Detalles sórdidos a continuación Es bastante probable que el director Richard Linklater no sea ningún genio, y que su caso se trate en realidad de un cineasta más que interesante, capaz de hacer películas pequeñas y libres, casi invariablemente dotadas de un aire evidente de ligereza y gracia, que más que presentarse así mismas como piezas de arte mayor se dedican a deslizarse con discreción y delicadeza por esa franja dudosa del cine americano denominado independiente sin perder por ello un gramo de legibilidad ni de vocación mayoritaria. Las películas de Linklater están siempre ubicadas a una distancia prudente de lo que se suele llamar “gran cine”, básicamente porque el extraño regocijo mediante el que el director dispone la puesta en escena y con el que los actores se desempeñan dentro del plano no parece relacionarse con la agenda de profundidad autoasumida, la gravedad del tema o la obsesión por el fragmento macabro que tiende a asociarse con la idea de obra maestra. Incluso Waking Life, su primera película animada, que incluía en el palabrerío habitual del cine del director una buena porción de disquisiciones de orden más o menos filosófico, ejercía sobre el espectador una rara fascinación que seguro tenía más que ver con las oscilaciones hipnóticas del trazo de los dibujos, con el extraordinario uso de la música y la sucesión de naturaleza onírica de las escenas que con el contenido de los diálogos, como si Linklater se hubiera embarcado en una suerte de primitivismo absurdo y radical, en el que el intelecto es solo uno de los sentidos –y no necesariamente el principal– con el que el cine pide ser apreciado para su cabal comprensión y disfrute. Para decirlo en otras palabras, Linklater siempre aspiró a hacer películas abiertas, que respiran y vacilan siguiendo con perseverancia el objetivo de por lo menos rozar motivos y tópicos de la cultura popular americana de toda la vida: la afirmación personal, el conocimiento del otro, el deseo del libertad, el nomadismo, el dilema entre la integración o el aislamiento sociales, el descubrimiento del mundo a través de la educación sentimental. En ese trance el director se las arregló para filmar la que posiblemente sea la mejor película de adolescentes de la historia (Dazed & Confused, como la canción de Led Zeppelin) y también una de las mejores películas con niños jamás filmadas (Escuela de rock). Con la tercera parte de la trilogía protagonizada por Ethan Hawke y July Delpy el director alcanza ahora un pico en su calidad de maestro del detalle, del uso del tiempo y del compromiso emocional con los personajes, seres que parecen haber nacido para la charla, para el vagabundeo y para la exploración sistemática de su propio yo en relación a los seres, las cosas y los paisajes que los rodean: como sucede a menudo en el cine del director, una de los elementos más impactantes de Antes de la medianoche es el modo en que Linklater explota la inclinación compulsiva de los personajes a expresar sus puntos de vista sobre los temas más variados en los que, sin embargo, la puesta en valor de la verdad propia frente a la de los demás ocupa un lugar de privilegio. El director filma a la pareja, que ahora se ha convertido en un matrimonio con dos hijas pequeñas que pasa unas breves vacaciones en Grecia, con la elegancia y la pertinencia habituales, dejándolos hablar, mirarse y molestarse mutuamente como un matrimonio cualquiera. Linklater abre sin embargo esta vez el juego para que otros personajes se integren al desvarío simpático y a las charlas, donde se destaca una escena fabulosa durante un almuerzo en el que tiene oportunidad de lucirse como actriz la griega Atina Rachel Tsangari, extraordinaria directora de Attenberg. El aire ligeramente melancólico que aparenta flotar en el aire desde que empieza Antes de la medianoche –con la escena en la que el personaje de Hawke despide compungido en al aeropuerto a su hijo adolescente (producto de un fallido matrimonio anterior)– no impide que Linklater sostenga un discreto tono de comedia durante toda la película. El director observa a los actores desenvolverse en la escena siempre con pocos planos y un dejo de dramaturgia casual, que parece surgir y desarrollarse de manera orgánica de escena en escena; las largas secuencias configuran bloques de una sugerente vitalidad que brota sorprendentemente de acciones vagas, parloteos, reflexiones, conatos de discusión; el cineasta americano establece el paso del tiempo como tema, al mismo tiempo intrigante y descorazonador, mientras el tiempo interno de los planos y de las secuencias parece responder con un espíritu democrático y gentil a la necesidad de expresión de los personajes, a los que les pasan los años pero a quienes en la película se les permite disponer de todo el tiempo del mundo para dar rienda suelta a su perplejidad y a su lucha para mantenerse dignos en medio del desconcierto. La gente se reía mucho en la sala donde se proyectaba Antes de la medianoche en la función que me tocó verla, y tenia razón: la película hace en realidad una comedia terrible a partir del esfuerzo de los personajes por resguardar su integridad en el esgrima constante que constituye su vida en pareja, a la vez que manifiestan el horror secreto que les produce la sola posibilidad de perder al otro. La secuencia quizá más importante de la película, aparte de ser la más larga, es una especie de prodigio menor en lo referido al manejo del espacio y la precisión actoral. Linklater muestra ahí cómo, cuando todo parece estar bien, las cosas se pueden desmoronar por culpa de una falla en el timing: un movimiento sin terminar, un