Una mujer y un tema no turístico, en los suburbios de Bariloche No se necesita demasiado despliegue, ni tampoco un tema trascendente, de tapa de diario, para conmover. En el caso de la no ficción, como es el de Dulce espera , de la cineasta barilochense Laura Linares, la emoción está dada por la soledad en la que se ve atrapada Valeria, una joven humilde, que sobrevive con todas sus limitaciones, con su pequeño hijo a cuestas, mientras aguarda que Lucas, su pareja y padre del niño, salga finalmente de prisión y pueda volver a su lado. En cuanto a anécdota no hay demasiado más, algunos momentos íntimos, una cámara que recorre el rostro de esta mujer envejecida por la dureza de un devenir sin demasiadas sorpresas, más que la que puede dar el clima, tan llena de contradicciones como lo es Bariloche (la imagen buscada esta vez no es precisamente la de la postal para turistas) y los suburbios. Linares elude las convenciones documentales y prefiere editar los registros de manera tal que la historia se cuente por sí misma. Más allá de un prolijo trabajo de encuadres y una fotografía realista (digital, como la proyección), otro gran mérito está en el montaje, que permite armar al personaje sin demasiadas explicaciones, sólo unas breves referencias dadas por los diálogos. Quizá lo elemental de lo que se cuenta genere una sensación de vacío angustiante, pero es precisamente ese dolor que no suele exteriorizarse el que la realizadora intenta transmitir al entrometerse en el mundo de una mujer seguida más allá de su embarazo y soledad, cuando la idea de espera cobra un sentido más amplio. No es poco.
Diego Recalde se toma el cine en broma y no le va para nada mal Diego Ogeid (Diego Recalde) es un joven que quiere filmar una película pornográfica pero apta para todo público. Su amigo Jaime Petesh (Martín Policastro) es un joven con serias dificultades para relacionarse con las mujeres y para colmo, cuando finalmente lo consigue, está convencido de que se contagió algo. Estos auténticos perdedores son los ejes principales de Sidra , película que hasta ahora logró ser exhibida unas pocas veces en forma transversal, aquí y fuera del país, y que por esas cosas del destino consigue finalmente una sala de estreno (el Multiplex Lavalle), ¡ocho años después de terminada! Parece un chiste filmado, y lo es. Si hay algo que caracteriza a Sidra es que se trata de una película hecha por un grupo de graciosos que no pretende ser otra cosa que una broma. Si a diferencia de lo que ocurre con otras bromas, por ejemplo las provenientes de la industria de Hollwyood, que las hay y son de trazo muy grueso, ésta costó tan solo 700 pesos (hace ocho años), la satisfacción es por partida doble o triple. Y si encima tomamos como mérito haber sido hecha hace todo ese tiempo (cuando sin lugar a dudas todo era todavía un poco menos transgresor), bueno, el cartón se completa todavía más. Diego Recalde se propuso hacer lo que se conoce como una boutade (broma en francés) y lo consigue. La idea de poner en la mira a la misma gente de su entorno, formada en la Escuela Nacional de Cinematografía es de por sí risueña, como también lo fue, bastante después, la farsa cinéfila Upa, una película argentina , algo menos disparatada que ésta, pero igual de fresca y a prueba de mirada sesuda a la hora del juicio crítico. El montaje fotográfico (experimentado desde tiempos inmemoriales, explotado con fines dramáticos en La jetee , de Chris Marker, y repetido recientemente por algunos cineastas independientes), es otro de los tips de esta aventura, a la que no le faltan ni un numerito musical ridículo (a propósito de la Escuela de Cine oficial) ni una seguidilla de delirios todos muy oportunos (uno muy gracioso con el fallecido Federico Klemm). Que quede en claro: sólo es posible aceptar Sidra en los términos de una película filmada con unos pocos billetes pero con muchas ganas de reírse frente a un espejo. Lo curioso de todo esto es que habida cuenta de muchas otras producciones de diversos orígenes, que increíble e injustificadamente tienen salida comercial, ésta incluso puede sobresalir. Dos buenas para poner en Twitter: se dio en varios festivales, como el de cine pobre, en Cuba, y en el de cine del conurbano de Banfield, entre otros. Y ríase la gente.
