El mal y el Rock. El Diablo y la música. El artista y su lucha por ganar la eternidad. Desde el críptico Robert Johnson y su legendario pacto con lucifer, pasando por la casa dónde fue asesinada Sharon Tate por el clan Manson y utilizada como estudio por Trent Reznor en 1994, buscando nueva inspiración para su obra maestra The Downward Spiral, hasta el tenebroso suceso que vinculó a los Mars Volta -en gira con Red Hot Chilli Peppers-, cuando utilizaron una ouija que despertó todo tipo de extraños eventos y supersticiones y a la que le dedicaron un disco, The Bedlam in Goliath. La música carga en sus espaldas, o sobre sus partituras y acordes, un sinfín de hechos esotéricos que abren las puertas a los infiernos de las conjeturas más extravagantes y macabras. Algo de eso, pero en solfa y en plan metaparodia, es lo que plantea Studio 666, que tiene de protagonistas a la banda de rock Foo Fighters. El film arranca con una masacre en un caserón, en medio de equipos de música y amplificadores. Corren los años 90, 1993 para ser exactos, año en que el grunge noventero o el rock alternativo llegó a su pico máximo gracias a discos como In Utero de Nirvana, Siamese Dream de The Smashing Pumpkins, VS de Pearl Jam o Pablo Honey de Radiohead. Ese salto a las gradas del éxito sería el hincapié máximo para lograr la fama absoluta en una época dorada para el rock sombrío, donde dormían las mentes atormentadas de tipos como Layne Staley de Alice in Chains. Ya en la actualidad, sin la mitad de las mentes que dieron vida a estas bandas, una de ellas resurgió de la trágica desaparición de Kurt Cobain: los Foo Fighters. Su líder y mayor figura, Dave Grohl, mantiene el legado de toda una generación cuya mayor virtud es dejar atrás el sonido oscuro y solemne que caracterizaba a sus predecesores. Si tomamos todos estos elementos, tenemos una película sobre un grupo que debe pasar una estadía en el infierno para hallar inspiración para su nuevo disco. Acá el lugar elegido por un mefistofélico manager es el viejo caserón del principio. Una vez establecidos, la banda comenzará a experimentar todo tipo de fenómenos, uno más descabellado que otro, y será Grohl quien le ponga toda la onda posible a un relato que se cae a pedazos a medida que va avanzando. Se disfraza de clase B ochentera, pero en ese intento desesperado por empatizar con un grupo determinado de seguidores no hace más que ahogarse en las limitaciones artísticas a las que quiere transgredir y pierde la pulseada con mano débil. Los homenajes al cine de terror de los ‘80 se manifiestan sin mayores pretensiones que solo hacer gala de una generación que bucea en el pasado para disfrazar de urgencia formal todo lo que en realidad sabemos es nostalgia pura y dura. Hay tanto de The Evil Dead como de su secuela y de cualquier slasher sobrenatural de aristas genéricas que pululaban las salas en aquellos tiempos en que las tripas y la sangre vendían más entradas que una de Disney. Se esfuerza tanto por ser bizarra, irresponsable y desmedidamente divertida, que se olvida por momentos que muchas de las películas a las que rinde pleitesía le sobraban por naturaleza instintiva y formas o fórmulas que respondían a una época, el pulso narrativo preciso: contaban como un reloj lo justo y necesario, y el timing para la comedia, como para la desfachatez de sus ideas, era perfecto porque eran tiempos (sociales, culturales) que así lo requerían. Si hoy en día los slashers están casi extintos es porque claramente su función sirvió como política y discurso de una época determinada(los ‘70, ‘80 y algo de los ‘90, dónde ya vio su extinción post Scream), por dar un ejemplo de un subgénero al que se lo quiere revivir con la excusa de revitalizarlo sólo por hacer de la final girl una figura más politizada de lo que ya era. Hoy en día la nostalgia vampiriza una época sin entenderla del todo cuando quiere tomarla como modelo. Películas como The Evil Dead y Evil Dead 2: Dead by Dawn (conocida en Argentina como Noche alucinante) son reflejo y respuesta de un contexto específico, unívoco, al que se le puede llegar sólo si hay una visión del mundo que pueda actualizar, revitalizar la mitología de la película original (en el caso de ser una remake) o entender que las formas a las que respondía el terror o la clase B en general son una herramienta para expresar el estado del mundo cuando fue concebida. Mover ese tipo de cine a la actualidad es de una mera negación hacia las formas actuales con que se reproducen las imágenes. No es que no se puedan filmar películas bizarras hoy en día, o que tengan un “espíritu” de aquellas obras, claro que no. El problema es la insistencia de que ese cine sea puro goce del nostálgico que quiera calcar un estilo, sus formas y funciones cinematográficas sin siquiera entender en la actualidad se expresa el cine como arte y política. Para entender esto pongamos de ejemplo Posesión infernal (2013), la remake de The Evil Dead. Película mucho más tenebrosa, que funciona como una licuadora cerebral por las imágenes agresivas que no dejan indiferente al espectador. Más allá de los resultados artísticos, si son del agrado del espectador o no, hay una codificación del mito original, dejando de lado cualquier postura nostálgica y acercándose a una reutilización de la película de Sam Raimi, casi un “mitologema” cinematográfico (para entender el concepto de mitologema leer los escritos de Károly Kerényi o el concepto del cine de Faretta). De esta misma manera, Duro de matar (1988) se transforma en una especie de mitologema para películas como Rascacielos (2018), por dar un ejemplo. Es entender el mito, pero revitalizado en base a las urgencias de la actualidad. Pero bueno, en fin; Studio 666 no es una película para tomarse en serio y se nota que su concepción fue meramente para divertirse: el problema es que esa diversión pueda traspasar la pantalla y hacernos partícipes de ella. Se siente como si la película total fuera un chiste interno de la banda al que solo ellos tienen acceso y conocimiento para su disfrute. Por momentos quiere oler a rock, a garaje, a cerveza y joda, pero sin consistencia en la comedia es imposible generar algo más allá de las simpatías que puede despertar en un fanático de la banda. Se ahoga en berrinches bizarros sin llegar a retribuir a todo aquello que se permite homenajear a su vez que parodiar. Cuando un gag parece funcionar, otros 15 se apelotonan como la sangre y vísceras sin generar siquiera simpatía. Más bien un poco de vergüenza. Las humoradas son aniñadas y poco estimulantes a la hora de divertir y, por el contrario, aburren bastante. Ver a Dave Grohl sacudir la cabeza por cualquier cosa y reiterar eso como un chiste que debe ser divertido solo por el hecho de ser insistente, no deja más que la posibilidad de ver cuán poco inspirados estaban los que escribieron este pastiche. Películas como Este es el fin (2013), que tomaba a un puñado de comediantes amigos y los insertaba en la pantalla en dónde se interpretaban a ellos mismos, pero de un modo miserable, autoparódico y crítico, funcionaba porque todo lo descabellado no apelaba más que a la llamada nueva comedia americana y porque justamente todos eran comediantes y no músicos que apenas parecen recordar un par de líneas básicas del guión, más allá de si el relato los expone hasta el paroxismo en sus desbordes. No necesitaba resucitar una fórmula ni mucho menos pararse en los hombros de la nostalgia para ser divertida. Studio 666, por el contrario, es apenas un ejercicio olvidable que ni al menos exigente le puede llegar a dibujar una sonrisita durante hora y media de duración.
