Mi mamá me ama Mamá tiene una sola escena que está más o menos bien, aunque el mérito no es tanto de la película sino de los actores. La mala noticia es que con esa escena no alcanza. Lo cierto es que Mamá es tan rematadamente idiota que habría sido un milagro que así fuera. El primer plano de la película nos introduce en un clima de armagedón social: la radio de un auto vacío con la puerta abierta informa sobre varios casos repentinos de asesinatos masivos. El contexto de depresión económica que menciona también la radio prepara al espectador para una historia de mundo en crisis con características de pandemia; el paisaje invernal contribuye al tono opresivo de fuerzas misteriosas que operan de forma abrupta sobre la vida cotidiana y establece la idea de una humanidad acechada por lo inesperado. Pero en realidad toda esa introducción no sirve para nada. Lo concreto es que un hombre acaba de matar a su esposa y se dispone a hacer lo propio con sus dos pequeñas hijas. Para eso se las lleva en el auto a través de un bosque nevado hasta que desembocan en una cabaña abandonada. A partir de ahí, Muschietti despliega una serie interminable de golpes de efecto pertenecientes a la vieja escuela, con el fin de hacerle saber al espectador que se encuentra delante de una película de terror puro. Una figura más o menos demoníaca (la mamá del título), una especie de madre universal, celosa y vengativa, hace su aparición cuando el hombre está por cumplir con su objetivo. Las niñas son encontradas con vida cuatro o cinco años después, elipsis mediante, y el hermano del padre y su novia rockera consiguen la custodia. Como es lógico, tendrán que vérselas con la criatura que tiene a las hermanitas bajo su protección desde que fueran a parar a la cabaña. La vieja escuela a la que apela Muschietti en realidad no es demasiado vieja, y remite a los sustos provocados por mujeres que se deslizan por el aire –no sería del todo exacto decir que vuelan– que el cine japonés de horror les pasó al cine americano en los últimos años. Casi siempre un rostro espantoso que se adivina detrás del pelo negro surge en el fondo del plano y avanza violentamente hacia el espectador con su efecto de sonido correspondiente. Lo clásico es el procedimiento: todo lo que surge de golpe sirve para asustarnos, como en el tren fantasma. Ahí se agotan todos los trucos de la película, cuyo trasfondo psicoanalítico de bajas calorías suma otra superstición más a la trama. En Mamá los personajes están muy mal delineados, los baches de la narración son notables, los cabos sueltos se acumulan entre sobresalto y sobresalto. Pero puede que después de todo esas cosas no le importen mucho a nadie: la película juega con su modesta fama en nuestro país de contar con un director argentino (para halago de nuestro clásico provincianismo); también, de haberse realizado con no demasiados billetes y de haber recaudado luego unos cuantos. Y todos contentos con el marketing. Yo prefiero quedarme con Jessica Chastain, a la que le tocan dos hijas adoptivas problemáticas. En esta oportunidad no es la colorada Chastain que conocimos estos años. Cuando hace de chica rocker con cabellera renegrida cortada lo Joan Jett, ensayando con su banda mucho no convence. Ni siquiera cuando practica con el bajo en la cocina y se da cuenta de que por el amplificador salen unas voces extrañas que vienen del cuarto de las chicas. Lo mejor es la escena en la que prácticamente se pone a luchar cuerpo a cuerpo con la nena más chiquita, la más díscola, la que no termina de adaptarse a esa vida nueva que le imponen, que le hace guiños a su madre monstruosa y no acepta a la nueva. Jessica Chastain tiene puesta una remera de The Misfits y trata de retener a la chica que está siendo llamada por su mamá terrible: la mujer y la niña ruedan y se arrastran por el piso en lo que parece una parodia de un cuadro que represente la pietá, un momento sin ningún efecto digital, que está al borde del ridículo pero que desborda de dolor y humanidad. La escena podrá evocar el peregrino instinto maternal como sustento psicológico –dos mujeres que se disputan a muerte una hija– pero la emoción inesperada que trasmite y las lágrimas de la actriz de La noche más oscura no tienen nada de fórmula. En realidad, el personaje de Chastain también está perdido.
