Una vida de película, una película sin vida Una biopic sobre Lula cuando éste todavía es presidente en ejercicio parecía de entrada una movida más oportunista que oportuna, pero las motivaciones políticas detrás de este proyecto (que también merecen su análisis) quedan esta vez minimizadas frente a la alarmante mediocridad artística del film. Si alguien la pensó como un tributo o, peor aún, como ayuda a la campaña electoral de su casi segura sucesora, Dilma Rousseff, cometió un error de grandes proporciones. Este panegírico sobre la figura de Lula (desde su infancia llena de carencias hasta que se convierte en el carismático líder de los metalúrgicos de San Pablo) es torpe, obvio, plagado de convencionalismos, de golpes bajos, de clisés, de los lugares más comunes y berretas del género de las películas biográficas pensadas para la glorificación unidimensional de la figura en cuestión. Cualquier telenovela de la red Globo -coproductora del largometraje- es más atractiva y osada que este engendro de interminables 128 minutos que jamás hace pie en lo político, lo documental, lo romántico, lo familiar ni lo melodramático. El film arranca, claro, a mediados de los años '40, cuando Inácio nace en el seno de una familia numerosa y de extrema pobreza con padre borracho y golpeador incluído. Su madre (la gran Glória Pires), en cambio, es poco menos que una santa y se convertirá en el gran ejemplo, sostén y fuente de inspiración en la carrera gremial y política de Lula (un poco convincente Rui Ricardo Diaz). De la aridez de Pernambuco a la hostilidad y sordidez de una megaurbe como Sao Paulo, la familia Da Silva sobrellevará todo tipo de contratiempos (muertes, golpes, inundaciones, trabajos miserables), mientras Lula irá creciendo en el seno de un sindicato de burócratas corruptos que se mantienen en el poder en connivencia con los militares de turno (todos personajes estereotipados en su crueldad y canalladas) y traicionando una y otra vez a los trabajadores. No tengo nada contra el cine popular -incluso con aquel que a veces peca de didáctico- pero aquí el director Fábio Barreto toma al espectador por estúpido. Explica absolutamente todo (incluso aquello que no hace falta) y hasta desperdicia el aporte de músicos de primera línea como Antônio Pinto y Jaques Morelenbaum. que ofrecen una banda sonora subrayada, a tono con el espíritu del relato. Que la producción es rica en escenas de masas, que técnicamente es solvente, poco importa. Lula, el hijo del Brasil es una película desagradable, que no le hace honor ni a la rica historia del lider político ni mucho menos a su lugar en el mundo. Demasiado poco cine para tanto estadista.
El regreso del tiburón de las finanzas A 23 años del film original ("clásico" paradigmático sobre la generación yuppie), Michael Douglas -quien ganó el premio Oscar al mejor actor protagónico en 1988 por el recordado papel del despiadado financista Gordon Gekko- regresa en esta secuela que aprovecha la reciente explosión de la burbuja financiera para ofrecer una crítica a la codicia / avaricia / especulación / deshumanización / manipulación por parte de las grandes corporaciones bancarias. Oliver Stone -un director ubicado lo más a la izquierda que Hollywood puede permitirse hoy en día- entrega un producto bienintencionado y bienpensante, correcto en su realización (con algunos destellos visuales a la hora de mostrar a la Manhattan contemporánea cortesía del talentoso DF mexicano Rodrigo Prieto), pero al mismo tiempo algo elemental y previsible. Douglas comparte esta vez el protagonismo con un joven broker interpretado por Shia LaBeouf, cuya pareja es la hija del propio Gekko (Carey Mulligan), que representaría algo así como la inocencia, la avidez y la nueva sangre que contrasta con la experiencia de alguien curtido, que "está de vuelta", como el viejo tiburón de las finanzas. En el arranque