El cine es una cuestión de mirada. De atención y creencias. De cómo el espectador se sumerge en la pileta e inmerso, busca llegar a lo profundo para salir a la superficie a inhalar y exhalar en ese otro mundo, que no es más que una realidad a la salida de un cine o a la vuelta del sillón en el confort de nuestra casa. Mientras tanto la entrega debe ser absoluta, siempre y cuando se esté sincronizado con el relato y sus formas. El problema es cuando una pared cargada de inconsistencias obstaculiza el goce a cada instante y, al intentar poner el foco absoluto en una película cuyas intenciones son flacas (raquíticas, diría), la cosa solo puede generar bostezos y sopor. Porque por más que se intente y que todo esfuerzo titánico sea bien intencionado, es imposible entrarle a Moonfall, última parafernalia del alemán mercachifle, muchas veces simpático, Roland Emmerich; viejo especialista en mostrarnos todas las posibilidades de cómo el mundo puede hacerse bosta, con lujo de detalles y de efectos especiales. Acá la cosa no es más original que de costumbre: los protagonistas suelen ser, en el cine de Emmerich, profesionales (La sombra de Hawks) y en su gran mayoría expertos en su terreno. Lo mejor de lo mejor. Desde Stargate hasta acá podemos corroborar que Roland parece fascinado con personajes que se calzan su profesión al hombro y gracias a su tenacidad poder resolver cualquier conflicto, sea este una iguana mutante monstruosamente gigante, una invasión de otro mundo o la destrucción del planeta como respuesta/castigo por nuestros maltratos ecológicos. En Moonfall el turno es de un astronauta que, tras un desafortunado acontecimiento del pasado, se encuentra retirado y sin un mango, casi en la quiebra. Para hallar la redención deberá aceptar una misión a pesar suyo donde debe pilotear una nave hacia la luna y hallar, junto a otros dos expertos, una solución al desastre cataclísmico (si es que este adjetivo existe) que provoca la luna al acercarse a la tierra y desprender todo tipo de energías que harían horrorizar a los fanáticos del horóscopo y su luna llena en Cáncer. A Emmerich lo queremos. Es verdad. Despierta simpatías varias si tenemos en cuenta que dirigió grandes (en todo sentido y espacio) obras de la irresponsabilidad. Una catralada y seguidilla de catástrofes que funcionan como montaña rusa/disparate dentro de la industria más disparatada del cine: Hollywood. Tenemos Día de la independencia, Godzilla, El día después de mañana y su obra más notable y lograda hasta la fecha, la excelente 2012, dueña de los momentos más hermosos que haya brindado una feliz destrucción del mundo. Para ver morir(nos), Emmerich es todo un autor, que se comporta como un Dios (qué director no lo es ante sus obras) cuyo alcance y virtud es tener la posibilidad de mostrarnos en imágenes cómo cree, se imagina, que la vida llega a su fin en cualquier momento. Su cine se comporta como una advertencia futura, aunque sus películas sean bien actuales y su logro radique en unir mundos que colisionan debido a que cierto orden de cosas es violado y encuentra una forma de defenderse, atacar, protegerse. Porque parte de su cine está manejado por el caos y la impredecibilidad de la naturaleza o el universo que nos rodea y del cual no tenemos noción sobre su inestabilidad. Ese caos también puede invadir las bondades de su cine y Moonfall es la prueba más cercana a la inestabilidad del autor (más allá de todo pronóstico pienso que Emmerich, con sus fallas y virtudes, lo es, y más allá de si ser “autor” hoy en día sea una cuestión vetusta, pasada de moda). Toda la película está atravesada por una liviana humorada que no genera ni la más mínima sonrisa y distrae de la tensión que supo manejar con mano maestra el director en varias de sus mejores películas. Acá no dilata el tiempo en pos del crescendo de la intriga, más bien lo apura, como si quisiera ir directo al grano sin vaselina y chantarnos en la jeta en seco algunas escenas de sus ya conocidos desconches catastróficos. Si la mayoría de las situaciones se ven deslucidas es porque nada en Moonfall se ve creíble y allí radica su peor defecto: no importa qué desmadre, enemigo o situación nos presente Emmerich ante nuestros ojos, su mayor virtud pasa por que dentro de sus universos cada problemática se vea y perciba creíble, identificable en su desesperada carrera por sobrevivir. En Moonfall todo luce chato, vacío, desganado y sin una pizca de intentar al menos contar bien una historia. La idea de la fuerza extraterrestre que habita la luna y desestabiliza el orden en la tierra no está mal, o al menos parece interesante. Cómo la construye Emmerich y nos intenta hacer partícipes es ya otro tema: termina rozando lo vergonzoso, con un inverosímil que va más allá de las irresponsabilidades más guasas que pueda entregar el cine (acto que ya alcanzó en su 2012), siempre y cuando el tono o la identificación con sus personajes sea el adecuado y no una mera excusa para mostrarnos otra forma de cómo el mundo se puede ir al carajo. Moonfall es el declive más grande en la no tan notable pero aceptable carrera de Emmerich. Que me haya noqueado en algún momento y haya disfrutado de la comodidad de la butaca para una siesta es motivo de pensar que a Emmerich le llegó su verdadero fin del mundo.