¿Adónde se han ido todas las flores? En los papeles, Villegas tiene toda la pinta de erigirse a modo de inventario de una serie de viejos rencores, acaso de miedos, de cuentas pendientes, de sueños rotos: dos primos que hace mucho que no se frecuentan viajan de Capital a General Villegas, en la provincia de Buenos Aires, para asistir al entierro de un abuelo. El esquema del reencuentro podría servir de base a una obra de teatro mala –de hecho, el mismo recurso con variantes más o menos felices ha dado pie, también, a unas cuantas películas, algunas menos olvidables que otras–. Sin embargo, en esta oportunidad, el director Gonzalo Tobal decide ignorar con desenvoltura aquello que podría proporcionarle la excusa para hacer el enunciado prolijo y más o menos rimbombante de esos males enumerados arriba. En cambio, entrega una comedia tristona y vital acerca de un par de grandulones en trance obligado hacia alguna forma incierta de adultez. Como una especie de equilibrista modesto, coqueteando entre el rigor y la legibilidad mainstream y los raptos de esa sensibilidad un poco retraída, secretamente orgullosa de los universos “indie” representados en la pantalla –los balbuceos adolescentes del rock machacante que suena en el auto de Esteban al principio y al final de la película, que parece sacado de una escena de Ezequiel Acuña; la calidez de coleccionista que se desprende de los discos de vinilo en el cine reciente; el interés levemente aristocrático por los vericuetos de la historia; el porte desgarbado del actor Esteban Bigliardi, así como su expresión de estar siempre medio a la deriva (como le ocurría en Un mundo misterioso, de Rodrigo Moreno), un poco dejándose llevar por lo que le sale al cruce– Tobal encuentra un tono de gran distinción para su película, una musicalidad que podría definirse como de mid tempo. Salvo en una escena inexplicable a los quince minutos de película, que falla por su carácter explícito y su falta de timing, las diferencias entre los dos protagonistas se presentan de un modo extraordinariamente armónico y fluido; la comicidad nunca estalla sino que funciona mediante leves ondulaciones y movimientos de tono siempre casi imperceptibles, que no son producidos por una desconexión sumaria entre los personajes y lo que los rodea sino merced a elementos sorpresivos que se ponen en evidencia al ser integrados al plano, como cuando se los ve al mismo tiempo a Pipa (Bigliardi) charlando confianzudo con los dueños del restaurant en el que paran durante el viaje y a Esteban (Lamothe) mudo e incómodo en un rincón de la mesa. El director explota con oportunidad lo que se adivina como un carácter de camaradería real de los actores para lograr pequeñas joyas de gracia y verdad inesperadas, como en la escena de la ronda alrededor del fuego mientras se prepara el asado, en la que los peones se ponen al tanto con intención jocosa de las novedades en las vidas de esos chicos crecidos. O el saludo casi coreografiado de los dos recién llegados al resto de los deudos en la casa donde tiene lugar el velorio del abuelo. Tobal filma el campo y a sus habitantes con una sobriedad melancólica, a mitad de camino entre el desapego ciertamente elegante de un director que aspira a ser moderno, y por lo tanto reniega como de la peste de cualquier rastro de cosa que huela a costumbrismo, y la emotividad genuina, hecha de minúsculas percepciones repentinas, de destellos y parpadeos, propia del cine americano “independiente”, que tiene también su discípulos locales. El campo, al contrario de lo que ocurría en la película llamada El campo, de Hernán Bellón, no es aquí una entidad ominosa, de la que se desprenden de pronto cualidades metafísicas capaces de acechar a los visitantes y de minar sus ánimos con malevolencia, sino un universo estático y en cierto modo apacible, sin demasiados sobresaltos ni rasgos particularmente originales. Villegas describe con precisión la vida de los pequeños productores agropecuarios, pero su preocupación no es la sociología sino el desasosiego de orden más bien universal de sus protagonistas, que maniobran entre los mandatos familiares, la incertidumbre laboral y sentimental, los impulsos de realización propios y el horror al fracaso. El último plano está atravesado por una ambigüedad muy bien lograda, que se encarga de impugnar, por si hiciera falta, la apariencia engañosamente simple de la película. Si en un momento Pipa escucha arrobado la versión grabada por Marlene Dietrich de Where Have All The Flowers Gone?, en cuclillas junto al modular de su abuelo muerto, y la letra de la canción sugiere el dolor agridulce de las cosas que se fueron para siempre –la juventud como una especie de paraíso remoto, pero también las oportunidades desaprovechadas o el amor perdido–, el final de Villegas lo muestra a Esteban volviendo a la Capital para encontrarse con su novia (una pesada irremediable de la que el espectador solo sabe que llama a cada rato por teléfono y con la que Esteban planea casarse), mientras suena el disco de rock que Pipa se olvidó en el auto. La letra del tema repite algo acerca de volver y no volver, y el director sostiene el plano del actor hasta que funde definitivamente a negro. Tobal consigue una película cuya serena ambición se corresponde de manera pertinente con los modales sofisticados que por momentos la distinguen.