del film, Gekko sale de la cárcel en 2001 luego de haber cumplido una sentencia de ocho años. Más tarde, vuelve a concitar el interés de los medios y de la opinión pública con la publicación del libro ¿Es buena la codicia? y, de a poco, va regresando al mundillo de Wall Street. Mientras expone los desmanejos y la soberbia de los principales ejecutivos, como el que encarna Josh Brolin (hay citas bastante directas al colapso de Lehman Brothers), el film se concentra en la relación mentor-discípulo entre Douglas-LaBeouf, en el conflictivo vínculo entre el protagonista y su hija marcado por la culpa de él y los reproches de ella, y permite que grandes intérpretes como Frank Langella, Susan Sarandon, el veterano Eli Wallach y Charlie Sheen (otro que había estado en la película original de 1987) puedan exprimir al máximo sus pocos minutos en pantalla. Demasiado "culpógena" y autoindulgente, con una vuelta de tuerca "humanista" incluso en el personaje "malvado" de Gekko, Wall Street: El dinero nunca duerme termina siendo más demagógica (por momentos, demasiado cerca del sermón) que punzante, más políticamente correcta que cínica y despiadada. Dice unas cuantas verdades, es cierto, pero el film no logra trascender una medianía que no irrita, pero tampoco entusiasma demasiado. -
Lo mejor de dos mundos Un director japonés y otro francés rodaron en los dos países, con un equipo técnico y artístico mixto, una película que combina lo mejor de ambos mundos. Claro que al frente de este extraño proyecto están nada menos que Nobuhiro Suwa, notable director nipón de 2 Duo, M/Other, H Story y Una pareja perfecta, y el talentoso actor galo Hippolyte Girardot, que compartió la escritura del guión y la realización, mientras que se reservó para sí un papel secundario pero clave en el film. Aunque muchas veces la mezcla de estilos, orígenes y búsquedas resulta fallida, aquí los diferentes matices y sensibilidades terminan sumando para un film fascinante (jamás pintoresquista), sensible (nunca sensiblero) que va creciendo con el correr de su metraje, y que deja un sedimento, un recuerdo emotivo que se sostiene y amplifica mucho después de que el espectador haya abandonado la sala. Suwa y Girardot narran con gran rigor y belleza (la apuesta es por momentos ascética y minimalista) la crisis y separación de un matrimonio entre un francés y una japonesa desde el punto de vista de Yuki, de 9 años, única hija de la pareja, y su relación con su mejor amiga, Nina, con quien comparte un universo íntimo que les es propio. La primera parte de la película no está nada mal: se trata de un quirúrgico retrato de esa desintegración matrimonial desde la perspectiva y de las sensaciones íntimas de la protagonista, que observa y sufre en carne propia los hechos, mientras pasa casi todo el tiempo en compañía de Nina, también hija de divorciados. El problema es que su madre está a punto de volverse a Japón y ella no quiere viajar. Cuando todo parece encaminarse por senderos ya bastante transitados por el cine francés "de cámara", Suwa y Girardot (que interpreta al padre de Yuki) da un sorprendente giro narrativo y estilístico con una larga, subyugante (y mágica) caminata por el bosque propia de un cuento de hadas, una elipsis y una resolución inesperada que le otorgan al film no sólo una veta más propia del cine japonés sino una dimensión artística mucho mayor, propia del cine de Naomi Kawase y en sintonía con el reciente estreno coreano Los senderos de la vida / Treeless Mountain). Así, con el plus de un sofisticado trabajo de fotografía en sus largas y bellas tomas (por suerte, se estrena en copias en fílmico, Yuky & Nina -estrenada en la sección Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2009 y vista en el último BAFICI- propone un provechoso diálogo cinematográfico entre la estética oriental y la occidental que no debería pasar inadvertido.