Nightmare Alley (1947) fue una especie de melodrama social que se vestía de film noir en un extraño contexto circense de posguerra. En él se narraba la historia de Stanton Carlisle, un laburante de estas ferias pintorescas, y su habilidad para engañar a la gente con un espectáculo que lo llevaría de la fama y las luces a la ruina total. Guillermo Del Toro, realizador irregular, dueño de algunas muy buenas películas y otras mediocres y fallidas, toma este clásico de Edmund Goulding para recrear el relato de este personaje que por ambición lo pierde todo como pasaje y camino hacia la redención. Las distancias entre una y la otra son claras, y el resultado más cantado que una ópera de Verdi: donde la original desbordaba sutileza, precisión, elegancia visual y narrativa, la nueva exhibe grosor, regodeo, impericia narrativa y efectismos varios. En el film de Goulding, Stanton entrega su corazón a Molly, la mujer más linda de la caravana. Molly, que representa la salvación y en parte lo sagrado dentro de un relato maquiavélico y sombrío, cede ante el magnetismo de Stanton y ambos dejan el circo para montar un show propio con las habilidades que aprendieron de una pitonisa y su marido. En un principio la joven cede ante las estafas que le dan prestigio al dúo y se sube al caballo sin reparar que Stanton es ya un arribista que no parece tener límites y que caerá en picada hacia la perdición. Molly abandona a su habilidoso compañero y amante y éste experimenta un descenso a los infiernos que lo deja en la lona. Una vez que ese camino pedregoso daña cada paso del chanta de turno, lo que dará forma a la obra es su naturaleza redentora y su funcionalidad hacia un discurso o visión del mundo clara y específica teniendo en cuenta que lo que narra es lo justo y necesario. En cambio, en la obra de Del Toro Stanton no deja claro si alguna vez realmente amó a esa mujer inocente y dedicada: todo se destruye en este film, porque todo lo que rodea al protagonista es infestado por su ambición y su sed de poder. Lo que ya puede dar indicios del esperable final que se amasa entre manos. El relato parece sobrepasado, casi desbordado por su ambición estética y narrativa, su incesante necesidad efectista y puramente emocional; donde un pasado nefasto condiciona psicológicamente al protagonista, salpicando así de un tono tremendista el todo para arribar a un final con una moralina cantadísima. Parte, solo parte de la moral cuestionada en esta versión estaba en la original, pero funcionando a su vez como castigo simétrico (tanto ético como cinematográfico) al que se logra soslayar porque habita también la posibilidad de la fémina como salvación y perdón: de ese abismo hacia la nada se asciende hacia lo alto, hacia el cielo. El rol de la mujer cambia porque el foco de atención que elige Del Toro es otro y no queda bien claro dónde se quiere parar al respecto. La Nightmare Alley de Del Toro quiere jugar a ser más oscura, al relato violento y salvaje como extensión de un cinismo lacerante e inhumano, sumado a un maniqueísmo para nada sutil. Acá Stanton es el doble de monstruoso, el triple de ambicioso y su destino, el que prefiere mostrar Del Toro, un castigo ruin sin ansias de salvación alguna. No es el pesimismo lo que cae mal al cine, sino la intención discursiva y mal ejecutada que lo condena como cruz que se carga a sus espaldas: Si en el relato de Goulding todo se resuelve en un lapso específico, en la versión 2022 las vueltas de calesita son tan laberínticas y soporíferas que alargan kilométricamente la obra, y el aburrimiento promediando la mitad del recorrido es tan incontenible y denso que, admito, invitaron cordialmente a unas cabeceadas y alguna siestita de segundos por acá y por allá. Dos horas y media que parecen diez y que además se podrían haber resumido en hora cuarenta, más o menos. Nightmare Alley modelo 2022, se nota, es la intención por parte de Del Toro de hacer un film de tono más serio y ligado más a la Clase A que la B, lugar donde mejor se ha movido varios años atrás. Más que maduración cinematográfica, Nightmare Alley es estrategia pura.
El teléfono suena. Quien atiende está sola, completamente sola en su casa. La noche le hace compañía. Del otro lado la voz aguardentosa y seductora de un hombre hace preguntas al azar, guiando y dominando la situación. La chica sigue el juego. Entre preguntas triviales e intentos de convencer a la joven de mantenerse al teléfono, el clímax corta con una pregunta filosa y trascendente que precede la muerte: “¿Te gustan las películas de miedo?” El interrogatorio es la antesala intelectual, sádica, morbosa para atormentar a la víctima antes de augurarle un destino fatídico bajo el yugo de una cuchilla a la espera tras una puerta, un armario, una ventana. Podría ser una clásica leyenda urbana americana. Pero es el clásico arranque de la saga Scream. También es la carta de presentación de la nueva Scream, quinta parte de la franquicia, ya sin el maestro Wes Craven tras las cámaras, y que reformula y cuestiona las viejas reglas y reflexiones sobre la franquicia en sí. Acá la autoconsciencia es reformulada como único escape, digno, inteligente, hacia la supervivencia del slasher. Amolda gran parte de su cuerpo y peso al imaginario popular actual sin recaer en demandas ideológicas sin sustentos más que el de pertenecer a cierta agenda política de turno. Le interesa más reflexionar cómo se debe adaptar al acelerado mundo actual sin destituir la brecha generacional que formula en su proceder, coexistiendo en ella los viejos y medio baqueteados personajes de la primera con los nuevos jóvenes y sus tribulaciones, sin caer en una mirada reaccionaria sobre un pasado idealizado. Acá si la protagonista se llama Sam (antha) Carpenter no es como guiño fácil para el fandom; tras esa catarsis que es la del homenaje directo se esconde la flecha hacia dónde apunta gran parte del discurso de la película: cuestionar el cine total, más allá del slasher o el terror, en donde su naturaleza metafísica permite devolver algo que parecía imposible en los tiempos que corren: que el espectador sea nuevamente activo, que deje su pasividad en el confort de los sueños. Alguien dijo que antes el cine te obligaba a pensar, ahora te obliga a sentir. Scream es la prueba salvaje, sanguínea de que se puede patearle las pelotas al cinismo actual, paradójicamente creado por la primera Scream, que no hizo más que réplicas frankensteinianas en donde el espectador tomó lo autorreferencial y la autoconsciencia como herramienta mundana, sin deliberación alguna sobre sus bondades. La respuesta se encuentra en esta obra. Retrospección y resurrección, ceremonia para los novatos y ritual para los iniciados. Reivindicación del slasher actual, o neo slasher si es que eso existe, más que un greatest hits de momentos trillados, lugares comunes y clichés para el bostezo como excusa exclusiva para el empoderamiento femenino y la demonización absoluta masculina. Acá el mal está presente en todas las formas, tengan pito, tetas, o cualquier diferencia biológica así como los golpes, cuchilladas y disparos destruyen cualquier tipo de cuerpo. No hay tiempo ni espacio para lo que se viene hablando en el cine desde hace ya una década. Lo suyo está cronometrado milimétricamente para que todo momento tenga un peso dramático dentro de su universo: el de redescubrir y transformar, pero sin perder su espíritu de rebeldía (la Scream original es una película terriblemente anarquista, punk, antisistema, empoderada). El film camina sobre ese borde, ese límite, por eso es una película enérgica, movilizadora para un género que ya no es lo