En las sombras La venganza es uno de los móviles más interesantes y ambiguos para dar lugar a un relato. Su complejidad pero su inmediata identificación con el espectador a partir de la tragedia la hacen el motor de algunas de las más reconocidas obras en cualquier formato (¿necesitó mencionar a Hamlet o The Punisher, por mencionar dos cosas completamente diferentes?). En el cine también hay una larga historia de títulos con diferente suerte y recepción, además de diferentes marcos y contextos que permiten construir a la venganza desde una visión estética y narrativa enriquecida o completamente abyecta y superficial (pienso en una película espantosa como Un hombre diferente, de F. Gary Gray). Con Al filo de la oscuridad sucede algo interesante: quienes hayan visto los avances se imaginarán que hay acción a raudales y un héroe arquetípico, pero se trata de un thriller intenso con un contexto y un subtexto medianamente elaborado, algo rústico e irregular desde el guión, pero entretenido. Y tiene a un Mel Gibson en plan de un antihéroe por el cual sentimos empatía desde el minuto uno y a un enorme (¡cuando no!) Ray Winstone como una sombra cínica (no es casual la cita a Diógenes) que sobrevuela al poder y se encarga de “arreglar” las cosas de acuerdo a quién le haya pagado mejor. Para entender Al filo de la oscuridad hay que remitirse a las películas de acción de los 70´s en varias cuestiones: en primera instancia el tópico de la venganza, en segunda el montaje seco para construir las secuencias de acción, además del reposo de la cámara para que luzcan los planos generales, y en tercera está la ambigüedad moral de quienes otorgan justicia y quienes se mantienen al margen de la misma, dando lugar a la incertidumbre institucional que caracteriza al policial negro clásico. Los diálogos son otra clave donde pueden verse los rasgos que definen a este subgénero a nivel discursivo: detrás de cada línea se adivina una segunda intención, una suma de one liners claros y concisos que detrás de su síntesis ocultan un mundo donde la inseguridad se adivina con cada palabra y cada gesto (no así en el neo-noir). Sin duda recordará más a Hammet que a Chandler, por mencionar los dos referentes estéticos fundamentales a la hora de construir diálogos, la sequedad cotidiana antes que los poéticos rodeos lingüísticos. Un buen ejemplo es el diálogo que Thomas Craven (Mel Gibson) tiene con Jedburgh (Ray Winstone) junto al rio. Brutal, pero dosificada en un thriller cargado de incorrección política, la película parece querer decir lo que se plantea en Agente Internacional pero le falta dimensión psicológica a los personajes, así como un subtexto mejor trabajado y menos contradictorio. Sin embargo, esto es porque no se trata sólo de un thriller, también es un film de acción con un antagonista de peso, disparos por doquier y la venganza por mano propia que parte del asesinato de la hija de Craven. Si bien hay irregularidades narrativas en este sentido la película se deja ver y tiene más de una secuencia donde se ve la capacidad del director de Casino Royale para mantener la tensión, particularmente en el vertiginoso ingreso de Craven a la casa de Jack Bennett. Sin duda, una sorpresa absolutamente recomendable.
Infierno escandinavo Es conocida la fórmula del thriller, y conocidas las bases sobre las cuales debe cimentarse el género para que una película atraiga al espectador, para que lo deje sin respiro intentando saber que diablos sucede. Si esa fórmula hace que su trama se torne derivativa o arroje demasiada información, o simplemente resulte confusa, la película se torna fallida o, en todo caso, en un ejercicio irregular que, sin abandonar algunas virtudes resulta poco clara o –lo peor que puede pasar en un thriller- es aburrida. Los hombres que no amaban a las mujeres de Niels Arden Oplev, basada en la conocida saga Milenio del fallecido Stieg Larsson, parece abrumada por el deseo de decir cosas, de dejar símbolos y abrir espacios para la reflexión pero falla en la superficie ya que, como thriller parece desarrollarse bajo una estructura tan primaria como la de películas como El código Da Vinci pero con un subtexto mucho más sofisticado y elaborado. Por supuesto, la comparación con la aberración de Ron Howard se remite únicamente a la estructura: el film de Oplev es convencional (por momentos demasiado) desde lo estético pero contiene una historia que el director sabe como contarla secuencia tras secuencia sin abrir baches groseros. Que los hay, los hay, pero esto es prácticamente como comparar el material original en el que se basan ambas películas. Nada tiene que hacer el bodrio de Dan Brown con el interesante texto que abre la trilogía Milenio. La introducción nos remite a dos arcos narrativos: el primero es la vida del periodista Mikael Blomkvist (Michael Nyqvist) y su condena tras ser acusado de calumnia por un empresario multimillonario, el segundo es el de la joven hacker Lisbeth Salander (Noomi Rapace), quién tuvo una vida colmada de abusos físicos y morales y está sujeta a un sistema perverso personificado en su tutor. Ambos personajes se encuentran en la trama central del film cuya estructura es la de un policial clásico, con pistas, sospechosos y un cierre “tranquilizador” (o eso pretende ser) en torno a una dinastía familiar que encierra terribles secretos – horribles, jodidos, todo lo que se les ocurra-. Luego la película se extiende un poco para darle más dinámica a los personajes, pero es un desenlace tan anticlimático que probablemente pase desapercibido. El problema central de la historia en su desarrollo es que la química entre nuestros protagonistas se limita a unos pocos momentos fragmentarios que se suceden, de una manera episódica, entre los momentos de mayor tensión en los que se van revelando las pistas de Harriet Vanger. En consecuencia la dupla protagónica queda