Un mundo sin amor Nunca se puede saber con certeza con qué se descolgará Caetano. De lo único que se puede estar bastante seguro es de que el director siempre será capaz de aparecer con alguna película fuera de lo común bajo el brazo. En Caetano lo heterogéneo es la regla: el cine que hace es un terreno sinuoso e inasible, no un espectáculo que converge con mansedumbre sobre nuestras expectativas para amoldarse a los deseos que nos suelen constituir como espectadores, esa pasión que insiste en encontrar rastros de lo anterior, en leer cada fragmento bajo una misma luz y hacer de una parte el todo. Ver “una de Caetano”, en definitiva, es ver una película que se parece a otra de Caetano acaso solo en la diferencia. Lo que equivale a decir que Caetano es autor básicamente porque hace lo que se le canta. Mientras nos quedamos con las ganas de saber lo que el director hizo con Néstor, esa película que no fue –desde ahora, Néstor es la película fantasma de Caetano–, aparece Mala para decirnos, de nuevo, que siempre es posible el sueño de un cine sin concesiones. Mala es una historia de venganza, de trauma y de condena. Una mujer sufre el asesinato de su hijo y se transforma en una súper asesina a sueldo llamada Rosario que tiene por víctimas solo a hombres maltratadores. El carácter profesional de la mujer incluye una dosis necesaria de crueldad y un rigor en la ejecución de su tarea lindante con el absurdo. La mujer es maestra en disfraces, en caracterización y en camuflaje. Quizá para acentuar la compenetración obsesiva de la asesina con cada trabajo que le toca, el director dispone cuatro actrices diferentes para un mismo personaje: el procedimiento no es del todo nuevo pero siempre resulta de un riesgo considerable. Florencia Raggi es la que está más tiempo en pantalla (de hecho se podría decir que es el personaje madre del cual se derivan las otras versiones) y luce un cuerpo atlético y una tristeza infinita que recorre transversalmente la película. Desde el vamos, Mala se encarga otra vez de despistar a los seguidores más conspicuos del cine de Caetano, rechazando los rasgos realistas más celebrados de algunas de sus películas anteriores y acentuando el costado más autónomo y desprejuiciado que asomaba por momentos en sus trabajos para la televisión argentina. Si todos sospechamos que Francia era una película política pero no acertamos del todo a explicarnos el modo o la dirección exactos en que lo era, Mala recurre a los géneros con una ambigüedad deliberada que es en parte lo que la hace tan extraña y estimulante. El director trabaja con materiales que podrían servir de base a una telenovela, a una historieta o a algún ejemplar de película de explotación de los años setentas. Después del breve prólogo, donde de manera puramente visual se establecen los motivos del accionar de la protagonista, tiene lugar una escena de comedia tensa en la que asistimos a una entrega de dinero en pago por un encargo. Inmediatamente después, la mujer que se arrepiente y la casa que se llena de policías esperando a la asesina. La chica (en esta oportunidad en la piel de la luminosa y leve Liz Solari) hace su aparición, finalmente, produce un estropicio de cadáveres –Mala postula la violencia como una fuerza que no consigue ser precisa– , es perseguida por la ley y torturada. En la siguiente secuencia, una mujer misteriosa con mucho poder la ha sacado de su situación para encargarle un trabajo especial que constituye el grueso de la película. En esa primera parte Caetano opera por sustracción y excluye las deliberaciones para producir violentos parpadeos de emoción física, de color y de sonido. La sangre estalla alrededor de los cuerpos o tiñe de humanidad y sufrimiento la cara de Raggi, golpeada por los policías. Pero más tarde la película se vuelve extrañamente reposada, como si se deslizara por una zona de ensueño y extrañeza incluso para los protagonistas. Ahora Rosario se hace pasar por veterinaria y aterriza en medio del campo con una misión diferente a las anteriores. Esta vez el blanco es un hombre que también sufre. El dolor es una corriente eléctrica que envuelve a los personajes y una constatación de su existencia. María Duplaá encarna magníficamente a la protagonista con una mezcla de desparpajo vehemente y de ensimismamiento que contrastan con la fiereza gélida de Brenda Gandini, la invitada de honor restante en esta danza de cuerpos desdoblados, que se luce montada bajo la lluvia sobre el hombre, los dos bañados de sangre. Caetano parece embarcado en una suerte de culebrón absurdo que incluye una historia de celos y abandono y una mujer despechada en silla de ruedas experta en tiro con ballesta. Los planos tiemblan levemente, como si la cámara flotara; los soberbios fundidos encadenados que muestran a la protagonista entrando a la mansión de su nueva empleadora recuerdan a los de Fantasmas de Marte, de John Carpenter, pero Caetano no hace citas cinéfilas sino elecciones precisas de ritmo y tono que se integran con discreción y oportunidad al conjunto. El director no pone jamás entre paréntesis la película, toma en serio su arsenal de materiales disparatados, sin ironizar ni convertirlos en materia antropológica de la historia del cine. Caetano se afianza como un director esencialmente moderno, que desconcierta al espectador en cada plano, acaso animado por la convicción de que el placer del cine es un secreto al que solo acceden los que están a favor de la imaginación, de la originalidad y de la frescura. La verdad es que a esta altura todos se dedican a ensayar variaciones del mismo chiste, pero la tentación es grande y la conclusión se impone. Allí vamos, entonces: Mala es buena; incluso muy buena. La película de Caetano no es divertida, no es graciosa ni canchera, no hace realismo social en ninguna de sus variantes, en realidad no hace realismo, ni se entrega tampoco a alguna forma amable de pasatiempo con mensaje. Mala desafía a sus detractores porque ni siquiera acepta sus términos. Cuando se difunde la creencia de que lo mejor que le puede pasar el cine es abrazar con unción el género, su director solo ofrece referirse a los géneros por la tangente, montarse sobre sus restos visibles, atacarlos con un picahielo y exhibir las astillas sin una pizca de ironía. En Mala el género no sirve para permitirnos ordenar de algún modo lo que nos rodea, ni siquiera con el objeto de señalar sus fallas –como cuando en el film noir se hace el inventario detallado de las taras del mundo–, más que nada porque la película ensaya una forma de organización del relato que parece fundirse con el extravío y la desesperación que describe. Mala es lo que queda del mundo cuando la única emoción reconocible que prevalece es el dolor.
