Una imagen vale más que mil placas negras Hay un cine que les encanta a ciertos profesores de historia. Se me ocurre que en la enumeración de datos y figuras, de acontecimientos y especulaciones, El mural sería ideal si no fuera por las escenas de alto contenido erótico que se suceden en algunos casos, aunque resulte prácticamente inofensivo para jóvenes que pasen aunque sea una o dos horas ante el televisor en el prime time. Pero la escuela es la escuela, y se me ocurre que siempre hay un velo de moral absurdo que confronta cierta visión pedagógica con padres, valores, visiones anacrónicas… en fin. Pero en este caso es una buena obra para confrontarla, para debatirla en un aula y para dar un contexto sobre lo que entiendo es el punto más flojo de la película. La asimilación y subrayado de datos reales sobre personajes que representan personas que en el film aparecen caricaturizadas y, en algunos casos, castigadas con muy poca sutileza. Particularmente se me ocurre como una tergiversación para comprender a, por ejemplo, Natalio Botana. Luego es un ejercicio cinematográfico por momentos lúcido por su síntesis dramática y por otros es derivativo y arbitrario en el guión, sin demasiados alicientes estéticos que destacar, salvo una reconstrucción de época formidable y algunas actuaciones (eso sí, bien dirigidas) que se abren del texto y dominan escenas casi herméticas. Pero, para ser claro, lo que van a ver es a un director clásico, en la línea de cierto clasicismo que calcula la puesta en escena desde un guión que apenas deja el desplazamiento de la cámara, y prolonga desde el encuadre fugas pictóricas que en algunos casos son un detalle significativo y en otros es de un estatismo alarmante que afecta el punto de vista. Los diálogos son medidos, con un timing teatral que por momentos suena artificioso y del cual sólo pueden escapar algunos actores que tienen el talento para hacerlo: Bruno Bichir, Luis Machín o Ana Celentano lo logran con solvencia. Es notable ver cómo algunas líneas se suceden sin naturalidad alguna, enumeradas, en momentos como una reunión familiar donde se pretende, precisamente, marcar cierta cotidianeidad. Desde el registro de una cámara fija se logran momentos expresivos que son de una síntesis loable, en particular merece destacarse la secuencia del funeral de Carlos Botana (Camilo Cuello Vitale), pero este registro también tiene su contraparte en las secuencias que exigen un mayor dinamismo. Específicamente, resultan toscas en el montaje las secuencias de enfrentamientos entre militantes y fuerzas represivas, además del suicidio de Carlos Botana, entre otras. Pero hablamos de caricaturas por la uniformidad y la superficialidad con la que están construidos algunos personajes para, inevitablemente, marcar el punto de vista del director sobre las cuestiones que se van presentando en el film. El personaje de Blanca Luz Brum (Carla Peterson) aparece rematado en el final por placas negras y datos que ponen en evidencia lo que la película ya nos había dicho de alguna manera, manipulando al espectador a que resulte completamente antipático, sin ambigüedades ni segundos puntos de vista. Brum es eso, un personaje destructivo, al igual que Natalio Botana (Luis Machín), que gracias a la interpretación de uno de los mejores actores del cine nacional puede presentarse más ambiguo y, dicho sea de paso, humano. Llamativamente es el personaje de Machín el que por momentos manda a un segundo plano al de Bichir, que es el mismo Siqueiros, además de protagonista del film ¿Por qué pasa esto? Sencillamente porque Siqueiros también se nos presenta como un personaje previsible, que por momentos actúa de manera arbitraria, sin un desarrollo verosímil. Pero a pesar de estar unos pasos por detrás de Machín, Bichir también se encarga de que su personaje adquiera una complejidad que no parte del relato precisamente, ya que por momentos aparece aislado entre secuencias sin un desarrollo dramático demasiado creíble (particularmente, lo de la prisión). En fin, lo que quiero decir es que con otros actores esta película hubiera sido mucho más mediocre. Alejándome un poco de los personajes se puede hablar del relato, y hay algunas subtramas que confirman el maltrato sobre el personaje de Blanca Luz, pienso en particular en la relación entre Salvadora (Celentano, actriz que también gana un espacio considerable gracias a su trabajo actoral) y Saravia (Juan Palomino) -que es un personaje que inmediatamente después se esfuma de la película- ya que esto sirve como catalizador para el suicidio del hijo de Botana. Es decir, casi como si se tratara de un hilo uno puede ver que la infidelidad por Natalio Botana con Blanca Luz lleva a la desconfianza de Salvadora, quien a su vez se involucra con el tal Saravia, que afecta de modo determinante a Carlos tras recibir la revelación de esa relación en la cara. Carlos se suicida luego de otra nueva revelación, fin de la historia. En el medio el personaje de Saravia fue usado de manera forzada y desaparece de la película, además de que se victimiza a Salvadora y se condena a Blanca Luz. Parece una tragedia, pero algunas cuestiones lineales la hacen parecer más cercana a una telenovela. En definitiva, El mural se balancea entre la mediocridad y algunos momentos logrados, además de actuaciones que demuestran el talento de figuras que tiene un porvenir más que promisorio. Pero en conclusión, encuentro que en esta película, al igual que en la mayoría de las de Olivera, es imposible no ver a los personajes como móviles para decir otra cosa que en algún momento se torna demasiado evidente. Para sublimar cierta visión política al drama de los personajes en pantalla. Si a esto sumamos un epílogo explicativo con placas negras e información, caeremos en cuenta de que el director quiere hablar de personas antes que de personajes, aunque tal cosa sea imposible a pesar del intento de profesores de historia por incluir películas como La Patagonia rebelde en su programa, sin que haya un debate cinematográfico sobre la misma. Mis saludos a mi profesor de historia de segundo año polimodal por haberlo intentado de manera infructuosa, sin el debate correspondiente (sin rencores).