sublimada a ser una herramienta mecánica del guión, sumergida en la trama de intrigas disparadas por las anotaciones de la joven. Esta punta del ovillo nos abre a una serie de eventos que se van desenvolviendo de manera esquemática y que se cierran en un sospechoso que, desafortunadamente, hacia el final aparece como una vaga caricatura. Lo que es peor, en la dinámica del film se aísla a Martin Vanger (Peter Haber) y se lo hace parecer fuera de una estructura familiar que posibilitaba que los crímenes ocurrieran. Con esto se pierde de vista a toda una dinastía que era igual de culpable, perdiendo con esto la fuerza del discurso contra el nazismo, la misoginia y las oscuras operaciones de los lobbys empresarios para que no se sepan las cosas que podrían “mancharlos”. Pero afortunadamente las cosas quedan dichas de una manera clara, el principal perjuicio es contra la estructura del thriller, no contra el contenido (muchas veces amparándose en elecciones de dirección un tanto mediocres, como algunos planos detalles sostenidos). El problema es que se cae en una tibieza que hace del relato algo efímero que dice cosas: utiliza estructuras de diálogo (abusos que se repiten marcando la familia de Lisbeth, ya que madre e hija dialogan, y lo mismo sucede en el caso de los Vanger), retórica (después de todo, hay cierta adjetivación en planos detalles) y algunas líneas que ocasionalmente fluyen para hablar sobre cuestiones referentes a cierto machismo y un nivel de corrupción que avala que eso continúe existiendo. No hay nada de malo en eso, pero se descuida el texto en función del subtexto, cosa que no sucede en el material original. En todo caso, un film interesante, un tanto extenso y con secuencias innecesarias pero que no pierde su mayor virtud: denunciar y medianamente cautivar sin decepcionar sobre su resultado final.
La suma de todos los males Preciosa del director Lee Daniels se postula como la gran sorpresa “independiente” de los próximos Oscars por su contenido comprometido, dispuesto a resaltar (y exaltar) un retrato de vida que pone en el centro del relato a una adolescente de 16 años cuya vida parece balancearse constantemente en el umbral de la tragedia. Ningún problema con eso, pero la construcción del film basado en la novela de culto Push de Sapphire está relleno de malas elecciones y, esencialmente, poco tacto. Si hay algo que destacar es que hay un trío actoral (Gabourey Sidibe, Mo´Nique y Paula Patton) capaz de de brillar con luz propia, más allá de la opinión que se tenga sobre el conjunto de la trama. Sí, es cierto, las actuaciones son en función de la trama, pero por momentos, en algunos diálogos, alcanzamos a vislumbrar una línea de fuga actoral que permite una mayor complejidad en la composición de esos personajes, un escape de esa construcción horrible y caricaturesca que parte del texto. Pero el resto es una enorme decepción que consiste en una suma de golpes bajos dotados de un trabajo precario en el guión. Pero para evitar la etiqueta categórica sin fundamento alguno hablemos un poco de porque es un film fallido. Hay un mensaje detrás de todo eso que le sucede a Preciosa (Gabourey Sidibe) que tiene que ver con sobreponerse a la tragedia individual en la línea de lo planteado por libros de autoayuda, y que es un rasgo muy típico de Oprah Winfrey que, no casualmente, es la productora. No hay matices ni niveles de análisis como para analizar ese entorno social que afecta al individuo y la construcción familiar, ni hay una intención de elaborar al problema desde una visión global o, aunque sea, menos superficial. La película se somete a la visión del individuo y esto, dado el punto de vista que tiene el film sería correcto si no estuviera lleno de baches: en el diálogo sobre el final, en un enfrentamiento con su madre (Mo´Nique), cada frase parece sacada de un texto de autosuperación y la construcción visual de ese momento la hacen una secuencia completamente aislada e inconsecuente con los personajes. Entonces, si esa subjetividad es la que sostiene el relato, es imposible que la trama tenga algún atisbo de coeherencia porque la acción se condice con los diálogos de la manera más burda posible. No se trata de una película que fluya, es mas bien fragmentaria entre aquellos diálogos determinantes y aislados (ya sea con la docente interpretada por Paula Patton o con su madre) y acciones que aportan flashbacks (violaciones y maltratos) o recargan al personaje de elementos grotescos (¿era necesario lo del pollo frito? , ¿mostrarlo de esa manera?). En el medio el director evita la contundencia de ser completamente gráfico a través de la evasión, estrategia explotada en otros films como Requiem por un sueño. Pero aquí se es más sutil, aunque la acumulación de conflictos que sobrevengan sobre la protagonista se tornan en una suma que en lugar de generar acercamiento nos distancia, porque consiste en una condensación de desgracias que exploradas en 100 minutos caen en una enumeración absurda (incluso los flashbacks son mostrados): violación, golpiza, insultos, acomplejamiento por sobrepeso, HIV positivo y hasta un televisor que casi la aplasta en una secuencia prácticamente cómica. Y luego si, la superación de todo eso en una línea positiva en la cual hay que creer porque carece de verosimil sobre el desenlace. Naturalmente, esa es la razón por la cual el drama se diluye casi inmediatamente y se transforma en un melodrama serie B. En definitiva, poco para aportar y poco más para decir o fundamentar, salvo que tiene pocos atributos estéticos destacables y que se regodea en el grotesco para exaltar una condición social. Y lo hace con el artificio puro de la imagen, alejándose de cualquier registro cercano a lo real. Es puro videoclip con best sellers de autoayuda, y una protagonista que sufre pero encuentra una “supuesta” esperanza. Si acaso el mensaje es creíble.