que era y que a su vez no se toma en serio su naturaleza subversiva. Por algo el sheriff Dewey vive aislado en un remolque, ya retirado: porque en Scream las leyes cambiaron y lo que antes era un espíritu salvador ahora es apenas un vaquero crepuscular en el ocaso de su heroísmo. O Sidney Prescott que es madre y está casada pero a su vez puede ser la scream queen más grande del slasher después de Laurie Strode (Jamie Lee Curtis). Scream, como su original, es cine posmoderno, que dialoga con trascendencia la posición que debe tomar un determinado estilo de cine para poder existir sin tener que ser pretencioso y solemne, como mucho cine de terror actual que es severamente castigado apenas arranca la obra. Los conceptos antes mencionados se magnifican en esta secuela, logrando una transformación intertextual que a simple vista parece simple, atractiva pero a su vez engañosa y cuestionable. Pero no, el film es firme y no titubea en su posicionamiento. Esa transformación necesaria, obligatoria, es la que ejerce la película sobre todo: su discurso, su mirada del mundo, sus formalidades y personajes. Todo se acopla y encaja, como las piezas del rompecabezas o las pistas que llevan a la verdad en el whodunit. Es ante todo un estudio sobre las nuevas reglas culturales y sociales a las que se tiene que adaptar el (sub)género si es que quiere seguir vivo y no pasar a ser objeto de observación de aficionados, pero sin arrodillarse y tragarla entera: una toma de posición frente a tanto producto para geeks sin reparar en el espectador medio, o cualquier tipo de espectador que no responda al fanatismo indiscriminado. Esa toma de posición es clara y unívoca, principalmente en el tramo final, aun cuando dependa en gran parte de los aficionados para seguir existiendo. Ambigüedad honesta y esclarecedora: Se mira al espejo y ve en su reflejo lo bueno y lo malo, lo blanco y lo negro, lo alto y lo bajo. Ahí se encuentra la belleza tras Scream: tal como la primera tomaba la autoconciencia intelectual y elitista que en décadas anteriores era motivo de análisis academicistas solo para especialistas y transformaba dicha información en pura pulsión lúdica, salvaje y divertida, en ésta última debate sobre la autoconsciencia instaurada ya en la cultura popular como mero guiño cínico y ya cansado a favor del escepticismo por un tipo determinado de cine y si se quiere espectador. Es decir, para redondear, autoconsciencia que viene a poner orden y resucitar a un subgénero, casi un deja vu de su original. Un espacio de tiempo eterno que se repite en loop como aquel momento en que Michael Myers, como autómata, recreaba el mórbido Halloween de su infancia y hacía nacer involuntariamente y eternamente al cine slasher.
La nostalgia reaccionaria de hoy en día no es un fenómeno unívoco a los tiempos que corren y su complacencia por pertenecer a una cultura aferrada al consumo y excesos varios como fueron los fulgurantes años 80. Los 80 fueron los años en que los americanos intentaron restablecer algunos valores perdidos cuando el país dejaba atrás los cadáveres y fantasmas de la guerra de Vietnam, el asesinato de Kennedy y Sharon Tate, y en cierto sentido disfrazaban una década bañada en sangre con películas de evasión, las cuales abrazaban todo tipo de divertimento colorinche, atravesado por un libertinaje que funcionaba como respuesta a una realidad devastadora: tasas de desempleo altísimas, infinidad de delitos sexuales, ciudades hundidas en la quiebra y el olvido y maratónicas matanzas perpetradas por la mayor concentración de asesinos seriales jamás registrada en la historia. En aquellos años la respuesta era retroceder unos 30 años, cuando el sueño americano era una utopía y el rock and roll y los adolescentes rebeldes dominaban cada rincón de la cultura popular, impulsada por Elvis Presley, los Beach Boys, James Dean y las películas de Nicholas Ray. Los ochenta se pueden a su vez resumir, porque no, en una sola cosa: Volver al futuro. Sí, una película, el cine como cosmovisión total y absoluta: cuando aún gozaba de grandes autores y las obras maestras abundaban. El cine es siempre una cápsula del tiempo. En la actualidad la agonía del cine (o lo que queda de él) está marcada por todo lo que el párrafo anterior describe: un loop que toma la superficie de una década aparentemente feliz (como fueron los 50 para los 80) que mira con ojos celosos hacia un pasado idealizado, detenido en una superficie evasiva a la que se entra por su eterna sensación de goce, pero jamás por una realidad social concreta. Muchos hechos le sucedieron al país del Norte a lo largo de este siglo: la caída de las torres gemelas, el intervencionismo americano en la guerra de Irak, las paranoias del nuevo milenio, etc. Recurrir al confort del cine, la música, la moda, series de antaño o que al menos recrean su espíritu como medio de escape, es un recurso que se recicla y renueva cada tres décadas más o menos. Creer que el pasado fue mejor es parte de nuestra naturaleza existencial ligada a la inocencia de nuestra mirada infantil. Reanimar una saga como la de Cazafantasmas era solo cuestión de tiempo: olvidemos por completo aquel bochorno del 2016 con ese grupo de mujeres calzándose las mochilas de protones y pasemos a Cazafantasmas: El legado (2021), secuela directa de las anteriores dirigidas por Ivan Reitman (1984 y 1989). Una madre soltera vive con sus dos hijos, Phoebe y Trevor, en un departamento que deberán abandonar ya que serán desalojados por las reiteradas deudas de la mujer al dueño del inmueble. Como último recurso queda la casa del ausente padre de Callie, abuelo de los pequeños que vivió sus días finales aislado en una granja en el medio de la nada, en un pueblito rural de esos que son abandonados por sus habitantes en busca del progreso hacia las grandes ciudades. Al llegar a Summerville, espacio pintoresco rodeado por un eterno desierto, Trevor queda flechado por una piba que labura en una casa de comidas rápidas y Phoebe será hechizada por las extrañas pistas y recuerdos de su abuelo, tildado de excéntrico por la gran mayoría en el pueblo. Summerville parece el foco de una intensa actividad paranormal que involucra una arcaica construcción en el interior de una mina en lo profundo de una montaña. Paulatinamente los dos hermanos y un amigo de Phoebe irán revelando los secretos que su abuelo dejó para poder combatir las fuerzas de un mal inimaginable y que solo un grupo de científicos pudo derrotar en el lejano 1984. Cazafantasmas: El legado es una película honesta. Primero, porque más allá de su liviana diversión supone un par de cosas más interesantes de lo que aparentan a simple vista sin demasiadas pretensiones: la llegada de los hermanos a Summerville es el laberinto interno como recurso de un coming of age que exuda formas cinematográficas ochenteras a cada minuto. Porque el foco del film son los dos hermanos y el cambio al que se someten ante las circunstancias: Trevor reprobó su examen de manejar pero será el único que maneje el vehículo de su difunto abuelo, así como Phoebe pasa de ser una niña introvertida a meterse en una acelerada carrera por atrapar a un espectro peligroso. Esto no es un gag canchero y rápido sino más bien el salto al vacío, hacia la liberación (la escena de Trevor manejando sin rumbo y totalmente descontrolado en el campo es un ejemplo). Lo que resulta es un relato clásico de iniciación sin piruetas modernas y, extrañamente, sin la autoconsciencia banal de un cine moderno que no puede hacer más que homenajear pero jamás llenar el vacío que pretende colmar con citas infinitas e ideas sin sustento simbólico. La