Una experiencia reconfortante Sofía cumple 100 años narra con suspenso, encanto y humor una vida y un país En el pressbook del film, el director Hernán Belón escribe una líneas de presentación en las que indica -entre otras cosas- que sólo el 0,015 por ciento de la población mundial alcanza los 100 años y resalta que la protagonista ha vivido desde el Centenario de 1910 hasta el Bicentenario actual. Si esos dos hechos ya de por sí resultan excepcionales, aún más lo son la intensidad de ese siglo de vida (de Sofía y del país) y la lucidez (en este caso, de la heroína del relato) con que ha llegado hasta el día en que festeja la centuria. Sofía sufrió todo tipo de contratiempos, golpes y tristezas (desde la absurda muerte de su padre en el terremoto de San Juan en 1944 hasta la desaparición de un hijo durante la última dictadura militar, pasando por un exilio forzado a los 67 años), pero también miles de experiencias gozosas, que son compartidas en el film a través de viejas imágenes caseras que habían sido tomadas en el ámbito familiar o directamente gracias a la prodigiosa memoria de esta encantadora mujer a la hora de recordar los hitos de su vida. Sofía cumple 100 años es, claro, un documental (una home-movie), pero en realidad resulta mucho más que eso: una comedia y una tragedia (la vida es una tragicomedia), un registro de época (están muy bien aprovechados los materiales de archivo) y, en definitiva, una gran historia de amor. El amor que ella profesa a sus seres queridos y que éstos le retribuyen (emociona ver la admiración, la devoción que por ella sienten sus nietas). El film tiene suspenso (Sofía se quiebra la cadera luego de una caída y no sabe si podrá asistir a la celebración), encanto y humor. La protagonista tiene clara conciencia de la presencia de la cámara, pero actúa con una naturalidad que convierte al espectador en un observador privilegiado de su intimidad. Belón hace fácil lo difícil: está donde tiene que estar para captar los pequeños grandes momentos, pero sin forzar jamás las situaciones, sin que su cámara resulte intrusiva y sin perder el pudor que una aproximación de estas características exige. La película -que tiene algunos puntos en común con la también notable Diletante , de Kris Niklison- es una emotiva celebración (y valoración) de la vida. Un verdadero hallazgo tanto en términos cinematográficos como humanos. Vale la pena acercarse, entonces, a estas viñetas de la admirable vida de Sofía. Se trata, sin dudas, de una experiencia reconfortante.
Orgullosa de ser kitsch Pongamos un poco en contexto a la película antes de pasar a su análisis y valoración: 1- Se trata de la transposición del libro de memorias de Elizabeth Gilbert que se mantuvo ¡150 semanas! en la lista de best sellers de The New York Times. 2- Fue dirigida (y coescrita) por Ryan Murphy, el cotizado creador de series como Nip/Tuck y Glee. 3- Tuvo un generoso presupuesto de 60 millones de dólares. 4- Contó con el protagonismo (casi absoluto) de una diva como Julia Roberts. 5- Transcurre en bellísimos exteriores de Italia, India y Bali y fue fotografíada por el talentoso Robert Richardson (El aviador, JFK). Ahora sí, vamos a la película, una de esas que dividen aguas: fascinará a cierto sector del público (especialmente a mujeres ya curtidas y con cierta concepción new-age de la vida) e irritará al público más cínico, que no le perdonará ni uno de sus excesos. ¿Por qué semejante división tajante? Porque Comer, rezar, amar es un film premeditada, orgullosamente grasa, kitsch, naïve, espiritual, sanador, liberador, terapéutico (agréguense los adjetivos calificativos que quieran dentro de esta