Cantar para vivir El director de Un tiempo para caballos borrachos y Las tortugas también vuelan es el menos iraní de los cineastas iraníes. Sus películas son más pintoresquistas, costumbristas, gritadas y occidentalizadas -bien al gusto del World Cinema- que las de la mayoría de sus colegas compatriotas. Media Luna no es la excepción y, si bien a mi no es el tipo de películas que más me interesan, mal no le va a Ghobadi, ya que con esta tragicomedia -más cercana al cine de Kusturica que al de, digamos, Kiarostami- ganó la Concha de Oro, del premio FIPRESCI de la crítica internacional y del galardón a mejor fotografía en el Festival de San Sebastián 2006. El film narra la historia de Mamo, un viejo y legendario músico kurdo que vive en Irán y que consigue luego de una larga espera y muchos esfuerzos la autorización oficial para ofrecer un concierto final en el Kurdistán iraquí. El veterano artista y su decena de hijos (incluida una hija, a la que no se le permite cantar ante los hombres) se lanzan a un complicado viaje a bordo de un micro hasta la convulsionada zona fronteriza entre Irán, Irák, Siria y Turquía. Ente la road-movie, la comedia de enredos y el melodrama aleccionador, Ghobadi describe de manera bastante obvia y explícita (las coimas, los atropellos de la policía y el ejército, la discriminación contra la mujer) las múltiples connotaciones (políticas, étnicas, familiares y artísticas) del conflicto que sufre la región. Un film que se sigue con cierto interés, pero que al mismo tiempo no tiene grandes hallazgos.
Lejos de la revolución James Cameron aseguró en infinidad de testimonios que, luego del inmenso éxito de Titanic, se vio obligado a esperar más de una década para concretar Avatar -la película más cara y una de las más ambiciosas de la historia del cine- porque las herramientas tecnológicas disponibles en ese entonces no eran suficientes como para desarrollar el nuevo mundo que él imaginaba y quería plasmar en la pantalla. La espera llegó a su fin. Avatar ya es una realidad (virtual) y, aunque el omnipotente Cameron se llene la boca hablando de película "revolucionaria", estamos ante un film con aciertos parciales y que -entre su notable acabado visual y los desniveles de su historia- resulta un producto más para admirar que para sentir. Cameron -un director que, aclaro, me gusta- nunca ha sido un artista demasiado sutil, pero sí un potente narrador, de esos capaces de manipular (generalmente con buenas armas) al espectador y llevarlo así a los terrenos artisticos y a las dimensiones emotivas que él busca. Avatar tiene múltiples elementos que la vinculan con su obra anterior (hay conexiones visuales y dramáticas con Aliens, El abismo, Terminator y Titanic), pero carece de la enjundia, de la solidez, de la fluidez y de la potencia de la mayoría de sus trabajos previos. Si uno se quedara en las limitaciones de su sinopsis, en sus alegorías obvias, en su espiritualismo de manual, en su corrección política (con mensaje antibélico y ecologista incluído) y en su mirada naïf con toques new-age sentiríamos que Avatar es una profunda decepción. Pero también creo -y no se trata de "salvar" a Cameron- que la película merece otras miradas y lecturas. Y allí es donde aparecen los méritos, que no sólo tienen que ver con sus proezas formales. Leí por ahí (creo que en Slant Magazine) que Avatar es más Pocahontas (Disney) que El Nuevo Mundo (Terrence Malick) y es muy cierto, pero más allá de sus obviedades y torpezas, de su tono aleccionador para preadolescentes (y casi risible para los adultos), también se respiran en varios de sus extensos 162 minutos momentos de gran cine, en los que Cameron se permite jugar (y reinventar) los géneros. Avatar es, por supuesto, una película de ciencia ficción, pero también un western hi-tech revisionista (con los humanos como cowboys codiciosos y los nativos del planeta Pandora como indios pletóricos de sabiduría), un film bélico a-la-Apocalipsis Now que nos remite a la Guerra de Vietnam (y a Irak), un melodrama romántico con dos protagonistas de etnias diferentes en tiempos de xenofobia, y un thriller sobre los enfrentamientos entre la corporación militar-empresarial por un lado y los cienfíticos (con los que se identifica el director) por el otro. ¿A esta altura tiene sentido que les cuente de qué va la película? Prometo no anticipar ningún secreto / misterio (igual, aclaro, no hay demasiados). Año 2154. Jake Sully (Sam Worthington) es un marine que ha quedado paraplégico, pero es enviado a Pandora en reemplazo de su hermano gemelo, asesinado, ya que así podrán aprovechar su Avatar creado con la mezcla del ADN humano y del de algún integrante de la tribu local de los Na'vi. Luego de 6 años en criogenia, Jake despierta en destino y se encuentra en medio de una disputa entre empresarios y militares mercenarios que están allí para explotar a sangre y fuego un preciado mineral y los científicos que intentan descifrar los conocimientos de esa raza que convive en armonía con la flora y la fauna de una impresionante selva tropical en la que todo es enorme y exótico: animales, plantas luminosas, árboles, cascadas y hasta montañas flotantes. Es aquí -en la creación de esta nueva civilización- donde aflora lo mejor de Avatar. Entre el diseño de producción de Rick Carter y Robert Stromberg y los efectos visuales hipersofisticados de BETA, pero que al mismo tiempo remiten al legendario Ray Harryhausen (especialmente en la lucha entre criaturas salvajes), Cameron concibe un universo totalmente novedoso, bello y fascinante. Otro gran hallazgo del film tiene que ver con el uso inteligente y funcional de los recursos del cine 3D, que le otorgan a cada escena la profundidad de campo necesaria pero que no caen en el regodeo efectista del truco fácil. Avatar es un maravilloso espectáculo visual y un relato lleno de cursilerías, una película donde conviven la mirada más inocentona con las búsquedas expresivas más audaces, las metáforas pedestres con el más alto vuelo estilístico. Así de contradictorio resulta este esperado y arriesgado regreso de Cameron al cine.
