ESTILO SOBRE SUSTANCIA Nicanor Loreti es una de las nuevas voces del cine argentino que apuesta al género y al cine serie B como puntas de lanza, sin contar su trabajo en Socios por accidente. A menudo cae en la trampa de “estilo sobre sustancia”, con guiones que remarcan sus influencias cinéfilas pero esencialmente son relatos llanos, superficiales. Otra influencia es el neo noir y Punto rojo tiene mucho de eso, con su estructura fragmentaria y la inclusión de varios puntos de vista. El protagonista, Diego, está participa de un concurso radial en el que le hacen preguntas sobre su club, Racing de Avellaneda. En ese momento, se le aparece un grupo de personajes que lo involucran en hechos imprevisibles: uno que cae desde el cielo, otro que aparece amordazado y una agente secreta. El acierto de Loreti con esta nueva propuesta es cómo condensa la acción en tres personajes y apenas unos pocos espacios con giros que cuando no se tornan excesivos -en particular hacia el final- le dan nuevas capas a los personajes que se traducen en su accionar. El humor negro, negrísimo, tiñe cada uno de los planos del film hasta el final y por momentos diluyen la acción, entre la violencia y algún efecto especial clase B que no aporta demasiado a la narración. Como film de acción tiene la virtud de atrapar a pesar de sus falencias y secuencias mal resueltas en el desenlace, porque a pesar de los giros arbitrarios sus personajes interesan. A veces con eso es suficiente.
ENTRE CUENTOS DE HADAS Y ESPEJOS Belle es un film que se balancea entre distintas temáticas que van apuntalando la identidad de los personajes, con un cariño alejado del cinismo con que suele abordarse la identidad en la virtualidad. La razón es simple: no hay un tono distante sino que su proximidad -y actualidad- hacen del conflicto algo inmediato para el espectador. Es el principal mérito de Belle más allá de sus irregularidades, sumado a un aspecto visual imponente y un sentido homenaje a La bella y la bestia (1991, Gary Trousdale, Kirk Wise) de la factoría Disney, uno de sus films más icónicos en los noventas. Pero antes de hablar de Belle específicamente, deberíamos hablar un poco de su director, Mamoru Hosoda. La principal figura del Estudio Chizu es uno de los creadores más destacados del animé contemporáneo que, tras varios años trabajando en la industria, en particular para franquicias afirmadas como Digimon o One piece de Toei Animation, encontró su voz con algunos de los largometrajes más importantes y personales del animé en los últimos veinte años. Sus dos largometrajes para el prestigioso estudio Madhouse, The girl who leapt through time, del año 2006 y Summer wars, del 2009, marcaron algunas de sus obsesiones en torno a la identidad de personajes en sus años formativos, la influencia de los entornos digitales y una sensibilidad adulta que lo acerca al cine de Makoto Shinkai -y también su melancolía-. En el 2018 va a lograr con Mirai una nominación a los Oscars, siendo el primer film de animé que no es del Estudio Ghibli en lograr este reconocimiento. En síntesis, estamos hablando no solo de un autor fundamental del animé sino de la animación en su conjunto en los últimos años. Pero volvamos al estreno: Belle es el relato de una adolescente, Suzu Naito, que afronta su timidez para comunicarse con su entorno y un pasado traumático creando un alter ego, precisamente la Belle del título, en un popular entorno virtual llamado U. Piensen en un ultra desarrollado Second life donde las posibilidades creativas son infinitas, en particular a la hora de crear un avatar, y se aproximarán a una idea de lo que es U. Belle se transforma en un icono popular y avasallante que conecta con el universo virtual cantando y pronto alcanzará la notoriedad que no tiene en la “vida real”. Por supuesto, los límites entre lo real y ese mundo digital comenzarán a desdibujarse cuando la vida en U termine afectando su vida personal. En particular cuando se sienta atraída por una misteriosa figura que amenaza el balance pacífico del universo de U. Belle es a su manera una reescritura posmoderna del clásico La bella y la bestia de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont pero también es un homenaje a la archiconocida adaptación de Disney en los noventas. La multitud de guiños visuales -por ejemplo, los sirvientes del castillo, que recuerdan más a las simpáticas criaturas del film de Disney que a las del relato original- y la faceta musical del film -que va de un J-Pop pegajoso a baladas con demasiada sacarina- resuenan como un sentido eco que se adapta al film de Hosoda. Lo complejo de Belle está en que la trama romántica y la dramática, que además denuncian la violencia doméstica en Japón, el duelo, el bullying y los efectos de un trauma infantil, se entrelazan sutilmente sin problemas a pesar de caer en un melodrama que se estira por largos minutos en el desenlace, algo que recuerda a algunos films de Shinkai. Pero en líneas generales el guion, también de Hosoda, es sólido a pesar de la cantidad de subtramas y temáticas que abarca, un riesgo digno de ser elogiado. Lo mismo puede decirse del trabajo de animación, que demuestra el ya conocido poderío del Estudio Chizu al utilizar modelos en 2D y dotarlos de profundidad y relieve, logrando un híbrido con la tecnología digital y el 3D. Son en particular notables las secuencias en el universo de U, que se asemejan a un ampuloso sueño surrealista. Belle es una reflexión sobre la identidad y la posibilidad de conexión y empatía, aun cuando existan barreras y un metaverso que nos permita olvidarlas. El mérito del film de Hosoda es darle relieve a los sentimientos antes que la tentación de una crítica vacía sobre los universos virtuales. Sin dudas, el primer gran estreno animado del 2022.