línea). Sí, es un film de viajes, de redención, de reencuentro interior, pero también un producto que por momentos se acerca demasiado al espíritu de un manual de autoayuda. ¿Está mal? No necesariamente, aunque se ubique muy lejos de mi interés. Es más, el film -sin caer jamás en el cinismo sobrador ni en la ironía canchera ni en la autoparodia- apela, especialmente durante su primera mitad, a un logrado sentido del humor que aflora incluso en los momentos más "trascendentes". La heroína del film es Elizabeth Gilbert (Roberts), una escritora que decide poner fin a su matrimonio de 8 años con el insulso Stephen (Billy Crudup). Luego de perder (casi) todo en el proceso de divorcio, decide abandonar su previsible existencia y embarcarse en un viaje por el mundo para comer (en Italia), rezar (en la India) y amar (a un brasileño interpretado por... Javier Bardem en Bali). En este film -que sintoniza con ciertas líneas del cine "femenino" hollywoodense que vienen imponiendo títulos como Sex and the City , Mamma Mia! o Julie & Julia- combina gastronomía, erotismo, misticismo y espiritualidad (duelo, arrepentimiento, perdón, iluminación, meditación, devoción) y -claro- frases célebres y lecciones de vida. Entre canciones de Neil Young, escenas concebidas para el lucimiento de los distintos intérpretes secundarios que van apareciendo (Richard Jenkins, James Franco, Viola Davis y el gurú desdentado a-lo-maestro Yoda que encarna Hadi Subiyanto), glamour y cursilería, pintoresquismo turístico for export, clisés y lugares comunes, Comer, rezar, amar resulta un pastiche simpático (en su primera hora) y algo cansador y recargado (en su segunda). Mis colegas se burlaron en la proyección de prensa a viva voz del film durante buena parte de su extenso metraje. Yo disfruté de algunos aspectos (incluso de los que me resultan muy ajenos por tener una sensibilidad casi opuesta a la que aquí se propone) y odié varios otros. De todas maneras, no me parece un film despreciable ni mucho menos. No tengo dudas de que tendrá su público y no pocos defensores. Seguramente no compartiré muchos de sus argumentos, pero -en línea con la moraleja de la propia película- puedo entenderlos y aceptarlos.
Acariciando lo áspero Esta segunda película de la talentosa directora de Red Road (opera prima ganadora del Premio del Jurado en Cannes 2006) repitió el mismo galardón (en este caso, compartido con Thirst) en la edición 2009 del prestigioso festival francés. La realizadora británica describe las vivencias de Mía (consagratorio trabajo de Katie Jarvis), una quinceañera inestable y solitaria que vive en un barrio gris de monoblocks en la zona de Essex con su desbordada e irresponsable madre (Kierston Wareing) y con su pequeña hermana Tyler. Rechazada por el sistema escolar y por la gente de su edad, la protagonista manifiesta un profundo y violento rechazo por cualquier tipo de contacto, hasta que un día su mamá lleva a la casa a Connor (el gran Michael Fassbender), un misterioso y extrovertido desconocido de origen irlandés que será capaz de conmover las atribuladas y previsibles existencias en ese cerrado y tenso universo femenino. En la línea del cine social de Ken Loach y de los hermanos Dardenne, Arnold sostiene el relato, alejándose lo más posible de los golpes bajos, aunque sin por eso dejar de ser impiadosa ni sensible en su retrato humano de seres que, tras su fiereza, su hostilidad, su rebeldía y su cáscara de dureza, esconden un vacío existencial que los angustia, una precariedad, una falta de expectativas, una fragilidad y una inmensa vulnerabilidad, producto de tantas carencias económicas y, sobre todo, afectivas.
