Estampitas Néstor Kirchner… no es una película de propaganda sobre las presuntas bondades del gobierno de Néstor Kirchner. Es decir, ni siquiera funciona de ese modo: Néstor Kirchner, la película, se dirige a los convencidos, aquellos a los que no hay que ir a buscar a ningún lado porque hace rato que ya están ahí, con su catecismo rigurosamente aprendido, su verdad que no necesita ser refrendada por una película. Néstor Kirchner…, el fantasma del ex presidente, esta idea de consenso entre los creyentes que es la película, les habla a los conversos, a los militantes inveterados, que no precisan que se les explique nada, ni pretenden entender nada tampoco. En ese sentido, Néstor Kirchner… no es un artefacto de guerra. No pelea. Ni se dedica a defender posición alguna, básicamente porque no tiene argumentos para ofrecer (ni los quiere). En realidad solo se habla a sí misma. Y después, como un eco de los propios pensamientos, vuelve la vista hacia su círculo íntimo, a la matriz de los soldados, al corazón de las tinieblas, a ese rincón donde trabaja, sin parar, la máquina de producir feligreses. De Luque utiliza un dispensario escaso de recursos para su proyecto, más que nada imágenes de archivo y un puñado no muy numeroso de personas que hablan delante de cámara. Los fragmentos en Súper 8 de Néstor y Cristina de jóvenes, que pretenden certificar una temprana vida de militancia, son los mismos que se repiten desde hace rato en los programas oficialistas. Las imágenes que establecen el contexto del cual, supuestamente, serían hijos dilectos los dos futuros presidentes representan un muestrario de lugares comunes que incluye Vietnam, el rock, Cámpora, los pantalones Oxford y los dedos en V. En la película hay pocas variantes narrativas, pero además el uso que hace de ellas la directora es siempre de una torpeza manifiesta. Los contraplanos de Bush bostezando o tocándose la nariz en la Cumbre de Mar Del Plata del año 2005 mientras habla Néstor parece como si pertenecieran a otra escena y estuvieran mal pegados. Un fundido encadenado con imágenes de vías de tren, unos pocos segundos de la cara de Mariano Ferreyra en la foto que difundieron los medios y, enseguida, una serie de planos de la gente asistiendo al velorio de Néstor producen una idea incomprensible acerca de la muerte del mandatario. Los desatinados arrebatos poéticos de De Luque legitiman el costado irreflexivo de la película e impulsan la empatía exclusivamente por la vía afectiva. Algunas de las personas que hablan aparecen en cámara, otras no. No se sabe por qué no se les ve la cara a Emilio Del Guercio, Larroque, Liliana Mazure o el Chino Navarro, todas voces que no funcionan como discurso de autoridad, ya que si uno no acierta a reconocerlas de memoria, no se entiende por qué razón dicen lo que dicen ni para qué están allí. En la película no hay carteles que aclaren nada, ni que indiquen lugares ni fechas; todo fluye y se encadena como un sueño o una fantasía oficial. Después de mostrar las protestas de diciembre del 2001 –esas imágenes terribles y archisabidas en Plaza de Mayo, poetizadas otra vez sin fortuna por De Luque, que parece ofrecer el ralenti como condición sinequanon del tratamiento “artístico” del plano, y que hace que un papel arrastrado por el piso emita el sonido de una tela rasgándose y los palazos de la policía parezcan trompadas salidas de las películas de Rocky– sin transición alguna surge Néstor, como una figura milagrosa, sin ataduras coyunturales ni pasado inmediato: es el hombre que se entrega a la muchedumbre, la manifestación del toque providencial. La manipulación del tiempo que hace De Luque le proporciona a la película la armonía de los detalles que la historia con mayúsculas podría negarle. El montaje sanciona la tasa de efectividad del relato, revalida el dogma y establece el control emotivo de la narración como garante único de una verdad que ya se traía de antemano. Néstor Kirchner… tiene un leit motiv visual: una toma subjetiva desde adentro de un auto que avanza, sin sonido pero con música de fondo, por una ruta en medio del paisaje desértico, presumiblemente de la provincia de Santa Cruz. Esos momentos que funcionan para unir muchas de las secuencias de la película parecen especialmente segmentos de publicidad, una zona surcada por el énfasis de la emoción pura: Néstor se encamina hacia la salvación de los argentinos, a fundirse luego con la gente que lo quiere tocar, lo aprieta, le muestra lágrimas salidas desde un fondo de desesperación que se transforma, es de esperar, en gratitud. La película es sentimental de un modo casi inconcebible. Ni Leonardo Favio llegó tan lejos en ese terreno: sus héroes eran siempre tremendamente ambiguos, llenos de debilidades y grietas, y cuando por fin decidió dedicarse a su héroe principal con Perón, sinfonía del sentimiento, su propio padre de la patria, Favio se consideró en la obligación de que su monumental película operara, también, como ámbito de doctrina, se ocupó de ofrecer teoría aunque fuera fragmentaria e incompleta, de dar cifras, breves apuntes de filosofía política para explicar por qué Perón merecía el tributo de una película semejante. Néstor Kirchner… apela de manera directa a la