Avance técnico, retroceso narrativo ¿La mitad del vaso lleno o vacío? ¿Qué priorizar a la hora de analizar esta incursión del popularísimo personaje de Nik en la pantalla grande? Es que al innegable salto de calidad en el terreno tecnológico -en comparación con, por ejemplo, Boogie, el aceitoso, también producida por Illusion Studios- se le opone un guión lleno de lugares comunes, reiteraciones y baches que dilapida buena parte de los hallazgos visuales. El balance, entonces, es un poco desfavorable, porque a un profesional del cine pueden satisfacerle los logros en la animación digital y los efectos 3D, pero a la familia que paga las entradas le interesa en principio que le cuenten una buena historia, que fluya con gracia y dinamismo. Y es aquí donde empiezan los problemas de Gaturro: ni los 6 guionistas aquí contratados (incluido el propio Nik) ni el script doctor (que no pudo "curar" al "enfermo") confunden ritmo con un vértigo desmedido (por momentos, casi lindante con el caos) y apelan a demasiados clisés, reiteran una y otra vez los mismos chistes, y salen de los atolladeros con las mismas fórmulas de siempre. Así, los 90 minutos del film se estiiiiiiiiiran como chicle y el encanto del personaje y de algunos gags genuinamente graciosos se derrite como un iceberg en pleno calentamiento global. El triángulo entre ese querible loser que es Gaturro, su amada (y algo despótica) Agatha y el "concheto" rival Max funciona bien al principio, pero luego el planteo se torna demasiado repetitivo y los apuntados agujeros (cráteres) intentan ser disimulados con musicales (como el del ratón/profesor de teatro Rat Pitt), persecuciones y otras situaciones que intentan "apurar" la trama. No es difícil advertir el intento de recuperar aquí el slapstick de los Looney Tunes y elementos reciclados de films como Los Increíbles, Transformers o Misión: Imposible, pero esos "homenajes" resultan el menor de los inconvenientes. La utilización de los efectos 3D son vistosos, pero al mismo tiempo caen en el regodeo, es como si los realizadores sintieran una compulsión por demostrarle al espectador que saben hacer las cosas bien y que tienen la tecnología necesaria. Resulta, así, la antítesis de los films de Pixar, que sólo apelan a ellos con fines dramáticos, cuando tienen algo que "contar". Algo similar ocurre con la música y el uso del sonido, siempre en primer plano y trabajados de manera obvia e intrusiva. A mí, semejante ametrallamiento de saltos, acordes y golpes me generaron un fuerte dolor de cabeza durante la visión del film. Sé que hacer una buena película de animación demanda mucho ;tiempo de elaboración, requiere de una gran inversión (dicen que costó 3,5 millones de dólares) y la participación de muchos artistas (aquí hasta se subcontrató a empresas de la India), pero justamente por eso hay que poner un mayor énfasis en el guión, aspecto clave para que después la narración -apoyada en la calidad técnica que ya existe en nuestro país- funcione como el espectador se merece.
Retrato de una ausencia ¿Cómo hacer (o seguir, o repensar, o terminar) un documental sobre alguien que se muere en la mitad del proyecto? Eso es lo que le ocurrió a Carmen Guarini con el inmenso pintor Carlos Gorriarena, fallecido en enero de 2007, a los 81 años. La "solución" que encontró la directora de Tinta roja y Meykinof fue retratar esa súbita ausencia y reflexionar sobre cómo se reacomoda todo (la familia, la obra, la valoración crítica) cuando ese artista genial y magnético ya no está. Por supuesto, Gorri -un peronista algo anarco, bohemio y antiestablishment, irónico y provocador- está presente en apariciones públicas, en la cotidianeidad de su entorno íntimo, en una cena con amigos en el restaurante El General, en un intercambio con "locos", en su taller, pero esta vez el documental biográfico deja lugar a la influencia (la ausencia) que queda en su viuda, en sus hijos, y en el mundo del arte en general. Aunque no siempre fluye de la misma manera, el relato, el acercamiento póstumo a la figura de Gorri y la apuesta general de Guarini resultan tan audaces como finalmente bastante logrados. Un documental valioso.