Un modelo de documental político Luego de Whisky, Romeo, Zulu y Fuerza Aérea SA, Enrique Piñeyro continúa con su cruzada de denuncia sobre la corrupción, el encubrimiento, la hipocresía y la falta de justicia en la sociedad argentina y consigue un potente, demoledor, modélico documental de investigación que desnuda la falta de escrúpulos, la impunidad, la hipocresía y la connvivencia entre la policía y el aparato judicial. Esta vez, el realizador de Bye Bye Life no se ocupa de la seguridad aérea (tema en el que es un reconocido experto) sino del caso de Fernando Ariel Carrera, un comerciante treintañero y padre de tres hijos que en enero de 2005 manejaba por la Avenida Sáenz y -en medio de un tiroteo- quedó como único condenado (primero por los medios de comunicación y luego por la justicia) de la denominada "Masacre de Pompeya". Hoy, a pesar de que Piñeyro demuestra su absoluta inocencia, Carrera permanece detenido en la cárcel de Marcos Paz. Con un notable uso de las nuevas tecnologías audiovisuales (más allá del regodeo en ciertos gadgets que posee), Piñeyro presenta primero el caso (cobertura mediática y juicio) en el que, en principio, no cabe ninguna duda de que Carrera es un delincuente que merece los 30 años de cárcel que le dan (los vecinos, incluso, piden que lo linchen cuando lo suben a una ambulancia luego de recibir ocho balazos). Pero en los contundentes, conmovedores (e indignantes por lo que expone) 90 minutos de El Rati Horror Show, Piñeyro expone -con un impecable didactismo y enorme claridad- que todo ha sido fruto de la mentira, del engaño. El director (que aparece todo el tiempo en pantalla junto a sus colaboradores) desarma una por una las supuestas pruebas utilizadas para inculpar a Carrera, que ofrece también un puñado de atinados argumentos en los testimonios que dan cuenta de la condena mediática y pública. El realizador expone también con enorme rigor la larga historia de excesos y atropellos de la comisaría 34 de Pompeya -ligada a tristes casos de gatillo fácil como el de Ezequiel Demonti- y cómo se movió con total impunidad en este caso para dar vuelta el caso y presentar a Carrera como un psicópata y asesino serial. Como a muchos, a mí Piñeyro no me gusta cuando "actúa" de sí mismo en pantalla: luce por momentos demasiado soberbio, sobrador, canchero, cínico y autoindulgente (reconozco que tiene un buen manejo de la ironía y cierta impronta de estrella de Hollywood de los '40), pero como en los trabajos anteriores hay que dejar de lado su arrogancia (y los estúpidos lugares comunes que intentan minimizar su accionar por su condición de millonario) y sacarse el sombrero por la valentía de sus posturas públicas (es uno de los pocos que dice realmente las coasa por su nombre) y la solvencia de su tarea artística. Ojalá esta película sirva para que un tipo que se está pudriendo injustamente en la cárcel recupere su libertad y vayan presos quienes realmente lo merecen. Será justicia. Y será, también, mérito de ese personaje extraño, contradictorio pero finalmente reivindicable que se llama Enrique Piñeyro, una suerte de Michael Moore autóctono pero sin tanto marketing y con mucho más huevos.
Sin motivo aparente En Los jóvenes muertos, Leandro Listorti -crítico y programador del BAFICI- reconstruye a partir de una propuesta hiper-rigurosa -largos planos fijos, sin personajes en cámara (sólo algunos aislados testimonios en off que no “explican” demasiado)- la trágica historia de Las Heras, ciudad santacruceña signada por la industria petrolera en la que durante la última década y media se ha producido el suicidio -sin motivo aparente- de casi 30 adolescentes y jóvenes ¿Desesperanza? ¿Depresión? ¿Falta de oportunidades? ¿Extraños rituales? Se trata de un film de fantasmas y ausencias (que se plantea cómo filmar la muerte sin caer en la obscenidad y la explicitud), de climas y detalles (tanto de imagen como de sonido), de sutiles e inspiradas observaciones que eluden cualquier atisbo de sociologismo o la bajada de línea moralizadora. Con una puesta en escena exigente, pero llena de hallazgos, Listorti se suma a la lista de directores a seguir.