Juegos del destino El apartheid está cobrando especial relevancia en el cine en los últimos tiempos de diversas maneras, poniendo al conflicto en boca de todos de manera directa a través de bodrios como Goodbye Bafana (2007) de Bille August o con la reciente alegoría de Sector 9 (2009) de Neill Blomkamp. La cuestión ha sido finalmente tomada por uno de los directores más interesantes del cine norteamericano contemporáneo, Clint Eastwood, desde una perspectiva que desde que se conoció el proyecto levantaba interrogantes. ¿Qué tan interesante podía resultar el relato encarado desde el mundial de rugby de 1995?, ¿alcanzaría para dibujar a ese mito viviente que es Nelson Mandela en toda su dimensión? En fin, la respuesta cinematográfica apareció y se la podría considerar un film menor del director, con elementos interesantes y algunas cuestiones denotadas de manera poco sutil y carentes del verosímil necesario para contextualizar el hecho deportivo. Ahora bien, a la hora de narrar visualmente las secuencias, Eastwood continúa alcanzando cimas estéticas amparadas en un modelo clásico donde no hay fisuras sino una fluidez que se manifiesta como la continuidad de un estilo, de “autor” podríamos decir, aunque preferiría abstenerme de emplear esa terminología. Como sabemos (o no, pero quienes están mas o menos informado del mundo deportivo lo saben), Sudáfrica ganó la final de aquel mundial ante los All Blacks, logrando una algarabía que posteriormente logró unir al pueblo sudafricano a través de un acontecimiento deportivo. Si bien esto aparece exaltado en el film de manera un tanto tosca (con panorámicas cada vez más remarcadas a través de un exultante estadio o a través de la música) la cuestión es que constituye un hecho como transición hacia una mayor tolerancia racial. La cuestión es como está construido este hecho y es aquí donde me encuentro más contrariado por la película: la dinámica familiar del personaje de Francois Piennar (Matt Damon), el líder de los Springboks, cambia rotundamente sin matices, desde férreos opositores políticos y raciales hasta un grupo de gente tolerante que incluye a la sirvienta negra de la casa para ver la final ante los All Blacks en el estadio. Y no hay demasiado trabajo sobre estos personajes, lo cual habla de una liviandad preocupante, particularmente en el caso del personaje del padre de Piennar (Patrick Lyster). Lo demás se remite a la construcción de la imagen: policías blancos levantando a un niño negro -¿no es demasiado?- cuando los Springboks ganan el partido, gente agolpada levantando la bandera de Sudafrica (aunque, hay que decirlo, hasta el final Eastwood también muestra acertadamente la bandera del apartheid) en bares, mezclándose racialmente en un gesto de unidad que resulta demasiado artificioso. Digamos que no hay trazos de sutileza posible, pero por suerte algunas secuencias, como la de los guardaespaldas tras la victoria, no es tan grosera y salvan al film de ser panfletario. En paralelo se construye la figura central del relato, casi podríamos decir el móvil en la sombra de toda la trama que es Nelson Mandela. Párrafo aparte para la construcción actoral de Morgan Freeman, interprete que logra matizar con su acento y sus gestos a ese político fundamental de la historia del siglo XX. Actor experimentado si los hay, que acaso subrayar esta cuestión no es más que una obviedad, y que parece nacido para el papel por la naturaleza con la que logra adaptarse a una figura mítica con la cual es fácil caer en la sobreactuación. Lo de Damon es quizá más sutil, por lo pronto menos lúcido, pero adecuado para un papel fundamental que, de todas maneras, permanece en un segundo plano complementario al resto del equipo de los Springboks. En definitiva es una película interesante para hablar de la transición del apartheid durante el largo proceso que vulneró a Sudáfrica, pero insólitamente es más efectiva en su faceta deportiva. El registro del rugby y la tensión climática construida hacia el final en el partido contra los All Blacks y el cuidado y fundamental plano de Mandela ingresando al campo de juego con el uniforme de los Springboks, levantan el nivel de la película, a pesar de la superficial referencia hacia la tolerancia racial y la falta de un guión más sólido desde la trama que permita elaborar mejor las aristas más dramáticas y complejas que el proceso político supone.