gesto de desdén que sorprende incluso a quien lo ejecuta, o una palabra dicha con una modulación inadecuada de la voz son capaces de desencadenar el desastre y arruinar la noche; la conclusión es que el espíritu de lo precario domina el mundo de la intimidad. De manera mucho más congruente que en la escena del auto de Antes del atardecer (segunda entrega de la serie), una corriente eléctrica que se parece al amor, y tal vez lo sea, cambia de signo y descalabra el mundo en cuestión de milésimas de segundo. La comicidad aterradora de la película se concentra en ese momento. Celine invoca por enésima vez una condición femenina universalmente desfavorable, pero exagera la nota con oportunismo, porque siente de pronto que el odio la consume, mientras Jessie juega con desparpajo su papel de americano apegado a las ideas de simpleza, de rectitud moderada y de reserva de equilibrio y de buena voluntad. Los dos actores están muy bien, pero en ese momento Linklater parece darle más espacio a ella, con toda probabilidad porque comparte con Jessie el embelesamiento ante el peligro supremo encarnado en esa criatura exótica que late con furia bajo la actuación de Delpy. Más que caminar y avanzar en una dirección precisa dentro del plano, la mujer da la impresión de rodar a tientas, con las tetas al aire y la mirada oscurecida de admiración ante la fuerza de su propio cólera, en un acto conmovedor de despojamiento que resulta obsceno y risible en partes iguales, y que puede hacer acordar un poco al de Juliette Binoche (otra actriz francesa que madura con elegancia, y a la que de pronto descubrimos que le sienta bien el desaliño) cuando lucía desgreñada y se le veía la bombacha fuera del pantalón en una escena en la que se encontraba desbordada por la soledad y la demanda de la rutina doméstica en El viaje del globo rojo. Antes de la medianoche no se ahorra los detalles oscuros de la relación amorosa de los protagonistas, pero Linklater, como Jessie, es demasiado solar, demasiado llano y demasiado devoto de la vida como para permanecer mucho tiempo en la sordidez y el dolor que se derivan de las demandas y las recriminaciones de Celine. A esta altura huelga decir que la mirada masculina guía el relato. Cuando en la siguiente escena Jessie consigue llevar a Celine a su terreno, apelando a sus trucos de escritor para hacerle un verso convincente, la mujer acepta una vez más el juego y logra ser integrada, aunque sea provisoriamente, al universo desbordante de franqueza y de generosidad del que tal vez sea el director más amigable del cine norteamericano actual.
Como por arte de magia Nada es lo que parece podría ser una fábula ligera y aireada acerca del estatuto de realidad de lo que vemos. Ver es una cosa; creer en lo que se está viendo es otra cosa distinta. Un grupo de magos extraordinarios, cada uno de ellos experto en su metier, se ve envuelto en una serie de maniobras delictivas comandados por la figura esquiva de un excéntrico multimillonario. En los primeros minutos de película el director Louis Letterrier tira toda la carne al asador en lo que a un gran espectáculo se refiere. Se trata de ver y creer en lo que se ve. El espectador es zamarreado con una felicidad que se reserva para los juegos de ingenio, para las maniobras violentas del circo y para algunas películas frente a las cuales nos quedamos mirando con una sonrisa bobalicona en la cara. Detrás de la cara que sonríe puede haber siempre un resto de infancia que demora su partida, quizá una suspensión de la capacidad analítica, un rapto de credulidad que flota como un globo y también, quizá, una entrega resignada sin la cual la película tiende a desaparecer sin remedio. Nada es lo que parece pide a gritos ese espectador. Y si no lo encuentra, deja de existir, se disuelve por efecto de una falta de fe. Sus armas son la velocidad y el ingenio: el cine, para la película, es un montaje entre esos dos elementos, un par de ideas de guión que se estiran y repiten a toda máquina para que no se note tanto la estrechez de su contextura ni su carácter gaseoso, insuficiente para cubrir todas las áreas con demasiada solvencia. La película cumple bien en un tercio de su metraje. Con buena voluntad tal vez un poco más. Los actores lucen iluminados de regocijo en sus papeles, como si fueran un grupo de amigotes divirtiéndose en mutua compañía, probablemente estimulados por el vértigo de una faena que se podría definir como de “actuar al cuadrado”, montar una escena hacia el espectador en la que se monta a su vez una escena hacia dentro de la película. Nada es lo que parece distribuye sus estocadas felices con una conciencia plena de estar entregando burbujas maravillosas que no están hechas para durar sino para flotar candorosamente ante nuestros ojos solo durante unos instantes cruciales. Si de pronto las explicaciones sobran, si los agujeros en la trama lógica de la película se suceden o si no se puede mantener el mismo nivel de diversión todo el tiempo, en realidad nada de eso importa demasiado. Nada es lo que parece habla solamente de sí misma, y carece de coartadas para simular un espesor cinematográfico que trascienda su carácter de mero entretenimiento. De modo que lo que nos pide es un último impulso para llegar a la meta, sumergidos en la embriaguez proporcionada por ese baile de gracia e ingenio puros, donde no parecen existir las leyes de la física. Al mismo tiempo que afirma su condición de objeto destinado al deleite inmediato, la película ofrece la evidencia de su propia naturaleza volátil, acaso como espejo melancólico de una clase de cine para el que quizá ya no haya cabida.