Una sombra ya pronto serás ¿En serio es una película de Fernando Trueba? ¿En serio es un film con Ricardo Darín? Cuesta entender (no tanto explicar) cómo esta transposición del best seller del chileno Antonio Skármeta resulta tan fallida. Nada, absolutamente nada funciona en ninguno de los terrenos. Hasta el astro argentino -que saca a relucir todo su oficio para no caer en el ridículo- luce forzado, incómodo e inverosímil ante los diálogos ampulosos, antinaturales, sobreescritos de su personaje (en verdad, de todos los personajes). El film -ambientado durante la incipiente apertura democrática chilena pero con la sombra aún omnipresente del dictador Augusto Pinochet- narra la relación que se va estableciendo entre dos personajes opuestos entre sí que salen casi al mismo tiempo de la cárcel producto de una amnistía generalizada en el país: por un lado, Nicolás Vergara Grey (Darín), un cincuentón duro, curtido, mito viviente del hampa, que está de vuelta de todo, cuyo único objetivo es recuperar a su mujer Teresa (Ariadna Gil), ahora en pareja con un millonario reaccionario, y a su hijo preadolescente al que casi no conoce y menos entiende; por el otro, Angel Santiago (un exagerado Abel Ayala), ladrón de poca monta, veinteañero, inocente y entusiasta, que se enamora perdidamente de Victoria (Miranda Bodenhöfer), una bailarina muda que ha quedado traumada por el asesinato de sus padres a mano de los militares. La obviedad de la relación padre-hijo (sustituta, claro) y maestro-aprendiz es lo de menos. El baile de la Victoria no funciona jamás cuando apela al thriller político a-lo-Costa Gavras, al melodrama romántico, a los códigos del noir, a la comedia costumbrista ni al retrato sobre las insuperables diferencias sociales. Es más, por momentos da vergüenza ajena por la elementalidad de sus líneas de diálogo, el uso torpe de los flashbacks y la voz en off (ugggghhh, esa espantosa escena en la que Nicolás se reencuentra con Teresa y ambos “dialogan” en sus mentes), la musicalización subrayada, el montaje... Trueba -un director en caída libre, que supo hacer unas cuantas buenas películas, desde El sueño del mono loco hasta La niña de sus ojos, pasando por Belle Epoque y su incursión hollywoodense con Two Much- dilapida incluso los escasos momentos de intensidad, como cuando Darín entona ante la mirada de su amada una desgarradora versión a-lo-Tom Waits de El día que me quieras y el realizador la "engancha" con un solo de trompeta bien grasa. Película pomposa, grave, afectada (con una absurda mezcla de tonos y acentos) y, al mismo tiempo, edulcorada y falsamente lírica (qué fea utilización de la poesía de Gabriela Mistral), El baile de la Victoria es una película tan llena de cosas insustanciosas que termina siendo tan vacía y hueca como las obvias citas cinéfilas de un Trueba que hoy resulta una sombra, un fantasma de ese gran director que alguna vez fue.
Una historia mínima del cine El documental El ambulante recupera la figura del "Ed Wood" argentino Consagrado en la competencia internacional del último Bafici (donde ganó el premio del público) y galardonado luego también en varios otros festivales, este retrato sencillo y eficaz sobre Daniel Burmeister, una suerte de Ed Wood argentino que recorre los pueblos más aislados del país filmando solo, con su camarita de video al hombro, películas interpretadas por los propios vecinos, tiene todos los atractivos (empezando por buenas dosis de humor y empatía) para trascender el generalmente limitado alcance de los documentales. Los tres directores -con una mucho más profesional cámara HDV- siguen a este hombre de 67 años y casi 60 películas en su haber desde que llega en su destartalado Dodge 1500 al caserío de Benjamín Gould hasta que se retira -rumbo a otros destinos cinematográficos- luego de haber filmado durante un mes (y estrenado el producto terminado ante la atenta y emocionada mirada de los improvisados actores y del resto de los vecinos del lugar) una comedia muy bizarra que incluye desde escenas de casamiento hasta otras ambientadas en el cementerio local. Entre el making of y la historia de vida de este "loco lindo", los realizadores construyen un amable y por momentos emotivo trabajo (por suerte evitan cargar las tintas) que funciona mejor cuando descansa en una estructura narrativa más armónica que cuando apela a los testimonios a cámara o cede a cierta demagogia o a una mirada un poco condescendiente. Epica minimalista, film sobre los sueños y la fuerza de voluntad, El ambulante resulta una lograda reivindicación del cine más artesanal que se pueda imaginar.
