe indiscutido, recortado en un periodo de tiempo, eludiendo sabiamente los lugares comunes de su figura (el “I have a dream”, su asesinato). Indicio de familia de MLK desmoronada. Se abandona ese hilo argumental en pos de concentrarse en las marchas. Su esposa perdona y acompaña. Una suerte de telefilm con una estética llamativa. Las marchas, inicialmente repudiadas por las autoridades locales, mostradas en ralenti, con música extradiegética, logrando así una estetización de la violencia, lo que conlleva inevitablemente a cierto distanciamiento. Lo que intenta ser monstruoso termina causando un efecto de extrañamiento en el espectador. No hay caos, solo secuencias cuidadas con violencia involuntariamente atenuada. Los peores exponentes de la caricaturización extrema son Tim Roth como el gobernador George Wallace y David Dwayer en el papel de Chief Wilson Baker. Reuniones con Lyndon Johnson. Figura no del todo explotada. Agenda política. Súbito cambio de parecer del Presidente. Los personajes, mostrados como vestigios fósiles de la historia, en una construcción binaria maniquea poco interesante. Los peores exponentes de esto son los personajes de Tim Roth como el gobernador George Wallace y David Dwayer en el papel de Chief Wilson Baker. Caricaturización extrema. Comunicados en forma de telegrama del FBI. Seguimiento de todos los pasos de MLK. Conversación entre Lyndon Johnson y el presidente del FBI, J. Edgar Hoover. Cara de impío de este último. Con el FBI no se jode. Con J. Edgar, menos. Insinuación, mensaje. Muerte anunciada. Inserción en pantalla de telegramas del FBI sin ningún motivo aparente (no se retoma el tema; la escena antes mencionada solo sirve para explicitar que MLK está siendo investigado). Recurso inútil y vacío. Circularidad. Abre con discurso, cierra con discurso. Canción original nominada al Oscar, a cargo del hip-hopero Common, que también actúa en la película. Negros que lloran en la ceremonia. David Oyelowo (MLK) llora con lágrimas anchas como Viola Davis en Doubt. Moco que llega a la boca. Chris Pine también llora. Un rubio de ojos celestes con culpa. Canción gana el Oscar. Glory. La cantan en vivo y muchos negros bailan y cantan desaforadamente comos si todavía estuvieran en una plantación de algodón. El público presente, emocionado, aplaude de pie. Yo confundo, en el estribillo, Glory con Boring. Mala mía. Brad Pitt y la culpa progre blanca retroactiva que le surgió a partir de 12 Años de Esclavitud, donde parece que anduvo confraternizando con negros y se conmovió. De nuevo produce otra película innecesaria sobre los negros. ¿Será la próxima la biopic sobre Obama? Un sketch de 3 minutos de SNL es más poderoso y eficaz que una película (o varias) de dos horas:
Una vez más –como pasó el año pasado con 12 Años de Esclavitud (Steve McQueen), en 1992 con Perfume de Mujer (Martin Brest), en 1989 con Mi Pie Izquierdo (Jim Sheridan) y en 1988 con Rain Man (Barry Levinson)– el tullido o discapacitado no se fue a casa con las manos vacías. Lo sabemos: la Academia gusta de las actuaciones pomposas, rimbombantes, más aún si involucran gritos, ademanes, gestos y grandes despliegues de emociones hiperbólicas, o si encarnan a un prócer de la historia en mayúscula o a algún personaje trascendental y extraordinario. La solemnidad, ante todo. Este año, pa’ variar, los Oscars se vieron invadidos de historias de auto-superación (la mayoría, basadas en hechos reales, como para no caer en lo que desde hace 80 años funciona: la extorsión moral de la historia en primera persona), centradas en individuos excepcionales en contextos o situaciones desfavorables. Solo basta pensar en El Código Enigma (Alan Turing, el brillante matemático, soplanucas marginado, perseguido y arrastrado al suicidio, con un pasado medio turbio), y la que ahora nos convoca, La Teoría del Todo, la historia del tullidito Stephen Hawking, el eminente físico teórico ingles, cornudo, postrado en una silla de ruedas y con traqueotomía y computadora parlante para comunicarse. El humor, ante todo. Este último caso seguramente sea el máximo exponente del gusto de la Academia por los handicaped, y el Oscar a Eddie Redmayne solo viene a confirmarlo. Es que a Eddie –bien casteado desde el punto de vista físico, teniendo en cuenta su parecido con el personaje en la vida real, sacando el máximo provecho de su contextura medio escuálida, su extrema palidez, su rostro colorado y cierta expresión de “almost retard” que termina en una full retardation física titánica y colosal– le dieron el premio de la Academia básicamente por pasar el 80% de la película en una silla de ruedas tumbado hacia un costado balbuceando o moviendo las cejas. No hay sutilezas ni composición más allá de eso: la escuela Artaza-Cerutti-Bossi haciendo roncha aquí y allá. La caracterización física extrema se lleva todo puesto (Stephen a las chapas en la silla de ruedas