El peso del vacío Lo de Jason Reitman con su tercera película en dirección parece confirmar a un narrador solvente, irónico y mordaz, pero desprovisto de cualquier gérmen de cinismo. Esto es llamativo: cualquiera podría pensar lo contrario de un cineasta que decide elaborar su relato desde la perspectiva de un personaje despreciable por el cual sería difícil sentir la mínima empatía. Bueno, crease o no, Reitman lo logra y con una eficacia que funciona en varios niveles de lectura, quizá sin llegar a la cima de La joven vida de Juno pero con momentos y secuencias que demuestran la habilidad de un director que no solo tiene algo para contar, sabe como (¡y como!) hacerlo sin traicionar a los personajes ni a la trama. Hablábamos de una profesión despreciable y la de Ryan Bingham (George Clooney) es quizá una de las más funestas: se dedica a trabajar para una consultora cuya tarea es despedir gente en el nombre de otras empresas. ¿No suena copado, verdad? Esperen a ver como la ejerce Bingham con una frialdad despiadada y van a entender porque es tan difícil sentir algo por este protagonista. Ya lo decía Reitman cuando decía que si iba a basar su historia en alguien que despide gente, más le valía tener a un tipo carismático para interpretarlo. Y ahí es donde aparece Clooney para llenar ese hueco con su sonrisa perpetua y singular encanto, que le ha permitido equipararse al legendario Cary Grant, dado su trabajo sobre la aparente inexpresividad de su rostro y la naturalidad con la que logra. Pero la cuestión es que, al igual que en sus films anteriores, nuestros protagonistas confrontan con una realidad que los incomoda y con sus propias contradicciones, en un escenario donde la apariencia de realidad es desestabilizada para permitir (o no, en esa duda está una de las genialidades de Reitman) un crecimiento personal en base a la experiencia. Sin moralejas y subrayados, pero si quizá con momentos donde el relato no fluye debido a la construcción del artificio desde la puesta en escena (Alex y Ryan comparten un escritorio desde el cual planean su próximo encuentro a través de las notebooks dentro del encuadre) o un recurso retórico utilizado de manera ingeniosa, como la repetición, que permite el diálogo entre secuencias y situaciones (cuando Ryan ingresa al hotel donde se hospeda con Alex menciona “nos vendieron un paquete” ,en alusión a los paquetes de despidos, adquiriendo un nuevo significado la expresión). Estos recursos hacen de Amor sin escalas una propuesta esquemática y medida por momentos, con un sentido afilado para el one-liner y un trabajo que apabulla desde el montaje cuando vemos los testimonios de quienes han perdido sus trabajos en manos de Bingham. La cuestión es que esa desestabilización de la vida de nuestro protagonista viene del lado de dos mujeres: la primera es, como él, una viajera que ejerce su oficio moviéndose constantemente de hotel a hotel (Alex, interpretada por una efectiva Vera Farmiga), y con quién va a quedar enamorado iniciando una relación casual, sin compromisos, de acuerdo a la filosofía de vida de ambos. La segunda es una joven arribista con ánimos de modificar las cosas (Natalie, con Anna Kendrick como una saludable revelación), con un proyecto que consiste en despedir gente a través de teleconferencias, sin la necesidad de desplazarse. Naturalmente, a nuestro protagonista, que ha basado su vida en tratar de desvincularse de todos los lazos que lo unen a la tierra (familia, amigos, hogar, etc.), y que ha hecho de los aeropuertos su móvil y forma de vida está decisión le resulta antipática e intentará boicotearla. El desarrollo del film mostrará que, al igual que Bingham, ninguno de los dos personajes son como parecen sino, más bien, como pretenden ser y que, en ese juego de apariencias, sólo Alex es consciente del papel que juega (aunque no de las consecuencias). Por su parte el personaje de Natalie se enfrenta a circunstancias que implican un crecimiento gradual de su personaje, que encuentra su lugar en otra parte a raíz de las vivencias con su tutor eventual en la tarea de despedir gente. Con Bingham la cuestión adquiere matices más existenciales: ¿hasta que punto puede tomar una decisión para cambiar su rumbo?, ¿Qué posibilidades tiene de salirse de esa apariencia que ha construido?, ¿no es acaso su recorrido uno de aceptación y desengaño ante posibilidades que ya han sido despedidas de su vida? En el cuestionamiento reside un recorrido amargo que se construye con una sutileza admirable por parte de Reitman, quién elabora a su personaje en espacios de tránsito (“no lugares”, desde mi punto de vista, ya que la conciencia de su condición es lo que hace que Bingham se sienta “en casa” en esos espacios, evitando el afincamiento de la identidad y, por lo tanto, el riesgo de la alienación) y que, irónicamente, tiene poder sobre el flujo de las vidas de quienes permanecen en tierra. El final del film no es, a mí entender, condenatorio, como plantea Horacio Bernades en su lúcida crítica en Página 12: sólo se trata de una consecuencia de aceptar quién es el protagonista tras una serie de vicisitudes cuyas conexiones eran más bien algo endeble. En definitiva estamos hablando de una de las reflexiones más amargas sobre el individuo llevadas al cine, con un contexto social que representa una coyuntura para Estados Unidos en este momento y, desde el cual, también se construye un film romántico encantador y gris que no debería engañar al público con su nombre en español. Y es la confirmación de Reitman como narrador: ya no se trata de una promesa sino de un hecho.