Un film indestructible Sylvester Stallone entrega una frenética oda a la violencia que sabe entretener Menospreciado durante toda su carrera por la crítica y la cinefilia "cultas", Sylvester Stallone se ha convertido -no sólo como actor sino también como guionista y realizador- en una figura de culto para aquellos que siguen añorando todavía hoy el espíritu de las películas de acción de los años 70 y 80. A esa generación formada en grandes salas de la calle Lavalle y luego en videoclubes con VHS, a esos nostálgicos precoces que crecieron con las sagas de Rambo y Rocky , está dedicada Los indestructibles , un blockbuster "como los de antes". Stallone, en su faceta de director, coguionista y cabeza del elenco, reúne en este film old-fashioned a varios de los íconos del género: Jason Statham, Jet Li, Dolph Lundgren, Mickey Rourke y hasta dos participaciones especiales (y muy divertidas) de Bruce Willis y Arnold Schwarzenegger. La idea, por lo tanto, es demostrar que esta vieja guardia sigue vigente y no sólo eso: que continúa reivindicando una forma de hacer cine de acción que podríamos definir como pre-digital. En Los indestructibles -si bien hay escenas apoyadas en las imágenes generadas por computadora- se recupera la esencia de la violencia física, seca, cruda, sin efectismos, artificios ni regodeos innecesarios. Muy incorrecto El aspecto más controvertido de esta nueva apuesta de Stallone y compañía es, sin dudas, su incorrección política, capaz de irritar y hasta indignar a mucho espectador bienpensante. Los indestructibles apela a todos y cada uno de los clisés de los 80: mercenarios dispuestos a todo por una buena paga, dictadores latinoamericanos de republiquetas bananeras que ni siquiera hablan bien el español y que son manipulados por inescrupulosos empresarios estadounidenses (el hilarante villano estereotipado es Eric Roberts) y todo tipo de pequeños y grandes desatinos. Es como si el film encarnara los viejos estandartes de los republicanos ochentistas en plena apertura de la era Obama. Mas allá de sus excesos, apelaciones al ridículo y arbitrariedades varias, Los indestructibles entrega en sus frenéticos, vertiginosos 103 minutos todo aquello que el fan de Stallone espera: una sucesión de secuencias explosivas con los protagonistas disparando y golpeando a todo aquel que se les ponga enfrente (la media hora final es, en este sentido, un logrado desborde de destrucción, caos y violencia). Esta suerte de nueva versión de Los doce del patíbulo queda, está claro, como una hermana menor del cine de los Sam Peckinpah, los Akira Kurosawa o los Sergio Leone, pero -aun con sus evidentes limitaciones- resulta un entretenimiento a puro vértigo y adrenalina y, sobre todo, con tanto físico musculoso y tatuado, con tanto motociclista en ropa de cuero, a pura testosterona.
El difícil arte de arruinar a Drew Barrymore Niña prodigio y estrella infantil (condición que le trajo más de un problema), actriz de infinito carisma, versatilidad y talento (de esas escasas elegidas que son capaces de hacer creíbles los personajes más inverosímiles y soportables incluso los diálogos más hirientes) y -a partir de su notable opera prima Whip It- también una más que promisoria directora, Drew Barrymore es una de mis actrices favoritas y, casi, una garantía de que cada una de sus películas tendrá al menos un elemento rescatable: ella. Digo "casi" porque, a veces (muy pocas veces), aparecen películas como Amor a distancia, un despropósito capaz de incendiar la carrera de un ángel de la pantalla como Drew y de un digno (aunque desparejo) comediante como Justin Long. La responsable de esta comedia romántica (que jamás resulta cómica ni alcanza intensidad romántica) es Nanette Burstein, una directora con notables pergaminos en el documental (On the Ropes, Say it Loud, The Kids Stays in the Picture, American Teen), pero que aquí demuestra una absoluta incapacidad para conseguir fluidez, timing, empatía y elegancia, elementos indispensables para un género como este. El otro gran culpable es el guionista Geoff LaTulippe, que incursiona sin el más mínimo éxito por todos y cada uno de los subgéneros (y fórmulas) que se puedan imaginar: desde el amor a distancia al que alude el título (él trabaja en una discográfica neoyorquina y ella es una periodista en San Francisco) hasta los torpes chistes sexuales, pasando por los típicos amigos nerds del protagonista, las invasiones del roomate, las miserias de las redacciones de los diarios, los arranques de celos, el uso "cómico" de las nuevas tecnologías (Internet, SMS) o las alusiones varias a la escena rock. Todo en el film resulta obvio y fallido: las referencias musicales (la burla a los grupos adolescentes en el estilo de los Jonas Brothers), las cinéfilas (Top Gun, Sueños de libertad), la utilización de los temas (y eso que se escuchan buenas canciones de The Cure o The Pretenders), los personajes secundarios (empezando por una aquí muy deslucida Christine Applegate) y la enumeración podría continuar casi hasta el infinito. Los 103 minutos se hacen de goma y las sonrisas no surgen jamás. Puedo entender y justificar cualquier desacierto de Burstein y LaTulippe... Todo menos el hecho de haber dilapidado nada menos que un protagónico de Drew Barrymore en el juego que mejor juega y que más le gusta. Eso sí que es imperdonable.