confirma esto) y arrasa con todos los premios. Hollywood (que siempre es plural, aunque pensemos que es un monstruo grande y que pisa fuerte) se moja con el aprendizaje. Pero se chorrea aun más con el morbo que genera la producción de testimonios sobre el deterioro físico de un hombre con una enfermedad degenerativa. Y lo hace de manera celebratoria a la vez que condenatoria. Hay una ridiculización al mostrar la figura del genio, como si esa condición implicara indefectiblemente el ser freak. Tanto Alan Turing como Stephen Hawking son genios freaks, tipos con sociabilidad limitada, brillantes y extravagantes en igual medida. Las películas los muestran como tales, monstruos sobresalientes, dignos tanto de admiración como de rechazo. Y La Teoría del Todo se erige sobre ese amarillismo de principio a fin. Jane (Felicity Jones) y Stephen se conocen en una fiesta, conectan inmediatamente y, con una cuota de timidez pero sin pausa, crece el romance entre una chica soñadora, de ojos curiosos y actitud positiva, y un chico inseguro, traumado y genio. La atracción es instantánea y el resto de los acontecimientos se desarrollan con la misma premura. Listemos el morbo, entonces, para intentar acabar con él de una vez por todas. Morbo 1: La enfermedad. Con un noviazgo apenas incipiente, a Stephen le diagnostican su enfermedad irreversible, y la noticia no toma por sorpresa a una Jane en modo mártir, religiosa y psicológicamente preparada para padecer cualquier obstáculo. Y, lo que en un principio es entrega y devoción desinteresadas, con el tiempo deviene en hastío y desgaste emocional y físico. Morbo 2: Los pibes. La condición terrible de Stephen no le impide a Jane llevar adelante su proyecto de familia feliz tipo, y así es cómo nacen los tres niñatos. (Sí, Stephen Hawking la pone). Morbo 3: Cagarse encima. Stephen se convierte en un hijo más para Jane, a quien tiene que vestir, alimentar y limpiar, y a quien termina retando como a una criaturita. Morbo 4: Esposas abnegadas. Pero Jane aguanta y aguanta, porque se autoproclamó mártir y por cierta cuota de admiración hacia una figura brillante y repulsiva en igual medida. La caracterización física extrema se lleva todo puesto y arrasa con todos los premios. Morbo 5: Cañita al aire. Hasta que aparece un hombre en la vida de ambos, Jonathan, el director del coro de la iglesia, que se convierte en la mano derecha de Jane y Stephen en cuestiones de asistencia hogareña y crianza de los niños. Lógicamente, Jonathan representa, a su vez, el tan ansiado desahogo para una Jane ya abatida, el tercero romántico que viene a rescatarla de su martirio. Morbo 6: La culpa. La única noche en la que Jane finalmente se permite el placer carnal con Jonathan (nunca mostrado, apenas sugerido), la película decide castigarla con la nueva avería de Stephen: la imposibilidad de hablar y la traqueotomía. No sea cosa que el mártir se aparte un poco de su condición. El castigo y la culpa cristiana, ante todo. Morbo 7: La amante del disca. Una nueva mujer aparece en la vida de Stephen, que lo mira con los ojos con los que alguna vez lo miró Jane, con esa mezcla de fascinación, admiración y extrañamiento. El tipo es un genio embotellado en un esqueleto contrahecho. Morbo 8: El premio y los premios. Finalmente, Jane tiene su tan merecida redención y libertad. Y su libro, con adaptación a película, con varias nominaciones al Oscar. El mayor problema de La Teoría del Todo no es la repetición compulsiva (como si se tratara de un robot autoprogramable que dirige la película en automático), sino la incapacidad manifiesta de hacer de un lugar común algo nuevo, algo que salga de la insoportable comprobación: el freak, instalado en el centro de la cultura mainstream. Y su calvario como el parque de diversiones perfecto: veneración y condena, exaltación y rechazo. El sadismo, año a año, siempre tiene algo nuevo para regalarnos.
Mis modelos de conducta Cuando Louis Zamperini (Jack O’Connell) está a punto de competir en los Juegos Olímpicos, mientras canta el himno y espera, de pie, junto al resto de los deportistas, mira a su alrededor y sus ojos se posan sobre otro atleta, suponemos que de origen japonés. Esa mirada recíproca de camaradería, el gesto amable que se devuelve, adelanta un poco el mensaje: se trata de hombres de diferentes países, credos, religiones, reunidos bajo un evento común (llámase juegos olímpicos, llámase guerra mundial), que, bajo otras circunstancias, bien podrían haber sido amigos, camaradas. Cómo los acontecimientos pueden modificar por completo las relaciones entre los hombres. Cómo esos soldados, en realidad, no guardan ninguna inquina hacia quienes enfrentan, excepto el hecho de pertenecer a países distintos, enfrentados bajo guerras que no les pertenecen y a las que obedecen ciegamente. Muchas películas sobre la Segunda Guerra Mundial este año. Cada una desde su