ideología de su espectador ideal, entendida esta como una serie de placas cristalizadas en su cerebro, de ideas arraigadas que lo único que esperan es que se las reafirme y celebre: Néstor Kirchner… es menos una película que una operación de autoindulgencia, que emite señales hacia y desde la cabeza de ese espectador en un mismo movimiento, no solo porque se lo incluye en un abrazo común de ideales compartidos sino porque, en el esquema planteado, película y espectador, esta vez, son la misma cosa. Néstor Kirchner… canta loas a ese equívoco denominado militancia, ese territorio en el que lo que está prohibido, sobre todo, es pensar. No se piensa porque lo único que se puede hacer es sentirse en comunión con las propias convicciones, cuyo destino es el de ser representadas, repetidas y reafirmadas en un circuito de virtud candorosamente asumida. Néstor Kirchner… brinda una serie de enemigos bastante obvia, acorde con la idea militante que impulsa la película, pero lo hace de manera vaporosa y poco confrontativa. Mientras los ruralistas se comparan con Videla por contigüidad de montaje, las tapas de Clarín cuestionan al gobierno y se ponen del lado del campo. Clarín es el único diario que ocupa el de opositor en Néstor Kirchner… (o el papel de “contrera”, como se decía antes), probablemente porque, con la cercanía de su fecha de estreno con el llamado 7D, no viene mal machacar un poco en esa dirección. Pero en realidad el acento está puesto en otra parte, la película parece pensada, más bien, como un canto de amor devocional entre Néstor y sus seguidores. Los detractores del ex presidente tendrán que esperar otra película para verse aludidos. Los protagonistas en esta oportunidad son los fans de Néstor, los fanáticos a los que se les abrevia y suaviza el nombre. Paula de Luque es fan, el Chino Navarro también es fan. Aquellos que en la película dan su testimonio acerca de cómo se vieron beneficiados por Néstor son fans. Néstor Kirchner… evita la pedagogía, no enseña, no esclarece, no ilumina nada, no plantea problemas ni exhibe dudas, pero se entrega a un didactismo sentimental alentado por la obstinada idea de la correspondencia en un nivel superior entre el dirigente político desaparecido y sus partidarios. Al final, mediante el trámite de una metáfora cursi, se afirma la supervivencia del ideario de Néstor, cuya figura aparentemente se multiplica en una lluvia de panaderos digitales: la música de Santaolalla parece alcanzar un pico de éxtasis, los panaderos flotan brevemente y van a descender sobre los rostros de aquellos que contaron sus experiencias acerca de cómo Néstor los ayudó en forma personal. La película sobre Néstor Kirchner es como una vida de santos. Cada plano en el que aparece el ex presidente adquiere el valor de una estampita, un recordatorio prodigioso de su paso por el mundo. Para la película de De Luque, la política es el procedimiento mediante el cual se nos exhorta a creer contra toda evidencia.
El sur Carlos Sorin es un director del que nunca se sabe del todo qué esperar, aunque casi nunca por las razones más deseables. Es decir que se trata de un cineasta impredecible pero no necesariamente de los buenos. Hace una pila de años supo hacer, inexplicablemente, un ruido bastante considerable con ese mamotreto llamado La película del rey, un objeto inanimado y carente de gracia que se adecuaba al tono aparatoso del cine argentino de la década del ochenta y que si hoy consigue perdurar lo hace únicamente como mera curiosidad arqueológica. Días de pesca retoma algo del tono que Sorin inauguró en su segunda vuelta como director: esa idea de las “historias mínimas”, que se traduce en un cine un poco condescendiente con la suerte de sus criaturas, una solvencia técnica que se disimula en la paisajística exportable del interior de la Argentina, y una voluntad de exprimir a fondo el color local y hacerlo pasar por interés cinematográfico genuino. Días de pesca tiene un poco de todo eso, pero el director parece por momentos encaminado a hacer otra cosa con su sistema. La película empieza mostrando a un tipo durmiendo adentro de un auto en una estación de servicio ubicada en algún paraje perdido del sur de la Argentina. Alguien le golpea la ventanilla y le informa que no hay nafta, que faltan como doce horas para que llegue el camión. El tipo exhibe una sonrisa de bonachón total y dice que si hay que esperar, hay que esperar. ¿El personaje es parte de “la buena gente” que puebla la Argentina de los anuncios oficiales? En efecto, el director es un publicista consumado y ese breve pasaje podría ser segmento de propaganda si no fuera porque no hay música mala de fondo: Sorin guarda una especie de vals no demasiado molesto para distribuir aquí y allá, pero en general la película tiene un tono seco, casi recoleto, que puntúa las escenas y les otorga su esencial carácter solitario y alejado de toda clase de épica. Si en Historias mínimas, El perro y La ventana se imponían el paternalismo y la subestimación sobre los personajes y la postal más o menos irritante acerca de la improbable naturaleza profunda de las cosas simples de la vida –y simple en Sorin quiere decir unidimensional, sin matices ni misterio alguno– , en Días