NOTA AL PIE El último film de Fernando «Pino» Solanas es una carta de amor al acto creativo a través de tres voces que son fundamentales en la expresión artistica nacional desde la década del ´60. El artista Luis Felipe «Yuyo» Noe, el dramaturgo Eduardo «Tato» Pavlovsky y el propio Solanas recorren su trayectoria, inquietudes creativas, el dolor del exilio, su vida familiar, los pequeños placeres y las inseguridades que recorren sus vidas. El film no cuenta con algunos de los sellos distintivos de la filmografía documental de Solanas, en particular el trabajo quirúrgico en la edición y la unidad visual en la composición del encuadre -algo que denota el sello testimonial y relajado de algunas de las secuencias testimoniales-, pero su minuciosa estructura narrativa, dividida por separadores, es un rasgo ineludible. Entre la riqueza de las anécdotas, la charla amena y los sellos estéticos de sus obras sobresale un ineludible tono melancólico al tocar un tema que atraviesa el documental: la muerte. Sin embargo, la muerte no opaca el tono celebratorio que sobrevuela todo el documental. A su manera, Tres en la deriva del acto creativo también es una afirmación de la vida, un recorrido que muestra sin clichés cómo dos conceptos opuestos pueden entrelazarse y unirse. Cuando vemos el último documental de Solanas, tenemos recortes de su etapa de ficción, pero esencialmente gana peso el Solanas documentalista, aquel barroco y expresionista de La hora de los hornos (1968) pero también el más estructurado de las excelentes y devastadoras Memorias del saqueo (2004) o La última estación (2008). Acercarse al cine del Solanas documentalista es acercarse a un enorme tapiz de nuestra historia nacional y en su último film hay un despliegue de las marcas de estilo que han caracterizado su voz como autor cinematográfico. Pero lo más valioso de Tres en la deriva del acto creativo es que evade la autoindulgencia: la mirada sobre la carrera artística se quiebra con una risa, una anécdota o un recuerdo compartido. En un film cuyo marco es la muerte, el espacio para la solemnidad es nimio, hay un acercamiento humano y fresco a estas tres figuras monumentales que le da al documental una energía vital que no se pierde a pesar de sus irregularidades. Sin embargo, entre esa energía que se reparte también asoma el aire melancólico que se desprende de la ausencia: esto aparece esbozada en el desenlace con el segmento «Despedida», que hace referencia a los últimos momentos y muerte de Pavlovsky, pero la pérdida reciente de Solanas le da un marco esencial para quedarnos con los momentos más celebratorios de su figura.