perspectiva, focalizándose, en la mayoría de los casos, en un hombre más bien extraordinario que supera los avatares de la guerra y se transforma en héroe y modelo de conducta. Todas basadas en hechos reales, como si acaso el mote le confiriera un aire aun más épico a la gesta heroica. Hay algo de mensaje aleccionador de vida también, una suerte de exhortación a que todos podemos superarnos si nos los proponemos. Si un tipo sobrevive a dos bombardeos de avión, a una estadía de un mes en una balsa en el medio del océano y a un campo de prisioneros japonés, imaginate vos, si no vas a poder salir adelante, con tus problemitas nimios de todos los días. ¿Tan desesperados estamos por encontrar un paladín que nos inspire? ¿Tan desahuciados estamos como para que nos vivan enrostrando modelos de conducta? Yo creo que sí, pero eso no implica bajo ningún punto de vista que vayamos a hacerlo, que vayamos a dejar de quejarnos de las pelotudeces de las que nos quejamos y tomemos súbita conciencia de que con esfuerzo y determinación todo se puede lograr. Pero ahí está Angelina Jolie para narrarnos la vida de Louis Zamperini, más que su vida, su derrotero religioso de toma de conciencia respecto de sus actos y de los del prójimo. Como buen ítalo-americano, Louis cree en la familia y en trabajar duro para ser alguien en la vida (no en el sentido protestante del trabajo sino ligado a la necesidad de salir adelante en el seno de una familia de inmigrantes humildes y como forma de reivindicación personal). Y, cuando se lo propone, llega a ser alguien, lo cual ya lo perfila como un ser extraordinario. Louis gana las olimpíadas y se va a la guerra, y ahí también sobresale, no por sus cualidades de combate, sino más bien por su gran obstinación para no darse por vencido. Cuando su bombardero cae en el medio del océano y Louis tiene que sobrevivir en una balsa durante más de un mes, lo que lo salva es la fe y la entrega para con sus compañeros. Cuando todos parecen listos para darse por vencidos, ahí están Louis y su conciencia para apuntalarlos y darles fuerza. Angelina Jolie nos contará en Inquebrantable más que la vida de Louis Zamperini, su derrotero religioso de toma de conciencia respecto de sus actos y de los del prójimo. Y Louis no solo es generoso con sus compañeros y amigos, también lo es con sus enemigos. Y ahí aparece la moralina: la religión es el motor de ese comportamiento y, en última instancia, de la salvación. Los que se salvan son aquellos que creen, que ayudan y, sobre todo, que perdonan, que ponen la otra mejilla. Y así es cómo Louis le pone la otra mejilla una y otra vez a su archienemigo, Watanabe, el oficial japonés que ve en él algo distinto (de nuevo lo extraordinario) y lo hostiga a la vez que lo seduce. La apariencia andrógina de Watanabe no hace más que reforzar el juego de seducción entre ambos (por momentos, parece y se comporta como una mujer, que ve en Louis a un hombre fuerte, protector y gentil). Pero como el sentimiento no es del todo correspondido, Watanabe redobla las apuestas a niveles vejatorios. Louis, como buen cristiano y modelo de conducta, perdona, durante y después de la guerra. “Vos y yo podríamos haber sido amigos”, le dice el oficial, a lo que él no responde. Pero, no bien se anuncia el rendimiento de las tropas japonesas, Louis, mientras sus compañeros festejan con birra y chocolate, corre a buscar a Watanabe, acaso para consumar el deseo, acaso para perdonar, como luego intentará hacer infructuosamente años más tarde. El hombre extraordinario que perdona, que busca a sus captores para hacer las paces, que luego dedica su vida a impartir la palabra de Dios, que logra volver a correr en las olimpíadas (de Japón) a los 80 años. Cuántos modelos de conducta trae este 2015. Cuántas lecciones de moral. Cuántos mensajes de fe y autosuperación. Parece que cada tanto hay que reflotar el cuentito de la crisis de valores de la sociedad moderna y enrostrar a algún que otro “basado en hechos reales” para devolver algo de esperanza. No sé ustedes, pero yo me quedo con John Waters, Lady Zorro, Bobby García y Leslie Van Houten, modelos de conducta sin valquirias ni dogmas.
Ser progres hoy Durante los últimos años, ciertos vocablos pasaron a bastardearse de manera pavorosa. Términos como “fascismo” (y su síncopa archi usada y gastada, “facho”) y “neo-liberalismo” perdieron cualquier tipo de precisión y especificad y se convirtieron en palabras de uso corriente, descuidado, inexacto y confuso. La liviandad y la imprudencia en la aplicación de estos términos creó nuevas realidades, nuevas formas de ver el mundo, de ver a las personas, sus motivaciones y comportamientos, y sirvió para segmentar, de manera básica y pueril, a los que estaban de un lado y del otro de esas calificaciones poco taxativas, sin mediar el más mínimo análisis o observación más o menos seria. No, los ideologetas, portadores de