Entre hombres Algo raro tratándose de Tarantino es que en Django sin cadenas haya desperdiciado de manera tan flagrante el único personaje femenino de la película. Se me podrá decir que en realidad no desperdicia nada, que precisamente no hay ningún personaje femenino de relevancia en Django, que su historia transcurre entre hombres, que son ellos los que importan de verdad en la película, y que la única mujer que hay tiene un peso que es menos real que figurado, decide al protagonista a embarcarse en la empresa que le propone ese misterioso cazarrecompensas alemán pero permanece siempre en un plano simbólico. Pero me sigue pareciendo que ese personaje, el de Broomhilda, la mujer perdida del héroe a la que hay que recuperar, insinuaba una fuerza potencial formidable que Tarantino decide extrañamente dejar de lado, lo que es más curioso todavía si se tienen en cuenta las mujeres de armas tomar que habitan algún momento de casi todas sus películas –la excepción es el bofe Perros de la calle– cuando no son directamente sus protagonistas centrales. En la Django de Sergio Corbucci la mujer también podía disparar un rifle sin problemas, y la verdad es que no cuesta mucho imaginársela a Broomhilda en otra película, protagonizando otras escenas posibles: junto a su marido al final, por ejemplo, en medio de una lluvia de balas, con la ropa ensangrentada y los ojos furiosos de miedo, mientras se miran con una ternura que resultaría graciosa y emocionante bajo el tiroteo, cada uno con un arma en la mano y quizá con alguna bala en el cuerpo, o con más de una. Es que hay una escena en la película que me parece que pone en evidencia ese carácter de empatía absoluta entre los dos fundada en una clase de padecimiento y de humillación prehistórica, oceánica. Es cuando a Django, que se hace pasar por otro tipo, uno que no es del todo él pero tampoco resulta tan diferente, es decir, un hombre que se sobrepuso a sí mismo, que se volvió irreductible, una sola pieza de dolor y olor a pólvora, ese hombre que se transformó en otro, transfigurado, al que en esa hacienda en la que se encuentra de incógnito y disfrazado, le informan dónde está la chica que busca: esa mujer cuyo modesto refinamiento logra sustraerla de los trabajos pesados de la servidumbre y la entrega al placer ajeno como una muñeca exótica. Resulta que la mujer está recluida en un cubículo ínfimo, castigada como una bestia salvaje, una ratonera en la que yace desnuda sin poder incorporarse y en la que apenas consigue moverse: ahí, en el momento en que levantan la tapa, vemos el cuerpo desnudo de la chica hecho un ovillo sobre el que empiezan a tirar baldazos de agua y Tarantino muestra que por lo menos en esa instancia ya ni siquiera es un objeto deseable el que está metido en ese agujero. Esa mujer, de golpe, no es nada sino un pedazo de carne inútil, que solo espera que se la reconstituya un poco, se le apliquen algunos afeites imprescindibles y se la arregle para volver a adquirir un valor de cambio y poder ser empleada de inmediato en la distracción de los visitantes. La escena es estremecedora no solo porque el tipo, cuando ve eso, trata de disimular con todas sus fuerzas lo que siente para no echar a perder el plan –que para Django tiene el rescate de la chica como objetivo principal pero para su socio no–, en un pico de tensión que recuerda poderosamente a la secuencia del bar en el sótano de Bastardos sin gloria, pero también, sobre todo, a aquella en la que la protagonista femenina ocultaba no solo su condición de judía sino de víctima directa de ese coronel alemán que estaba sentado frente a ella comiéndose tranquilamente un strudell. El impacto emocional de esa escena, en la que Django ve a la mujer que ama convertida en animal por sus opresores, resulta demasiado logrado como para desestimarlo no ahondando en el carácter de identificación visceral en el sufrimiento que de ella se deriva. Pero en la película no hay algo así como una historia paralela de Broomhilda, que persiste apenas como evocación y motor invisible del protagonista, en la que pase de víctima a mujer de acero, trabajada por el dolor y el amor propio como le sucede al protagonista masculino. Django sin cadenas no consigue tener una unidad general de tono como Bastardos sin gloria, o quizá no le interesa tenerlo, de modo que Tarantino, después de algún amague en el que se presentó como narrador, vuelve a su papel de diseñador de secuencias sueltas, de ensamblador de partes robadas con amor y dedicación, de gran soldador de souvenirs de la historia del cine. Nada demasiado grave: sus elecciones más o menos pertinentes, más o menos sorprendentes o simplemente justas, siempre han constituido, después de todo, uno de los motivos de regocijo más perdurables que puede deparar su cine. Death Proof, mientras tanto, la película que acaso lleva hasta el paroxismo la política de retazos del director, sigue siendo su obra maestra.