madre soltera intentando rehacer su vida, el derrotero de los jóvenes hacia la autorrealización (la de Phoebe identitaria, la de Trevor sexual), la oposición (fantástica, sobrenatural) hacia la verdad (sentimental), el espacio rural como lugar físico para la batalla, son algunas de las herramientas argumentales con las que mejor se lleva el relato de casi dos horas que pudo haber tenido su lugar al lado de una Footloose, Los Goonies, Volver al futuro o La mancha voraz tranquilamente. También es extraño que su proceder estético esté bastante alejado de los productos actuales: las tomas duran lo que tienen que durar, los movimientos de cámara son justos y precisos, los efectos visuales no caen en el abuso y la música recrea perfectamente el universo sonoro de las películas originales, además de una instrumentación y una composición totalmente opuestas a las que se usan en los tiempos que corren: reiterativas, monótonas, sin identidad. Paul Rudd, quien interpreta a un maestro cool que les pasa películas de terror de los ochenta en VHS* a los desinteresados alumnos, representa la brecha generacional, el puente que une dos mundos: la generación de Chucky, Freddy, Indiana Jones, Guns N´Roses, MTV y los videoclips masivos de Madonna y Michael Jackson con la del celular soldado a la mano, los podcast, el streaming y la música trap. Justamente el film es un puente de eras que se parecen o al menos de una (la actual) que necesita de la otra para subsistir. No por nada en la película un puente une el mundo de los vivos con el de los muertos, pasado y presente. Los más osados en cruzarlo sin advertir los peligros que allí se esconden son justamente los jóvenes; ellos a su vez deberán abrir los ojos ante un pasado fantasmal que vuelve (el pasado siempre regresa) para tomar lo que cree que le pertenece. En una escena el personaje de Rudd les enseña a Phoebe y su amigo un video de los Cazafantasmas por YouTube, siendo estos totalmente ajenos a la fama que alcanzaron aquellos en los 80. Rudd les habla fascinado de lo que para él representó este fenómeno cuando era solo un niño, a lo que Phoebe le responde que eso pasó veinte años antes de que ella naciera. Esa escena es clave para entender la simbología del puente, no solo cómo recurso narrativo y simbólico subí también como visión del mundo actual. El mayor problema con Cazafantasmas: El legado es su tramo final, sobrecargado de sensiblerías baratas y recursos forzados que rompen con un relato que se construye bien, que no busca la épica espectacular como algunas obras con ínfulas trascendentes (¡hola Duna!) y que además divierte con armas nobles. Si no se espera mucho más se la pasa bien.
El plano que abre la película -un plano aéreo, sobre un campo desolado y tétrico, apenas iluminado por la luz de la luna- no hace más que acentuar, bajo el siniestro sonido de la música, el clima opresivo que la obra forjará a mitad de relato. Amor bandido, de Daniel Werner, es un film engañoso, doloroso, sentido. Relato de iniciación, coming of age crudo, a su vez que uno de amor erótico, traición y muerte. Joan es un joven de 16 años, edad que forja el culto a la masturbación, los primeros amores, conflictos familiares y rebeldías varias. Mantiene en el anonimato un romance con Luciana, su profesora de Arte: una especie de Señora Robinson de El graduado, o del Oliver de Llámame por tu nombre, si se quiere. Claramente el secreto de dicha relación se basa en la diferencia de edad de ambos y la posición individual e institucional (alumno/profesor) a la que pertenecen. Joan, por lo que intuimos, no tiene una buena relación con los padres ni está contento con su vida escolar. Los deja atrás cuando se lo demandan las hormonas, disparadas por la edad, y la profesora-amante. Él está perdidamente enamorado. Ella al parecer también, aunque sus comportamientos distan en base a su edad. Joan es impulsivo, ansioso, torpe. Ella, todo lo contrario: relajada, dubitativa y experimentada. Cuando Joan lleva su incompleta maqueta de Poseidón a clase, ella hace un comentario que parece una toma de posición ante la mala construcción narrativa y estética de mucho cine: mira uno de los tantos trabajos y dice: “Deberían pensar en representarlo de una manera más metafórica, no tan directamente”, a su vez que observa al joven. Cuando se acerca a él para calificar su trabajo, se le ríe en la cara. Intuimos, entonces, sabe de representaciones simbólicas, y nosotros, de un posible metalenguaje bien ejecutado. Joan, ofendido, pero más conmocionado por saber que Luciana abandonará el recinto antes de lo previsto y su labor como profesora, huye dramático y furioso. Luego ambos se encuentran a escondidas y planean, dejándose llevar por las tripas, bien en caliente, escapar a la casa que ella posee en Córdoba y pasar un tiempo ahí sin que nadie los vea. Entre toqueteos, histeriqueos y dudas, se van nomás. La represión de liberar o expresar socialmente dicha relación sujeta a los individuos a sucumbir ante la adrenalina que despierta mentado comportamiento, en oposición ante la ética y la moral, pero también porque el cine los obliga a pecar ante la mirada del espectador, más preocupado por la suerte de los personajes y su amor prohibido que por lo ilícito del asunto. Amor bandido deja toda moralina de lado y centra su atención en un crudo relato de suspenso, que se va construyendo a la par que las sospechas sobre sus sórdidas vueltas de tuercas o revelaciones se manifiestan ante nuestros ojos. Los cuerpos desnudos, el sexo pasional, el erotismo, lo prohibido, lo oculto, son parte de un relato físico, sanguíneo, sudoroso. Sin ir más lejos, el cine es eso: cuerpos, materialización de ideas, símbolos, lecturas. Las imágenes que abren la película, por el uso del montaje, la cronología y la concatenación entre escenas, parecen una suerte de pesadilla premonitoria de la que Joan despertaba. Nada más alejado de la realidad -o de la construcción cinematográfica, mejor dicho-. Porque sin saberlo, el joven, una vez en la casa, en medio de la nada, alejado de todo, es víctima de un secuestro perpetrado por ese lobo disfrazado de Luciana y otros dos individuos, uno más animal, enfermo y violento que el otro. La pesadilla del inocente cordero comenzó. El giro que adquiere el film es sórdido, oscuro y un tanto desconcertante. El engaño está perfectamente planeado ya que el espectador obtiene la misma información que Joan: el film está visto desde su perspectiva inocente e inexperta. El cambio de escenario, de la ciudad al espacio rural, no hace más que crear un laberinto para un joven que debe hacerse hombre en circunstancias extraordinarias, como un relato de iniciación cuyo terrible sendero indican un destino funesto y tormentoso. El uso del agua en duchas, la maqueta de Poseidón, la pileta en la casa de Córdoba, acentúa mecanismos rituales interesantes, muy bien encastrados, sutiles e inteligentes. La película, como suele pasar en el cine clásico, pone en primer plano los procedimientos cinematográficos más significativos, clausurando las funciones discursivas innecesarias que pueda tenerlas de manera voluntaria o involuntaria, pero que no atentan en la composición visual total. No distraen del disfrute, del goce. En donde falla Amor bandido es en la falta de tensión en determinados momentos, como si algunas situaciones se resolvieran de manera rápida y fácil, sin alargar, tensionar las cuerdas del tiempo y su ejecución que pudieran hacer de la experiencia algo más intenso. Fuera de eso, la película es un viaje de ida y vuelta a un infierno demasiado real, reconocible y para nada aleccionador. Eso hoy en día es mucho.