estandartes ideológicos pedorros (la mayoría, con culpa de clase, empeñados menos en llevar a cabo un análisis exhaustivo de las situaciones, la historia y los actores que en engendrar un enemigo al que combatir, a través de meras oposiciones binarias y maniqueas), instauraron este contexto (con toda la implicancia de esa palabra) semántico y, con él, todos las contextos que se desprenden. Cada nuevo acontecimiento, cada tema, cada evento es tomado como disparador para la polarización y queda sujeto a estas segmentaciones duales, sin matices o tonalidades, trazando nuevamente la línea y ubicando a las personas de un lado o del otro. O sos facho o sos progre. En Argentina, estas parecen ser las dos únicas clasificaciones socio-políticas plausibles dentro de las que ubicarse. Y así con todo, también con el arte. Y, por supuesto, con el cine. Cada película sirve para dividir las aguas maniqueas y, de nuevo, ubicarse de uno u otro lado. Cansada de las liviandades, cansada de las generalizaciones, cansada del pensamiento maniqueo, cansada de los pretextos para hablar siempre de lo mismo, cansada de las interpretaciones sesgadas, cansada de la ideología berreta que se cuela en cada área, me encontré con la última de Clint Eastwood, Francotirador (American Sniper), basada en la historia de Chris Kyle (Bradley Cooper), reconocido francotirador SEAL de la Marina de los Estados Unidos durante la invasión a Irak en 2003. La película y el mismo Eastwood han sido tildados de “fascistas”, “republicanos”, “nacionalistas”, “pro-guerra”. Estos son algunos de los adjetivos que han desfilado por las redes sociales estos últimos días, a boca de entendidos en asuntos de política y de cine que afirman, sin titubeos, que la película es facha y nacionalista porque defiende a Estados Unidos y a su política intervencionista, porque retrata a los soldados yanquis como héroes y a los iraquíes como monstruos y porque reivindica valores de heroísmo, violencia y odio por parte de los soldados del ejército yanqui hacia el enemigo. Las mismas personas, analíticas ellas, se pronunciaban de igual manera sobre La Noche más Oscura (Zero Dark Thirty) de Kathryn Bigelow, alegando que, como se muestra tortura y cómo esa tortura llevó a la captura de Bin Laden, la película (y su directora) reivindicaba ese método como herramienta válida en la guerra y lo hacía de manera celebratoria. Pareciera ser que para estos avezados críticos si un director muestra la tortura y los resultados de la tortura, si muestra a un tipo como “héroe” por atrapar y/o matar terroristas, entonces ese director es lisa y llanamente facho (con todo lo que eso trae, como estar a favor de la guerra y el intervencionismo). No hay lectura más allá de lo obvio: ni siquiera se intenta analizar si en realidad la película no expone un alegato mucho más fuerte en contra de esas cuestiones. Parece que si no hay un personaje abiertamente en contra o alguien que verbalice las barbaridades de la guerra, la película y su director pueden ser inmediatamente encasillados. La crítica política tiene que ser burda, entonces, para que pueda entenderse: el insulto a la inteligencia y la corrección política, de la manito. Pensemos el caso de Zero Dark Thirty: no basta con mostrar una escena en la que los soldados vuelven de la misión Bin Laden y son retratados como orangutanes, palmeándose los hombros y celebrando como si de la victoria de un partido de fútbol se tratase. No basta con mostrar un plano de la protagonista en un avión, quien, tras matar a Bin Laden, vuelve a su casa sola, como lo estuvo durante toda la película, con lágrimas en los ojos, perdida, sin tener certeza de lo que hizo o de lo que hará, habiendo dedicado los últimos 10 años de su vida a una causa. Un plano desolador. Un plano mucho más elocuente que cualquier verbalización ramplona. Nuevamente, sin grises, sin tonalidades, sin capacidad de comprensión más allá de lo obvio. American Sniper es la historia de Chris Kyle, un texano que quiere ser cowboy y termina enlistándose en la marina de EE.UU y convirtiéndose en francotirador “leyenda”. La historia arranca en su niñez, para luego pasar a la etapa adulta, cuando conoce a su esposa Taya (Sienna Miller) y empieza con las misiones en Irak. Chris Kyle es un patriota; él sí encarna los calificativos que se le han endilgado a la película (confundiendo personaje con ideología con película con director, una práctica típicamente progre-bovina): es nacionalista, ama a su país, está dispuesto a morir por él, cree en la política intervencionista de su país y sostiene que el enemigo es un monstruo (niños y mujeres incluidas, aunque le cueste un poco más bajarlos). Y lo que retrata Eastwood es justamente eso: un tipo embelesado con el ejército y con el lugar que va ganando en él. Chris Kyle, en la medida en que empieza a sentirse cada vez más funcional, en que se convierte en una