Anclada en París La película Graba resulta ser una auténtica curiosidad. Sergio Mazza, su director, fue capaz de llevarme del entusiasmo a la decepción con El amarillo y Gallero, su primera y segunda película respectivamente, y así lo escribí en su momento, en una nota en la que concluía preguntándome por el futuro de un cineasta que parecía prometer. Lo primero que habría que decir de Graba es que está lejos de la frescura y la libertad de El amarillo. Afortunadamente, sin embargo, Mazza se cuida bien de no caer en la sordidez esquemática y al mismo tiempo lustrosa de Gallero, donde todo lucía como el producto del cálculo y la habilidad creciente de un cineasta que siente quizá que está dando un salto cualitativo con un objeto brillante y anodino, dotado con las dosis justas de perfección técnica y color local para arropar un tema que pretende ser de alcance universal. Filmada en su totalidad en París, con una actriz argentina en medio de un elenco francés, Graba consigue en verdad una inesperada nobleza en el modo casi furibundo con el que aprovecha a su intérprete -una extraordinaria Belén Blanco- a la que sigue, solitaria y siempre a un paso de convertirse en lumpen, por las calles de la capital francesa. Massa no se priva de registrarla en desnudos completos, dejándose fotografiar para poder así pagar su alojamiento en una ciudad que parece rechazarla de forma progresiva en cada escena, o teniendo sexo con el fotógrafo, que no se sabe si se convierte en su novio o en su abusador. Graba tiene un tono triste de exilio y de tragedia anímica que de a ratos parece un poco formateado y le imprime cierto halo un tanto molesto de película apta para la circulación internacional que se ve mucho en los festivales de cine. El tema del aborto, además, que ingresa de manera subrepticia en la trama, produce un punto de flojera en la película, un gesto que se ejerce sin convicción, casi como un automatismo para dotar la historia con un conveniente trauma melodramático acorde a su ambición. La sorprendente fuerza de Graba reside de modo definitivo en la fiereza infrecuente de la relación de extrema cercanía que entabla con su actriz, filmada como si fuera una diva, solo que desarrapada y golpeada por la suerte, y sobre cuyo cuerpo frágil se asienta, siempre mediado por la corrección francesa, todo el peso de un entorno que se revela inapelablemente hostil y termina pegando de modo genuino en los ojos del espectador.
Malas vibraciones Aunque parezca una contradicción en términos, un thriller puede representar una cierta tranquilidad, con su territorio acotado, sus sobreentendidos, su horizonte de previsibilidad: un aire de lugar seguro y codificado. Pero un thriller, también, es una trampa para directores de cine. Tesis sobre un homicidio resulta ser una película desalmada, que arrastra en piloto automático los gestos distintivos del género como si fueran taras, señales solitarias destinadas a establecer una conexión a nivel epidérmico con el espectador pero que terminan exhibiendo el vacío de su propia construcción. La película se plantea como un juego mental, una serie de pasos de baile –pistas, suposiciones, sospechas, equívocos: el arsenal de los policiales cerebrales– que, salvo un puñado de planos de establecimiento rutinarios, tiene lugar casi siempre de puertas adentro y se sigue con el interés más bien discreto, de baja intensidad, que puede despertar la disposición rutinaria que el director hace de sus tópicos más reconocibles. Tal vez sea la sospechosa novela que da origen a la película. Quizá el guión. El caso es que Tesis sobre un homicidio se mueve todo el tiempo en ese terreno pantanoso de las películas que solo nos importan según el grado de simpatía que tengamos por los vericuetos de lo que está escrito en el papel: ¿El que parece culpable lo será efectivamente? ¿El protagonista imagina cosas o éstas ocurren realmente? Y cosas así. Si nos falla eso, la película tiene muy poco para ofrecer. Ricardo Darín dice sus partes con un cancherismo que es su marca de fábrica, o sea, las dice muy bien. Darín no es solo un actor de gran solvencia, una garantía para los productores y una atracción masiva para el público sino un centro alrededor del cual parecen erigirse las películas que lo tienen como protagonista. Tesis sobre un homicidio no es la excepción al respecto, lo que no sería del todo malo si no fuera por lo esquemático y tosco que es su personaje. El plano espantoso con el que abre la película, con filtros y oscilaciones berretas, lo encuentra completamente borracho en medio de un revoltijo de papeles y cosas tiradas por todas partes. Ese plano se repite cerca del final, y el trámite de la película supone el paso del personaje, desde la seguridad y la confianza en sí mismo y en las propias fuerzas que tiene al comienzo, hacia el descalabro profesional y personal. Pero Tesis sobre un homicidio es lo menos parecido a un thriller que hay. Hay un asesinato, un asesino que se ve a los diez minutos y un montón de piruetas para mostrar cómo el protagonista cae envuelto en las maquinaciones de su enemigo y se vuelve ese estropicio que vemos en la primera escena. Lo que no hay es una emoción verdadera en ninguno de los planos de la película, ni tampoco una idea que sirva para convencernos de que el cine es algo más que una sucesión de ilustraciones de rigor para una emoción predigerida.