Qué dilema hablar de un producto tan, pero tan malo como Red Notice, película ultra liviana y tediosa que de tanta mezcolanza de géneros, chistes inoportunos que intentan romper el hielo y personajes que parecen salidos de otras películas parece una de esas bebidas energéticas donde meten todo tipo de porquerías en la procesadora y que adquieren un color y textura extraños. Acá hay de todo: acción, aventuras, comedia, thriller. Hay una gran cantidad y abuso de los efectos digitales que no ayudan mucho a una película que intenta ser muy física (por las corridas, trompadas, patadas y persecuciones) y que ni siquiera representa un goce para aquel que disfruta el espectáculo a la vieja escuela. El cine y los videojuegos van de la mano con el correr de los años. El relato gira en torno a un ladrón experimentado, Nolan Booth (interpretado por Reynolds), un tipo inteligente que además anda dando brincos como un canguro en medio de peleas y persecuciones varias. Un día se manda el robo del siglo pero como quien está detrás es John Hartley, agente de INTERPOL (Dwayne “La Roca” Johnson), podemos adivinar que las cosas no saldrán cómo estaban planeadas. Nolan es atrapado por robar de un museo uno de los tres huevos que pertenecían a Cleopatra, un tesoro milenario casi invaluable. Nolan, más allá de su intachable currículum, es un ególatra que se proclama el mejor ladrón o estafador del mundo, sin reparar que tras sus pasos se encuentra Sarah Black (Gal Gadot), ladrona de arte que intentará apoderarse del motín a toda costa y que amenaza con arruinar la reputación de Booth. Para eso forjará una trampa que involucra a Hartley en el robo como cómplice de Nolan. Hartley entonces deberá intentar limpiar su nombre a como dé lugar mientras sortea junto a Nolan un sinfín de problemas. Ambos serán aliados en contra de su voluntad y a partir de las circunstancias. Primero dejemos en claro lo siguiente: que alguien le avise a Ryan Reynolds que esto no es Deadpool. Esa verborragia humorística que no deja un solo minuto en silencio para descansar el oído del espectador no es graciosa. No ayuda que además explique los chistes, mal de los tiempos que corren en el cine y gran cantidad de series: subrayar cada acción, situación y en este caso, gags. Netflix cree que el espectador es medio salame y necesita que todo esté servido en bandeja. A La Roca lo bancamos porque nos cae simpático, sí, pero acá hace otra vez de La Roca: no pedimos que sea Marlon Brando pero cuando quiere o pone más ganas logra salir más airoso. Sin ir más lejos, en esa gran película de acción que fue Skyscraper, su padre de familia sin una gamba estaba bastante bien, aún con sus limitaciones y clichés. Gal Gadot no hace de Mujer Maravilla pero sí del nuevo estereotipo femenino de “soy canchera, todo me sale bien, cago a palos a todos y además soy linda”. Obvio, una mujer poco agraciada no va a compartir con estos divos. En definitiva, ninguno de los personajes es interesante o (fuera de su aspecto físico) atractivo, pese al carisma que puedan o no tener estas estrellas. Red Notice es una película obvia, que intenta ser endemoniadamente divertida y paradójicamente, termina aburriendo. Aburre que desde los primeros minutos siempre sorteen todo tipo de peligros y no haya una sensación de riesgo latente y palpable: sí, sabemos que se van a salvar (principalmente por el tono de la película) pero aun así el peligro tiene que ser vertiginoso y el espectador debe sentir ese vértigo, ante todo porque debemos sentir empatía por los personajes. La acción debe estar segregada en partes específicas y cada tanto relajar al espectador para que cada secuencia en la que lo espectacular tenga protagonismo alcance picos altos y de tensión. Red Notice no entiende esto. Hasta esa obra maestra de la acción desmedida que es Mad Max: Fury Road tiene instantes en que las explosiones y persecuciones se toman su descanso. Acá la irresponsabilidad está mal jugada, porque hasta el cine que tira todo por la ventana debe estar bien contado. Aburren también los chistes constantes y repetitivos, la canchereada fácil por parte de los protagonistas. Se confunde esto último con carisma. La trama en sí es un pastiche que no puede sostener ninguno de los géneros a los que alude, principalmente la acción, que se torna reiterativa no solo dentro de su universo. Esto James Cameron lo filmó diez o veinte veces mejor en True Lies hace casi treinta años. Una comedia de súper acción que se disfrazaba de uno o varios géneros para hablar de los problemas maritales en la vida de un agente ultra secreto. Claro que Rawson Marshall Thurber, director de este bodrio, no es James Cameron, aunque hizo esa gran película de 2018 antes mencionada, llamada Skyscraper: en ella había súper acción e irresponsabilidad pero también buenos personajes y una gran sensación de riesgo y tensión desde el minuto cero. En Red Notice abundan las referencias cinéfilas innecesarias, como si eso pudiera despertar cierto cariño en algunos espectadores y sumar puntos, sin saber que es una moda pasajera que, esperemos, se termine pronto y que irónicamente aniquila cada vez más el cine actual: al nombrarlas extrañamos varias de esas películas de antaño, teniendo enfrente semejantes adefesios.