FINAL ANUNCIADO El imaginario religioso cristiano es una de las fuentes simbólicas usadas con más frecuencia en el cine de terror occidental. Argentina no es la excepción y Lo inevitable, nuevo estreno dirigido por Fercks Castellani (Pájaros negros), viene a engrosar esa lista desde el terror psicológico y el suspenso. La novedad viene por la ambientación de época que genera en el film un clima enrarecido que, sin embargo, se encuentra desaprovechado por un relato irregular que se desmorona en la segunda mitad, colapsando en su final con un giro anunciado en los diálogos. Hay un arranque prometedor: dos hermanos escapando de alguna amenaza, Juana (Juana Viale) y Marcos (Luciano Cáceres), junto a la joven hija de Juana, Laura (Daryna Butryk), se desvían del camino para terminar en una pequeña casilla. Suena una radio de forma constante anunciando un evento que promete ser tan devastador como “iluminador”, en el sentido más apocalíptico posible, y comienza a palpitarse la tensión y desacuerdos respecto a qué hacer. Aquí la película construye este momento con minuciosidad: los planos cerrados, la fotografía lúgubre de la casilla, la presencia omnipotente y declamatoria de la radio; Lo inevitable elabora una introducción asfixiante a la que se suma cierta intensidad actoral y subrayados un tanto groseros, pero en una producción de terror con facetas tan exploradas, el marco de la historia parece alinearse con esta intensidad. En este tipo de películas de terror psicológico, construidas esencialmente en un espacio cerrado, es importante poder definir con precisión el “afuera”, esa amenaza fuera de campo que consume a los personajes. Aquí comienzan a advertirse algunas irregularidades que se confirman en la segunda mitad de la película. La amenaza latente permanece apenas esbozada y parece el germen de una idea que no ha terminado de desarrollarse, siendo los flashbacks apenas una capa más para comprender la interacción del trío protagónico, pero hay toda una mitología que subyace y permanece de forma aislada y confusa. Es apenas una suma de datos vacíos que se resignifican en los últimos 15 minutos de una forma apresurada, sin que llegue a impactarnos sobre la totalidad del relato. Más allá de sus irregularidades en el relato, con Lo inevitable sucede algo que en una película de género es prácticamente imperdonable: el suspenso se licúa en las palabras que anuncian de forma casi explícita lo que va a suceder. ¿Cómo construir terror psicológico sin suspenso? Todo un clima ominoso, elecciones técnicas y formales interesantes y una ambientación de época de comienzos de Siglo XX no alcanzan para engancharnos en la trama asfixiante de la película, en parte porque no puede responder a esa pregunta. Sin una base sólida, no hay cimiento que aguante.
LA DISTANCIA JUSTA Hay en este film de Edgardo Castro una lucidez que se aleja de los lugares comunes con que se aborda la marginalidad en otras producciones. Ese es el punto fuerte de Las ranas, un crudo relato social que por momentos pierde el eje -salta entre dos puntos de vista-, pero nunca diluye su historia más valiosa: la de la “rana”, jerga carcelaria para denominar a mujeres que se aproximan a los penales a través de las redes sociales, sin que exista un vínculo formal con el preso. Tampoco son prostitutas y pueden llegar a ser utilizadas en las visitas para el tráfico de drogas o celulares robados. Este marco explicativo es sin embargo innecesario porque somos partícipes de la odisea de la protagonista de 19 años, que vende medias en la calle y cuida de su hijo, intentando hacer su vida en el Conurbano. Hay una distancia que está lejos de juzgar el accionar de los personajes, algo que se agradece a pesar de que subraya innecesariamente algunos momentos. Esta distancia, naturalizada por los largos travelling laterales o con cámara al hombro, es clave para hacernos testigos silenciosos de estos escenarios y la vida doméstica de los personajes. El montaje es delicado y la fotografía tiene algunos aciertos que dan un sutil marco expresivo. Es un relato que sabiamente alterna entre una escena doméstica realizando empanadas y otra donde se trafican celulares.