EL HORROR DE LA SUGESTIÓN Decir que Actividad paranormal es novedosa sería poco más que faltarle el respeto a varias producciones que trabajaron bajo los mismos parámetros estéticos, pero no tuvieron o lograron la relevancia de este estreno. Ahora si, es original y tiene en la puesta en escena un apartado técnico que con poco, muy poco, logra asustar demostrando que en definitiva lo importante para impresionar al espectador es saber contar una historia. Pero más allá de los méritos de este film del debutante Oren Peli, hay cuestiones que no pueden pasar desapercibidas: la trama es básica en el más llano de los sentidos, al guión le falta un desarrollo de personajes y las actuaciones son irregulares con momentos de un amateurismo insalvable. Pero la cuestión era asustar y vaya que lo logra, especialmente si no desmantelamos el proceso con que lo hace. El “proceso”, la orquesta de tensión, es el trabajo sobre la mezcla de sonido. Es imposible pensar a esta película en particular sin la utilización de este recurso: sería como una cáscara sin contenido, un montaje de secuencias torpemente dispuestas que no asustarían ni a un niño de 5 años porque la imagen no denota al horror en la narración (al menos, en lo que concierne al suspenso). Al respecto, es notorio como el fuera de campo constituye una amenaza que se materializa dentro del cuadro en primera instancia a través del sonido y –posteriormente- en la imagen. También es este recurso, nuevamente, el que nos indica la presencia de un elemento amenazante para nuestros protagonistas. Todo este trabajo cerebral y maquinado sobre el guión técnico es porque desde el relato la película tiene poco para ofrecer. Una idea: la pareja que protagoniza Actividad paranormal se muda a una casa en San Diego. Ella, Katie (Katie Featherston), es acechada por “algo” que desde los 8 años le perjudica adonde sea que se traslade y Micah (Micah Sloat), su novio, intentara registrar cada momento con su nueva cámara de video para saber que es lo que sucede. A medida que la narración progresa ese “algo” se traduce en un demonio cada vez más violento que es capturado en sus apariciones en el plano como algo inasible y sobrenatural que afectara radicalmente la vida de ambos. Y no hay mucho más que eso, la relación no tiene demasiado relieve y no hay dificultades ni un desarrollo que nos permita vislumbrar a los personajes desde una perspectiva más que las victimas de ese intruso. También hay algunos olvidables personajes periféricos como el especialista en cuestiones paranormales (Mark Fredrichs) que en verdad no los ayuda mucho y es más útil como gag involuntario de la película –eso de que sea especialista en fantasmas pero no pueda ayudarlos porque se trata de un demonio parece sacada de un guión de los Coen- que como parte de la trama. No sucede lo mismo con Diane (Ashley Palmer), la amiga de Katie, que es utilizada para demostrar la actividad social de los protagonistas y resaltar el verosímil a pesar de su escasa participación (no así en el final alternativo, para el cual su personaje resulta vital). Por otro lado, como se sabe el registro es directo y tiene la intención de permanecer como una forma de documentar lo que va sucediendo desde el punto de vista de la cámara de Micah. Esta cuestión de la cámara en mano, que mantiene la tensión porque se trata de un formato dramático que mantiene fuera de campo la eventual amenaza sea cual fuere, es una herramienta harto usada de manera inteligente en REC pero que no funciona con la misma eficacia en otros films (entre ellos se podría decir la secuela de REC) y la razón es que traiciona su propia elección estética. Hay puntos de vista que no corresponden a la mencionada cámara ya que aparecen como momentos documentados de una manera forzada, inconsecuentes con la acción que se estaba desarrollando, y la razón por la que se hace ello es para mantener una continuidad inexistente desde lo visual. Un buen ejemplo de esto es el momento en el que Micah se encuentra quemando cierta foto junto a la chimenea, la pregunta sería: ¿en que momento deja la cámara para registrar ese momento?, ¿en que momento es consecuente eso (el registro) con el personaje, si esta atrapado en una reacción de pánico?. Pero Actividad paranormal vale por ese fragmento de suspenso en la oscuridad junto a la cama, con cada aparición que se anticipa terrible en ese encuadre, cuando la amenaza latente finalmente se cristaliza a través de pasos que suenan cada vez más feroces –quienes vean la película van a recordar la habitación por un largo tiempo- y dispuestos a llevarse a nuestros personajes por delante como sea. La cadencia del sonido con cada aparición y la construcción del clima para que ello suceda tiene suficiente merito para asustar, para romper la tranquilidad cotidiana que tiene base en el registro de falso documental, desde el cual se asusta con pocos recursos pero mucha imaginación. Curioso, teniendo en cuenta que toda esta economía visual viene del mismo país donde se desperdician millones en producciones con CGI pirotécnico y efectos especiales sin sustento narrativo alguno. Celebremos eso entonces, a pesar de lo irregular que pueda ser el film de Peli (casi parece una ironía el apellido).