Escenas en el mar Es fácil hacer una película mala. Hacer una buena es más fácil todavía. De esas hay millones. Pero las mejores de todas son las películas raras. Las películas anfibias, las que son capaces de estar en más de un lugar al mismo tiempo (o que lo están por obligación, porque así les salió: es lo mismo), las películas que fallan en terreno conocido pero triunfan, aun sin saberlo cabalmente, en otro; las que se ganan el repudio del espectador por las razones equivocadas y obtienen, acaso a despecho de su carácter anómalo, una respuesta de aprobación que al final no puede ser sino tímida. O las que triunfan sobradamente, por razones equivocadas también. Todo esto es más o menos para decir que Una aventura extraordinaria (o Historia de Pi en el título original) no es mala como aseguran varios, ni tan maravillosa como pretenden sus propagandistas, si es que hay alguno. Es decir que en realidad es buena, como lo son todas las películas raras, aquellas que vemos cómo se tambalean por falta de un punto firme de apoyo: la película de Lee se retuerce de pura indecisión, oscila y se descarna, bien a la vista, entre el mainstream fallido, las verdades espirituales de consenso y el espectáculo universal de un hombre que se debate con el mundo y, por añadidura, consigo mismo. Pero no es solo eso. Cuando en los últimos años no se le dio por ponerse demasiado pesado (como en Lust, Caution, donde la ferocidad de los polvos y la presencia de dos luminarias del star system chino en el elenco no alcanzaban a disimular la sordidez de cotillón del guión, la idea general de la película de presentar un pasatiempo “serio”y la veneración sumaria a la Historia como tópico esencial), ni demasiado indiferente con su tema (como en Taking Woodstock, que parece un mamarracho medio bobalicón pero que igual en una mirada atenta me parece que puede tener lo suyo), el chino supo brindar varias películas más que queribles. Hulk y Secreto en la montaña se pueden ver muy bien cuando las pasan por televisión: culpas, traumas, dolor, soledad. Una es una celebración algo melancólica del aire y de la luz. Sobre todo del movimiento. La segunda es un melodrama austero, curioso, recorrido por la inflexión de una serena tristeza. En las dos hay hombres desarrapados, golpeados, desahuciados. Siempre, al final, hombres solos contra la sociedad. No porque elijan sufrir sino porque eso resulta ser la pelea que les tocó en suerte. En Una aventura extraordinaria ocurre algo parecido: un chico debe conquistar primero su nombre. Hacerse de un nombre. Piscine, el que le pusieron sus padres bonachones y medio locos, un capricho de la India francesa del siglo pasado, es piscina pero también puede sonar a pissing (meada en inglés). De modo que hay que cambiarlo, reemplazarlo por uno mejor, uno que denote, ya que estamos, cierto vuelo intelectual entre sus compañeros de colegio. Así que se le ocurre acortarlo y queda Pi. Después, ese chico rebautizado tiene que enfrentar la pérdida del amor, de la contención familiar y del lenguaje. Ang Lee filma todas esas tribulaciones primero como un cuento sacado de un libro con hojas llenas de ilustraciones y poco texto, con esa gracia, esa rapidez y ese poder de encantamiento. Más tarde, cuando el adolescente se encuentra solo arriba de una balsa en el medio del mar, el ritmo se vuelve extrañamente seco, el tono es el de una fábula con aire de tragedia que a su vez pierde su fuerza abrasiva para ir al encuentro de una aventura extraña, como si Kipling dejara hablar al espíritu de sus criaturas a expensas de la acción física: las olas monstruosas y la fauna marina digitales de la película se alternan con largos pasajes en los que el hombre mide su inteligencia con el tigre que le disputa el territorio de la balsa. Pi escribe un diario para no enloquecer. Entre tanto lee un manual de supervivencia y más o menos obtiene alguna pista para domar al animal. Establece premios y castigos y demarca el territorio: no sé si lo vi yo solo pero Pi traza una línea divisoria meándola para que el tigre la huela (ya no es más Pi, entonces, porque el animalote no sabe de esas cosas, y vuelve a ser Pissing, ahora con un propósito. Es decir que tiene que empezar de nuevo). El niño pasa en muy poco tiempo a ser un joven curtido por el dolor y el embate de los elementos. En la necesidad imperiosa de superación, casi sin que nos demos cuenta del proceso –Lee es sorpresivamente elusivo y refinado cuando quiere-, Pi alcanza en la pantalla ese carácter solar propio de la juventud, que es el estado más apropiado para los dioses, para los héroes y para la aventura. La creación de imágenes digitales parecía una solución pero puede también ser un problema. Y