El poder en las sombras En líneas generales El escritor oculto podría ser visto como un thriller político más o menos interesante, con una resolución fallida por lo forzada que aparece y con algunos tiempos muertos que se hacen densos e innecesarios. Pero lo que con otros directores quedaría así, con un resultado mediocre, con Polanski adquiere un matiz de mayor densidad en función de su capacidad para generar tensión, dirigir actores, elaborar climas y, sobre todo, conjugar todo eso para que en la imagen aparezca natural y fluidamente en función del género que está contando. Sin embargo, y a pesar de sus méritos, la película naufraga en función de mantener una estructura previsible, que le va quitando peso al protagonista hasta relevar al “tema de fondo” en un encuadre final que no da lugar a ambigüedades, cerrando puntas con la misma arbitrariedad con que lo hace un director como Ron Howard en El código Da Vinci. Lo cual sorprenderá a quienes vean la película, porque hasta su desenlace parece un thriller cuidado y atmosférico, con ese tono agobiante que Polanski sabe dosificar con solvencia a través de planos cerrados, con una luz difusa y uniforme que en su palidez deja entrever contraluces que hablan de un mundo ambiguo que alimenta la paranoia del escritor fantasma protagonista, interpretado por Ewan McGregor. Esta paranoia es la base del film, no sabemos qué se esconde detrás de cada fachada y cuándo, ni de qué manera se va a ejecutar la orden que patee el tablero. Sí sabemos que se trata de una olla a presión en la cual un escritor se metió por querer hacer la autobiografía de un ex primer ministro británico (Pierce Brosnan), como un trabajo por encargo que le deja mucha, bastante plata. El planteo es bastante obvio para pasarlo por alto: Brosnan es Tony Blair, no hay vuelta que darle, y la forma en que aparece aislado sin conexión con el mundo real parece una alegoría que por momentos aparece difusa por la realidad que adquiere (y, en todo caso, no sería alegoría). Entonces Ruth (Olivia Williams) sería Cherie Blair, algo que es tan, sino más importante que el dato anterior en función de lo que la película cuenta. No hay sutileza al respecto, y el marco de denuncia deja entrever todo un entramado político donde puede aparecer algo más sutil, particularmente si se piensa en la analogía de relaciones de poder como relaciones amorosas. Entonces tenemos a este escritor en el medio de una isla de Manhattan, tratando de finalizar la biografía de esa figura política que casi nadie conoce en integridad, tomando el lugar de Mike McAra, el anterior escritor fantasma que murió en circunstancias dudosas. Le dan el manuscrito y le piden que trabaje sobre el mismo, pero desafortunadamente se da cuenta de que es un desastre. Sin embargo, todo lo que le dicen es ambiguo y poco certero, además de que el clima se va haciendo más opresivo a medida que va descubriendo algunas cuestiones que hacen tambalear la versión oficial de los hechos y la presión de la editorial exige resultados. Por lo tanto comienza a investigar y allí se van uniendo piezas que lo van poniendo en un riesgo cada vez más palpable cuando descubre el archivo de McAra, y entiende que la naturaleza política del ex primer ministro Adam Lang contiene otros orígenes e intereses, y que no es casual que el anterior “fantasma” esté muerto. A partir de allí el thriller avanza como una pendiente que, junto a la banda sonora de Alexandre Desplat, culminan en un climax a través del cual el protagonista sortea varios obstáculos con inteligencia. Pero como dije, el desenlace y el final son bastante flojos. Bueno, del trabajo visual no nos vamos a quejar nunca, por ejemplo, hay un mano a mano hecho desde un plano detalle que en su extensión adquiere una significación fundamental para el film. Polanski sigue siendo un maestro a la hora de la puesta en escena. Pero lo que hace el “fantasma” protagonista es absolutamente inconsecuente con el personaje que se había presentado en las casi dos horas anteriores. Si antes era inteligente, sofisticado y habilidoso, ahora tenemos a un personaje torpe destinado a un final absolutamente forzado por un encuadre final que contrae todas las tensiones del film (incluso con el fuera de cuadro) pero que aparece artificioso en función de lo que se hizo para llegar allí. En definitiva, es un thriller con un desenlace inverosímil, un tanto decepcionante, pero que por poco más de una hora sabe construir tensión como pocos, sin apelar a fórmulas que desde lo visual resulten efectistas. El giro final del guión, y lo que obviamente Polanski quiere decir con ese encuadre, es otra historia.
Buenos Aires subterránea “Argentina ostenta uno de los índices más altos de mortalidad por accidentes de tránsito. 22 personas mueren por día; hay 7.885 víctimas fatales por año (2009) y unos 120 mil heridos de distinto grado y miles de discapacitados. Las pérdidas económicas del tránsito caótico y accidentes de tránsito superan los U$S 10.000 millones anuales”. (de la página Luchemos por la Vida -www.luchemos.org.ar-) Decir que Carancho del director Pablo Trapero es sólo una película de denuncia o circunscribirla dentro de una determinada corriente del cine argentino es, en cierto sentido, atomizar un hecho extraordinario. Estamos viendo un film que compromete al espectador desde el primer al último minuto con un tema que se transpira en cada centímetro de pavimento de los centros metropolitanos más importantes de nuestro país. Es una denuncia que atraviesa distintos estratos sociales, que se vale de determinados valores formales y estéticos para lograrlo, pero además es un melodrama de una intensidad y una violencia pocas veces visto en el mainstream argentino, tiene dos figuras centrales de un nivel actoral prácticamente superlativo y, quizá un detalle para algunos y fundamental para otros, va a atraer gente. Y lo mejor es que a esa gente que vaya puede o no gustarles la película, pero no van salir impávidos sino que van a querer debatir la cuestión de