TREN FANTASMA La casa oscura es una de esas películas imperfectas, llena de fallas o pasos en falso, pero que en su insistencia mórbida halla las mejores cualidades mientras los tumbos de la historia y su proceder estético pelean por lograr un producto decente y acorde. Primero, aclaremos, este humilde cronista siempre se entrega a las películas que visiona o revisiona, entre alguna que otra resistencia, por lo que también aloja en sus venas el goce más allá de su oficio analítico. Es decir, corta, se entrega a la emoción, a la risa catártica, al vilo del suspenso y al salto repentino de los terrores cinematográficos más guasos. Con La casa oscura pasó algo particular: entré como como rengo a la muleta, sufriendo cada tormento de su atormentada protagonista, la maestra de primaria Beth (Rebecca Hall, grande como siempre), mujer emocional y sensible que afronta el desconcertante suicidio de su marido y que resiste sola, abrumada por la depresión, en un caserón a las orillas de un lago. Hasta ahí bien. Vamos bien. Beth lidia con la pérdida como puede, intenta hacer un duelo en silencio, alejado de la urbanización y conecta cada tanto con alguna que otra amistad. Hasta este punto sabemos que algo tiene que surgir para romper con ese intento de paz interior, espiritual. Como no somos ningunos peleles, nuestras sospechas se concretan: algo comienza a acecharla por las noches, una entidad (que linda palabra, la empata otra más, “otredad”) que no podemos ver pero que se manifiesta golpeando puertas o encendiendo el equipo de música a todo volumen en horarios de protección al menor. Una entidad que viene a molestar, como toda entidad en el cine de terror. Vale aclarar, por las dudas, que La casa oscura es una película de terror, sí, de ese género que muchos reniegan e intentan hacer pasar como “thriller sobrenatural”,o peor, “thriller psicológico”, alimentando la falsa intelectualidad y creyendo que con esa denominación lo emancipan de la vulgaridad, de lo zonzo. Pero no, es al revés gente. Ya que hay reseñas dirigiéndose a esta película con estos términos poco felices y pretenciosos. Sigamos. Beth comienza a tener sueños lúgubres y extraños, que serán cuestionados si por alguna razón eran una realidad disfrazada de pesadillas. Hasta este punto tenemos algunas cuestiones: ¿es ese vecino amable que cada tanto la contiene sospechoso de algo?, ¿el ex marido es la entidad que fastidia por la madrugada porque se ve que en el más allá no hay nada para hacer? ¿Beth está tan mal que todo lo que ve es producto de su estado mental? Bueno, en parte sí y en parte no, algunas se resuelven y otras no. Beth comienza a investigar un par de fotos que encontró en el celular de su difunto esposo, donde ve a otra mujer. Eso impulsa su paranoia y, en consecuencia, encuentra un secreto muy revelador y para nada desdeñable que se agradece bastante pero que trae consigo algunas cuestiones irresueltas. Porque además de haber sido un tipo atractivo, arquitecto talentoso y amoroso, el hombre guardaba consigo unos secretos tan turbios que mejor haberlos llevado a la tumba. Beth, entre sueños que tal vez no sean tan sueños, paranoias varias, emociones incontenibles y la mala costumbre de no prender luces aun cuando es atormentada por la otredad (avisé que me gusta esta palabra), empieza a entrar en un plano surreal y perturbador, que en su transcurso hacen del relato un rompecabezas críptico que es lo más desfavorable y anticlimático del film, guiándonos hacia unos 30 minutos finales algo densos y más vuelteros que el recorrido del 176. Vamos por partes dijo Jeffrey Dahmer (si, es un chiste). Una vez que arranca, en su función iniciática, hacia los terrores primarios del relato sobrenatural in crescendo, la película está muy lograda. Principalmente por momentos de tensión rematados por golpes de efecto que, más allá de su naturaleza efectista, son efectivos y hacen dar unos saltos que mejor no tener el celular a mano porque va a terminar en la cabeza del espectador de la primera fila o en el pasillo del cine. En este plano podemos decir que es un tren fantasma que busca, escarba profundo las más variadas formas de asustar porque en esencia, y más allá de sofisticaciones innecesarias de su historia, lo que realmente importa es divertirse. Que a uno lo asusten en un cine (la película, no el espectador escondido entre las butacas) es parte del divertimento, de la fiesta, del goce (mencionado anteriormente) de ver este tipo de relatos. Cuando la cosa se pone peluda, es decir críptica, casi un crucigrama para resolver en el subte, es donde la diversión termina. Más allá de algunas perturbaciones que pueda despertar, como lo han hecho innumerables films, lo fundamental es pasarla bien: porque nos contaron bien una historia, porque nos divertimos, a pesar de los malos tragos de sus personajes; porque se nos pasó el tiempo volando, nos emocionamos y la vivimos; por enumerar un par de sensaciones honestas. Obvio que también debe haber un espacio para la reflexión, la contemplación y la profundización de todo marco teórico dentro de una obra. Pero aun así, más allá de si una película lo permite o no (así como nuestro conocimiento) el cine se disfruta. Siempre, sea Hitchcock, Truffaut, Fellini, Aristarain, Ford o Michael Bay quien esté detrás de la cámara, más allá de conocer al responsable y de saber hacia dónde nos lleva. Lástima que La casa oscura se queda a la mitad, entre ideas irresueltas y hasta un tanto confusas, engorrosas, algunas pretensiones vagas (pero que la condicionan brutalmente) y algunas reiteraciones innecesarias. Por lo demás no está nada mal: el tren fantasma dio un viaje escalofriante, funesto y disfrutable que vale cada susto, cada golpe efectista y alguna representación esotérica sobre la psiquis rota y sus consecuencias. Perdonando eso, no se la pasa nada mal.