SOLOS EN LA OSCURIDAD No quiero dar demasiadas vueltas, al menos de entrada, Criaturas de la noche, o como sea que le hayan puesto a Let the right one in de Tomas Alfredson, es una de las mejores películas del año. De la década. Y probablemente sea una de las mejores películas de terror de todos los tiempos. Si ustedes creen que el texto ya se ha rebalsado de marcas subjetivas con el uso de la primera persona es porque el entusiasmo de ver algo tan bien hecho genera esa sensación. Luego si, el análisis sistemático develara el “porque” de una afirmación tan contundente, pero quienes tengan en la cabeza todavía el melancólico encuadre final en un tren saben que es un film basado en las emociones, de una perfección formal apabullante y con un guión donde no se desperdicia ni una sola línea, ni un solo plano. Es una trama romántica, un comentario social y, además, un relato de género que demuestra que puede ser el móvil de una historia emotiva e intensa sin hacer a un lado el gore y la violencia. Es, en muchos puntos, un producto extraño y osado que demuestra que no todo es CGI y merchandising en el séptimo arte. Hubo cuatro películas basadas en el mito de vampiros este año, en las cuatro hay una intención de valerse del mismo para realizar una relectura que de lugar a una nueva historia. Las cuatro transcurren en pueblos pequeños, y tienen como protagonistas a personajes solitarios o alienados en un contexto que les resulta hostil, además de ser adolescentes o pre adolescentes. Pero Crepúsculo y Luna Nueva tienen un contenido reaccionario y personajes que carecen del más mínimo desarrollo y Diabólica tentación, la antitesis de las dos producciones norteamericanas de vampiros-vegetarianos-sacados-de-un-videoclip, es una relectura del subgénero con una puesta en escena por momentos torpe y demasiado autoconsciente de su carácter subversivo. No es una mala película (de hecho, es muy recomendable porque rebosa originalidad), pero por momentos la historia no fluye porque se encuentra bloqueada por el vendaval de ideas pop que la guionista Diablo Cody pone en tono de ironía y parodia, perjudicando la historia y los personajes. Criaturas de la noche pone en relieve a los personajes y el relato, sin abandonar una escenografía expresiva y claustrofóbica, además de actuaciones sobresalientes. Con este film, el director Alfredson no abandona el costado fantástico, pero las locaciones y el desplazamiento de la cámara permiten que esto sea visto más como una irrupción que como algo groseramente naturalizado como sucede en la saga Crepúsculo. Hay un trabajo sobre el contexto que enriquece a nuestros personajes de una manera particular: esa fantasmagórica aldea sueca, de una absoluta monocromía (brillante trabajo de fotografía), situada en la década del ´80, es un espacio que no es un adorno sino que forma parte vital de la trama. Esa extraña perfección simétrica de planos generales tomados de forma estática se transforman en un espacio siniestro y oscuro al que se lo podría definir como un “infierno grande” a medida que avanza el film. Aquí estamos hablando de una concepción estética que define de manera expresiva la subjetividad y el aislamiento de Oskar (Kare Hedebrant) y Ellie (Lina Leandersson), pero también la de personajes como los de la mesa del bar. Es una perfección desesperante que amenaza con quebrarse cuando su lado oscuro y caótico queda expuesto. Y en este caso, ese quiebre toma forma de vampiresa, pero también de amor. ¿Por qué amor?: aquí esta uno de los detalles narrativos mejor desarrollados por Alfredson y su guionista y autor del texto original, John Ajvide Lindqvist. El amor es el móvil de cada personaje, desde el más miserable al más noble, y la reacción que genera se basa en la prueba, en la necesidad de la aceptación del amor del otro para justificar la propia existencia. Oskar es abusado por niños que buscan la aprobación de sus violentos hermanos mayores, Hakan (Per Ragnar) es capaz de dar su vida y matar por Elli, Elli es capaz de suicidarse para poder verse con Oskar, aún si este no la invita a pasar, y esto, cada uno de estos actos, rompen el equilibrio de esa comunidad fría, prácticamente ascética. Así, una muerte llama a la venganza, a la contradicción respecto a lo pautado en un diálogo sobre la pena de muerte, y la venganza trae finalmente, la huida de ese ámbito hacia un destino incierto que queda bellamente esbozado en el crepuscular plano final. En el amor y la venganza se basan los puntos de giro de nuestros personajes y el desarrollo de esas relaciones aparece colmado de momentos mínimos, miradas espontáneas e inseguridades personales -actuadas minuciosa pero naturalmente- que enriquecen la tensión erótica (ok, tienen 12 años, pero con toda su candidez son mucho más auténticos que los muñequitos de Luna Nueva) o violenta que golpea como un mazazo cuando finalmente es llevada a la acción, al frenesí de la imagen pura. La secuencia de la piscina, con un magistral uso del fuera de cuadro, es un ejemplo del poder visual que adquiere el relato: es un momento increíblemente violento donde el espectador queda sumergido como Oskar, mientras sobre la superficie se desarrolla una matanza de la cual solo podremos ver los restos e intuir lo que sucedió. Quizá en ello este la matriz del film, en esa tensión superficial generada por aquello que esta latente y sumergido, y aquello que se manifiesta violentamente, explotando como un alter ego. Pero además también quizá sea una gran historia de amor, o un eximio relato de terror que toma con respeto cada elemento de su folklore para que fluya dentro de un relato de venganza. En todo caso, es un relato adolescente de construcción de la personalidad y, por sobre todas las cosas, una gran, una enorme película.