en Una aventura extraordinaria los problemas son buenos. Lee parece menos interesado en que los trazos digitales reproduzcan la realidad que en gestar una realidad nueva, nacida en el deseo, los sueños y la desesperación del protagonista. Mientras que los movimientos de los animales son perfectos, el color y la textura del mar embravecido no siempre lucen del todo convincentes y más de una escena amaga con acabar devorada por la vanidad tecnológica, esa avidez por redoblar la apuesta e ir siempre más allá de lo real, aunque no haga falta. Pero ese tono falso también es parte del encanto de una película que termina preguntándose por el estatuto de verdad de lo que vemos. De ahí que no está mal que Una aventura extraordinaria luzca también incompleta, incluso a veces mal ensamblada, con sus partes más o menos realistas, con sus efectos especiales más o menos logrados. La mayor sorpresa de la película es que, en el fondo, la emoción que la atraviesa no parece una condición última que se desprende de un relato con moraleja sino un sentimiento surgido directamente de la naturaleza de su construcción.
Recuerdos de provincia Escuela Normal resulta ser uno de esos prodigios discretamente elocuentes, cuya capacidad para observar el mundo con mirada perpleja y curiosa se encuentra por lo menos a la altura de su pertinencia y ambición. Celina Murga siempre fue una cineasta animada por la falta de certezas, y la película que nos ocupa no constituye en ese sentido una excepción dentro de su filmografía. La directora argentina observa lo que ocurre en el lapso de un ciclo lectivo en la escuela a la que asistió durante su adolescencia en la ciudad de Paraná y que fue fundada por Sarmiento. La cámara recorre los pasillos del establecimiento en largos planos secuencia y de a poco recorta, con precisión y lucidez, algunos rostros con el fin de volverlos familiares para el espectador y articular a partir de ellos alguna forma de relato, que en esta ocasión gira más que nada alrededor de las elecciones del centro de estudiantes del colegio, un acontecimiento que se integra con serena fluidez a la rutina escolar pero que Murga decide retratar como si en verdad se dispusiera a extraer de allí los destellos vitales que se irradian sin pausa hacia los recovecos de su película: los jóvenes alumnos parecen advertir, de pronto, con una súbita desazón que se disimula en la medición de fuerzas de los contrincantes, en los breves actos de espionaje y en la guerra de guerrillas que se despliega por momentos como un paso de comedia, que el ingreso en eso que de manera difusa se les presenta como ciudadanía entraña, quizá, alguna clase de desapego emocional para el que no saben si están preparados del todo. Escuela Normal renuncia de inmediato a todo alarde o amaneramiento formal, así como también al menor atisbo de suficiencia de orden moral: la belleza secreta de los planos de la película se compromete orgánicamente con la calidez democrática en el retrato de los personajes, entre los que se incluyen en mayor medida alumnos pero también algunos profesores, algún que otro padre y, sobre todo, una rotunda jefa de preceptores, todos trazados con un sigilo y una precisión exquisitas. Murga ejerce una ética de la discreción y la gracia, dos elementos con fuerte presencia en sus dos películas anteriores que constituyen un método pero también un horizonte. Casi sin proponérselo (o haciendo como que no lo hace, acaso recurriendo a un elegante “como quien no quiere la cosa”), la directora se vale de pronto de dos motivos visuales, dos niñas, una morocha y otra rubia, que pertenecen a cada una de las facciones en pugna en las elecciones, para delimitar de manera plástica campos provisoriamente enfrentados, dos porciones blandas del frente de batalla que cruza parte de la película y que le otorga su costado más dramático y luminoso en términos narrativos. De paso, la preeminencia de las mujeres en la película podría estar evocando una zona biográfica, sutilmente íntima y elusiva, que Murga despliega en retazos actualizados de una memoria que no es el pasado pero que tampoco termina de ser exactamente el presente: Escuela Normal puede ser vista como el retrato lúcido de una institución centenaria a la que solo se accede en penumbras, como ante un verdadero misterio, tan lejos de la premura diaria de las grandes ciudades cosmopolitas como de los fantasmas obligados de la militancia (un universo aislado, con una lógica que parece arcaica: la escuela antes de La cámpora, digamos), o un catálogo de breves epifanías juveniles en las que el intercambio con el otro se integra y acomoda sin alterarla a la quietud de una vida provinciana que parece forjada en otro mundo.