La sangre brota Quizá la última película del género slasher que tuvo algún interés fue Sangriento San Valentín. La delicia del slasher, acaso más que en ninguna otra categoría de películas que funcionan en serie, es la repetición. Pero esa característica ineludible no puede remitirse sin más a un gruñido familiar, no puede ser solo lo mismo pero con otros actores y con un dispensario de efectos especiales y de maquillaje más o menos renovados. Sangriento San Valentín, del año 2009, aludía en forma directa a aquella pequeña película con estatuto de clásico que apareció en los ochentas y creció de manera subterránea, superando incluso a Martes 13, su antecedente inmediato, en la consideración de los seguidores del género. La remake de marras tenía todo lo que hay que tener, es decir, tenía el despacho de cadáveres reglamentario, tenía chorros de sangre, tenía una dramaturgia simplona, tenía chicas en tetas, tenía la locura como una forma desesperanzada de estar en el mundo. Pero además tenía un aliento virginal que no resultaba del todo risible, incluso a su pesar. Carecía de guiños piolas, renegaba de los vericuetos barrocos que pudieran darle un espesor extra –la ola que trae retazos de lo antiguo y lo incorpora para ser leído, como capas geológicas, dentro de la historia del género–; no estaba interesada tampoco en exhibir una marca actual demasiado definida, que la inscribiera en un aquí y ahora reconocible: en suma, no era inteligente. Ni pretendía serlo. Masacre en Texas: Herencia maldita parece querer cubrir su insolvencia en materia de slasher puro y duro acumulando varias de las taras mencionadas. La película pide a gritos ser relacionada con el mítico espectáculo sangriento montado por Tobe Hooper en los años convulsos de principios de la década del setenta, con la palabra herencia incluida en el título en castellano y todo, pero resulta un ejemplo desmejorado del género, algo así como una baratija pagada de sí misma, que empalidece frente al original por querer acercársele con argumentos espurios. Masacre en Texas: Herencia maldita no tiene mejor idea que inventar en el guión la filiación dudosa que reclama. Según se explica, la protagonista es la última descendiente de aquella familia de locos de la película de Hooper. Con ese manotazo como premisa, el director y su ejército de guionistas pergeñan una remake por lo menos absurda, que tiene muy poco que decir en el terreno del slasher. Hay que admitir que a lo mejor en verdad había poco para decir, pero lo que se advierte claramente es que este objeto rutinario amparado en una marca prestigiosa se desespera en vano por encontrar un toque contemporáneo que opere a modo de justificación. La película repasa con prolijidad el inventario que le da origen y produce de paso un amague de actualidad de poca monta, donde los policías corruptos son otra cara del horror que se cuece en las entrañas del hogar. Masacre en Texas: Herencia maldita despliega un arsenal de sustos de baja intensidad y falla en su intento por aportar un gramo de novedad al conjunto que nadie estaba necesitando: la película es un ejemplo perfecto de cine sin alma, en el que cada película parece funcionar como recordatorio de su automatismo y falta de frescura. Este es el verdadero cine de zombies.