ALIENADOS La rareza de este film está en que se trate de una película dirigida por un trío de españoles junto al guionista de Shrek 1 y 2, sin lugar a dudas las más interesantes de la saga de Dreamworks. A esto hay que sumar que se trata de una opera prima con un trabajo visual que, sin ser impactante, está a la altura de los grandes estudios norteamericanos de animación. Por el resto de las cosas, es un film “simpático”. Y con “simpático” se quiere decir: está bien, es entretenido, pero no aporta demasiado y a veces lo que aporta termina siendo contraproducente. La película tiene varias de las marcas que caracterizan a Dreamworks en sus films, entre ellos está el homenaje, la parodia, los one-liners y la subversión de una estructura narrativa conocida. Pero falla en algunas cuestiones que no se han logrado traducir adecuadamente del guión a la pantalla y eso tiene que ver, sobre todo, con el ritmo y con la superficialidad de la mayoría de los personajes. Lo del ritmo con el que se desarrolla la trama es vital para hablar de porque esta película no resulta tan entretenida y se hace algo extensa a pesar de contar con tan sólo 90 minutos, un auténtico “standard” de duración. En Shrek 1 y 2 varios de los segmentos más importantes de la película funcionan por acumulación, por una condensación de situaciones que generan indefectiblemente humor debido al costado absurdo que adquieren. Los gags o chistes no son tan ingeniosos, salvo excepciones, pero su acumulación y el carácter de parodia los convierten en momentos bien construidos que fluyen a nivel narrativo. En Planet 51 la trama se distiende en momentos que ponen en evidencia la falta de originalidad de los chistes, y ante la falta de ritmo y gags visuales es notable lo aburrido que puede llegar a ser un relato si no se cuenta con personajes que puedan sostener adecuadamente lo que se cuenta. Respecto de los personajes, es difícil que los veamos como algo más que herramientas del guión para hacer el chiste de turno o hacer que la trama avance en función de un interés romántico tradicional. Tales son los casos de Neera (un interés amoroso algo desdibujado del protagonista) o Skiff, que bien se podrían contraponer a los casos de Lem y el capitán Baker, sobre los cuales realmente se sostiene la trama y el mensaje moral de la película: la aceptación del “otro”. Es afortunado que la película no se tome tan en serio esto y que en el momento del monólogo (algo cursi) se suceda un gag casi inmediatamente. Lo que sucede también es que el hecho de inversión del film de E.T (es decir, en este caso estamos hablando de un humano conviviendo con un extraterrestre), con los homenajes a varias películas de ciencia ficción entre los cuales el caso más explicito es el de Alien y Encuentros cercanos del tercer tipo, termina agotándose en base a diálogos poco consistentes y una paleta de estereotipos poco interesantes y recurrentes en este tipo de producciones. El general Grawl o el profesor Kipple son dos casos de personajes que si se hubieran explotado mejor desde el guión hubieran funcionado mejor en la dinámica de la película, pero una vez aparecen encasillados dentro de determinados parámetros terminan aburriendo porque es inevitable la sensación de deja vu, de que ya hemos visto esto antes y ya sabemos como va a terminar. A esto nos referíamos con la falta de originalidad. Pero como decir mal, mal no la van a pasar, es una película entretenida que tiene dos o tres chistes bien construidos, particularmente notable es el que se da hacia el final a raíz de una serie de ordenes del general Grawl por el absurdo y la puesta en escena (por si no saben a que diablos me refiero, es el momento donde para evitar ser hipnotizados los aliens tienen que dispararse los unos a los otros). Y hay otro, donde se demuestra el poder infernal de la “Macarena” como arma intergaláctica insoportable. Por lo demás, poco en cuanto a personajes y al imaginario visual, que resulta notablemente conservador en cuanto animación, pero es un historia sencilla que puede servir para pasar el tiempo.
LO ETÉREO Y LO TERRENAL Un hombre, dos mujeres, lo que se dice un triangulo tradicional; un fresco de la Brooklyn contemporánea como trasfondo y un nombre algo cursi parecen anunciar una película romántica convencional, casi inofensiva, con un melodrama lineal y salidas previsibles para espectadores cómodos. Pero cada tanto, y eso es bueno, aparecen esos directores que demuestran que cuando todo parece contado lo importante está en la forma de contarlo, la profundidad con la que se abordan los personajes y la capacidad para darle humanidad y originalidad a una estructura que fue explorada hasta el hartazgo. Es el caso de James Gray, director que con unos pocos nombres bajo el brazo ha logrado instalarse como uno de los más promisorios realizadores actuales con un trabajo sobre la expresividad en la puesta en escena que denota un trabajo riguroso sobre el guión, pero también una búsqueda estética despojada del academicismo solemne de otras producciones. Lo que hay en Los amantes es un drama melancólico y algo idílico inspirado en uno de los relatos más personales y singulares del gran escritor ruso Fiódor Dostoievsky, con variantes que ya han trabajado en distintos niveles Luchino Visconti o Robert Bresson al realizar sus adaptaciones. Entonces, habiendo tantas adaptaciones, la pregunta es: ¿Qué tiene para aportar Gray?. Y la respuesta es mucho. Por sobre todas las cosas está la honestidad de un director que lleva a sus personajes por corredores oscuros y humanos, donde el amor no aparece solamente como algo superficial y carente de sustancia, sino también como una obsesión, una salvación o una elegía desesperada, cargada de poesía. No se pretende saturar de imágenes solemnes esta crítica, con líneas como “la poesía hecha imagen”, tan común a redactores que tienden a reproducir etiquetas y frases sin fundamento visual. Puede que el film no sea una adaptación textual del relato original, pero en los riesgos del guión