Pequeñas delicias (y miserias) de la vida familiar El talentoso director de Maborosi, After Life: La vida después de la muerte, Distance y Nadie sabe -uno de los más interesantes del cine japonés de los últimos tiempos- ganó la competencia internacional del Festival de Mar del Plata de 2008 con esta pequeña y emotiva película sobre el reencuentro a lo largo de una jornada veraniega de un grupo familiar de tres generaciones. La historia está sustentada en las lúcidas observaciones, en los pequeños detalles, en la fluidez de la puesta en escena y en la espontaneidad de las actuaciones. El film tiene una superficie luminosa, pero en su interior esconde una negrura que proviene de un par de muertes (uno de los hijos de los abuelos dueños de casa y el ex marido de la actual esposa del otro hijo) y que se evidencia en mínimos, pero incesantes reproches, rencores, secretos, miserias y pequeños actos de crueldad. Que Kore-eda es un maestro de la puesta en escena, que es un merecido heredero del cine riguroso de Yasujiro Ozu, a esta altura ya no es novedad, pero en Un día en familia construye con gran sabiduría y sin descuidar el humor una de esas películas que van ganando complejidad, sofisticación y profundidad a medida que avanza y crece el relato. No es casualidad que Un día en familia tenga varios puntos de contacto con Shara, la notable película de Naomi Kawase ya estrenada en los cines argentinos. Kore-Eda y Kawase son amigos y frecuentes colaboradores. Ambos están obsesionados por el tema de la muerte, la vejez, el dolor, las diferencias generacionales y los contrastes entre la tradición nipona y la modernidad que deshumaniza las relaciones afectivas.
Vecino en la mira Luego de Televisón Abierta, Enciclopedia, Yo presidente y El artista, la ecléctica y prolífica dupla Cohn-Dupra propone otro film (pre)destinado a la polémica (en este caso, más ideológica que estética). El dúo se muda del mundo del arte moderno satirizado en El artista al del diseño y la arquitectura al ambientar su nueva película -premiada en los festivales de Mar del Plata, Sundance, Lleida y Toulouse antes de su estreno comercial- en la única casa, conocida como Curutchet, que el mítico Le Corbusier concibió en nuestro continente, en 1948, en la ciudad de La Plata. En ese magnífico paraje vive Leonardo (Rafael Spregelburg), un exitoso, prestigioso, obsesivo y snob arquitecto/diseñador, junto a su esposa Ana y a Lola, su hija preadolescente que siempre parece estar ajena, como metida en su mundo. Pero la plácida existencia se quiebra cuando unos albañiles empiezan a romper la medianera de la casa vecina para abrir allí una enorme ventana desde la cual su vecino puede invadir su intimidad. "Sólo quiero unos rayitos de sol", les dice Víctor (un desafiante, aterrorizador Daniel Aráoz), un pesado, un duro con claros rasgos psicopáticos. La tensión entre Leonardo y Víctor irá en aumento y aflorarán así las diferencias de clase, los miedos y las miserias, las actitudes despectivas y la prepotencia, en una escalada de violencia con inevitable destino de tragedia. Estetas consumados, preciosistas de la imagen y del encuadre, Cohn y Duprat consiguen un film impiadoso, despiadado y, en definitiva, bastante atractivo (algunos planos se alargan en demasía) que está muy bien sostenido desde las interpretaciones en un verdadero duelo entre los dos protagonistas y que, por momentos, tiene un tono que remite al cinismo de los hermanos Coen y, en otros, coquetea con cierto grotesco costumbrista. Una buena película, sin dudas, aunque en el terreno de la interpretación más intelectual su mirada sociológica e ideológica dará lugar a más de una controversia.