fondo, es imposible que no se sientan tocados por la innegable cotidianeidad que Trapero construye en Carancho. No tanto por las vidas y las figuras que se desplazan en la pantalla sino, en cierto sentido, por el fuera de campo, ese fuera de campo que también es el potencial conductor o peatón de cualquier ciudad de nuestras calles. Trapero es un virtuoso, pero no lo es gratuitamente, no construye artificios sin fundamentarlo dentro de la trama y el guión (y no, no es lo mismo). Hay un trabajo de edición que se basa en el esfuerzo de balancear el ritmo cinematográfico de la película, con momentos intimistas construidos con planos cortos y descriptivos en el departamento de Luján (Martina Gusman) y una serie de planos largos y planos secuencias en el mundo que está fuera de ese micromundo de tranquilidad donde conviven y construyen su relación Luján y Sosa (Ricardo Darín). Es una antinomia construida con una destreza que se mantiene a lo largo de la película, como si el director obligara al espectador a salirse de la esfera televisiva de los datos informativos y lo sumergiera en un mundo salvaje donde la imagen está constantemente en movimiento, donde el caos y la colisión visceral de los cuerpos se da literal y metafóricamente. Después de todo, hasta la relación entre Luján y Sosa puede ser interpretada como un choque desafortunado. Estéticamente estamos hablando de uno de los films argentinos actuales donde mejor se ha referenciado el espacio que se retrata. El conurbano bonaerense, que el director ya había explorado en El bonaerense, aparece aquí como el paisaje que todo policial negro contemporáneo debería tener. Calles con pasillos angostos, luces ambarinas y tristes que desnudan frágiles cafés y edificios, con su arquitectura de contraluces, demuestran el poder expresivo de la dirección de fotografía, además de ciertos encuadres que recuerdan la atmósfera de algunos films de Fincher. Los espacios cerrados aparecen como galpones oscuros y polvorientos, con la luz directa de dos o tres focos moribundos o salas claras y blancas con corredores negros que surgen abruptamente con líneas de fuga infinitas, agolpados de gente sin rostro y murmullos inentendibles. Trapero llevó a través de su registro realista alguna singularización poética, pero nunca deja de ser contundente en la narración. Quizá no haya una idea de mímesis en la línea de Bazin, pero hay una construcción televisiva en los planos secuencia que denota y connota una espectacularidad visual que se acerca al informativo, con esa estetización de la realidad sobre un hecho singular, aprovechando la profundidad de campo y el frenesí del desplazamiento para afirmar esa identidad violenta y abrupta con que surge la primicia. Carancho es visceral en todo sentido. La violencia del montaje se concatena con la violencia de lo que vemos en pantalla haciendo imposible disociar a una de la otra. Los diálogos son sentencias claras y crudas, sin ambigüedad posible, y los golpes mantienen una continuidad que aumenta en cadencia a medida que avanzamos en el relato. No hay concesiones y es de agradecer que no las haya. Pero así como es violenta, también tiene una carga erótica que le da un espacio de respiro a esa pareja en el medio del caos. Y esa carga erótica algo estilizada aprovecha al máximo la figura de Gusmán y el talento para su desplazamiento en esas secuencias, mientras Darín saca a relucir la chapa de un Marlowe fatalista que encuentra en su cuerpo un reposo de la oscuridad que lo va consumiendo hasta el (inevitable) final. El final, la polémica. Aquí es inevitable que se arruinen algún detalle de la trama por lo tanto, a quienes les afecte advierto, HAY SPOLERS. Aquí hay una cuestión interpretativa que hay que tener en cuenta: la película comienza con una placa negra informativa y finaliza con una placa negra con una voz en off que anuncia los efectos de un accidente de tránsito (excelente trabajo de la ingeniería de sonido) que afecta a nuestros protagonistas. Este off de la imagen que funciona de manera dialógica pone de relieve el tema que sobrevuela la película: los accidentes de tránsito, la corrupción y los efectos de ello. En cierto sentido, esta estructura que puede leerse como una especie de loop es extradiegético y traiciona la estructura que en la mayoría del metraje hace hincapié en la historia de nuestros protagonistas. Si por un momento habíamos creído que los personajes cobrarían más relevancia que el tema, allí está el final para anclar las cosas, subrayarlas. No hay fuga posible del destino y la fatalidad. Es imposible creer que este final no frustrará a ciertos espectadores, y resulta al menos cuestionable en base a la cercanía que Trapero desarrolla con Luján y Sosa. Por momentos es lícito hacerse la pregunta: ¿es una película de Sosa y Luján o de la corrupción en torno a los accidentes de tránsito? ¿Cuál cobra más relieve? La respuesta es el final. Las actuaciones, ¿qué queda decir de uno de los actores más versátiles que ha entregado el cine argentino en toda su historia (ya saben quién es) y que más elogios se pueden agregar a la sutileza y naturalidad interpretativa de Martina Gusmán? Pero para ser justos, la violencia actuada, el nivel regular de las actuaciones y, particularmente, el trabajo de José Luis Arias, merecen ser destacados más allá de las obviedades. Es una película indispensable del cine argentino, quizá esto suene demasiado entusiasta pero más allá del entusiasmo individual hay una cuestión coyuntural por la cual es indispensable. Pocos films mainstream han tenido el valor de envolverse de tanto coraje para la denuncia, el virtuosismo y la violencia sin filtros, sin edulcorantes. Pocos dejan tan intranquilo al espectador (y hablo de la sala donde estuve), con ganas de hablar cuando salen de la sala, con la mirada perdida; es una película tan hipodérmica como uno de los primeros de sus planos y tan contundente como ese caótico final que demuestra que ninguna criatura escapa a esa Buenos Aires subterránea que retrata Trapero.