Éramos unas niñas Sally Potter nunca hizo una película que valiera la pena, así que por ese lado no había que preocuparse mucho. Elle Fanning, por su parte, participó a su corta edad en algunas películas bastante estimables, como por ejemplo Un zoológico en casa, Súper 8 oSomewhere. Elle es la niña hecha para bailar por los planos más que para estar plenamente en ellos, siempre leve y tristona como un junco, la integrante de las chicas Fanning que empieza a tocar un poco de cielo en cada película, justo cuando la querida Dakota parece volverse un alma en pena, el sonido melancólico de un nombre solo, perdido en el laberinto de Hollywood. Pero Elle Fanning, tristemente, todavía no es capaz de salvar una película como la que nos ocupa. Su misión, por ahora, no es entonces la del trazo contundente de la épica sino más bien la presencia a medias, el destino de estar en la escena durante un segundo que vale oro, para después volver a la madriguera de las hadas buenas, reservando rastros de potencia como un presagio, o un espectro con cara de santa. La película de la pesada de Potter no alcanza nunca a aprovechar esa apariencia delicada y efímera, ese murmullo de la actuación que se afirma en secreto, con la consistencia indolente que se guardan los tímidos cuando se miran al espejo. Ginger & Rosa tiene el terreno con toda la fertilidad del mundo para cierta clase de película que al final no hace, porque no sabe, no puede o no quiere. El principio de los años sesenta, con su clima de guerra nuclear en ciernes, le servía en bandeja a la directora la posibilidad de una biografía del desconcierto: la adolescencia es la década, la crisis personal es la agitación del mundo, el pasaje hacia una forma difusa de adultez es el modo en que la vida social londinense de esa época preciosa se desembaraza, no sin turbación, de los restos queridos de un victorianismo que está todavía en el aire con ganas de quedarse un tiempito más. Ginger y Rosa son dos chicas amigas en medio de la turbulencia de esos años de cambio, hermosos y malditos en partes iguales. Potter filma los primeros pasos en el departamento de la marea sentimental, la pantomima de la guerra fría en el hogar, el trance de la amistad y la conciencia digamos que política, acaso como una forma de evasión y afirmación personal más que otra cosa. Pero la directora inglesa decide convertir todos esos fantasmas deliciosos en reliquias y meterlos en un almanaque. Ginger & Rosa es más fría que la muerte aunque juegue por momentos con los pasos de un melodrama sin convicción. Allí no habla una película de verdad, con su propia voz y su vitalidad, sino la Historia contada a los chicos. En realidad su ambición es el detalle mobiliario, la representación de la vida por la vía de la mímesis permanente, la idea por encima del mundo y el texto por arriba del cine. De pronto, para hacer que filma una película, se distrae con planos preciosistas y con pedazos de música que no alcanzan para disimular la irrelevancia desoladora del conjunto ni su falta de una ambición verdadera, aunque sea modesta, en el terreno del cine. Cuando se le ocurrió una película basada en la novela Orlando, se veía a la legua que a Potter tampoco le importaba nada el asunto llamado cine, pero el costado más o menos riskée con bolitas de naftalina del libro le ofrecía, quizá, la posibilidad de una simulación más enfática para entretener a la gilada con los manierismos prestigiosos de Woolf como coartada. - See more at: http://www.housecinemaescuela.com.ar/estrenos/item/254-ginger-y-rosa#.Ue5ou23OA15
Los labios pintátelos vos Cuando yo era chico, hace un tiempo demasiado largo, aterrizó en las pantallas argentinas una cosa nada parecida al amor llamada Alguien te está mirando. El aparato se presentaba como una muestra de “cine de terror argentino”, improbable aunque empeñosa categoría, cuyo estatuto de novedad hizo tal vez que por ese entonces se tendiera a pasar por alto la torpeza casi inenarrable de la que el producto de marras hacía gala, siempre con una soltura no del todo digna de mención. El esperpento, codirigido por Gustavo Cova y Horacio Maldonado, pretendía acaso inaugurar la estética de MTV en el cine vernáculo –como si algo semejante hiciera alguna falta, en aquel siglo lejano y en cualquier otro–, para lo cual usaba muchos actores televisivos malos, un guión que recuerdo retorcido y confuso, más el agregado de un par de músicos de rock en el papel de villanos (Michel Peyoronel y Stuka, en plan jocoso pero poco solvente), con la intención de amenizar un poco la velada y quizá para otorgarle al inconmovible adefesio algo que sonara vaporosamente a una ideología joven. Después de incursionar en el cine de animación con Boggie el aceitoso y Gaturro, dos personajes de larga popularidad que, aunque habría que verlo, parecieran en principio ubicarse uno en el extremo del otro en lo que a calidad se refiere –aunque se me ocurre que los dos comparten la ideología de derecha–, Gustavo Cova insiste con el género y elige esta vez el policial. La verdad es que Rouge amargo no deja lugar común por recorrer, sin que esto ni por un minuto redunde en gracia, fluidez o simpatía de ningún tipo que la película pueda usar a su favor, como a veces pasa cuando nos encontramos delante de uno de esos ejemplares frescos e imperfectos que trabajan el cliché con suficiencia y conocimiento emocionado de lo que se está haciendo. El director argentino parece tener una obsesión con la televisión de bajo vuelo, y en general la película luce como un telefilm no demasiado prolijo, cabalgando entre su dedicación a los actores como artífices únicos de todo rastro de emoción dramática –Emme interpreta a una prostituta y Luciano Cáceres a un ex convicto– y una puesta en escena donde abundan de tal modo los cortes abruptos que por momentos no se entiende nada de lo que está pasando. Los protagonistas son dos a quererse, un par de angelotes desgraciados que vienen a representar algo del orden de la piedad en medio del despelote de corrupción y violencia institucionalizada en el que se ven envueltos. El guión elefantiásico que poco aprieta revolea policías, políticos, travestis, asesinos profesionales, sexo distribuido en forma homeopática, y así por el estilo, todos en el mismo barro y bien manoseados. La película confirma algunas verdades de consenso acerca de la maldad en la que se desenvuelve el mundo que nos tocó en suerte, pero no acierta nunca a la hora de hacer con su enunciado un espectáculo más o menos estimable. No es Pecados capitales, digamos. Tampoco es, para no ir muy lejos, La plegaria del vidente, un ejemplo de noir argentino reciente que lograba arrancar algún que otro estremecimiento del espectador más o menos sensible. Lo verdaderamente malo es que Rouge amargo es demasiado solemne incluso para ser risible.