leyenda, deposita toda su libido ahí. Conforme su reputación aumenta, disminuye su interés por su familia y sus hijos. Su vida está ahí, en el ejército, único lugar en el que es útil, valorado y vanagloriado. Y los esfuerzos infructuosos de su esposa por traerlo de vuelta no hacen más que enfatizar en él su deseo de ser parte de ese núcleo de pertenencia. Cada vez que vuelve a su casa, no logra desconectarse ni conectarse con su familia, y solo desea volver allí, donde, narcisismo de por medio, él es una estrella. Una vez en casa, hay una escena clave: en una subjetiva con el punto de vista de un arma de juguete, Chris se acerca a su esposa con intenciones de confraternizar, y la cámara la toma a la altura de la pelvis, a través del arma. El arma como elemento erotizante, como prolongación fálica de una masculinidad puesta íntegramente en lo bélico. Ya no hay vuelta atrás, el daño está hecho y es irreversible. Francotirador es, como también lo era Vivir al Límite (The Hurt Locker) de la mencionada Kathryn Bigelow, la historia de hombres que encuentran una identidad y una razón de ser en el ejército, en el peligro, en la camaradería con otros hombres, sin cuestionarse demasiado el por qué de sus acciones. Ellos solo saben que tienen que estar ahí y defender a su país, pero jamás se preguntan de qué ni de quién, ni si esa “defensa” está, de alguna forma, justificada. Clint Eastwood retrata en Francotirador a un tipo embelesado con el ejército y con el lugar que va ganando en él. El cine de Eastwood es contundentemente político y crítico de la institución: muestra una nación que es un semillero de combatientes que nacen con la convicción de que “EE.UU. es lo mejor que les pasó” y que están dispuestos a dar la vida por el país y defenderlo de cualquier enemigo externo. Esa convicción cuasi religiosa (profesada como una fe, de ahí que resulte axiomática) lleva a estos hombres a alienarse, a deshumanizarse y perder empatía por todos aquellos que no sean exponentes de “el mejor país del mundo”, se trate del enemigo que hay que aniquilar o la propia familia que reclama la vuelta al hogar. El lavado de cerebro es tal que el único lugar seguro en la vida es el campo de batalla, núcleo de pertenencia a la vez que legitimador de identidad. Al igual que en La Noche más Oscura, EE.UU cría soldados, les lava el cerebro con el cuentito intervencionista-salvador y los manda al frente de batalla para luego convertirlos en héroes en una pantomima ridícula y falsa. Por eso vemos, en los créditos finales y las imágenes de archivo, todo el show, que incluye fuegos artificiales, desfile por las calles, tributos, pancartas, para honrar a las personas que ellos mismos mataron. Eastwood hace que la procesión del horror sea solapada pero contundente. Pero andá a pedirle al progre-bovino que lea matices, a quien no puede ver otra cosa más que un alegato pro-guerra, nacionalista, fascistoide, de un director republicano que pretende crear un discurso panfletario sobre la guerra y la política exterior de EEUU. Desde que interpretaba a Harry el Sucio, Eastwood viene sufriendo esta clase de confusiones entre persona, película y personaje. El amor vence al odio. Los malos vencen a los buenos. Los progres vencen a los fachos. ¿Cuántos añitos tenés?
I’m in love with my tank En 1975, Queen lanzó, en el disco A Night at the Opera, la canción I’m in Love With my Car, himno pistero dedicado a un plomo de la banda, que amaba a su Triumph TR4 (auto deportivo británico de la Triumph Motor Company) más que a nada en la vida. El baterista Roger Taylor, él también amante de los autos, estuvo a cargo de las voces y la letra, una oda desenfrenada y onomatopéyica a los fierros. Una de las estrofas reza: “Told my girl I’ll have to forget her/rather buy me a new carburetor/so she made tracks saying this is the end now/cars don’t talk back, they’re just four wheeled friends now” (le dije a mi chica que la tengo que olvidar/prefiero comprarme un carburador nuevo/así que ella salió pisteando, diciéndome que era el final/los autos no contestan, son amigos de cuatro ruedas). Algo similar pasa en Fury, acá bautizada como Corazones de Hierro, título ñoño y sensiblero para referirse a un grupo de hombres, amantes de un amigo de más de cuatro ruedas, un tanque de guerra alemán, el Fury del título, capaces de sacrificar su vida por él y convertirlo en una suerte de altar sacrosanto, con todo lo sagrado y todo lo santo (moralina religiosa seudo existencialista incluida). Acá no hay minas que valgan ni persona alguna que altere el curso que los muchachos y el tanquecito deben seguir. La guerra se libra entre ellos y el resto del mundo. Se trata de cuatros soldados (Brad Pitt, Shia LaBeouf, Michael Peña y Jon Bernthal) que erigieron una cofradía, una hermandad (que no relación incestuosa) para matar nazis durante la segunda Guerra Mundial. Una Bastardos sin Gloria (Inglourious Basterds, de Quentin Tarantino, 2009) sin humor y cargada de solemnidad (pero con un Brad Pitt en modo Aldo the Apache, misma cara, mismas muecas). Los cuatro han estado juntos durante años, siempre siguiendo a Wardaddy (Pitt, aka, “el papacito de la guerra”) como el líder nato que es, en ese micromundo que es el tanque, similar a lo que simbolizaba el traje anti-bombas del escuadrón en Vivir al Límite (The Hurt Locker, de Kathryn Bigelow, 2008), una suerte de hogar a la vez que estilo de vida. Estos hombres no conciben otro lugar en el mundo que no sea el tanque. Y eso es Fury, un manifiesto masculino sobre las relaciones varoniles y la necesidad de crear un núcleo de pertenencia que justifique esa dinámica. Como pasa con la canción de Queen, este grupo no admite la presencia femenina (al igual que en Vivir al Límite, cuyos personajes femeninos eran retratados como una carga a soportar), ni real ni fantaseada, de ahí que la escena que se siente más incomoda a la vez que liberadora y esperanzadora sea la de la casa de las mujeres alemanas, escena por demás extendida que sirve para poner de manifiesto el potencial quiebre del grupo (por la intrusión de un otro, un otro femenino) próximo al inevitable final. Pero antes de eso, se suma al grupo el novato Norman Ellison (Logan Lerman), un rubiecito de ojos claros con acné y expresión de perro de canil esperando adopción. Y qué mejor familia para acogerlo que nuestros amigos del tanque. Pero a los muchachos fierreros les cuesta aceptarlo dentro del grupo, por eso lo someten a pruebas crueles para que demuestre su hombría y valor en el campo de batalla, y así se gane el ticket de admisión al selecto clan. Una coming of age bélica. Pero Norman es el único hombre íntegro, con alma y corazón, incapaz de matar nazis. Y Wardaddy viene a hacer las veces de su “daddy”, poniéndole límites pero conteniéndolo cuando es necesario. Entre todos le enseñan a amar al tanque, a cuidarlo como si fuera un integrante más, a venerarlo y a protegerlo. Y eso implica matar nazis, algo para lo que el pequeño Norman no está preparado, hasta que la presencia femenina (la escena en la casa de las alemanas) lo modifica y le hace torcer sus fuertes convicciones. Básicamente, el pendejo, después de ponerla y ver cómo matan a su novel amada, sale a liquidar nazis a lo pavote, en una súbita toma de conciencia, que, de todas formas, no termina de alejarlo del todo de su integridad, teniendo en cuenta que la película decide redimirlo con la supervivencia. Los lobos viejos, ya cansados, le ceden el lugar (tanque) al joven Norman, que tiene toda su vida por delante, en una suerte de traspaso de mando, no sin una cuota importante de ñoñez y lacrimogenia, especialmente por parte del bueno de Shia LaBeouf. Corazones de Hierro vendría a ser una Bastardos sin Gloria sin humor y cargada de solemnidad. Dato de (c)olor: actor del método, Shia determinó que para encarnar al personaje, la única forma de lograr verosimilitud y realismo era no bañándose durante todo el rodaje, proeza que le valió el odio por parte de Brad Pitt, que terminó fumándose su olor a culo y bolas embarradas por varias semanas. El método logró, además del mencionado efecto en el hocico de Pitt, unos lagrimales excesivamente mojados (producto de la mugre en los ojos, sospecho), dando como resultado un Shia LaBeouf sucio y lloroso durante los 120 minutos de metraje. Porque si de realismo se trata, otro punto a destacar de Fury son las balas láser, que se desprenden de cada arma, ametralladora o misil disparado, en una suerte de “homenaje” (¿voluntario?) a la Guerra de las Galaxias. Cine desconcertante, que le dicen. Pero volviendo a lo que nos compete, la película resuelve la última batalla y bautismo del pendex con una escena de una sandez inusitada: sobrepasados en número y armamento, nuestros muchachos deciden quedarse en una barricada a defender al tanque herido, cargándose ellos 5 (o 6, si contamos al amigo ciempiés) a casi todo el batallón germano, de la noche a la mañana (literalmente, porque la película pasa de un mediodía soleado a una noche cerrada en cuestión de segundos). Bueno, a casi todos. Y así es cómo nace un nuevo héroe, un hombre renacido, un hombre desvirgado, un adulto que toma la tradición viril de sus compañeros y se erige como nuevo monarca del tanque. Porque los tanques, como los autos, son amigos fieles, amigos con ruedas que no hablan, no se quejan, solo están ahí para acompañar y ayudar a los niños a hacerse hombres.