Luis Ortega explora el surrealismo y el existencialismo sartreano Nada mejor que comenzar el año con cine nacional de autor. Luis Ortega ya ha dado muestras suficientes de que está fuera del registro habitual de la producción local de uno u otro palo. Sus obras tienen un sello distintivo. Hace ocho años sorprendió con Caja negra y hace cuatro con Monobloc, historias protagonizadas por marginales aislados entre paredes que limitan con la nada o, como en el caso de Los santos sucios, de lo poco que queda de la humanidad tras una guerra y las ruinas donde se mueven los sobrevivientes, impulsados por una inercia que los conducirá una vez más hacia la nada. En El ser y la nada, Jean-Paul Sartre declara la libertad de las personas para escoger sus conceptos de comportamiento y libre pensamiento. Rey y Cielo (Alejandro Urdapilleta y Ortega) que sueñan con huir en un coche destartalado; Mudo (Emir Seguel) que marca el paso del tiempo haciendo sonar un viejo campanario abandonado; Berry (Rubén Albarracín K.J.) y su autismo; Brian (Brian Buley), un niño chueco avejentado y Monito (Martina Juncadella), la última mujer que repite que solo puede vivir del amor, dramatizan la idea de aquel ensayo con el que Sartre conmocionó al mundo en los años 40. "El encanto de la humanidad no estaba en su posible salvación sino en su inevitable catástrofe", reza un cartel que prologa la acción. "Al terminar la guerra hubo quienes no murieron ni fueron rescatados por las fuerzas del orden. A estos, que no tenían donde ir, solo les quedaba cruzar las grandes aguas", explica. Esas aguas, bautizadas Río Fijman, homenajean a Jacobo Fijman, el poeta de origen judío y perteneciente al grupo Martín Fierro, que a partir de la década del 20 comenzó a padecer crisis mentales, se dejó seducir por el surrealismo, conoció a Artaud, y del misticismo saltó al cristianismo antes de ser diagnosticado como psicótico delirante en 1942, sufrió sucesivas internaciones y fue tratado con electrochoques, hasta su muerte en 1970. "Demencia: el camino más alto y más desierto", comenzó uno de sus últimos poemas. Entre el existencialismo sartreano y el surrealismo emergente de Fijman se ubica Ortega, con su cámara preocupada por encuadres perfectos, por un discurrir sin soles ni lunas, con reflejos en medio de grises o algún tímido destello nocturno en un fondo negro que puede ser tan vacío como el blanco del desierto final, con su mirada piadosa a este escuadrón sui generis de criaturas que hacen lo que pueden para esquivar a la nada. Del grupo actoral sobresalen Urdapilleta y en especial Jucandella. A la impresionante fotografía de Guillermo Nieto hay que sumar el arte de Anna Carnovale, con algunos buenos efectos escenográficos, y la música de Leandro Chiappe. Es oportuno, además, que en los créditos finales Ortega agradezca a Fernando Noy, Leonardo Favio y Edgardo Cozarinsky: hay mucho de ellos en su cine.
Un ladrón en un laberinto de horrores Arkin es contratista, encargado de arreglar puertas y ventanas en la casa recién comprada por una joven familia. Como acaba de salir de la cárcel y tiene que conseguir una buena suma de dinero para salvar a su esposa e hija de la presión de unos prestamistas, acepta pagar dos deudas en un solo tiro: la que tiene con su ex esposa y la otra, con un grupo de ex convictos como él con los que compartió prisión. Experto en cajas de seguridad, piensa aprovechar la ausencia de sus empleadores para saquear la casa, pero he aquí que un psicópata lo desayuna y cuando entra en la casa supuestamente vacía encuentra a los propietarios al filo de ser despanzurrados y él mismo a merced del desquiciado "coleccionista" y sus trampas de cazador, que podrían mutilar a cien osos en minutos. El guión, que comenzó siendo la precuela de El juego del miedo , describe con bastante precisión la doble angustia del protagonista, pero no tira pista alguna del porqué del criminal que opera embozado (como en viejos tiempos Hannibal Lecter) además de que es un fumigador. Si bien los debutantes (en la dirección) Marcus Dunstan y Patrick Melton (guionistas de las partes 4, 5 y 6 de la serie "...del miedo") logran inquietar a los espectadores con buenos recursos hasta la primera mitad, es decir, hasta que se desata la primera secuencia de violencia descarnada, en la segunda dan paso al catálogo de porn torture (golpes bajos con tenazas, agujas y tanzas, hojas afiladas, cuchillas listas para mutilaciones varias, ácido sulfúrico y hasta felinos partidos al medio). La primera mitad augura una segunda al menos interesante. Lamentablemente eso no ocurre, y lo poco de bueno se va al diablo con un remate muy tramposo que, era previsible, promete secuelas. La paradoja: con la misma infraestructura, algo de su estética y hasta con los mismos actores de El juego del terror se podría haber hecho una película de género mucho mejor. Pero se hizo ésta. Una lástima.