MAPA DE LUZ Martín Weber es un nombre prácticamente ajeno al cine pero no así a las artes visuales. Mapa de sueños latinoamericanos es la culminación del profundo y ambicioso ensayo fotográfico del mismo nombre. Un recorrido por ocho países de Latinoamérica retratando distintas personas que en una pizarra escriben sus sueños, una tarea que inició en 1992 y finalizó tras un recorrido de 53 ciudades. El trabajo en blanco y negro es un documento antropológico tan esclarecedor como desgarrador sobre la realidad social de Latinoamérica, mimetizando los rostros y los gestos con la pizarra: si tienen la posibilidad de ver la muestra es más que recomendable. Pero aquí estamos con el estreno del documental, un retorno de Weber a las figuras en sus fotografías, una búsqueda que registra la voz, el espacio urbano y la posibilidad de encontrarse con esas mismas personas varios años después. El resultado es un complemento necesario que realza el trabajo fotográfico. Más allá de sus irregularidades, la voz de Weber en su ópera prima es firme y entre la maraña de fotografías, callejones y rostros se construye un rompecabezas territorial que trasciende las fronteras. En la foto hay un tipo flaco, alto, con la mirada perdida que sostiene su delgadez con esfuerzo. “Mi sueño es morirme”, dice la pizarra, debajo de un recorrido serpenteante de cicatrices. “Cariño” aparece arrojando en otra pizarra, detrás del parabrisas de una vieja camioneta. Una joven de mirada intensa aparece arrojada sobre el asiento delantero, apenas decaída, en una foto que parece reclinarse como la pizarra. Son dos de las fotos mejor trabajadas y en el marco del documental quedan impresas en la retina por la fuerza de sus palabras. La búsqueda de los testimonios es el complemento cinematográfico que da en el vertiginoso recorrido una nueva dimensión de esas imágenes. Salvo cuando se inclina por una alegoría de trazo grueso como la secuencia inicial, el registro se focaliza en los detalles y la composición a través del paneo, y el travelling se utiliza como una transición. Hay una mirada fotográfica que se denota en la atención sobre las texturas, en particular al capturar las manos y los rostros. Por otro lado, cuando se sale del detalle sobre la figura humana, el espacio urbano en los planos generales es de una rigurosidad quirúrgica, en particular en Brasil y Colombia, donde urbes como Río de Janeiro aparecen como una enorme telaraña. Allí buscar las personas que protagonizan el relato parece una empresa titánica. Pero ¿qué hay de las historias? El relato que se construye a partir de las inequidades sociales, el desamparo, los regímenes dictatoriales que desangraron a los estados latinoamericanos a lo largo de los años, los levantamientos revolucionarios que fueron perdiendo su curso y la feroz violencia paramilitar es un fresco de los últimos 50 años de historia de la región, nuestra región. Pero Weber singulariza sobre las historias sin levantar la voz, dejando que los testimonios hablen, a menudo en lugar de figuras ausentes o difuntas, sin perder la emoción que moviliza cada segmento. No hay una frialdad esquemática de conceptos sino que da espacio a la sensibilidad con una inteligencia notable. Mapa de sueños latinoamericanos es una ópera prima tan amarga como esperanzadora en sus pequeños momentos luminosos, en particular al dar relieve a las emociones y confiar en la fuerza de las imágenes, que de eso se trata tanto el cine como la fotografía.
TOCAR LA LUNA Clara es una niña que sueña desde sus 4 años con llegar a la luna, una odisea con la que convive y aprende para algún día conseguir su objetivo. Esta fascinación por los cielos nos conecta con la curiosidad infantil, que en este caso se traslada a la astronomía, pero también es una carta nostálgica a esa etapa desde una protagonista que desborda alegría. A priori la sinopsis sería esa y el mérito del experimentado documentalista Tomás Lipgot (Vergüenza y respeto, ¡Viva el palíndromo!) es expandir ese universo para reencontrarnos a través de sus ojos con esa etapa y también, por qué no, revivirla. El sueño de ser astronauta primero y luego astrónoma lo vemos no a partir de complejos números o teorías científicas, sino a través del vínculo cultural e histórico que tenían algunas etnias con el universo. Esto le da al documental un tinte más sentimental y sencillo de seguir, sin perder su fondo científico. Es un balance difícil porque otras propuestas suelen caer en un tono new age que en El universo de Clarita no asoma gracias a su rigurosidad académica. El resultado es un relato entrañable que desde el testimonio construye un mundo que gana desde la calidez de sus anécdotas y el protagonismo de la joven Clara. Sin embargo, al evaluar la suma de sus partes, también se advierten irregularidades porque algunos segmentos pierden efectividad o permanecen aislados al no darles una continuidad. Si bien su centro, Clara, no se pierde nunca, muchos de los profesionales y tutores que forman parte de su aprendizaje quedan fragmentados en el relato porque se los expone fugazmente. A pesar de esta inconsistencia, El universo de Clarita demuestra ser por momentos un viaje a la fascinación infantil, ese rincón perdido en la adultez, antes que a la luna.