La funeraria se queda a medias. Cumple con un par de cometidos, cuyos méritos tiene bien ganados a fuerza de imaginación y proceder correctos. No aburre, tampoco es pretenciosa. El problema es que, conforme avanza la trama, las ideas se van diluyendo y la película comienza a caerse, hasta arribar a la escena final, que dista mucho en su afán de elevar el clímax lo más alto posible. Bernardo (Luis Machín) es dueño de una funeraria, herencia funesta que arrastra mórbidos secretos a los que su familia debe hacer frente día y noche. Su pareja, Estela, es torturada por un pasado que desearía olvidar, y su hija adolescente, Irina, carga con una cruz tan trágica como la de su progenitora: el amor y falta de su padre, muerto hace tiempo, pero al que se le recrimina haber sido violento y abusivo con Estela. Irina, que se encuentra en medio de dos mundos, el de los (no tan) vivos y los (no tan) muertos, quiere irse lo antes posible de la casa, donde también habitan todo tipo de entidades espectrales. Aparentemente, el padre de Bernardo, en vida, conjuró mediante rituales seres que, según una médium, no hacen daño a los vivos. No obstante, ahora entran en lugares a los que antes no podían acceder, quebrantando cualquier escudo protector dispuesto en varios sectores de la morada. Los roces entre Irina y su padrastro irán in crescendo, y la figura paterna que tanto necesita sigue siendo un fantasma; una sombra turbia que, a su vez, volverá de entre los muertos para confort de su hija y horror de Estela. De a poco, los secretos que envuelven la casona y sus personajes van saliendo a la luz y cuestionan moralmente sus acciones: ¿Estela era realmente una víctima de abusos, o es un personaje enfermizo que con su constante victimización intenta retener a sus seres queridos? ¿Bernardo mantiene vínculos amorosos (y sexuales) con mujeres después de muertas? ¿El padre de Bernardo decía la verdad cuando aún estaba vivo y se lo acusó injustamente de ser un viejo enfermo, decadente y delirante? Todas estas cuestiones y muchas más alojan una problemática enorme: quedan resueltas a medias, lo que imposibilita entender motivaciones, factores emocionales y psicológicos, así como impide una identificación con los personajes y no permite definir el rumbo de la película. Por momentos las líneas de diálogos son caprichosas con tal de construir las dimensiones dramáticas que aquejan a los personajes. Hay hasta un desubicado e innecesario comentario que ejerce como crítica social: “No hay que tenerle miedo a los muertos, a los chorros hay que tenerles miedo”. Todo muy acartonado. Se nota el intento por hacer un producto a la par de películas de terror actuales, como la saga de Insidious, que mezclan casas encantadas con posesiones, médiums que combaten las fuerzas del mal y seres infernales que se esconden en las sombras y están más allá del entendimiento humano. La funeraria tiene pasajes de terror bien construidos, un peso dramático que funciona como balance y una impronta visual interesante, pero con eso no alcanza teniendo en cuenta los últimos veinte minutos del film (quizás de lo peor), que resultan decepcionantes, sin entender demasiado los fines a los que alude. Una lástima.
Monstruos eran los de antes Al principio eran Nosferatu, Frankenstein, La momia, Drácula; cuando el cine daba sus primeros pasos. Para la década del 50 llegaban Godzilla, Reptilicus, The Beast from 20,000 Fathoms y otras enormes criaturas emergentes del océano, el espacio u otras dimensiones. En los 60 el hombre mismo pasaba a convertirse metafóricamente en uno de ellos y abarcaría cinco décadas más bajo su dominio, con el slasher, los zombies y el otrora subgénero de locos, degenerados y marginados de la sociedad. Desde hace un tiempo el cine viene adoptando una identidad más pensada en el producto mecanizado, casi como un engranaje dispuesto a popularizarse más por sus presupuestos desorbitantes, parafernalias de efectos especiales y acción desbordada, inverosímil y superficial. Más teniendo en cuenta qué tipo de films son los que predominan en las taquillas o plataformas de streaming. Por otra parte existe una larga e innecesaria lista de películas inspiradas en video juegos que son, sin ir más lejos, una peor que otra. Un paupérrimo intento de capitalizar aún más lo industrializado (pensaron que no se podía, pero sí…). Ojo, antes también existieron muy malas películas con monstruos de goma, decorados de papel maché, actores de cuarta y un largo catálogo de malas decisiones “artísticas” (por llamarlas de alguna manera). Las distancias se marcan en que hablamos de películas que ya cumplen más de treinta, cuarenta, cincuenta años y por lo visto en la actualidad nada se aprendió de aquellas. Ya los monstruos de goma no se ven de goma; todo lo contrario, quienes se ven más y más artificiales son las actrices bajo un arsenal de cirugías estéticas (¿los nuevos monstruos?), pero ese es otro tema. La tecnología enmendó al menos los malos resultados técnicos. Ahora el resto, que es mucho y tal vez lo más importante, es otra cosa. Regalame un bicho de cartón y caucho, sangre, irresponsabilidad y capaz hacemos trato. Veamos qué corno hizo Paul W. S. Anderson esta vez. Podríamos decir que Monster Hunter responde a estas dos vertientes: la de la mala película inspirada en un video juego y el producto mecanizado, superficial y reiterativo de alto presupuesto. La película de monstruos exageradamente grandes, indestructibles, devastadores, y personajes que pelean cabalgando sobre ellos como si fuesen aquellos oxidados toros mecánicos de las ferias conurbanas. Acá un grupo de soldados recorriendo en vehículo los vastos desiertos es accidentalmente transportado a otra dimensión donde pululan extrañas, enormes y letales criaturas. La capitana del grupo, Natalie Artemis (Milla Jovovich), mujer de voz aguardentosa que haría sonrojar al mismísimo Batman de Christian Bale, es quien debe sobrevivir en este universo hostil cuando uno por uno sus compañeros son aniquilados. Por suerte aparece El cazador (Tony Jaa), un experimentado mata-monstruos que le enseñará los trucos y secretos para poder volverse como él. El resto del relato es Natalie intentando regresar a nuestro mundo, sin antes enfrentarse al peor de todos los monstruos para hacérsela un poco más jodida. Tal vez a Paul W.S. Anderson lo tengan por la saga de Resident Evil, la horrorosa Alien vs Depredador y Mortal Kombat, por lo que podemos deducir los resultados de esta obra. A su favor también cuenta con la correcta El último soldado y la excelente Event Horizon, su mejor película hasta la fecha. Bueno, si hacemos un balance quizás saquemos los resultados de Monster Hunter: curiosamente es entretenida de a ratos, por momentos divierte, no es pretenciosa, visualmente no está nada mal y no se alarga más de lo necesario. Aun así es terriblemente superficial, previsible (se comió todos los clichés posibles en este tipo de películas), no hay un solo personaje con el cual encariñarse y el humor, por momentos, resulta demasiado bobo e innecesario. Eventualmente hay tantas tomas en cámara lenta que, creemos, deben alargar diez minutos de película; un mal síndrome estético de nuestro tiempo, muy grasa, muy Zack Snyder. Hay algunos aciertos como el apellido de Natalie, Artemis, que representa a la diosa de la caza y el terreno virgen, hija de Zeus y Leto, sin que esto se subraye en ningún momento. O las tremendas piñas que intercambia con El cazador cuando se conocen, un verdadero enfrentamiento violento y doloroso como los de antes: acá los combates entre hombres y mujeres parecen no tener piedad alguna, lo que destituye las correcciones políticas sobre cómo mostrar la violencia ejercida sobre la mujer en una película; algo que jamás intenta reflejar la realidad. La banda sonora, digna de un film retrofuturista ochentoso con arpegios típicos de Synthwave y otras maquinitas sonoras, no está nada mal, aunque como pasa con el film en sí, por momentos no dice nada, resulta obvia y carente de personalidad. Mucho de lo que se hace en la actualidad exhibe similares carencias.