de pesca el modesto enigma que envuelve al protagonista consigue otorgarle un pliegue distintivo y enaltecerlo brevemente. El hombre se revela pronto como un ser escindido, que no está en el paisaje local ni en ninguna parte. Se ha impuesto a sí mismo la misión de buscar a su hija y reconstruir un vínculo perdido –un poco al modo del Travis de Paris, Texas – , pero las cosas no le resultan tan fáciles. Las escenas en las que interactúa con las personas que encuentra en el pueblo discurren en medio de una tranquila tristeza, rasgada por breves comentarios humorísticos: el encargado de prepararlo para la pesca de tiburones y su ayudante, el entrenador de boxeo y su pupila con anteojos negros que vienen de Córdoba para una pelea capital, la vieja gloria del boxeo que sobrevive como empleado en el gimnasio con el cinturón de campeón puesto. Sorin camina en esa línea delgadísima que convierte a los personajes menos rutilantes en marionetas de la burla en complicidad con el espectador, pero por fortuna no termina nunca de caer del lado incorrecto. El director se dedica a filmar esas peripecias esqueléticas con fluidez, precisión y cariño por sus actores –la mayoría no profesionales– mientras el aspecto de grado cero del relato parece acercar la película a las experiencias del Nuevo Cine Argentino (o sea la parte “mínima” pero extraídos de ella las ñoñerías y el sentimentalismo de rigor). Es decir que la parte buena de Días de pesca es cuando de algún modo se mantiene alejada de lo que prescribe un guión de manual, como si Sorin animara sus viñetas convencido de que la fuerza real de la película reside en la gracia discreta con que el protagonista atraviesa sus planos, casi siempre con distancia y un dejo de melancolía que se integra al conjunto con oportunidad y sencillez. En cambio la parte mala es cuando el director cede a la tentación de intervenir groseramente la trama, como en la torpe escena en la que la hija rechaza con estrépito al hombre –haciendo explicito, de paso, un conflicto que ya estaba suficientemente sugerido. Pero lo peor es que Sorin no se detiene ahí: el atribulado protagonista fracasa luego en su primer día de pesca, se descompone (me pregunto cuándo habrá empezado a usarse ese amaneramiento de hacer vomitar a un personaje para ejemplificar su derrumbe anímico), va a parar al hospital y allí se encuentra en un pasillo con la joven boxeadora, que no solo perdió la pelea por paliza sino que está también a punto de perder un ojo. Da toda la impresión de que, de pronto, la película dispone un castigo sobre los personajes, apura el trámite de la sordidez, el desaliento y la mala suerte automáticos para adquirir de esa manera un cierto relieve de seriedad y adultez programáticas. El firulete con el que el director equilibra en parte las cosas hacia el final no es suficiente para contrarrestar el fastidio por una película malograda por exceso de astucia.
Principio de incertidumbre Si uno quiere entender todo lo que ve, se sienta frente al televisor. Si lo que pretende (acaso sin siquiera saberlo de forma cabal) es una experiencia de un peso y una consistencia diferentes, no meramente audiovisual sino cinematográfica de pleno derecho, puede ver una película de Gustavo Fontán. El director argentino está dedicado desde hace años a construir, armado con toda la paciencia del mundo, eso que displicentemente se llama “un universo propio”, esa condición a la que no se accede con facilidad pero que tan claramente se nos presenta cuando estamos delante de sus películas. Y que en su caso, además, alcanza un verdadero cenit que aparenta resultar prácticamente inabordable por parte sus pares. Oscilando entre lo abstracto y lo concreto, la cámara de Fontán es capaz de arrancar destellos de lo que nos rodea para volverlo, en un gesto de melancólica nobleza, la materia insobornable del cine. El tono de anécdota fantasmal de la película inmediatamente anterior de Fontán (Elegía de Abril), en la que unos restos poéticos perdidos volvían desde un recodo del tiempo para ser recobrados en el presente, atraviesa La casa como un temblor y de paso nos recuerda a los espectadores el régimen de esencial gracia e inefabilidad que constituye su obra. La casa es otro acercamiento del director a una tensión vital que se rehúsa a decirse con palabras y que más bien parece dejarse cartografiar en cada película, como en una lucha cuerpo a cuerpo, entre el arrebato biográfico y una memoria construida pieza por pieza, como un espejo roto o un rompecabezas. El director descree de los principios de relato, de espectáculo, de entretenimiento, de función. Sus películas no “funcionan”, están en el cine pero fuera de sus protocolos actuales, su etiqueta y sus reglamentos. Una vez más, en Fontán, lo que se hace presente es una poética (y una política) de la sugerencia, un principio constante de incertidumbre, la captación siempre deslumbrada del detalle que revela porciones del mundo mediante un juego de continuidad y sustitución: cada plano en La casa, de una belleza única y de una pertinencia implacable a la vez, ofrece el testimonio de un compromiso genuino con la imagen y su relación con lo que nos rodea. Del obstinado fervor de esa alianza nace el cine.