Rock industrial Iron Man 2 podría verse como una película tan honesta como su predecesora en lo que refiere a sus intenciones: entretener. Sin embargo, hay un signo de desgaste en la construcción de algunos personajes y el sustento visual no fluye de la misma manera a través de las dos horas de la película. Hay por momentos una vacuidad discursiva de argumentos científicos que tornan densos algunos pasajes, pero que gracias al frenesí de explosiones y hierro estrellándose nos hacen olvidar aquellos agotadores parlamentos. Como se dice, es una película para pasarla bien un par de horas, luego tomar un café y contarla en la mesa entre detalles más o menos certeros, mientras nos escapamos temporalmente de la rutina. De paso, confirma a Favreau como un director eficiente y da el pie para que Marvel finalmente pueda estrenar su esperada The Avengers en el 2012. Hay algo notable en la construcción del personaje de Tony Stark que es, por momentos, quien le da a la película ese tono entre comedia y drama sobre el que se balancea. Favreau entiende perfectamente que así como Batman es sobre Bruce Wayne, Iron Man es sobre Stark, esa especie de Howard Hughes que se balancea entre el narcicismo y la filantropía. No hay una intención de saturar la pantalla de efectos especiales y maquillaje sin que antes se le haya dado una dimensión humana a esos superhéroes. Dado que se trata de un personaje complejo (como casi todo superhéroe), no veremos blancos y negros, sino una escala de grises sobre la cual se desarrolla la acción, con un mayor desarrollo sobre el negocio de venta de armas y la difícil relación paterno-filial, que sobre antagonistas vistosos, como fue vendida en cierto sentido la película a través del tráiler. Dado que se trata de un héroe que es un personaje público hay un trabajo de registros que quizá pase desapercibido, pero que a mí me pareció uno de los aciertos más notables de Favreau. En esencia, Stark es un personaje siempre construido por su imagen pública a través de distintos medios, particularmente en los casos de las secuencias en Mónaco y luego del discurso de apertura al film. Arriesgándose a perder un punto de vista más comprometido con su personaje, el director decide mantener una percepción omnisciente sobre el asunto: hay varias secuencias que describen al protagonista interpretado notablemente por Robert Downey Jr. desde otros puntos de vistas o personajes, ya sea una periodista buscando una nota o la cámara fija que se encuentra registrando un acontecimiento o un espectáculo televisivo. El magnate se transforma en la inmediatez de una noticia que irrumpe en la cotidianeidad televisiva, ya sea tras un juicio excéntrico o arriesgándose a correr una carrera donde ingresa un violento antagonista a los latigazos (¡!). Esta relación de familiaridad televisiva sobre lo extraordinario del superhéroe es una herramienta inteligente que Favreau sabe utilizar con solvencia, sin vulnerar el desarrollo del film. Pero como dijimos, no se trata de un antagonista vistoso lo que prima en la película, a pesar de que comienza y finaliza con el acomplejado Whiplash de Mickey Rourke. Stark tiene un enemigo más notable en el cínico Justin Hammer, un vendedor de armas dispuesto a todo para competir en el negocio, arriesgando vidas y complotando para demoler la figura de nuestro héroe. Y no se trata de un ser con poderes extraordinarios sino de una mente brillante que opera con corrupción e inteligencia, un enemigo sólidamente construido desde el guión que a pesar de sus modificaciones respecto al original funciona con eficiencia en la piel de un destacable Sam Rockwell. Pero a no asustarse, no faltan explosiones en el enfrentamiento final con Whiplash y un ejército de robots, a pesar de que a mi entender falta sangre para que comprendamos la dimensión de la violencia. La imagen así adquiere una plasticidad que torna artificial cualquier momento de acción, sin mostrar la consecuencia de lo que estamos viendo: vuelan el fuego y las bombas que vemos caer sobre la multitud, pero desconocemos los efectos de ello. A pesar de que ya sé que es fantasía, también creo que hay un margen para mantener el verosímil, para que no creamos que aquello sea completamente extraordinario. En el medio se mantiene la ambigua relación con la asistente de Stark, Pepper Potts, generando tensión con la Viuda Negra interpretada por Scarlett Johansson, en un plan de femme fatale destinada a permanecer en el universo Marvel, pero con poco relieve dentro de este film. Además están los gags ubicados clínica pero escasamente a lo largo de la película, un AC/DC prácticamente omnipresente en la banda sonora y un uso increíble del Another one bites the dust de Queen. Lo que se dice, algo entretenido a pesar de todo, que no va decepcionar al espectador que la quiera pasar bien.
El título lo dice todo Sí, aunque se llame Ex originalmente, el título en español lo dice prácticamente todo. Se trata de una película tan horrible como su título que, inexplicablemente, en su país de origen obtuvo varias nominaciones al David di Donatello (algo así como el Cóndor de Plata, pero en Italia) y que se enmarca como “comedia romántica” aunque algunas cosas causen poca o nada de gracia. Toda esta adjetivación carente de la más mínima intención de objetividad es para decir que estamos ante una película fallida en toda su dimensión, que quizá nos cause una risa leve en algún momento para luego ser tapada con varios momentos y giros insólitos que, sumados a un metraje interminable y personajes poco interesantes, nos dan como resultado un relato coral lleno de clichés e imágenes convencionales, sin la más mínima intención de hacerlo fluir de manera coherente. Al contrario, es tan previsible que es fácil identificar las herramientas de guión que harán que la trama se movilice hacia alguna parte, es fácil imaginar lo que va a suceder y, lo que es más, fácil imaginar el delirio que puede pensar el guionista y su director para hacer que las cosas terminen como tienen que terminar. Así de imperativo, así de superficial. La cuestión con Todos tenemos un ex es que en el mejor de los casos tenemos un cine costumbrista de poco vuelo o un telefilm convencional que por momentos se asemeja más a una de esas novelas de la tarde, llenas de estereotipos y arbitrariedades. Pero hablemos un poco de la película: hay una pareja divorciada con dos hijas adolescentes que tienen perfectamente asumida la cuestión, otra a punto de divorciarse porque viven en un estado de violencia y crispación constante, una parejita joven a punto de separarse por cuestiones laborales, un triángulo entre un cura, un amor de su pasado y el futuro novio y, finalmente, una pareja con un violento ex acechando al pobre tipo. Como verán, material sobra y lo que se hace para resolver cada una de