Pussy riot La última película de Harmony Korine representa una fantasía ruidosa y violenta, un espectáculo melancólico de colores y sonidos chillones que parece ofrecerse como salida de emergencia de un mundo dominado por el tedio y la insatisfacción programados. Mientras reciben una clase en la facultad que versa sobre las luchas de los negros norteamericanos por obtener una ciudadanía plena, dos chicas que apenas salen de la adolescencia dibujan pijas en sus cuadernos: a esas chicas hay que quererlas, dice Korine, porque solo quieren divertirse; es decir, salir con desesperación de sí mismas, huir lejos, probar por lo menos durante un rato cómo es eso de habitar un universo donde la felicidad no se asocia con ser ciudadanas correctas e hijas buenas de mamá y papá, sino con una forma de hedonismo difuso, cincelado en parte por la publicidad y el videoclip, donde el goce de los cuerpos se deriva del exceso y del gasto: la contracara de las vidas corrientes, convenientemente tuteladas y diagramadas, de todos los días. Las protagonistas sueñan con viajar a Miami pero no tienen un peso y observan con envidia cómo sus compañeras más afortunadas las dejan solas en esas breves vacaciones de primavera –el “spring break” al que alude el título–, de modo que no tienen mejor idea que asaltar un comedero tipo McDonalds y utilizar el magro botín para llegar hasta la Tierra Prometida. Korine es capaz de ofrecer entonces una escena tan potente como la de esas chicas moldeadas por las instituciones sacando una fuerza oscura de sí y emprendiéndola a martillazos sobre las mesas de los clientes para obligarlos a entregar la plata mientras una de ellas los apunta con pistolas de agua, para luego dedicarse casi sin solución de continuidad a una serie de reflexiones banales en loop acerca del paso inexorable del tiempo y la pérdida consiguiente de potencia y lucidez. El amague de historia de chicas de armas tomar que se insinúa al principio se diluye de inmediato en la descripción del ambiente sórdido del bajo mundo de Miami y apenas se vuelve a vislumbrar de ratos, como en la escena que muestra a las protagonistas bailoteando una canción de Britney Spears con ametralladores en las manos y máscaras como las del grupo de performers y músicas rusas Pussy Riot. Como ironista, el director resulta un fiasco, básicamente porque no es capaz de establecer con claridad una instancia diferente entre las imágenes estereotipadas y publicitarias de los cuerpos meneándose en cámara lenta al lado del mar y la angustia soterrada que se encargan de sugerir en forma sombría las voces en off. La película no reflexiona sobre el estatuto de la imagen que ofrece pero entrega a cambio largas parrafadas a modo de dictamen sentimental, cursilería pseudopoética y aviso de cataclismo moral: cuando el personaje interpretado por James Franco –un dealer egocéntrico y DJ amateur con dientes de oro, mitad proxeneta y filósofo de barrio– se expresa acerca de otro orden social posible sabemos que lo que pretende en realidad es garcharse a Selena Gomez. Korine, por el contrario, arroja sobre el espectador un cúmulo de imágenes pretendidamente libertarias para concluir construyendo con tono sentencioso una fábula acerca de la tristeza y la imposibilidad real de una vida entregada al goce perpetuo.