La guerra de un solo hombre. Es probable que Ben Affleck no sea ni por asomo el director genial que muchos suponen. Pero la inusual calidez y concentración con las que suelen estar engalanadas sus películas –esa condensación de motivos clásicos del cine americano, sumada a esos breves movimientos exploratorios con los que su cine parece dar brazadas para ocupar un lugar en el panorama actual sin ser considerado del todo un bicho raro– alcanzan tal vez para convertirlo en una presencia cinematográfica contundente entre sus coterráneos al primer golpe de vista. La anécdota de Argo es tan desquiciada como risible, pero lo curioso es que se halla –y así está indicado en la película– convenientemente documentada en los hechos históricos que le sirven de referencia. En la famosa crisis de los rehenes de 1979 en Irán, cuando estalla la revolución encabezada por el ayatollah Khomeini y una multitud toma por asalto la embajada estadounidense, un grupo de empleados del gobierno norteamericano se escabulle y encuentra refugio en la residencia del embajador de Canadá. Si las autoridades los descubren pueden enfrentar cargos de espionaje y, muy probablemente, una condena a muerte sin mayor trámite ni dilación. Es decir que hay que sacarlos de ahí lo antes posible. La pregunta obligatoria es cómo se hace eso. El experto en rescates interpretado por el mismo Affleck (un tipo muy simpático al que las malas lenguas insisten en describir como un actor pésimo, aunque a mí no me lo parece) debe tomar las riendas del asunto y pone en consideración de sus superiores en la CIA un plan que a todo el mundo le parece un absurdo: su propósito es el de presentarse en la capital iraní como un director de cine canadiense y hacer pasar a los refugiados como parte de un equipo que está en busca de locaciones para una película de género fantástico. El modo en el cual en esta oportunidad el cine ingresa dentro del cine no deja de ser original. Esta vez no se trata de mostrar las miserias de los rodajes o la megalomanía de los artistas, sino de cómo el cine adquiere una función de importancia vital nada menos que como parte de una política de estado. Affleck no avanza demasiado en esa dirección pero el asunto está planteado y la idea tiene su corolario cuando, al final, se sostiene una ficción pública acerca de cómo fue la misión de rescate mientras la realidad queda oculta durante años y recién saldría a la luz con la desclasificación de los documentos sobre el tema. La paradoja es que en este caso la versión más disparatada e inverosímil resulta ser la verdadera. Argo es por momentos una imponderable sucesión de impulsos emocionales básicos generados por la mano segura del director, que desgrana una escena tras otra otorgándoles a cada una un tono y una configuración rítmica propios. En los primeros cinco minutos se incluye un veloz repaso de la historia moderna de Irán, carteles explicativos, montaje con material de archivo y planos ficticios; la cámara se sitúa alternativamente en los puntos del planeta involucrados en el conflicto y aparenta estar conducida bajo un pulso que prepara al espectador con la promesa de un thriller político, un poco a la usanza de ciertos ejemplares del cine americano de los años setentas. Es que Affleck es lo que por allí se conoce como un liberal (ese entusiasta equipo al que adhieren muchos de los colegas de su misma generación) y reparte responsabilidades para el accionar de los revolucionarios con un espíritu contable, que no elude el lugar común del progresista medio pelo. Pero en realidad, después de algunas oportunas perogrulladas de escasa relevancia y mediana densidad ideológica, el director se da por satisfecho tras haber despachado las cuestiones de política dura de rigor y puede dedicarse a lo que en verdad le importa, que es la acción y la emoción puras. El “especialista en sustracciones”, como lo llaman, se embarca entonces en una misión que parece suicida. La gente a la que va a rescatar medio se le retoba, debe usar toda su capacidad para convencerlos también a ellos: a Affleck no se le mueve un músculo de la cara pero su interpretación es tan solvente como la de una actor del cine clásico para trasmitirle al espectador una confianza absoluta en su buena fe y en su capacidad. El tipo sin embargo es mirado con extrema suspicacia por los altos mandos y la película deja en claro que la CIA recurre a él como último recurso para luego desinteresarse por su suerte y mandarlo al freezer lo más rápido posible. Lejos de dedicarse a la pontificación de la CIA –para que no se pongan nerviosos aquellos que suelen llevarse bien con el fascismo en el cine cuando se presenta en forma abstracta pero se incomodan cuando algunos nombres propios no aparecen condenados como quisieran–, el director mantiene en todo momento la imprecisión acerca del grado de patriotismo de su personaje principal, que no termina de saberse si es un funcionario dedicado o un hombre abandonado por su familia al que no le queda nada en el universo y por esa razón no teme arriesgar su vida. Uno de los últimos planos lo muestra, en una escena clásica, reunido por fin con su esposa en el hall de la casa después de la aventura, mientras la puerta abierta deja ver, al fondo y afuera, una bandera de los Estados Unidos que ondea. Ese momento podría estar consagrando la unión de la familia y la patria o indicar que el hombre solo tiene su hogar y que las instituciones le son irremediablemente ajenas. Para ser buena, una película siempre tiene que ser ambigua.