Un film experimental, pero fascinante Luz silenciosa, del mexicano Carlos Reygadas, es una historia de amor en una cerrada comunidad menonita El director de Japón y Batalla en el cielo conmovió hace tres años al circuito de salas de arte y de festivales (fue premiado en la competencia oficial de Cannes, Chicago, La Habana, Huelva y Río de Janeiro) con este triángulo pasional ambientado en el seno de una conservadora comunidad menonita de Chihuahua, en el norte de México. Considerada la mejor película latinoamericana de 2007 por la crítica internacional, se trata de un film con unas búsquedas narrativas (sobrepasa las dos horas) y estéticas (con citas y homenajes a Dreyer, Bergman, Bresson y Tarkovsky) tan ambiciosas que está en condiciones de subyugar a los cinéfilos más curtidos, pero también de indignar a cierto espectador desprevenido y no habituado a propuestas más exigentes y experimentales. En una línea bastante diferente (menos escabrosa) de la de Japón y Batalla en el cielo (aunque con el mismo e incluso mayor virtuosismo formal), el director mexicano cuenta una trágica y torturada historia de amor en medio de un grupo protestante que vive en la actualidad casi aislado del mundo: mantiene una rígida estructura de códigos, normas y convenciones importada de la Europa del siglo XVI y sigue hablando en plautdietsch, dialecto arcaico de raíces germanas y flamencas que le confiere a la película una sensación de atemporalidad y un toque pintoresco. Reygadas hace gala de un enorme cuidado por el sonido y la imagen (cada plano está diseñado con absoluta conciencia, con afán pictórico y con una belleza casi embriagadora) a la hora de describir las vivencias de Johan, un hombre casado y con siete hijos que mantiene una larga y pasional relación con Marianne, otra mujer de la comunidad (para desesperación de su esposa, Esther), mientras intenta conseguir el apoyo de sus amigos y de su padre, pastor de la congregación. Ensayo sobre los alcances (y limitaciones) de la fe, el amor, la culpa y la represión, Luz silenciosa tiene algunos puntos en común con la recordada Testigo en peligro , de Peter Weir, y con la reciente La cinta blanca , de Michael Haneke, pero con una puesta en escena mucho más austera y contemplativa, en la que se lucen también los actores, todos ellos no profesionales. La película puede abrumar por momentos y en ciertos pasajes cae en un preciosismo que está al borde del exhibicionismo y del regodeo, pero Reygadas tiene tanto talento y vuelo artístico que finalmente se le terminan perdonando incluso sus excesos. Así, aun con los reparos apuntados, Luz silenciosa resulta una experiencia única, fascinante, bella y trascendente.
Un héroe anónimo de la Argentina profunda El Chino -así se lo menciona durante toda la película (nunca sabremos su nombre verdadero)- es uno de esos héroes anónimos de la Argentina profunda y desconocida. Es, sí, un médico, pero ante todo un luchador, un revolucionario, un "loco lindo", un idealista... En este documental que Pepe Salvia rodó con paciencia, esmero y fascinación por su protagonista entre 2000 y 2006, vemos cómo El Chino va ampliando una sala de primeros auxilios en Villa Elena, un barrio desgarradoramente pobre de La Matanza. Con alguna ayuda privada y un casi nulo aporte público, fue montando una red de contención social en un contexto dominado por la drogadicción, los robos, el desempleo o la desnutrición. Allí donde el Estado está ausente, este delirante e incansable cincuentón se dedica a atender a decenas de pacientes por día, a alimentar al barrio, a trabajar en la rehabilitación de los adictos y hasta a formar cientos de agentes sanitarios que recorren la zona para tratar de mitigar los efectos de la progresiva degradación de los vecinos. Salvia sigue a El Chino en el día a día, vemos algunas imágenes del barrio (familias numerosas que sobreviven apenas como cartoneros) y escuchamos algunas anécdotas durísimas, pero el director jamás cae en la bajada de línea subrayada ni cede a la pornografía de la miseria sino que opta por exponer (exaltar) con sencillez y sensibilidad una gran historia de vida. No se trata, precisamente, de un mérito menor.