estas historias apunta a una fórmula tranquilizadora a la que yo no me opondría (porque uno entiende las reglas del juego con las que parte, la cosmovisión que impera dentro de una perspectiva conservadora) si no fuera porque es inverosímil. Es decir, dentro de esa lógica que construye el film hay una historia a la cual se le da un tono riguroso y creíble (la de Sergio, interpretado por Claudio Bisio) pero a otras a las cuales su resolución parece una broma ridícula. Pienso en cierto aeropuerto en Hong Kong con un beso que parece sacado de una publicidad y en una pareja reconciliándose luego de un inexistente encuentro con la muerte. No es casual que en la película la historia más caricaturesca sea la más coherente: hay un tono de comedia y cierto esbozo de los personajes que no se traiciona nunca a lo largo del desarrollo y llega una resolución acorde, sin patetismo ni fuegos artificiales. Digamos que de un ex violento pasa a haber dos ex violentos. Pero además de coherencia para construir el relato, a la película por momentos le falta gracia: se sostiene con sketches aislados a los que se hilvana con un montaje televisivo y efectista (por la repetición y el abuso del recurso) que, si bien por momentos logra su cometido, en otros es de una notable torpeza que atenta contra el propio film, especialmente cuando surge la necesidad de insertar secuencias dramáticas que resultan disruptivas y anti climáticas. Si nos venimos riendo con dos chistes que entre ambos duraban 5 minutos, no lo rematen con una muerte cuyas secuelas dentro de la trama pueden llegar a extenderse a todo el film. Especialmente, si no se sabe cómo amalgamar ambos registros. La banda sonora es otra de esas cosas que resulta un apartado desprolijo. Veremos baladas extenderse por más de dos minutos para subrayar momentos emotivos, con algún ralenti incorporado pero, esencialmente, no sólo no aporta nada y se torna derivativo, sino que carece de la más mínima originalidad e identidad (Goodbye my lover, de James Blunt, como si no se le hubiera ocurrido a nadie). Más bien parecen videoclips dentro de una película, con largos travellings y un mosaico fragmentado de personajes a los que el montaje y planos cargados de sensiblería nos recuerdan lo manipulador que es el relato visual. Si hay que destacar algo es la elección de Brizzi de las mujeres que pueblan el film: quizá es lo encandilante de esta belleza lo que me hace creer que, por momentos, la película adquiere fácilmente la estética de un comercial. Un comercial de dos horas.
La Culpa es de los padres Hay películas que tienen poco, muy poco que aportar. Su intrascendencia es tal que uno podría pensar que ya ha visto lo mismo con diferentes nombres y que no vale la pena reseñarlas en absoluto. Pero no estamos hablando de la misma trama, sino de casi exactamente la misma forma de contar las cosas sin el más mínimo ápice de originalidad. A esto sumémosle lo desdibujados que aparecen los personajes, la endeble resolución de la historia, la torpeza para romper climas y manipular los efectos visuales de carácter digital y tendremos como resultado a Caso 39. Pero uno, que se propuso escribir justificando su postura, va a tratar de decir lo que más o menos está bien, teniendo en cuanta que es una mala película que quizá le sirva a un amante del género de terror para acumular material en el historial de su visionado. Y ver lo que quizá Alvart podría aportar a otro tipo de material con mejor suerte. Es la típica historia con chicos malditos: parecen inocentes pero en verdad son jodidos y detrás de su apariencia encierran lo inasible, lo incontrolable, para las siempre racionales mentes de quienes los ven. El subtexto de esta manifestación puede tener una connotación religiosa, social, moralista, sexual o psicológica, pero lo cierto es que siempre incluyen el miedo ante lo desconocido y lo imprevisible de la naturaleza humana detrás de una fachada superficial. En este caso podríamos ver alguna cuestión social y psicológica ya que el resto de las mismas carecen de relieve dentro de este film. Pero incluso en estas dos cuestiones, sobre las cuales es evidente que la película quiere profundizar, hay un descuido en el guión tal que es imposible que a uno le importe dilucidarlo. La protagonista es una asistente social que resuelve casos de chicos maltratados, ahí tienen una punta sobre la que quiere hablar la película. Los traumas infantiles y psicológicos es otra punta que aparece explorada de manera superficial pero que es, sin lugar a dudas, parte fundamental de la trama. La culpa de que no tengamos en cuenta detalles de guión tan metafóricos como interesantes, como el uso de la voz como transmisor del miedo y la culpa o las relaciones de poder paterno-filiales (que en un momento aparecen invertidas) es que los personajes son insustanciales y la trama es insólitamente derivativa. Emily (una olvidable Renée Zellweger) conoce desde aproximadamente mediados del film a lo que se enfrenta pero recién hacia el desenlace se decide a hacer algo. La razón es tratar de darle mayor grosor a la relación con la niña maldita en cuestión (Jodelle Ferland), pero el vínculo aparece tan poco elaborado en la introducción del film y durante el desarrollo es tan poco convincente que no existe una impresión de realidad, sino que es todo artificio fruto de cambios bruscos. “Cambios bruscos” en una película de terror en general son muertes, o casi, y en Caso 39 no faltan. Lo que sucede es que estas muertes tienen un impacto emocional prácticamente nulo sobre los protagonistas: el hecho de que haya una secuencia de funeral no demuestra dolor alguno, sino que lo aísla sin ninguna consecuencia sobre el carácter de, por ejemplo, Emily. Siempre se mantiene en el umbral de la sospecha, sin demostrar emoción alguna, a lo que se suma una actuación insoportable de Zellweger, de lo peor de su carrera. Lo que más irritará, además del pésimo trabajo cinematográfico y el desastroso guión es la visión social que existe sobre los hogares con chicos maltratados. En lugar de realizar un análisis global de la situación, lo único que parece retumbar es la miopía de la frase “la culpa es de los padres”, sin dar lugar a tratar de comprender lo que afecta a los chicos o sus padres, el contexto social al que pertenecen, el espacio que ocupa la violencia, etc. Esto se lleva a la caricatura más patética con la madre de la protagonista, que en el final vemos porque dejo traumada de alguna manera a Emily con un recuerdo espantoso. En fin, salvo algunas secuencias y cierto imaginario perturbador de películas serie B (que igual está mal aplicado), se trata de un film de terror absolutamente olvidable, con alguna cuestión creativa interesante que palidece inmediatamente ante lo mediocre del resto de los aspectos que hacen a Caso 39.