Aracnofobia Resulta que probablemente me equivoqué con Los paranoicos. Cuando vi la primera película de Gabriel Medina hace cuatro años escribí esto, un poco sorprendido por las alabanzas prácticamente unánimes que no se cansaba de recibir. Los paranoicos daba entonces toda la sensación de ser algo así como una fortaleza diseñada a prueba de cuestionamientos, una pieza de cine de naturaleza inexpugnable, que hacía de sus apelaciones a los géneros cinematográficos, de su evidente solvencia técnica y narrativa y de la fluidez más o menos invisible de sus escenas los argumentos de una genialidad que no terminaba de parecerme tan obligatoria. El caso es que la mayoría de la gente sigue amando Los paranoicos, yo fui cediendo a mi vez, con el tiempo, y en mi cabeza, esa película que vi solo en una ocasión y de la que creí tener una idea acabada para toda la eternidad, fue perdiendo fuerza como para continuar siendo un motivo de disputa hasta pasar sin más a la zona de las batallas que abandonamos de a poco, quizá con una sonrisa de cansancio, mitad de condescendencia, mitad de disculpas por una obstinación que no creímos vergonzante pero que lo pareció con el correr del tiempo: ya no nos peleamos por una película. Yo no lo hago, de todas formas. La aparición de La araña vampiro, cuatro años después de aquel debut de Medina como director, viene tal vez a resignificar su cine. O a dotar de una fuerza nueva lo que ya estaba en germen. La película es tan ferozmente extraña como la criatura de su título, y debería llevarnos a revalorizar –en un giro que no alcanza a remediar del todo la torpeza inicial con la que recibimos Los paranoicos– la fuerza esencial que habita en el corazón del cine del director. La araña vampiro podría ser una variación de la película anterior, una modulación nueva de ideas parecidas, que retoma un tema principal ampliándolo y reformulándolo. Medina retoma fragmentos genéricos para hacer un cine decididamente moderno con una pericia y una convicción sin concesiones hacia el potencial público de su cine. Un chico llega con su padre a una casita incrustada en un paraje perdido de las sierras de Córdoba. El chico no las tiene todas consigo, luce como alejado del mundo y de quienes lo rodean. El actor Martín Piroyansky –más eficaz y felizmente controlado que nunca– se las arregla para imprimirle a sus clásicas zancadas de eterno adolescente torpe un tono de desolación cósmica que devela de inmediato su grado de ensimismamiento sin que sea necesaria una sola palabra. En esos primeros minutos de película el malestar no se nombra pero aparece doblado sobre los personajes de un modo que el director disimula con infinita nobleza con los modales casi imperceptibles de una comedia agridulce. Enseguida queda claro que el plan familiar es que el hombre pase unos días a solas con su hijo para ocuparse debidamente de él. Sin embargo, al chico lo pica una araña en medio de la noche y lo que se proponía en principio como un viaje terapéutico para una familia en crisis termina siendo un furioso trip por la conciencia en el que el paisaje interior y el exterior parecen cruzarse e intercalarse como en una cinta de Moebius. El hipocondríaco que hace Piroyansky podría representar una versión más joven y apocada del personaje que encaraba Daniel Hendler en Los paranoicos. Una vez más, el universo se modifica con breves golpes de voluntad –se modifica para uno, por lo menos– acicateada por el temor y la incertidumbre, pero también de un azar que juega a favor de la epifanía y de las abruptas fluctuaciones de una conciencia en estado de alerta. En La araña vampiro se trata de despertarse en un mundo cuyas reglas se desconocen, de ser sacudido, golpeado por el miedo, y de iniciar un camino de aprendizaje y dolor. Medina filma las ondulaciones de las sierras cordobesas como si fueran parte de un territorio mental pero sin ceder nunca a la tentación de un onirismo al paso. Su tremenda habilidad como cineasta consiste, en parte, en conseguir que el relato se enrarezca mediante una progresión implacable de señales dramáticas obteniendo al mismo tiempo imágenes nítidas y perfectamente legibles. El guía del protagonista por los parajes de las sierras, un alcohólico lúcido interpretado por el nunca valorado como corresponde Jorge Sesán –en otra actuación inmensa y amenazante– intercambia roles con el chico y ofrece destellos de una vulnerabilidad cuya pudorosa manifestación se convierte, acaso, en el núcleo secreto de la película. Medina construye una contundente fábula de iniciación y conocimiento personal dejando que el misterio de la araña que pica con marcas como las de un vampiro permanezca flotando en los intersticios de los planos, irresuelto e inasible: una pieza recóndita en la maquinaria de la ficción.
Dos hermanos Todos tenemos un plan, la película que marca el debut en la dirección de Ana Piterbarg, tiene el aspecto poderosamente familiar de uno de esos thrillers de bajo presupuesto del cine norteamericano, ambientados en pueblos chicos y protagonizados por gente “común”. El paisaje del Delta luce triste y poco acogedor y los personajes se doblan con resignación sobre sus tareas cotidianas, hablan lo indispensable y nunca sonríen: de pronto, en unos pocos planos, Piterbarg ha construido un mundo con un puñado de breves trazos seguros, ejecutados con decisión y oportunidad. En la primera escena, Viggo Mortensen es un oso descorazonado que de golpe, mientras se ocupa de sus abejas, tiene un ataque de tos y se aleja atribulado de la chica que lo ayuda con el trabajo. En el hilo de baba ensangrentado que la cámara exhibe con pudor se anuncia la muerte, y a partir de allí la película puede ser vista como el melancólico recorrido que lleva, sustitución de personalidad mediante, a esa instancia definitiva e irremediable. Más tarde, un reconocido médico porteño (también interpretado por Mortensen), hermano gemelo del personaje anterior, tiene una crisis, se encierra durante días en su cuarto y es abandonado por su esposa. Todos tenemos un plan parece por momentos la historia de un derrumbe: el del modesto apicultor envenenado por la enfermedad, el del médico exitoso que se vuelve un extraño ante las demandas de su mujer, el de un maleante de poca monta que añora una infancia despreocupada y libre, el de una chica destinada a circular sombríamente entre los hombres que la rodean. También, el de un paraje ensimismado en su falta de expectativas y en el resentimiento. Es cierto que la directora no hace gala de mucha imaginación para filmar pero enseguida queda claro que sus preocupaciones son otras. La forma de la película desdeña con ferocidad cualquier gesto explícito de gracia cinematográfica para concentrarse en el desempeño de los actores. No queda del todo claro si la presencia de Mortensen, obligado a hablar en un castellano que suene lo más argentino posible, hace que la energía de la película, y también la atención del espectador, parezca encauzada casi exclusivamente a mantener una vigilancia especial en el terreno de las actuaciones y a desinteresarse un poco del resto, como si no ya el personaje sino el actor se estableciera, por las razones equivocadas, como el centro de gravedad hacia el que confluyen las miradas. Pero lo cierto es que Todos tenemos un plan resulta ser un esmerado trabajo de guión y de dirección de actores en el que prácticamente cada plano está al servicio de la construcción de los personajes. A pesar del aliento mítico por el que parecen estar atravesados, la concentración y sobriedad de la película se empeña en reenviarlos sobre un fondo gris y exento de toda grandeza: quizá el inesperado acierto de la directora sea el de ofrecer un thriller casisin emoción, que no vibra ni tiembla, pero que termina constituyéndose en un testimonio modesto sobre el carácter permutable y anónimo de la existencia.