uno puede soslayar el espíritu de ese realismo romántico que transforma a la brumosa San Petersburgo en los suburbios Nueva York y a la misteriosa Nástenka en la Michelle de Gwyneth Paltrow. Y Gray no se detiene con sutilezas visuales: filma intentando adaptar el carácter romántico del relato, modificando el espacio físico y el clima de acuerdo a la emotividad que transparentan los personajes, como si cada encuadre estuviera cargado de la melancolía romántica que atraviesa la película. Pero hablamos de ejemplos, y en ellos se encuentra la solidez visual y narrativa de este talentoso director norteamericano. La fotografía fría que invade cada momento del film le da una uniformidad difusa al espacio que se reparte entre habitaciones, calles y muelles, haciendo que este recurso expresivo sea explotado con solvencia, particularmente en los encuentros entre Michell y Leonard (Joaquin Phoenix) donde asoma el color como un pequeño contraste. Esta cuestión pictórica tiende a exaltar encuadres donde la iluminación directa hace de los contraluces una triste postal que se materializa en la historia de manera directa. Lo mismo sucede con la oscura banda sonora, cuya cadencia tiene como fin establecer la inestabilidad de Leonard cuando actúa como leitmotiv. Pero lo notable esta en los detalles y el trabajo sobre la subjetividad: Leonard no ve a Michelle y a Sandra (Vinessa Shaw) de la misma manera, y el director trabaja sobre eso de manera exhaustiva. Con la hermosa blonda interpretada por Paltrow la cámara es temblorosa, y su introducción resulta mas bien un elemento caótico (una discusión a los gritos con ella fuera de cuadro), con la vertiginosa secuencia en el boliche como una descripción de su mundo, de su personalidad; por otro lado Sandra aparece desde planos fijos a los ojos de Leonard, y su presentación es armónica en una reunión familiar, además de que el movimiento más común es el paneo, sin que haya un movimiento del eje de la cámara. A esto hay que sumar el trabajo sobre como se efectúan los diálogos según cada personaje –el caso de Michelle y Leonard, hablando constantemente por teléfono siendo vecinos se contrapone al de Leonard con Sandra, que hablan directamente en el mismo espacio- y la inserción en off del viento o una tormenta, que detallan sobre la personalidad y los conflictos de los protagonistas. Pero entre tanto detalle uno no puede olvidar secuencias como la de la azotea del edificio (con ese travelling lateral escurridizo y descriptivo) o el trabajo con el sonido en el diálogo final entre Michelle y Leonard, entre otras, donde se habla del amor como un doloroso anclaje que tiene también felicidad en su contraparte, aunque esta no siempre se materialice. Lo que se dice un film hecho con minuciosidad y amor, eso seguro.
ACÁ SÍ QUE NO SE COJE Antes que nada, para algún distraído, el título es un homenaje al brillante sketch del programa “Peter Capusotto y sus videos” que todavía me causa gracia cuando me acuerdo. A propósito, me acordaba de el a medida que avanzaba la proyección de este bodrio dirigido por Chris Weitz donde el sexo aparece reprimido, sacralizado, y los personajes están en un extraño estado de histeria (pienso en “Hysteria” de Muse, banda que tanto le gusta a la autora) que es ecuánime, ya sea Bella (Kristen Stewart), Edward (Robert Pattison) o Jacob (Taylor Lautner). Lo que me resulta más alarmante, sensación que experimente cuando junto a mi colega Mex comentábamos la película, es que éramos los únicos en la sala que parecíamos críticos (es decir, un comentario negativo automáticamente nos hacia críticos) y la gente había salido completamente convencida de que el producto era bueno. Industrial y patético como es, esperaba mayor disenso en el público, aunque sea alguna decepción, pero no, ese entusiasmo era de una uniformidad alarmante. Quiero rescatar de Weitz Un gran chico (2002), película donde demostraba que puede hacer cosas interesantes, y La brújula dorada (2007), donde a pesar de todas las desprolijidades entretiene y mantiene cierta coherencia. Ahora, por partes: a diferencia de la primera película, Crepúsculo, basada en los poco interesantes libros de Stephenie Meyer (que leí, aclaro), técnicamente Luna Nueva es superior por un trabajo más prolijo dese la escenografía. Evidentemente Weitz, que viene de realizar La brújula dorada, tiene mejor pulso con la cámara y mejor idea de la narración en montaje a la hora de filmar secuencias de acción, además de ser más claro desde la fotografía. Pero, ya sea por la pobreza del material original o por la propia incompetencia de la guionista (hay casos de malos libros transformados en buenas películas) esta secuela es de una pobreza casi absoluta desde el contenido. Cada línea es insólita y ridículamente cursi (“sos como un Sol”, “te amo, sos la única razón por la cual vivo”, y así…), la trama carece más mínimo ápice de emoción –salvo quizá ciertos segmentos de suspenso- y los personajes son herramientas del guión, chatos y superficiales, que incurren en arbitrariedades dignas de la más patética novela melodramática. A ver: no hay nada que tenga en este relato relieve o desarrollo y el subtexto es preocupante con un solo ojo y probablemente reaccionario con los dos. Es el terror sin sangre, el romance sin erotismo y la represión llevada a niveles masoquistas. Es como si a una sitcom adolescente inofensiva de Disney le hubieran puesto vampiros en portada y le hubieran chupado toda la sangre (literalmente) a sus personajes hasta transformarlos en caricaturas inmersas en una trama más inofensiva y menos oscura que “Hanna Montana”. Es más, a su lado Harry Potter, cualquiera de sus partes, es el Necronomicón de H.P.Lovecraft musicalizado por Opeth. Y no me quiero extender más porque sería seguir revolviendo en cuestiones poco felices, para otras reflexiones encuentro sumamente interesante este articulo en inglés de la página Killer Film escrito por Serena Whitney o está gran reflexión del crítico Leonardo M. D'Espósito. Nada más que agregar.