Nada de ganas Tengo ganas de ti es una de esas cosas inexplicables que nos llegan de España cada tanto. El espectador argentino ya se ha habituado con alguna resignación en estos años a las películas españolas que cultivan el género de terror, una curiosidad inofensiva, no menos tolerable que los exponentes de la misma tendencia que provienen de los Estados Unidos, por ejemplo. Tengo ganas de ti, en cambio, replica el peor mainstream de ese origen, el más vacío e intrascendente, y se convierte en una muestra prácticamente única de irrelevancia, sentimentalismo y cursilería. Salvo por los modismos españoles (ni una gota de catalán, a pesar de que la acción transcurre en la ciudad de Barcelona), la película no asume señales propias y avanza por una especie de no lugar, ese paisaje inefable tomado por cierto cine americano que se expande a nivel global. Ese lugar en este caso es el de la juventud, una categoría que resulta, también, un molde que las malas películas han sabido inventar a su modo. Los personajes se deslizan por los planos apáticos, de una funcionalidad desoladora, y aciertan a decir sus líneas como si no estuvieran en una película concreta sino en un conjunto de películas, ese conjunto que define a los jóvenes en el cine mainstream: más o menos bellos, más o menos rebeldes, más o menos trágicos. Tengo ganas de ti es un parásito, un montón de imágenes sin alma agrupadas según prescriben las convenciones de rigor para estos productos anónimos, desdeñosamente uniformes. Esta película y sus congéneres son en cierto modo la negación del cine (es decir, de las particularidades), la entronización de una generalidad programática al mero servicio de la ramplonería audiovisual.
El diablo en el cuerpo Diablo constituye toda una rareza: una película vital y visiblemente imperfecta que es, al mismo tiempo, un antídoto contra la solemnidad y una contundente declaración acerca del carácter del cine como vehículo para la gracia y la imaginación. El año pasado, Nicanor Loreti presentó dos películas en el Festival de Mar del Plata, Diablo y el documental sobre el grupo Hermética La H (que no vi pero me encantaría ver). Pero, además, el inquieto director tuvo también oportunidad de lucirse con la traducción de 10.000 formas de morir, el libro editado por el festival con el que el cineasta Alex Cox despuntaba el vicio de la escritura y daba rienda suelta a su conocimiento y su pasión por el Spaghetti Western. El trabajo de Loreti para esa ocasión revelaba a un traductor generoso y esmerado, pero también ponía en evidencia una afinidad entre su cine y el de su colega inglés que se manifiesta en más de un sentido. Loreti cultiva un gusto por el rock, por algunos géneros reivindicados con cierto espíritu adolescente que se vuelven de pronto una cosa seria en buenas manos, por la comedia truculenta, los estallidos de violencia, la desmesura como evangelio y la postulación de un fetichismo popular como una de las formas de la resistencia a un mundo cuyo signo más distintivo parece ser el del absurdo absoluto. Diablo es la historia de un boxeador caído en desgracia al que todos conocen como El inca del Sinaí. Pero en verdad ese no es el asunto de la película sino apenas un fondo del que emerge, a los tumbos, el protagonista. Si el apodo resulta gracioso, las circunstancias en las que tuvo que dejar el boxeo no lo son tanto, aunque guardan un giro que se vuelve tragicómico: el tipo carga con un fantasma, el recuerdo de una muerte accidental arriba del ring que no lo deja en paz pero por la cual todo el mundo lo recuerda y lo felicita cada vez que se lo cruza. En realidad, lo que hace el director es convertir la desazón del personaje en una especie de chiste recurrente menor que atraviesa la trama de comedia policial de la película, dispuesta como una serie de escenas violentas animadas por una orgullosa impronta de clase B. Diablo desdeña toda verosimilitud para entregarse con un gozo casi desconocido en el cine argentino reciente a las delicias del desempeño brutal de los actores, que atraviesan los planos como bestias de carga enfurecidas bajo el peso de su propio desconcierto. Diablo cree de un modo que resulta conmovedor en el encantamiento que su particular universo de zafarrancho pop produce en el ojo del espectador que la película imagina y reclama para sí: ese territorio donde conviven pasiones populares latentes, Perón y Evita, el boxeo, Riff, V8, Deep Purple, las drogas, la comida, el sexo y un improbable anarquismo que funciona menos como doctrina orgánica que como una confusa pulsión de libertad primigenia. Diablo no desentonaría en un doble programa del mal llamado cine bizarro, junto a algún exponente de película de zombies o de usurpadores de cadáveres, y resulta una inesperada combinación de arrogancia y de amor por el cine.