La resistencia Hay películas solitarias y modernas. No siempre, aunque muchas veces, las dos cosas se dan juntas. Raya Martin se ha dedicado rápidamente a convertirse en un especialista en la clase de películas cuyo carácter solitario está determinado de modo fatal precisamente por su modernidad. Buenas noches, España parece trasladar al Viejo Continente el dispensario de preocupaciones formales e ideológicas del director bajo la forma de un sorprendente trip a cargo de una pareja de enamorados errantes: la película juega con fuego y despliega sin miramientos sobre los protagonistas una mirada radical que por momentos la acerca a la experiencia de algunas formas anacrónicas del videoarte. Martin inunda la imagen de colorinches, ruidos, deformaciones, filtros. Cada plano de Buenas noches, España luce como un gesto de desafío e ironía sutil, una esgrima feroz del medio cinematográfico con la variedad de sus recursos estilísticos y una puesta entre paréntesis del propio discurso: de ahí, acaso, es que surge la obstinación irónica que parece animar las intenciones del director, como si cada segmento de la película se señalara a sí mismo con el dedo. Como otras veces, el director filipino se arroja decididamente a la busca de un sentido original del cine que resulta engañosamente simple: en realidad, el conmovedor primitivismo de la película pone en cuestión el estatuto de las imágenes liberadas de sujeción ideológica, y una parte importante de su cine podría ser el intento de reestablecer el lugar de la imagen como el producto de una matriz en la que operan fuerzas en pugna cuya carga política no parece nunca dejar de estar presente. Martin siempre aparenta ser menos lúdico que político y Buenas noches, España no es la excepción: sus películas no son del todo alegres –no juegan a menos que sea como contrapartida de reencauzar una y otra vez la dirección del relato hacia alguna forma de autoconciencia en la que el placer puro cede ante la extrañeza y los breves, abruptos golpes de iluminación que se descargan sin tregua sobre el espectador. Sus decisiones formales desconciertan por la vía de confrontarnos con nuestras certezas adquiridas e insisten en traer al frente los ecos de cines pretéritos, hilachas, voces rotas vueltas a ensamblar en los que la historia del cine se constituye en el territorio donde es posible leer los trazos de su propia construcción como discurso. Los planos de la película se retuercen o giran en perturbadores loops con el acompañamiento de sonidos de guitarras distorsionadas e intrigantes efectos electrónicos de vanguardias pasadas. Martin construye una pareja burguesa arquetípica que viaja y confronta su bagaje anímico con el paisaje de rutas solitarias y de una naturaleza enigmática que lo mismo podría pertenecerle a España como a algún planeta lejano. Más tarde, el director ensaya gélidos pasos de comedia absurda cuando los protagonistas llegan a un museo en la ciudad de Bilbao y se dedican a recorrerlo y a imitar con irreverencia las posturas de algunos de los cuadros exhibidos. No hay diálogos en la película, tan solo unos pocos intertítulos que parecen establecer un marco de perplejidad mayor aun: Buenas noches, España hace gala de una rara belleza, una fuerza elusiva e intermitente que hay que bucear en la ausencia de un sentido completo aparente, tanto como en el desquicio hipercontrolado de su sintaxis, en sus sonidos agresivos, en sus abruptos virajes de color y en la velocidad de sus planos. Pilar López de Ayala, una de las mujeres más hermosas del mundo, pocas veces lució su rostro con tanta autoridad y desapego a la vez, integrándose al conjunto como el elemento emotivo diferencial de la película con el mero trámite de transitar por sus planos extrañados. El director entrega un puñado de situaciones e imágenes perdurables que parecen representar el intento rotundo de que un cine en permanente estado de provocación e incertidumbre sea otra vez posible.