LOS PEQUEÑOS CRÍMENES DE LA BURGUESÍA La culpa y el miedo son los grandes temas sobre los cuales asoma este segundo film de Francisco Márquez, director también de la interesante La larga noche de Francisco Sanctis. Aquí las contradicciones ideológicas de la clase media aparecen sugeridas, pero el film es un fresco descarnado que hace del suspenso y la sospecha una reflexión que pone la lupa sobre esa cuestión sin concesiones. Un crimen común es una película que al igual que Historia del miedo de Benjamín Naishat o La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel pone el foco en los detalles, los rostros y la intriga para asomar desde su expresionismo con una feroz crítica social. El foco de la historia está sobre Cecilia (notable trabajo de Elisa Carricajo), una profesora universitaria de formación progresista que ve sus convicciones devastadas ante un simple incidente. Pero este incidente, que tiene un eco en la desaparición y luego muerte del hijo de quien le ayuda en sus tareas domésticas, desnuda un terror de clase que desde la teoría no se le había presentado. Este hecho sucede en los primeros minutos, por lo tanto el resto del film problematiza sobre la culpa de la protagonista y la lenta descomposición de sus convicciones académicas. Un crimen común no ofrece salidas fáciles y algunas metáforas pueden resultar un poco forzadas (los monstruos), pero el suspenso y la sutileza con que se desarrolla retratan el infierno personal de Cecilia desde la intimidad de su vida doméstica, un apartado logrado que le acerca al género de terror. En este sentido, la película encuentra su punto en común más importante con La mujer sin cabeza al cristalizar un thriller desde aquello que no se encuentra explicitado y corrompe la vida personal de la protagonista. Lo no dicho es más importante que lo que se dice. Con su segundo film, Márquez encuentra a pesar de sus irregularidades un relato sólido que tiene un magistral manejo de los climas y las emociones que empapan la intensidad del dilema de sus protagonistas.
REFUGIOS EN LA CIUDAD Una casa lejos es la segunda película de Mayra Bottero, pero la primera incursión en la ficción tras la dolorosa La lluvia es también no verte (2015), documental indispensable sobre la tragedia de Cromañón. Esta pequeña aclaración no es por añadir datos innecesarios de filmografías, sino para destacar que en su primer trabajo de ficción Bottero demuestra una lucidez estética que sorprende por su sensibilidad y solidez técnica. Una casa lejos es una película sobre la soledad y el desamparo, pero también una elegía que no se queda en el lamento, sino que deja una visión esperanzadora. Por otro lado, hay un trabajo notable del fallecido Carlos Rivkin y de Stella Gallazzi, dando relieve a personajes melancólicos desde cada gesto y mirada. El film nos pone en el lugar de Graciela (Stella Gallazzi), una maestra al borde de la jubilación que sueña con utilizar sus ahorros para retirarse a una casa rural. Este proceso melancólico, colmado por los recuerdos de alumnos que pasaron por las aulas y rincones del establecimiento, se ve interrumpido por la conflictiva relación con su padre. El foco del conflicto con Rodo (Carlos Rivkin) es el vínculo con una mujer joven, Sabrina (Valeria Correa), que parece convivir ocasionalmente con él. Estas presunciones levantan todo tipo de prejuicios en el edificio donde Rodo vive, además de llevar a Graciela a intervenir de todas las formas posibles para que no se vean. Sin embargo Sabrina, una mujer embarazada que vive desamparada y con una pareja ocasional, resultará en un nexo impensado entre los dos. El ojo de la directora y el guion nos acerca a los personajes y evita los juicios fáciles sobre sus personajes. La lucha solitaria de una madre soltera que vive al margen del sistema, una mujer en crisis por abandonar su vocación y los espacios que significaron su vida y un hombre en su etapa crepuscular buscando un motivo de vitalidad, son el foco sobre el cual se centra Bottero de forma sensible, dando una resolución emotiva que se ajusta al relato. Es importante decirlo: hay tanto drama con salidas forzadas, ya sea para subrayar un mensaje o ser condescendientes, que un film como Una casa lejos es un soplo de aire fresco. Bottero hace uso de los planos largos de forma eficiente y acompaña las contradicciones de los personajes en secuencias memorables: merece destacarse el plano inicial enmarcado de Rodo haciendo una cuna, que tiene un diálogo con otros planos como el corte de un árbol de la escuela donde trabaja Graciela, que también aparece enmarcado, contenido. La opresión e incomodidad de los personajes puede palpitarse y este desarrollo visual es importante porque se acopla al drama, al igual que la tensión palpable en los planos largos. La directora maneja el tempo de las secuencias con la misma delicadeza que el guion y es la razón de un desarrollo tan sólido. Una casa lejos es una propuesta indispensable en estos tiempos de distanciamiento social y soledad, incluso si la película no fue gestada con esa idea en mente. Esa luz al final del túnel para la gente que ha quedado sola puede resultar por momentos un cliché, pero si hablamos de cine se trata de una propuesta tan eficiente como conmovedora que invita a la reflexión.