Birmania, imágenes clandestinas El documental del cineasta danés Anders Østergaard fue candidato al Oscar Los conflictos étnicos y políticos vienen marcando a fuego la historia de Myanmar (Birmania), en los viejos tiempos de monarquía y colonia británica, y en sucesivos regímenes, hasta la dictadura militar de las últimas tres décadas. Centrado en la masacre de Rangún, Burma VJ deviene una prolija y tensa edición de videograbaciones sobre la realidad de aquel país asiático que habitualmente son enviadas, por distintos medios al exterior -siempre clandestinamente-, para ser subidas a Internet o mostradas en informativos extranjeros. En este caso el protagonista es Joshua, uno de los jóvenes periodistas que trabajan para rebatir la propaganda oficial y puntualmente echar una mirada al alzamiento masivo de monjes budistas ocurrido en diciembre de 2007. Por un lado, las imágenes de Joshua y su equipo de camarógrafos; por el otro, la impronta de Østergaard puesta en retratar esa actividad que en forma permanente elude ser descubierta y reprimida, algo cotidiano en un país donde reina el control absoluto por parte de las fuerzas militares. El efecto de Burma VJ es contundente en un sentido periodístico, en virtud de que la necesidad de revelar una verdad está en ese material rodado furtivamente y a riesgo de la propia vida de los reporteros birmanos que llevan a cabo la difícil tarea para sacarlo del país y así mostrar al mundo una realidad trágica. Tres de los reporteros del equipo, informa la pantalla después del sangriento desenlace de los acontecimientos, fueron apresados y a la fecha del estreno del film aguardaban una condena a prisión que probablemente sea de por vida. El resto es un proceso de edición preciso, con un claro concepto de qué es lo que se quiere contar, sin intermediación alguna que pueda poner en peligro la autenticidad del registro. Resulta obvio advertir que la propuesta de Østergaard, que fue candidata al Oscar, no es de fácil digestión. Sin embargo, resulta imprescindible para conocer cómo estos monjes y el periodismo son víctimas de la opresión, la persecución, la cárcel y la muerte en un régimen impiadoso.
Una historia real de la Guerra de Malvinas El 21 de mayo de 1982, el Harrier que piloteaba el inglés Jeff Glover fue derribado en Malvinas. Tras eyectarse, herido, Glover fue capturado y se convirtió en el único prisionero británico de la contienda, confinado en un improvisado hospital de Puerto Howard. Por mes y medio Glover estuvo recluido en un país del que en el extranjero, y en materia de derechos humanos, se conocía mucho más que fronteras adentro. En ese lugar fue atendido por Luis Reale, médico del Ejército Argentino de Curuzú Cuatiá. La cineasta correntina Victoria Reale, hija del médico militar, entrevista a Glover y a su propio padre. Cada uno, desde su perspectiva y a partir de sus propias palabras, repasa experiencias que ninguno de los dos hubiera imaginado posibles, a partir de una singular coincidencia. Ocurre que, según lo dicho, el médico militar habría sido presionado por sus superiores con subterfugios para torturar a Glover (Reale recuerda que su superior dijo "presionar") en busca de "posible información", orden que desobedeció. Reale da las razones de su decisión. También se explica cómo el diario Convicción (vinculado a Emilio Eduardo Massera) quiso aprovechar al prisionero como "trofeo de guerra", antes de la rendición argentina. Reale viajó a Londres para entrevistar a Glover, quien se convierte así en un cronista calificado de Malvinas, igual que a Reale, que lo hace a regañadientes, empeñado en olvidar aquel mal transe que lo marcó a fuego. Con un discurso clásico en cuanto a registro documental, Reale trabaja su propuesta a la manera de ensayo sobre temas que siempre vuelven, como la tortura, la obediencia (y de hecho la desobediencia) dentro de las estructuras militares, así como la construcción del enemigo en tiempos de la dictadura. En cuanto a propuesta documental, se trata de un producto que recurre principalmente a cabezas parlantes, no obstante es fuerte el impacto que genera como mirada comprometida desde lo personal. El contenido tiene peso propio referido a un tema que más allá del paso de los años sigue dando que hablar. El público sabrá apreciarlo.