Historias breves Pensé que iba a haber fiesta constituye una verdadera rareza en el panorama del cine argentino reciente. No me había convencido para nada Cerro Bayo, la anterior de Victoria Galardi (me debo su debut, Amorosa soledad, del que tengo apenas alguna vaga referencia), pero hay que decir que esta vez la directora se despacha con una película distinguida y refinada, que trabaja con un material voluble al que manipula con una gracia y una seguridad sorprendentes. La historia presenta a dos amigas que se relacionan problemáticamente con los hombres. Una está separada, tiene una hija adolescente y sostiene un noviazgo dudoso; la otra está sola y a los pocos minutos se engancha con el ex marido de la primera. Las fluctuaciones sentimentales de los personajes –su atolondramiento, la sorpresa, el ingenio melancólico de sobrellevar una relación amorosa como si se tratara de un acto delictivo– se observan con una distancia clínica que nunca se confunde con desdén o subestimación, ni excluye tampoco la empatía, ni la mirada que brilla de golpe, expandida bajo el halo de una comicidad elegante y discreta. La directora disecciona en cómicos gestos abrumados, en desesperación genuina o en destellos de deseo el interior de los personajes, detecta con precisión la corriente de atracción sexual que por momentos los atraviesa y establece su carácter inefable como la máquina secreta que late acaso en toda ficción de peso. Pensé que iba a haber fiesta es una película de mujeres cuyo esplendor y dignidad se afirman en cada escena sin menospreciar por ello el poder radioactivo de los hombres que las rodean, estallidos cercanos y esquivos que se contemplan como una fatalidad o alguna clase de fenómeno meteorológico. Los intérpretes pulsan todo el tiempo la cuerda afortunada de un naturalismo orgánico y pulido que parece conducido por una mano invisible. La directora parece mirar a los actores evolucionar por los planos y corta las escenas con un sentido de la oportunidad demoledor que sirve para señalar el tono delicadamente moderno de la película: Pensé que iba a haber fiesta solo está interesada de verdad en los detalles, esa cuerda ligera de movimientos pudorosos, de fragmentos que oscilan y se doblan sobre su propia sombra: la clase de cosa inhallable cuyo poder de fuego se suele escabullir de la mirada como una patología. La película concluye abruptamente mientras arranca una versión no del todo indecorosa de I See A Darkness, la canción que da título al gran disco de Bonnie “Prince” Billy. El interrogante que surge entonces no es ¿qué pasó ayer? –ese descenso directo a la banalidad trasvestido de enigma– sino, más bien, ¿qué pasará mañana? Como toda película que aspire a alguna forma de grandeza poco recompensada, Pensé que iba a haber fiesta deja la pregunta sin responder.
Identificación de un homicidio La pregunta del título se responde en la película con los nombres que ya sabíamos: Pedraza como responsable instigador. Le siguen el delegado Díaz, el barrabrava Favele, etc. Es decir, los que están siendo juzgados en este mismo momento. La película no ofrece novedades en ese sentido, pero contribuye a desentrañar para el espectador la madeja de complicidades entre el Estado nacional, el capital privado de los ferrocarriles y la cúpula sindical. Pero además ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? corre un riesgo grande, la clase de gesto de audacia que no habría que desestimar así nomás a la hora de poner en valor cualquier película. Las películas suelen ser buenas o malas. Las películas audaces pertenecen a una categoría diferente pero que inclina la balanza hacia el lado bueno. Lo mejor de ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? es precisamente su carácter singular. La película se despliega en capas de registro diferenciadas que operan unas sobre otras: ficción pura, documental, y una modalidad intermedia, que en realidad también es ficción, en la que las escaramuzas en las que fue asesinado Ferreyra son reconstruidas y actuadas para la cámara por sus propios compañeros, protagonistas y testigos directos de los hechos narrados. La película cruza esas tres instancias todo el tiempo, va de una a la otra con un manejo bastante habilidoso y fluido, pero la parte de ficción propiamente dicha parece encapsular providencialmente a las otras. Esta parte resulta la más problemática, y quizá por ello la más rica: Martín Caparrós interpreta a un periodista que trabaja en el caso y es a su vez un alter de Diego Rojas, autor del libro en el que está basada la película. Si las entrevistas que se ven son buenas pero algo rutinarias, si la reconstrucción del asesinato es ajustada pero produce una especie de fascinación que se traduce en una cierta frialdad, quizá como tributo necesario que se desprende del hecho de que no podemos dejar