Dentro de la línea Cuando somos chicos habitualmente nos dan esos libros donde hay que pintar determinados espacios con crayones o lápices de colores tratando de no pasarnos de la línea, procurando mantenernos dentro de los márgenes. Esto nos hace sentir contenidos dentro de determinadas reglas que construyen una forma de entender el mundo que, por supuesto, luego se aplicarán a la vida adulta de manera un tanto más compleja. Bueno, todo este preámbulo un tanto simplista es para hablar un poco de Una noche fuera de serie de Shawn Levy, una comedia entretenida pero a la que le falta espacio para la subversión, que cuenta con dos de los comediantes más talentosos del planeta como pareja central pero que aparecen contenidos por el guión y la puesta en escena. Casi como si Levy les hubiera marcado que se mantengan dentro de la línea, ajustados a un guión que, por momentos, resulta perjudicial para el ritmo del film. Pero si, es pasable, entretenida, tiene algunos gags bien logrados, pero podría haber sido mejor. Es una película que con su temática adulta sobre parejas en crisis termina por perjudicar el tono más exaltado y cómico que se adivina en Tina Fey y Steve Carrell, y por eso aparece por momentos fragmentaria. Cómo es de imaginarse, esta comedia tiene un tema al cual le da mucha, quizá demasiada, importancia. El tema es el estancamiento de una pareja que aparece rotulada como ordinaria ante la repetición de la rutina laboral y familiar. Surge la posibilidad de hacer algo diferente una noche, ocupan el espacio de otra pareja en un restaurant y allí comienzan los enredos que hacen de esta película una screwball comedy. Tras esto comienza la faceta más original, que es una subtrama donde la pareja deberá enfrentarse a la mafia, policías corruptos y a una amenaza de muerte debido a una memoria con cierta información que compromete al fiscal del distrito (David Fichtner) y que les hará pasar una noche realmente “diferente”. Y la culpa es, lógicamente, el hecho de haber tomado el lugar de otra identidad. En el medio del desarrollo surgen achaques, discusiones y cuestiones que intentan buscar una explicación del estancamiento de la pareja, en el medio de la acción y los tiros, para llegar a una resolución previsible pero también entendible si conocen el cine de Levy y el planteo del cual parte este film. Esencialmente la película es eso, pero saliéndonos un poco del desarrollo lineal, hay ocasionalmente destellos dónde podemos ver la espontaneidad de un sketch de, por ejemplo, “Saturday Night Live”. En esos momentos podemos ver el talento de Fey y Carrell en toda su integridad, con espacios para la improvisación y los tiempos que, desafortunadamente, luego el director se encarga de romper con secuencias realmente disruptivas que atentan contra el propio ritmo de la película. Hay un ejemplo que es bastante representativo: la pareja se está escapando de una situación límite en un auto deportivo a toda velocidad y de repente comienzan a discutir por una cuestión marital. Esto, que de haber sido otro el director podría haber sido aprovechado como recurso para evitar que decaiga el ritmo narrativo, se transforma en una insólita e injustificada distensión del relato que aburre. Aburre por lo que dice, que no es más que una suma de frases hechas, y aburre por el tiempo que dura en el medio de semejante secuencia de acción. Por eso lo fragmentaria que pueda aparecer la película: algunas secuencias no fluyen junto al resto porque aparecen como sketchs aislados que, más allá de su indudable calidad, parecen de otra película. Algo así como el “gol de otro partido”. Por otro lado, el montaje y los puntos de vista durante los momentos de acción aparecen torpes y demuestran el problema del director para desenvolverse dentro de este registro. Sin embargo, y a pesar de las falencias, la película siempre cuenta con dos ases de espada de la comedia y alguna que otra referencia al cine policial con figuras del cine de acción actual como Mark Wahlberg o el mencionado Fichtner, que resultan en un acierto por la caricaturización con la que sobrellevan sus papeles. Y esto es, en definitiva, porque la película logra manejarse con solvencia dentro de esta premisa: logra, en efecto, parodiar con inteligencia varios de los lugares comunes del cine de acción. Pero se queda a medio camino y eso es lo que a uno quizá le moleste más. Con un director como Adam McKay o Edgar Wright quizá el material hubiera sido aprovechado de otra manera. Levy necesita incluir dentro de sus películas algún mensaje moral que, a diferencia de Judd Apatow (que también lo hace, aunque con mayor soltura), termina por estancar cualquier intento de subversión del guión pautado. Es casi como si a la pareja protagónica les hubieran dicho que se mantengan dentro de la línea. Por suerte, siempre hay espacio para atravesarla cuando se tienen herramientas incontrolables.