Minotauro en un bosque de Pehuajó Una lograda revisión del mito griego Dannenberg vive solo en el medio de un bosque en casa sin número. Caza un conejo, rinde tributo a un par de tumbas coronadas por el signo de un Minotauro (un círculo de madera) y espera. Su péndulo está inmóvil hasta que comienza a funcionar como puesto en marcha por el destino. Dannenberg sabe que está por llegar quien descubrirá allí a su monstruo interior y ocupará su lugar. El bosque , la ópera prima de Pablo Siciliano y Pablo Laserre, que tienen 26 años y son de Comodoro Rivadavia, costó nada más que 4000 dólares. Los dos coincidieron en La Plata, en la Facultad de Bellas Artes, donde estudiaron cine. El suyo es un relato de suspenso austero, con muerte anunciada. En buena medida, el efecto hipnótico del film es producto de su excelente encuadre apaisado, y la fotografía trabajada con puntilloso cuidado -en HD- por el mexicano Pablo Alberti y el argentino Pablo Yanelli. Sorprenden las actuaciones, en especial la de Oscar Pérez, un actor teatral de Pehuajó (donde tuvo lugar el rodaje), que con pocas palabras y miradas muy trabajadas conmueve; también las de la pareja, Ariadna y Martín (el nuevo Teseo), que llega al lugar para romper la rutina de este hombre que parece sacado de La casa de Asterión , de Jorge Luis Borges (a cargo de Paula Brasca y Martín Markotic). En medio de ese páramo se quebrará el devenir de la nada para dar paso a la violencia, a la posesión, al hecho de sangre y al ritual que marca un nuevo inicio. "El Minotauro apenas se defendió", dijo Teseo a Ariadna, en palabras de Borges, y aquí esta historia se repite, porque Dannenberg, según Laserre y su coguionista Gastón Markotic, conoce el desenlace y no se resiste. A pesar de algunos desajustes del guión que perjudican los muy buenos climas logrados, es importante destacar la patriada de la Facultad de Bellas Artes de La Plata en esta producción, que no es la primera (los cortos Toro verde y Túneles en el río , visto en el Festival de San Sebastián; el largo Los chicos desaparecen , especiales para el canal Encuentro) y que seguramente no será la última. Una sorpresa que reconforta, entusiasma y habla de futuro promisorio, que no es poco.
La misma historia de terror, por séptima vez Hay público para todo tipo de películas, porque dice un viejo refrán que "en materia de gustos y colores no hay nada escrito". Sin embargo, cuando se trata de obras como ésta, perfectamente calificable como torture porn , la cosa cambia. La serie de films El juego del miedo , que ya va por su séptima entrega, no es más que eso, una rutina sangrienta llevada al límite de lo tolerable para cualquier ojo sensible. Vacía de contenido, sus argumentos son más elementales que los de cualquier mala película de clase ultra B. Tratemos de ser breves: John Kramer (apodado Jigsaw) es un conocido asesino en serie, una especie de justiciero (¿?) sui generis que arma aparatos en los que pone a prueba a sus víctimas muchas veces en pareja: una sobrevivirá gracias al fracaso de la otra, y así sucesivamente. En este episodio, Umbrella Health es una empresa de seguros médicos dispuesta a frenar los tratamientos que no implican un buen negocio, entre ellos el cáncer avanzado del citado criminal, que decide vengarse de cada uno de los miembros de esa empresa, entre ellos su CEO. También están el siniestro forense Hoffman, varias máquinas picadoras de carne humana y un final con ácido fluorhídrico y tripas al aire. En síntesis, una rutina muy parecida a la del episodio inmediato anterior, y así sucesivamente. Para ser claros: hay quienes les gusta este tipo de películas simuladoras de torturas. Es todo un derecho. Pero eso sí, negar que se trata de un cine que abreva en el sadismo conlleva una decisión, y no se trata de una decisión común y corriente, sino una que implica una buena dosis de perversión. En primer lugar, El juego del miedo VII se ubica en las antípodas del buen gusto y en consecuencia del cine serio, aunque tenga seguidores que valoran este tipo de subproductos con calificativos que le quedan grandes. Es justo reconocer que hay excelentes películas de terror, desde Suspiria hasta Carrie y El resplandor . Pero ni por asomo éste es uno de esos casos, sino todo lo contrario. Surge entonces una pregunta: quienes las consumen -y son muchos- ¿se divierten con este tipo de propuestas una, y otra, y otra vez? La respuesta no es alentadora: parece que sí.