ALTURAS Y PROPAGANDA Si quieren pensar en Avalancha: desastre en la montaña de una forma sencilla, traten de imaginar a Top Gun en una montaña filmada por una mezcla de Michael Bay y Paul W.S. Anderson con una pesada dosis de melodrama. Para ser justos, Daniel Lee filma algunas secuencias de acción con mayor talento e inventiva que los dos mencionados, pero por cada una de las secuencias de acción memorables hay al menos uno o dos segmentos dramáticos con diálogos por momentos risibles y panorámicas, muchas panorámicas, que no dicen absolutamente nada. ¿La inmensidad de desafío? ¿La del coraje chino? ¿La del monte más elevado de la tierra? No lo sabemos porque aparecen dispersas como un enorme videoclip deportivo. En todo caso, hay en esta enorme épica nacionalista de más de dos horas momentos de inventiva, aventuras y un actor como Wu Jin, que se devora la película y canaliza lo que necesita un héroe del cine de acción. Lamentablemente se pierde en el medio de este mejunje que transpira presupuesto pero ofrece muy poco cine. Avalancha: desastre en la montaña narra la desesperada carrera china por alcanzar el pico del monte más elevado del mundo, el Everest. En un flashback vemos la tortuosa expedición de 1960, que involucra a Wang Fuzhou (Wu Jin), Jie Bu (Lawang Lop) y Qu Songlin (Ji Zhang) alcanzando la cima luego de la pérdida de su capitán, otros miembros y, no es un detalle menor, la cámara fotográfica. Una vez en la cumbre dejan un recuerdo como se hace tradicionalmente al alcanzar una cima, pero no hay un registro formal de esta conquista. La fama y el reconocimiento inicial se vuelven un inconveniente cuando otras agrupaciones de montañistas cuestionen el logro, ya que no hay fotografía alguna de la hazaña. Olvidados, cada uno de ellos sigue su vida hasta que son convocados para coordinar nuevamente la hazaña. Es el momento de, 15 años después, sacar la ansiada foto y escalar desde la cara norte. La película se toma su tiempo para finalizar esta conquista que se llevó varias vidas. En el medio de tanta hazaña épica y cine de aventuras hay melodrama y bajada política por doquier. El Everest es “nuestra montaña” a pesar de que comparte frontera con Nepal y que, por supuesto, un accidente geográfico sabe poco de nacionalidades. En el film se refieren a la incierta hazaña del británico George Mallory en 1924, del cual se desconoce si logró hacer cumbre utilizando la ruta de la cara norte, porque su cuerpo fue hallado muchos años después y no hay testimonios que puedan dar crédito de ello. Por supuesto, se omiten los ascensos desde la cara sur en Nepal, incluyendo la primera vez que se alcanzó la cumbre en 1953 (Tenzing Norgay y Edmund Hillary). Este “pequeño” dato histórico es de valor porque el relato del film da la impresión de que entre el fallido ascenso de 1924 y el “no reconocido” de 1960 no hubo ascensos. El patriotismo se derrama por la trama con otros simbolismos más sutiles (el esfuerzo colectivo) y otros más rústicos y embarazosos. Se entiende que no haya una búsqueda de verosímil sino de una espectacularización del proceso. El montaje es clave y cumple en secuencias como el ascenso de 1960 y secuencias dramáticas como el primer fallido ascenso 15 años después. El desenlace logra conmover al conectar un pequeño flashback con el logro de 1975 y hay dos secuencias con avalanchas que son memorables. Por desgracia también están las ridículas panorámicas y secuencias que son de un kitsch desgarrador: ver a Ziyi Zhang haciendo un personaje tan monocorde como Xu Ying es tan lastimoso como ver la secuencia en que lee un fragmento de la vida de Mallory mientras Fuzhou escala una fábrica o la secuencia en que el mismo Fuzhou detiene un enorme bloque de hielo con su espalda para salvarla. Y hasta aquí hablamos poco de los diálogos porque es una película que triunfa en sus silencios y se hunde en sus palabras. Si están dispuestos a sobrevolar el melodrama, hay aquí buenas secuencias de acción que nos mantienen al borde de la silla, pero omitir otras torpezas de guion o una música que raya lo publicitario con la misma contundencia que los ralentis es un poco demasiado. Para explorar el Everest y el montañismo hay, por suerte, otros ejemplos cinematográficos.