de pensar que esos tipos están ahora actuando lo que antes vivieron, la historia de Caparrós como personaje de una película resulta por momentos de una calidez y de una gracia extraordinarias. Caparrós, el personaje, está tratando de dejar de fumar y por eso tiene todo el tiempo un cigarrillo apagado en la mano. Ese solo detalle lo define como un personaje cinematográfico de pleno derecho. Su jefe en la redacción de la revista en la que trabaja en un artículo sobre el caso lo hostiga sin pausa por teléfono. Caparrós atiende: “Qué hacés petiso. ¿Dónde carajo estás?” “Estoy en todas partes. Te acabo de ver entrar”, dice el jefe, al que nunca le vemos la cara, en la voz reconocible de Enrique Piñeyro. Hay varias escenas graciosas de ese tipo y otras auténticamente emotivas, como aquella en la que la hija del periodista llora en silencio mientras lee un adelanto del libro en preparación. Caparrós se revela como un actor más que competente y la película adquiere un relieve distinto, que excede de pronto el valor testimonial, para constituirse en una rareza, un interrogante que respira. El final, dentro de la ficción, donde se muestra que los acusados llegan por fin a juicio está jugado en un tono celebratorio: la película parece querer cerrarse sobre sí misma otorgándose un momento de alivio. Pero ese final reparador está dentro de la parte ficcional, con el personaje de Caparrós prendiendo por fin el cigarrillo y dando una pitada. “¿Vos no habías dejado de fumar?”, pregunta la hija. “Había”, dice Caparrós sonriendo. Si ese momento es una evidente construcción dramática del cine, ¿debemos creer que lo demás, el resto de lo que aparentemente se sugiere allí – que con el juicio a Pedraza y sus muchachos se termina, por ejemplo, la precarización de los trabajadores ferroviarios – no lo es? En realidad ¿Quién mató a Mariano Ferreyra? no aclara el punto, y su intención parece ser estrictamente la de acompañar el proceso de investigación y juicio de los responsables del crimen. Las películas más interesantes se encargan también de revelar sus límites.
Volver a empezar Primero lo obvio: La reconstrucción representa un cambio dramático de tono respecto del cine anterior del director y guionista Juan Taratuto. El humor no es ahora una música constante que acompaña los movimientos de los personajes, ese aire ligero destinado a seguir, por ejemplo, los bailoteos atolondrados de Diego Peretti mientras se hunde cada vez más en el estupor porque su mujer lo dejó y él no fue capaz de prever el golpe (como en No sos vos, soy yo): esta vez, en cambio, el héroe de Taratuto (de nuevo Peretti) está ya en el fondo del pozo, en una zona indefinida de catatonia emocional que lo convierte en un pariente cercano de los protagonistas abandonados y endurecidos por la vida de películas tan dispares como Nacido y criado (Pablo Trapero), Días de pesca (Carlos Sorín) o incluso de Liverpool (Lisandro Alonso), criaturas que andan como sonámbulas por esa tierra de los desamparados que aparenta representar el extremo sur de la Argentina en parte del cine reciente. De manera que la película deja de lado los modales tal vez un poco chuscos propios de lo que parecía ser la especialidad del director, a saber, esas comedias simpáticas, a veces un poco zonzas pero inofensivas, de gran repercusión popular y vocación por trabajar el costado humorístico de las relaciones amorosas como si fuera el pasaporte obligado a alguna clase de saber, resignado y levemente amargo, de reparación universal, para reemplazarlo por un manto de amargura genuina. La reconstrucción no disfraza nada. El director sigue la lógica de una cierta franja transitada por el cine independiente americano para expresar un dolor de contornos reales con el menor desgaste de gestos permitido, usando además adecuadamente las posibilidades crepusculares del paisaje, tanto natural como urbano, la funcionalidad perfecta de la música (más que nada con la inclusión sorpresiva de dos canciones en inglés) y la capacidad de expresión de los actores, sometida a un verdadero tour de force en la administración de sus recursos como tales que resulta por lo menos sorprendente. Taratuto filma días grises y noches heladas en las que refulgen de pronto las luces de la ciudad con una fuerza emocional que parece provenir directamente de esa franja misteriosa –siempre sujeta a apreciaciones risibles– que es la interioridad de los personajes. Por momentos, La reconstrucción nos dice como en un murmullo que esos seres que se tambalean arrollados por la sorpresa guardan una inclinación poderosa por no dejarse arrastrar hacia el abismo. Con esa premisa en mente, el director elabora una modesta parábola sobre del resurgimiento de los vínculos afectivos dormidos que opera, también, como fábula acerca de la función reparadora del encuentro con el otro.