En el inicio de Belleza Americana (Sam Mendes, 1999) el personaje de Lester Burnham se muestra como la tentativa de todo aquello que posteriormente no se cumple: la destrucción de una sociedad cuyos valores presuponen la más alta pauta de hipocresía posible. Hacia el final, lejos de reivindicar cualquier posible crítica, la película precisa encontrar un perfecto monstruo en quien concentrar su horror. Ese monstruo es el vecino nazi, que acaba con quien acaso sea el personaje más libertario, el mencionado Lester. A su vez, el hombre se suicida: el horror de los valores tradicionales jamás queda en cuestión y nada cambia. La misma tentativa (acompañada de la posterior decepción) sucede en Foxcatcher, donde el centro está dado por el imaginario de familia que la película dispone, como si se tratara de una tesis sobre los valores medios del sueño americano. Si toda familia es un sistema en el que cada integrante cumple un rol determinado, el cual, a su vez, se relaciona de cierta forma con el resto de los roles, instaurado ese sistema (los roles se adoptan casi de manera involuntaria, por una dinámica que se les impone), los integrantes tienden a recrearlo fuera del núcleo familiar primario, es decir, en sus vínculos interpersonales, ya sea el ámbito laboral, la filiación matrimonial y los hijos, las amistades. El rol que cumplimos en el seno de los núcleos familiares primarios nos determina de por vida. En Foxcatcher hay algunos sistemas que funcionan y se recrear, dando a luz a nuevos sistemas. El problema es que la película jamás echa luz sobre ninguno de estos temas, sino que simplemente los describe, los pone sobre el tapete. Del mismo modo pienso pararme frente a esta película mediocre: describiéndola. Sigamos. John Du Pont (Steve Carell) es una figura enigmática. Hijo de familia monoparental (no hay referencia alguna a la figura paterna), la relación con su madre (Vanessa Redgrave) es un tanto disfuncional. Es el hombre rico que nunca hizo nada productivo de su vida excepto gastar la fortuna familiar, obsesionado con ganar la aprobación de una madre displicente y absolutamente indiferente. John necesita una meta en su vida, un propósito que llene sus abúlicos días y se convierta en puente para obtener el beneplácito materno. Por eso se aboca de lleno al equipo de Lucha Olímpica, del cual se autoproclama entrenador y mentor. La presencia de su madre es una suerte de fantasma que sobrevuela la película, una figura amenazante en tanto intangible y casi invisible. Las pocas escenas en las que aparece son suficientes para dar cuenta de la relación entre ambos: la demanda no satisfecha, la búsqueda de aprobación, la descalificación automática, la repercusión en la autoestima. Pero ahí donde un director cáustico se hubiera hecho una comilona, bueno, el pobre de Bennet Miller nos manda un canapé. Mark Schultz (el campeón olímpico que se muda a la casa de John Du Pont, interpretado por Channing Tatum) tiene una historia similar a la de John, excepto que la búsqueda de aprobación está direccionada hacia su hermano y entrenador, Dave (Mark Ruffalo). La ausencia de relación paterno-filial lo obliga a tomar a su hermano mayor como padre y referente, hasta que se cansa de vivir en sus sombras y acepta la oferta de John, que pasa a tomar el lugar de Dave. Ahora Mark ve en Du Pont una figura de autoridad, una persona a quien admirar y en quien confiar, trasladando así la modalidad del vínculo anterior. Todo muy lindo, todo muy psico, pero con un grado de berretada importante, precisamente porque el asunto no profundiza en ningún momento. Con suerte que los temas estén ahí sobre la mesa, como en las cenas de fin de año. John lo ampara y ambos entablan esta suerte de relación (manifiestamente homoerótica) en la que cada uno reproduce su esquema y trata de imponerlo sobre el otro. John intenta encontrar en Mark un confidente, alguien que lo admire y lo respete de manera automática, alguien a quien manejar. Y Mark acepta el rol sin dudarlo, en busca de otra figura a la que seguir sin demasiados cuestionamientos. Ambos cumplen el rol que nacieron para cumplir a la vez que desempeñan el rol que el otro les asigna, reproduciendo así sus propios esquemas. Quizás ahí está el dato más interesante de una película calculadora y especulativa con el escándalo-morbo del caso real. Sin ir más lejos, Miller es especialista en esto de los casos reales. Pero retomemos. Dave, por su parte, es la piedra en el zapato, el tipo sano, el padre ejemplar, preocupado antes por su familia que por cualquier cuestión económica o profesional, capaz de dejar pasar una gran oportunidad laboral por estar con su familia. Es el tipo relajado y copado, empático, generoso en su saber, trabajador. Es, si se quiere, el único y verdadero continuador de las tradiciones normativas de una ética protestante. Esa misma ética de los padres de la nación, linaje al que pertenece Du Pont, linaje que no puede sostener con sus actos. Y la película se encarga, desde el primer minuto, de posicionar a los individuos de un lado u otro de la vara moral en relación a esa ética particular. La disfunción de Mark y John los coloca del lado de los perdedores, los patológicos, y les da un final coherente. Mark y John son exhibidos (y animalizados) como “errores” del sistema, excepciones. Dave, por el contrario, es el héroe que la película reivindica, en contraposición constante a los anteriores. Con John se contrapone porque él es el líder y el entrenador, mientras que John es el payaso que intenta imitarlo. Con Mark se contrapone porque él es el hermano ejemplar, el deportista nato que no carga con el don como una cruz, porque es el hombre que, pese a compartir historia familiar con Mark, pudo sobreponerse, construir su vida y formar una familia, cosa que Mark no pudo. La muerte de Dave no deja de ser una vindicación, el tipo que muere por culpa de su hermano (que lo hace ir ahí en primera instancia) y por culpa de Du Pont y su enfermedad mental, y termina convertido en héroe. Como en Belleza Americana, el problema jamás puede estar en las bases del sistema, sino en la incapacidad manifiesta de incluirse. Por eso Foxcatcher se siente tan cómoda plagada de loquitos: no hay mal que por bien no venga.
Me gustan las películas en las que hay sexo. El sexo es parte de la vida y, como tal, me gusta que se retrate sin tapujos, como corresponde. No me gusta el sexo sugerido o insinuado, me gusta verlo y que parezca real. Onanismo baziniano, si se quiere. Abel Ferrara retrata la carne y el sexo de manera bestial, como un reflejo de lo que está adentro, encarnado, como una furia contenida, imposibilitada de salir por otro lado. No es casual la elección de Gérard Depardieu como Devereaux, con su figura descomunal, su obesidad descarnada, brutal, amenazante, los pliegues de carne que caen, rebotan y rebalsan el cuerpo, la celulitis que carcome la flaccidez, el rostro peculiar de la nariz partida y la sonrisa obscena o simpática, dependiendo de cómo se la mire. Depardieu mira a cámara cuando un grupo de periodistas le pregunta qué siente al encarnar a este personaje, a lo que responde que prefiere interpretar a hijos de puta que odia, le sale más fácil, y que lo más satisfactorio es hacer que el público llore mientras él se está riendo. Ese es el juego. Y Ferrara y Depardieu saben jugarlo con astucia y pericia. Los cuerpos que desfilan por la película se suceden como modelos en una pasarela, una detrás de otra, mecánicamente ejerciendo la profesión por la que fueron convocadas. Las prostitutas van pasando por el cuerpo de Deveraux, el animal feroz que responde a sus instintos vitales de reproducción. No hay tanto placer en esos instantes de juerga sino el lacónico momento de descarga. La eyaculación en los cuerpos, en la boca, como rastro casi visible y palpable de los actos de un hombre que se asume como adicto al sexo y cuya condición pareciera exonerarlo de toda responsabilidad. Y es esa supuesta adicción, esa voracidad, ese salvajismo, el desborde absoluto, lo que lo lleva a cometer el abuso que termina por hundirlo. En un mundo regido por contactos, arreglos económicos y buenos abogados, donde la impunidad se compra o se adquiere por status social, Deveraux actúa preso de ese poder (cuando le inquiere a la mucama “¿sabés quién soy?”) pero, especialmente, de su patología y sus instintos salvajes. De ahí que lo veamos casi indefenso en la cárcel, con sus carnes descomunales colgando, vencidas, desvencijadas, sometidas a vejaciones que no respetan status ni jerarquías. El tipo que tenía la vida arreglada (la película está basada libremente en el caso Strauss-Kahn) y que termina preso y condenado al ostracismo por “masturbarse en la boca de una mucama”. Ferrara sabe cómo arrastrarnos de las narices y convertirnos en voyeristas desesperados. Y la esposa, habiendo invertido tiempo y esperanzas en ese futuro, se descompensa, se enfurece y reprocha, se reprocha haber desperdiciado su vida con un salvaje. Pero vuelve y las discusiones se suceden, como las prostitutas, como los viajes, como las estadías en los hoteles, como los intentos de violaciones. Nada parece perturbar a Deveraux, ni las acusaciones ni la condena. Su mirada se queda suspendida en el infinito, perdida en algún punto. Pero el recordatorio del artificio vuelve con la mirada a cámara, y Depardieu nos recuerda, una vez más, que se está riendo, mientras nosotros observamos, impávidos, a una especie de monstruo. Todo es una farsa, el sexo compulsivo, las putas hermosas que se te tiran champán en el cuerpo, la impunidad, las discusiones, los arrepentimientos, la congoja, la culpa (casi inexistente). Pero Ferrara sabe cómo arrastrarnos de las narices y convertirnos en voyeristas desesperados, adictos a esas imágenes, a ese artificio que no se molesta en esconder, como un mago que revela sus trucos pero nos sigue hipnotizando. Porque el artilugio que nos regala está vivo, es brutal y bruto, y nos deja suspendidos, sin poder juzgar ni terminar de horrorizarnos. Ferrara nos da vida, nos da sexo, nos da carne y quienes amamos las tres cosas no podemos más que caer rendidos frente a semejante lucidez.