El planeta gris De las ficciones paranoicas pergeñadas por Philip K. Dick que fueron llevadas al cine, la que conseguía salir más airosa de la empresa probablemente fuera El vengador del futuro a manos de Paul Verhoeven. Un poco a despecho de su intrigante aunque despareja filmografía llevada a cabo en su país de origen –en la que el holandés oscilaba entre una clase B meditabunda y el cine arte melancólico a la europea, con esmerados golpes de sexo, misoginia y paparruchadas varias de corte psicologista: los que hayan visto El cuarto hombre o Turks Fruit sabrán a qué me refiero–, el director desembarcó en los Estados Unidos con el resultado visible de producir solo pequeñas obras maestras desde el corazón mismo de la industria: el caso de un verdadero autor en el sentido más moderno de ese término proverbialmente esquivo. El interés que reviste la paranoia, en su caso, no es simplemente el de alguien que se cree perseguido sin serlo, sino el juego de desdoblamiento irónico que puede surgir de allí. El momento en el cual el sentimiento paranoico revela una verdad profunda acerca del orden social para la que no estamos preparados es un instante clave en Dick que solo Verhoeven supo exprimir en todo su potencial de crítica sarcástica. Los colores chirriantes, el retro de calidad dudosa de los elementos que componían la escenografía, las actuaciones delicadamente robóticas, todo eso hacía de aquella primera versión de El vengador del futuro un espectáculo gracioso y desconcertante, un circo violento que convertía la ciencia ficción en un asunto mayor de arte popular sin que prácticamente nos diéramos cuenta. En cambio la película de Len Wiseman es muy otra cosa. Su inspiración evidente está más cerca de Blade Runner primero y Minority Report después (otras dos historias de Dick llevadas a la pantalla grande). En esta oportunidad priman los colores grisáceos y azulados (no hay ninguna incursión a Marte esta vez, con lo que la hermosa gama de rojos de la otra versión queda brutalmente suprimida), la lluvia constante (el tono de noir reciclado que supo patentar Blade Runner) y el hacinamiento. La sensación de seriedad de la película se refuerza en el énfasis espartano con el que se describen las condiciones de vida imperantes en ese futuro cuyo carácter distópico parece necesario remarcar en cada plano. El cartón pintado de Verhoeven, esa gracia sutil de estar viendo todo el tiempo un montaje escenográfico cede el paso, entonces, a la busca de un realismo laboriosamente esmerado y con ello desparece de un plumazo la sorprendente carga humorística de la versión original, para ser reemplazada por un cúmulo de alusiones políticas contemporáneas. Pero además, como la corrección política no hace buenas migas con la complejidad, la película se ve obligada a explicarlo todo, a aclarar cada punto del enloquecido entramado del libro, que Verhoeven sí respetaba (y sabía aprovechar), para que el perezoso mensaje no se pierda y encuentre una rima inmediata en la cabeza del espectador, ese ser sin memoria moldeado a la medida de este Vengador del futuro del año 2012, que ignora el pasado y mira todo por primera vez, como en una conspiración surgida de la pluma de Dick. El insignificante estrépito de Wiseman resulta ser el alimento diario provisto por el cine industrial actual, la clase de entretenimiento falsamente pensante que suele negarle al espectador una alegría genuina y desprejuiciada para ofrecerle a cambio la banalidad de sus dictámenes precocidos acerca del mundo circundante.
La vida se toma como el vino En cierto modo, El Camino del Vino propone un misterio. La película resulta ser el proceso mediante el cual ese misterio se intenta desentrañar, de la manera más imaginativa, es decir cinematográfica posible. Un uruguayo que vive en Miami llamado Charlie Arturaola, de profesión sommelier, asiste a una especie de congreso en Buenos Aires y en plena faena pierde inexplicablemente su capacidad para diferenciar con propiedad un vino de otro. Esto da enseguida lugar a una serie de escenas muy graciosas en las que el hombre deber recurrir a un auténtico arsenal de lugares comunes para salir del paso y representar la comedia de su autoridad en la materia lo mejor que puede. El misterio en realidad no es solo el de una habilidad desaparecida de golpe sino el del propio vino, el de su industrialización, comercialización y puesta en valor: un mundo dentro del mundo, una especie de dimensión paralela con sus reglas de etiqueta, sus procedimientos, sus saberes, incluso su propio lenguaje, esa poética tan particular que suele oscilar entre la cursilería y el disparate. Aconsejado por Michel Rolland, un magnate francés del vino afincado en Mendoza al que acude desesperado a visitar como si se tratara de un viejo gurú, pródigo en sabiduría y dictámenes infalibles, el tipo emprende entonces un insensato peregrinaje por los viñedos de la provincia con la idea de que solo la cata sistemática de los mejores ejemplares del ramo será capaz de devolverle esa capacidad dolorosamente perdida que lo distinguió hasta ahora y que lo ha convertido en una estrella mundial de su especialidad. Como se puede apreciar en la película, el universo del vino es trasnacional, su producción, tasación y colocación en el mercado se presentan como una disciplina que se saltea alegremente las fronteras y refuta cualquier superstición provinciana, pero no puede evitar exhibir, también, la sospecha de una naturaleza esquiva, propicia al manejo fraudulento, que se guarda como un secreto bajo siete llaves. Para describir ese mundo con marcada tendencia a la patraña y la simulación, el director Nicolás Carrera resuelve distribuir certeros golpes de una comicidad sorda y amigable a la vez, que se expande y relampaguea ligeramente en esta aventura del conocimiento que resulta ser también una pequeña tragedia bordeada de ridículo. De pronto, Arturaola –la noticia para los neófitos en el tema como quien esto escribe es