Un relato revisionista y sumamente polémico Awka Liwen narra la lucha del pueblo mapuche El historiador Osvaldo Bayer se asoció con el realizador y abogado especializado en derechos indígenas Mariano Aiello y con la cineasta y politóloga alemana Kristina Hille para este cuidado, contundente y seguramente polémico documental sobre el exterminio de los pueblos originarios de la Argentina y la apropiación de sus tierras. El eje de este ensayo revisionista -que cuestiona duramente la historia oficial- pasa, por supuesto, por la denuncia de los abusos de la Campaña del Desierto liderada por Julio Argentino Roca, aunque el autor de La Patagonia rebelde -impulsor del proyecto, coguionista, principal figura en pantalla y único narrador-se remonta a iniciativas previas de Juan Manuel de Rosas y Bernardino Rivadavia que también tuvieron como objetivo la aniquilación de mapuches, ranqueles y tehuelches para apoderarse de sus posesiones. Bayer y los dos realizadores se apoyan en una exhaustiva investigación previa, en los testimonios de -entre varios otros- los historiadores Arturo Emilio Sala, Felipe Pigna, Norberto Galasso y Marcelo Valko; del biólogo Alberto Kornblihtt, de la antropóloga Diana Lenton y del periodista económico Maximiliano Montenegro, así como en las duras experiencias de vida de los descendientes directos de las víctimas (Bayer pone especial énfasis en que el 63 por ciento de los argentinos tiene algún antepasado ligado con los pueblos originarios). El recorrido histórico que traza Awka Liwen ("Rebelde amanecer" en mapuche) no sólo aborda las políticas de Estado en la materia o el racismo estructural de la sociedad argentina sino que llega hasta la actualidad, ya que se ocupa de las consecuencias de los desmontes en Salta, de los latifundios extranjeros como el del grupo Benetton y -en un aspecto que generará más de una controversia- la reciente batalla por las retenciones al agro. Más allá de la propuesta de Bayer (tan radical que provocará una inmediata adhesión o un fuerte rechazo según las posturas ideológicas de cada espectador), Awka Liwen es un relato sencillo (en términos puramente cinematográficos es bastante elemental) y honesto. Dice las cosas por su nombre, denuncia los atropellos sufridos (y que en algunos casos siguen sufriendo) por los indígenas, y defiende los derechos y las reivindicaciones de los pueblos originarios. Quien quiera oír, que oiga.
Una historia enigmática con vuelo propio Rodada con cámara digital, con actores poco conocidos y con un mínimo presupuesto para los estándares del cine norteamericano (1.500.000 dólares), esta película dirigida por el alemán Daniel Stamm se convirtió en la gran sorpresa comercial (en pocos días ya recaudó 30 veces su costo) y, en varios aspectos, también en la revelación artística del cine de terror de los últimos meses. Inspirado en Marjoe , corto ganador del premio Oscar en 1972 sobre los trabajos finales de un falso predicador pentecostal, este nuevo film tiene como protagonista al reverendo Cotton Marcus (Patrick Fabian), un cínico y desilusionado ministro de la zona de Luisiana que viaja para realizar su último trabajo de exorcismo. En realidad, su larga carrera como experto en la lucha contra las fuerzas diabólicas no ha sido otra cosa que una sucesión de hábiles engaños, manipulaciones, ilusionismos y sugestiones varias. Pero, justo cuando este showman estafador está a punto de retirarse, se encuentra con un caso decididamente real: el de una adolescente embarazada y poseída por fuerzas demoníacas, más un posible incesto, más todo tipo de explosiones por parte de un padre alcohólico y un hermano violento, más la aparición de animales muertos, más ritos propios del vudú y una larga serie de otras amenazas. Todo esto, además, ante el atento seguimiento de unos realizadores que filman cada uno de sus pasos para un especial televisivo. Atildado y sobrio Es cierto que el film guarda no pocas similitudes estéticas y temáticas con otros recientes éxitos del género como Actividad paranormal, [REC] y, muy especialmente, con El proyecto Blair Witch y un clásico como El exorcista , pero esta producción de Eli Roth (responsable de la saga Hostel ) tiene vuelo propio, a partir de un sólido guión, una impecable utilización de los diferentes recursos narrativos (la cámara en mano o subjetiva), una lícita incursión en el falso documental y el found footage y un sobrio, atildado manejo de la tensión, del suspenso y, claro, de esos bien elaborados estallidos de terror truculento capaces de sobresaltar y conmover al espectador cuando éste menos lo espera. Para el debate, en cambio, quedarán las múltiples interpretaciones posibles para la resolución del film, que ha generado ya incontables y acaloradas discusiones en el vasto universo de los blogs y de las redes sociales de Internet. Ya es tiempo, entonces, de que los cinéfilos argentinos se sumen a la polémica.