Amor sin barreras El director Jonathan Levine se despachó primero con una comedia tristona que tenía nada menos que a la muerte como personaje en las sombras. A un tipo le diagnosticaban un cáncer gravísimo y, entre otras cosas, la película mostraba sus maniobras para sobrevivir lo mejor que podía dadas las circunstancias terribles en las que se encontraba. En Mi novio es un zombie el protagonista ya está directamente del otro lado: es un muerto que camina en busca de sustento. No un zombie teledirigido como los que indica el folclore haitiano –cuyo ejemplo cabal se puede ver en I Walked With a Zombie, la hermosa película de Jacques Tourneur para la RKO– sino como el que prescribe desde hace por lo menos cuarenta años el cine americano. Lo curioso es que ese muerto vivo, ese ser que navega entre dos mundos, tiene esta vez una conciencia: la voz en off del zombie guía el relato y establece el punto de vista de la película, contrariando el título que tiene en castellano (que sin embargo se ajusta más a lo que se ve en pantalla que al original Warm Bodies, simpático sintagma que no cuesta asociar casi inmediatamente con el porno medio pelo). El caso es que la primera sorpresa de la película es esa voz en off: los zombies también pueden pensar. Son capaces de reflexionar acerca de su condición y hasta se enamoran, si se topan con la persona indicada. Lo malo es que de quien se queda prendado el protagonista es de una chica normal (que en realidad es anormal, porque el zombie se desplaza en un mundo poblado por sus semejantes, mientras los humanos no infectados que habitan zonas fortificadas de la ciudad constituyen la inversión del “otro” en una película habitual de zombies). Como se sospechará, este es el centro de la película. El zombie conquista a la chica en cuestión, pero debe vérselas con su padre, un militar despiadado que, como es lógico, no ve con buenos ojos la relación, y también con sus propios compañeros zombies, a los que les falta la sensibilidad necesaria para ver en esa rubia preciosa algo más que un plato de comida. Al dolor de la unión imposible se suma el hecho de que el personaje de la chica funciona como aquello que ya no se es: un reflejo de las cosas perdidas. A menos, claro, que el amor lo cure todo. Como en 50/50, la anterior película del director, el personaje principal lucha en condiciones desventajosas, creando su propio mundo dentro del mundo. Mi novio es un zombie tiene por momentos una calidez inesperada: el chico ha hecho su refugio dentro de un avión destartalado donde escucha discos en una bandeja reciclada que parece el signo de una civilización remota (“Los vinilos tienen un rango sonoro superior. Se oyen más vívidos y reales”, le informa a su amada que revuelve una pila de discos con curiosidad). La gracia inicial de la película, hecha de las pequeñas incongruencias entre lo que el espectador espera de una historia de zombies que se precie de tal y lo que en realidad ocurre –flechazo sentimental incluido que parece sacado de una comedia juvenil– cede el paso a las pinceladas de una especie de melancolía amable, que a la desdicha de los amantes que no pueden unirse le suma la añoranza de un mundo que ha dejado de existir. En la primera parte el director filma con elegancia y fluidez el comienzo de la relación de los protagonistas, los equívocos y las escaramuzas de los amantes: dos o tres canciones de rock buenísimas –que incluyen Hungry Heart, de Bruce Springsteen, y Shelter From The Storm, de Bob Dylan– se encargan de puntuar la narración y establecer el clima de emoción agridulce de los encuentros. Más tarde, una escena de balcón, con la participación de la extraordinaria Analeigh Tipton (de gran lucimiento en Damsels In Distress, de Whit Stillman) como partenaire cómplice de la pareja remite de modo explícito a Romeo y Julieta. En tanto, los breves planos de la ciudad abandonada a su suerte destilan un sentimiento de tristeza serena que constituye una verdadera rareza: Mi novio es un zombie posee una vocación genuina por explorar los confines de la comedia romántica ligera como si se tratara de un asunto de arte mayor: el recurso de suspensión del tiempo que producen los planos en ralenti musicalizados con canciones se alterna con tomas generales donde se expresa la precariedad del romance y la incertidumbre que amenaza a los protagonistas. Lo que menos convence de la película es el enfrentamiento entre los zombies y los humanos, justamente lo que conformaría el asunto central en cualquier otra película de zombies. El guión maniobra por momentos entre la letra dura de ese tipo de producciones y tiene que inventar unas cuantas escenas con cuerpos descabezados a tiros. Pero para eso se ve obligado a distinguir entre zombies tal cual los conocemos y una clase de criaturas todavía más degradadas, unos esqueletos que caminan, que se mueven intentando devorar todo lo que se les cruza, sin hacer distinción entre humanos o zombies corrientes. Como parece que los zombies, llamémosles normales, tienen en la película la posibilidad de rehabilitarse y volver a adquirir su humanidad perdida, terminan uniéndose a los humanos para liquidar sin miramientos a los esqueletos. Toda esa parte de la historia está embargada de una crueldad torpe e inexplicable, que no aporta nada al romance y aparenta servir al solo fin de justificar la inclusión de unas cuantas escenas de exterminio. Levine pudo haber hecho una gran película sobre el aprendizaje sentimental aprovechando un tema universal de amor contrariado. Mi novio es un zombie no es del todo esa película pero algo tiene: se disfruta rápido como una coca cola con hielo en un día de calor y nos sugiere la existencia de otro cine mainstream posible.