que el hombre existe de verdad, y en Google se encuentran descripciones referidas a su persona que van del muy corriente sommelier o enólogo, a “wine educator”– se ve convertido en una suerte de detective, obligado por el mal que lo aqueja a bucear en su propia mente para reencontrarse con las condiciones capaces de propiciar la vuelta de un placer perdido. Pero para ello debe sobre todo salirse de sí mismo, volcarse a los caminos a ver qué encuentra, si no es con su paladar estropeado será tal vez con su memoria y su emoción: hay que decir que el uruguayo es uno de los personajes más simpáticos y graciosos que se hayan visto en la pantalla en muchísimo tiempo. Haberlo encontrado es un mérito mayor de esta película singular. El caso es que el tipo recorre los viñedos haciéndoles a los dueños un verso distinto para que lo dejen tomar sus vinos más selectos. Pero cada experiencia termina siendo igual de infructuosa que la anterior y Arturaola vuelve derrotado a contarle sus cuitas al conocido chef Donato De Santis, que le da un consejo más desatinado que el otro mediante unos deliciosos pasos de comedia que forman parte importante del tono de distinción lunática que identifica la película. En El Camino del Vino –las insólitas mayúsculas que vienen con el título quizá no sean el producto de un énfasis medio tilingo sino una reafirmación destinada a subrayar el proceso de transformación personal de índole casi mística que atraviesa el protagonista (se me ocurre, son especulaciones)– tienden a confundirse en forma deliberada la aventura módica y el apunte autobiográfico, el arrebato íntimo y la tercera persona, el documental y el trazo palpable de ficción, con el resultado evidente de que un personaje absolutamente fuera de norma como Arturaola solo se deja regir, al margen de cualquier guión, por el impulso de su impar capacidad para la comedia y de su histrionismo. Al final, en una secuencia de extraordinaria gracia y calidez, el atribulado sommelier parece ajustar cuentas con un pasado que en El Camino del Vino apenas se atisba y que podría en verdad ser parte de otra película, eso que ahora se hace llamar en la industria con el horrísono nombre de precuela. La película no se reserva alguna clase de verdad trascendental de último minuto pero se las arregla para observar con un dejo de melancolía el carácter de un mundo esencialmente distante y autorregulado que parece hacer de la influencia espuria y la simulación el motor secreto de su existencia.
La remera de The Go-Go’s Aunque no oculta su aire de familia –el nombre clave que se repite hasta el cansancio para identificar sumariamente a esta película con sus congéneres es mumblecore, esa palabra que designa, acaso, menos un modo de gestión real que una tasa de efectividad, la medida en que las comedias americanas alcanzan un relumbre de modernidad–, Gabi on the Roof in July tal vez represente el eslabón definitivo en la cadena de las comedias mínimas, frugales y misteriosas que constituyen el género. A esta altura esos trazos más bien torpes de los que la película hace gala en realidad ya podrían ser considerados una especie de impostura –el precario arte de decir las cosas a medias, esa caligrafía desafiantemente desmañada, sin hornear del todo: el orgullo esencial del mumblecore. O quizá no se trate exactamente de una impostura sino de una construcción anhelada y buscada, con el efecto siempre en mente, de determinados rasgos de parentezco; como si en el fondo Gabi on the Roof in July llegara un poco tarde al banquete y decidiera simular que lo ignora, tragar la desazón y entrar a la sala con el garbo y la distinción de una criatura indispensable, envuelta en el halo de una soledad depurada y maldita: hablar a medias, balbucear, es en la película un placer secreto, una manera de aprovechar el presente, de intensidad mínima pero irrepetible, como una sucesión de momentos no acumulables –por lo tanto, fragmentos malgastados con un orgullo violento e inconfesable–, piezas sueltas de las que no se puede hacer acopio. Gabi on the Roof in July parece de a ratos animada por el espíritu del docudrama o alguna clase de experiencia teatral: en ese tiempo que no deja de ser presente de la película, donde cada secuencia está labrada como un bloque lleno de una sorprendente tensión cómica, no es tanto que los actores se acomoden a un concepto de puesta en escena o a un horizonte más o menos organizado de lo que ocurre dentro del plano, sino que es el plano el que parece correr detrás de los actores que se mueven a su aire, como el aficionado que intenta captar imágenes de los participantes de una performance, empujado exclusivamente por un interés de registro documental. Quizá de ahí deriva en parte el modesto resplandor que la película hace pasar por rasgo de estilo: en la conciencia de que todo se pierde y aun así se está dispuesto a no programar, a ignorar el cartelito donde está indicada la fecha de caducidad, salir de picnic, fumar un porro, charlar al calor de amistades dudosas, olvidar a una mujer y conseguirse otra pero después no decidirse del todo y volver a la anterior. También, pensar si mañana se busca trabajo o no –pero dejarlo para mañana, o sea nunca. Con una indolencia casi programática pero desbordante de calidez, la película disemina señas culturales que coexisten unas sobre otras como un palimpsesto –las discusiones en torno al “antiarte” y el arte de galerías, llevadas a cabo con un tono conmovedor (por risible) de “primera vez”, el inexplicable revival de los ochenta (la remera de The Go-Go´s de Gabi)- y de paso postula la ciudad como una corriente de flujos incesantes y una superposición de capas tectónicas sobre la que sus habitantes miran el cielo como animalitos prehistóricos, con pereza, sin preguntarse en qué año están y si no cabe la posibilidad de que en cualquier momento venga un meteorito y los borra de la faz de la tierra: Gabi on the Roof in July no tiene edad porque tampoco tiene futuro.