Fame School Musical Si antes de ver la película crees que hacer una remake de Fama no aporta nada, tenés razón: no sólo no aporta nada sino que es una versión rebajada, infantil e ingenua que sorprende por resultar, con una diferencia de casi 30 años, en un material cargado de un moralismo en la construcción de la imagen que denota lo mucho que se ha vulnerado al espectador juvenil. Con todo lo que uno pueda pensar sobre el film Fama de Alan Parker, esta versión no deja de parecerse a un esbozo primario de videoclips insertos dentro de un film sin sustrato ni profundidad alguna. Por decirlo de alguna manera, la diferencia entre Fama y esta versión del 2009 es que la de 1980 tenía un director mientras que la que nos ocupa es digna de un aprendiz, con errores groseros de guión, montaje y, por supuesto, dirección. Y, para colmo de problemas, es una película que no sabe a qué espectador apunta: ¿Es el de High School Musical y tantos reality shows norteamericanos, o es el que procura entender que subyace detrás de la vida en un conservatorio?, ¿tiene un enfoque donde prima lo musical o el subtexto dramático? Podemos responder una pregunta, está dentro de la categoría PG-13, por lo tanto apuntaba al público de HSM. Mala suerte para los chicos que se convencieron de lo mismo. La reseña hubiera finalizado en el primer párrafo de no ser que todavía hay cosas que decir sobre este film fallido. Advertir que el target era el de HSM no es arbitrario, la narración visual de Fama 2009 contiene la estética formal de un videoclip sin demasiado vuelo creativo y la de los reality shows onda Operación Triunfo, por decir algún producto que ha llegado a nuestro país. Travellings en 180° y 360° absolutamente innecesarios, reencuadres con zoom constantemente, carencia de silencios que maticen un atmósfera dramática y, sobre todo, una dirección de actores tan precaria como la forma de tratar de capturar cierta belleza que envuelve algunas coreografías. Esto implica que este atributo del film queda completamente desperdiciado por Kevin Tancharoen a la hora de capturar la imagen. Continuando con el derrotero están los imposibles diálogos y la carencia de un sustrato social que ilustre a los personajes. Sabemos que tienen problemas, pero es imposible sentir empatía alguna por lo que les sucede porque el drama aparece aislado e inofensivo, la única historia que aparece medianamente profundizada es la de Denise Dupree (Nuturi Naughton), cuyos padres insisten en imponerle una visión artística que dista de serle productiva. Pero la resolución de esta historia es risible con un ojo y una porquería con los dos. El resto es un montaje coral paupérrimo sin conexión alguna que pretende imitar al film original manteniendo la continuidad de la música como un enlace asincrónico o directo. Pero no sólo se trata de un desastre técnico, tampoco importan demasiado las historias porque carecen del más mínimo sustrato dramático o cultural. La visión clasista del film de Alan Parker, profundizando en conflictos sociales que colisionaban dentro de un conservatorio aparecen aguados en esta versión. Son chicos que vienen de una clase trabajadora porque en algún plano vemos al padre de uno de ellos como carnicero o porque vemos a Jenny (Kay Panabaker) apresurándose para llegar a un subte. Y llegamos al punto del sexo. En serio, comparada con el film original, aquí parecen chicos castrados. O más bien, antes que los chicos, hay una castración del film. La juventud y la adolescencia que aparece en esta película son tan imposibles como los vampiros de Luna Nueva. Esto obviamente resta verosímil: no por lo que aparezca en pantalla sino por aquello que ni siquiera se implica. Para quienes quieran comparar, también está la secuencia del intento de que una de las protagonistas haga una película porno, fíjense como está hecho y verán las enormes distancias que hay entre un director como Parker y un vendedor a una franja que comprende desde los 13 años. Profundizar y golpear más es innecesario. Ni siquiera me preocupa si es un film con subtexto conservador o liberal, sencillamente esta hecho de una manera horrible con personajes como la “hispana buena onda”, el “nerd” y el “emo suicida”, además de una pareja central a lo HSM. Mejor olvidar, y que Tancharoen vuelva a dirigir a Britney Spears.
El vuelo de Dreamworks Este film animado puede ser una película trascendente para el estudio Dreamworks. No sólo por los méritos, que los tiene y sobre los que voy a volver, sino porque se adivina la intención de profundizar sobre la matriz de films como Kung Fu Panda antes que otros títulos donde es más común quitar peso narrativo en función de mantenerse en la línea de una parodia o una suma de gags sin desarrollo alguno. Por tratarse de un estudio heterogéneo hay que decir que no siempre han sido malos los resultados, que están las divertidas Shrek y Madagascar, pero también están las espantosas Shrek 3 o El Espantatiburones, además del film diferente, Kung Fu Panda. Sobre este film diferente es que Dreamworks toma la posta y crea un relato de autodescubrimiento, construyendo la identidad de un (anti) héroe cuyo aprendizaje se enfrenta a una compleja relación padre-hijo, a una sociedad donde está completamente alienado y, para colmo, a su deseo de ser un cazador de dragones. De cómo logra sobrellevar esta situación y de cómo logra interactuar con el otro, el “enemigo común”, es de lo que esta película habla llevándolo a un nivel que en sus cimas sorprende de manera gratificante. Es imposible irse sin recordar segmentos como el encuentro entre Hipo y Chimuelo o la batalla final en el cielo, a pesar de las irregularidades que atraviesa el relato para cerrar mejor su subtexto. El 3D, ese implemento técnico que revolucionó las salas de cine para que acuda público masivamente está dejando en claro, poco a poco, que lo que importa realmente es que la inclusión de ese elemento técnico tenga un sustento desde el guión que permita que la narración fluya de manera equilibrada, sin perder el hilo de lo que se pretende contar. Si recuerdan a Monstruos vs. Aliens sabrán a que me refiero y, si ven está película, entenderán que hay un uso espectacular del 3D que recuerda a las vertiginosas secuencias de Up antes que a la malograda producción de Dreamworks. La comparación con el film de Pixar no es casual, allí la acción y el uso del 3D intensificaba la sensación de estar suspendido en el vacío a través del aire, mientras nuestros personajes llevaban a cabo las secuencias más memorables del film. Aquí sucede lo mismo, y me atrevería a decir que, dada la naturaleza de la película de Dreamworks, hay un aprovechamiento de esta herramienta tan o más solvente que en el film de Pixar. La batalla final de dragones en el aire a través de las nubes es una secuencia que difícilmente sea olvidada por las retinas del espectador. Pero, a no confundirse, con o sin el 3D la película se articula perfectamente y, por sobre todo, se entiende sin abandonar el punto de vista de nuestros personajes. Ahora bien, aquí hay dos directores que provienen de la factoría Disney y tienen algunas cosas que lo