Un babysitter chino de la CIA El infalible Jackie Chan enfrenta a agentes rusos y a tres niños de pesadilla Un poco de Mi pobre angelito , mucho del humor estilo Mel Brooks ( Superagente 86 ) y para completar el talento popular de Jackie Chan para este tipo de comedias que sólo buscan el entretenimiento y la sonrisa de chicos y grandes. No se trata de un formato nuevo. Todo lo contrario. La lista incluye mejores (mucho mejores) y peores (mucho peores) propuestas. Ubicarse en un punto intermedio es todo un mérito de Mi vecino es un espía , dado que en la línea de producción hollywoodense cada vez más frecuente el humor chabacano, desagradable y lisa y llanamente idiota que, por suerte, aquí no aparecen. Chan encarna a Bob Ho, un hombre inofensivo pero algo enigmático que para todo el mundo es un importador de lapiceras oriental, gentil pero algo torpe y sobre todo poco agraciado en su figura. Apenas comienza la proyección el guión revela que ha convencido a su bonita vecina, divorciada y con tres pequeños hijos, todos muy inteligentes pero a la vez con bastantes mañas, de que sea su pareja. Ellos, como un coro infernal, se burlan de él toda vez que pueden. Lo que no imaginan es que en realidad este hombrecito con buenos modales y anteojos es, en verdad, un agente de la CIA acostumbrado a desarmar planes de malvados agentes rusos y terroristas con gadgets de todo tipo. Y la cosa se complica no sólo cada vez que suena su humilde beeper, sino en particular cuando el más brillante de los tres pequeños baja de la PC del padre postizo y a su iPod una clave muy importante para la seguridad mundial que confunde con la grabación pirata de un show musical en vivo. Además, la madre ha partido de viaje y él se ha quedado a cargo de todos ellos. "He derrocado a dictadores", les dice a sus colegas antes de despedirse de ellos, con la intención de hacerlo para siempre "¿Tres niños van a poder conmigo?", remata. A partir de ese instante comienza su carrera loca y a los saltos (en España se la estrenó como El gran canguro ). Es preciso reconocer que los sketches se sustentan en la acción pero resultan efectivos. A decir verdad, todo es deliberadamente ridículo y las que sobresalen no son precisamente las correctas actuaciones de Chan (muy gracioso pero salvado por cinco dobles de cuerpo y efectos especiales a la hora de pegar saltos imposibles) ni de Amber Valetta ( Duplex, Hitch ), sino la de los niños, en especial la de Madeline Carroll, y la dirección de Brian Levan (autor de la memorable El regalo prometido ).
Acerca de presencias y ausencias La documentalista Carmen Guarini se aproxima a la figura de Carlos Gorriarena Se habla de un artista, pero no se dice más que la versión apocopada de su apellido. No se deja constancia de fechas ni de datos muy precisos. Tampoco aparecen sobreimpresos los nombres de quienes desfilan delante de cámara, sólo unas pocas referencias a su relación con el personaje en cuestión. Es más: quienes suponen que en Gorri van a ver un desfile de las obras de Carlos Gorriarena a lo largo de su vasta obra, que créase o no ha merecido hasta ahora un mejor reconocimiento quizá por su marcado desinterés por la popularidad vacía de contenido, saldrán defraudados. Gorri es una propuesta que, como toda la obra de Carmen Guarini, habla de ausencias y de presencias. Es difícil entender a un pintor a través de la mirada documental, cuando en realidad no es la intención dejar testimonio de una obra que merece ser vista en una sala de exposiciones, sino del artista que se esconde y a la vez se muestra a través de ésta. La figura de Gorriarena, sin duda uno de los grandes artistas argentinos de la segunda mitad del siglo XX, aparece recuperada en este trabajo a partir de su ausencia (Guarini emprendió el camino de este documental a partir de la organización de una importante retrospectiva de sus últimas obras en el Centro Cultural Recoleta), pero también de su presencia indeleble en los recuerdos de sus familiares (su viuda, sus hijos), de sus discípulos que analizan su obra con poco frecuente profundidad, amigos y colegas. No es para nada sencillo lograr que esto ocurra e impacte en el espectador, que puede o no conocer previamente al personaje. Guarini lo consigue con registros propios y unos cuantos ajenos con la palabra de Gorri, pero más que con cabezas parlantes (la del homenajeado o las de los otros), con ideas que se suceden sin solución de continuidad. Así se lo ve al pintor cuestionando el carácter social que se le ha querido dar a su obra en más de una oportunidad, y cuestionando incluso el destino social que se le quiere dar muchas veces al arte, dando a entender que el sentido de una obra está dado, finalmente, por quien lo contempla. Hay un par de secuencias memorables en el restaurante El General (una con Gorriarena otra sin él pero en la misma mesa), en las que todo su ideario aparece por sus propios dichos, o releído y actualizado por sus discípulos o seguidores. A la cámara de Guarini, la selección de registros de otros cineastas (hay uno muy interesante de Jorge Coscia, rodado en 1968 en el taller de San Telmo) y la excelente edición de Martín Céspedes, es justo un lugar para la oportuna elección, como cierre, de la Milonga pour aimer, un tema pura emoción del Tata Cedrón.