ponen en evidencia en el buen y en el mal sentido. La interacción y el crecimiento de la relación entre Hipo y Chimuelo es gradual, brillante, con al menos una o dos secuencias que dan cátedra sobre cómo evitar las palabras y poner la imagen en movimiento logrando conmover al espectador y cerrar un mensaje sobre la comprensión del otro que sobrevuela toda la película, sin sobre explicar de manera didáctica. Por ejemplo, vi en dos ocasiones el momento en que Hipo permanece con la daga en su mano para abalanzarse sobre Chimuelo y puedo decir que como se desarrolla este momento tiene una intensidad que alcanza picos emocionales que denotan una sensibilidad escalofriante. No cualquier realizador hubiera pergeñado con tanta efectividad este segmento. Por otro lado, está la presencia de un antagonista unidimensional cuya presencia queda un tanto desdibujada a medida que avanzamos hacia el desenlace. Se trata de un enorme dragón pesadillesco del cual poco sabemos y poco hace la película para generarnos algún interés, salvo la de ser un antagonista, un enemigo a derrotar. En un relato donde se habla tanto sobre la otredad, este vínculo de un dragón-reina (se hace el paralelismo con una colmena) con los otros dragones aparece endeble y le quita tensión al climax. Después de todo, ¿porque los otros dragones que no son Chimuelo se revelarían contra su reina? Sin embargo, la batalla final es increíble, pero este detalle del guión debilita el subtexto tan bien trabajado en el transcurso del relato. Finalmente está la solidez con que fue construido cada personaje, no solamente nuestros protagonistas. Astrid no es sólo un interés amoroso de Hipo, es también una chica de una fortaleza y un carácter delineado de manera creíble, de la misma manera que el padre, Estoico, aparece fuera del cliché a pesar de que el tema (la relación padre-hijo) haga un recorrido que carece de originalidad. Esto es gracias a los silencios, los gestos, y algún diálogo aventurado que le dan una construcción de hierro al contexto de la historia. Pero si hablamos de la inteligencia de los guionistas para elaborar personajes hay que sacarse el sombrero con Chimuelo: no sólo su diseño animado denota fiereza gracias a sus aristas, sino que también logra empatía gracias a que sus gestos y expresiones nos recuerdan a animales domésticos; si observan sus ojos verán que las pupilas son como la de los gatos y es particularmente clave el momento en que Hipo agarra su cola, porque la expresión petrificada se asemeja a lo que sucede con estos animales (si lo intentan y se bancan los arañazos posteriores verán que es cierto). Por otro lado, Chimuelo es un perro hacia el final, cuando está en la casa de Hipo esperando ansiosamente a que se despierte su “dueño” y da vueltas por toda la casa. Pero además es un dragón, tira fuego y va a una velocidad supersónica, no nos olvidemos de eso. Pero Dreamworks no abandonó del todo su capacidad para incluir cierta intertextualidad pop en sus películas, después de todo uno de los compañeros de Hipo parece haberse leído un manual entero de Dungeons and Dragons antes de realizar su entrenamiento y hay un uso de los ralentis durante la introducción de Astrid que es digna del videoclip. Pero dentro de este film está inserto con tanta inteligencia como la comicidad aislada en el medio del drama. Aquí hay un vuelo narrativo del estudio que puede ser clave como la película-en-si, uno que parece indicar una dirección arriesgada pero meritoria y que, esperemos, se perpetúe.
Cuando la ficción es sólo ficción “Basado en hechos reales”, ese es el caballito de batalla detrás del cual se amparan varias producciones fílmicas para sentirnos identificados con la historia, por más extraordinaria o inverosímil que nos parezca. La cuestión es pensar esto, aunque sea remitiéndose a preguntas elementales: ok, esto sucedió, ¿pero cuanto de lo que veo en pantalla es artificio para intepelar al espectador?, ¿Cuánto de lo que se ve pretende ser ejemplificador dado su carácter de “real”? y, lo que es más, ¿Cuánto es mera ficción sin sustento alguno? Bien, saliéndose de esas preguntas uno puede entender que la película tiene un mensaje, y que ese mensaje de sobrellevar una dificultad y cumplir un sueño tiene una construcción ficcionalizada que pretende dar la idea de un ejemplo, a veces de una manera superficial e insolvente, y otras de manera consecuente con sus personajes. Pero la cuestión es que aquí hay tanto de real como en Charlie y la fábrica de chocolate o Duro de matar, y eso se adivina en la construcción narrativa y visual del film que, en definitiva, no dista demasiado en términos formales y compositivos. Pero, como dijimos, se encuentra la búsqueda de dejar un mensaje y allí es donde la película puede resultar más manipuladora en función de instalar la idea del “buen” ejemplo, crear al marginal desde una visión maniquea e instalando a la institución familiar blanca-cristiana-tradicional como modelo insoslayable a seguir. En defensa hay que señalar que Un sueño posible se plantea desde un personaje republicano y cristiano de derecha y que el film no es tan declamatorio, al menos en gran parte del relato visual. Hay por momentos una sutileza loable en los diálogos pero, como no podía ser de otra forma, la película subraya hacia el final la idea que pretende dejar en claro, apelando a un epilogo donde se contrapone a la vida de Michael Oher (Quinton Aaron) con la de un compañero que muere baleado porque no contó con la benevolencia de encontrarse a la familia Tuohy. Sin embargo, como plantee, la película tiene un punto de vista que delimita una perspectiva: la Leigh Anne Tuohy interpretada por Sandra Bullock. En base a eso podríamos decir que la película es consecuente con sus personajes, la protagonista no intenta ser la madre Teresa de Calcuta o convertirse en una revolucionaria donde dirija una lucha por los derechos de la familia de los Oher o la injusticia social. Es una burguesa conservadora que hace lo que puede y lo hace con convicción, eso es lo loable, el problema es cuando intenta dejar un ejemplo moralizante. Y si no fuera por el mencionado epilogo, la película hubiera evitado esa cuestión. Pero la voz en off de Tuohy y la información visual de los documentos de diario con zoom y reencuadre incluido nos hace cuestionar la retorica efectista del discurso en el desenlace. Las actuaciones evitan los baches aunque los matices de Quinton Aaron son bastante limitados, particularmente cuando aparece en contraste con Sandra Bullock. Son más bien gestos de poca expresividad que difícilmente hagan creíble al personaje. Lo de Bullock es algo destacable gracias a la naturalidad con la que interpreta a su papel: hay una uniformidad que logra gracias a que evita la sobreactuación dramática y mantiene un registro verosímil y, por sobre todas las cosas, sólido. Por lo demás, es un relato deportivo de auto superación con un contenido social que poco tiene que decir con profundidad y que dista de ser reflexivo. Es más bien indulgente y superficial, y en esta faceta la película puede llegar a gustar. Pero no se dejen engañar. Esto no es real.