Soy tu fan Robert (Kad Merad) es un empleado de limpieza de una agencia de representantes de estrellas que, gracias a su privilegiada situación (limpia las oficinas por las noches), puede revisar agendas, guiones, robarse invitaciones y conocer los secretos íntimos de las divas del cine francés, por las que está obsesionado al punto de fantasear y hacerle creer a más de uno que él mismo es un poderoso manager artístico. Semejante esfuerzo fabulador lo ha llevado a perder el amor de su esposa (Maria de Medeiros) y de su hija adolescente. Nuestro antihéroe se dedica a participar en las avant-premières, a inmiscuirse en los rodajes y a manipular a los diversos amantes de sus tres objetos del deseo: una estrella veterana (Catherine Deneuve), una de mediana edad (Emmanuelle Béart) y una joven aspirante (Mélanie Bernier). Gracias a sus manejos ocultos, terminará juntando al trío en una película. El problema es que ellas no sólo lo descubrirán sino que tramarán además distintas venganzas contra su fan. El resultado es una comedia de enredos ligera, intrascendente, decidamente menor, pero al mismo tiempo correcta en su factura, inocua en su efecto y medianamente llevadera si uno no tiene demasiadas exigencias. Además, aunque ambas estén lejos de sus mejores trabajos, ver un rato en pantalla a la Deneuve y a la Béart siempre otorga unos puntos extras. De todas formas, Colombani (Loca de amor) no demuestra aquí demasiada creatividad formal, visual, narrativa ni de guión. Estamos ante un producto efímero y, por lo tanto, rápidamente olvidable.
Una narración tan ambiciosa como deforme El film más experimental de la carrera de Coppola Tras una larga inactividad (más de una década) y antes de filmar Tetro en la Argentina, Francis Ford Coppola regresó a la dirección con un pequeño proyecto independiente rodado en Rumania a partir de la novela escrita en 1976 por el local Mircea Eliade. Quienes esperen encontrar aquí ecos del realizador de clásicos como La conversación, Apocalipsis Now, Tucker, un hombre y su sueño o la saga de El Padrino saldrán defraudados. Estamos ante una de las películas más experimentales ya no sólo de sus 45 años de carrera sino también del cine norteamericano de los últimos tiempos. Coppola -al igual que en la posterior Tetro - no se priva de nada: ni siquiera de sus propios caprichos ni de los excesos de una grandilocuente y por momentos solemne (sobre todo en el uso de la voz en off ) apuesta por el artificio y por la mezcla de géneros. Entre el melodrama romántico, el cine histórico (que incluye la sombra del nazismo) y elementos visuales propios del noir , Coppola construye un film recargado y operístico, sobre el tiempo y el espacio, lo real y lo onírico, que se centra en las desventuras de Dominic Matei (Tim Roth), un veterano profesor de lingüística que es quemado por un rayo en plena calle de Bucarest durante una noche lluviosa de 1938. El protagonista se salva de milagro y queda hospitalizado al cuidado de un doctor (Bruno Ganz) mientras sueña con el viejo amor de toda su vida (Alexandra Maria Lara) y luego concreta viajes por todo el mundo y estudia complejos idiomas. La película -no lineal y con un tono entre existencialista y metafísico- abarca varias décadas y coquetea con lo sobrenatural, lo surreal, el realismo mágico y hasta con un lirismo decididamente kitsch . Entre elementos que remiten a Michelangelo Antonioni, a Orson Welles y a la reciente El curioso caso de Benjamin Button , Coppola moldea una narración tan ambiciosa como deforme, cuyo resultado final está lejos de sus grandes trabajos, pero que no deja de ser estimulante, especialmente viniendo de un director que, a los 70 años, podría haberse quedado en lo seguro y que, en cambio, sigue buscando nuevas formas y temas para su cine.
El pequeño dictador (Freud para principiantes) Hace ya un par de años pude ver en un DVD que me habían enviado este film y -si bien estuvo lejos de indignarme (no es, en ningún sentido, La vida es bella)- me pareció una sátira fallida y menor. Hace pocos días, haciendo zapping por la noche, me volví a topar con esta ¿comedia? ¿negra? de Dani Levy, creo, en Cinemax. Habré aguantado media hora y ese tiempo me alcanzó para recordar todo aquello que había sentido en aquella primera y lejana visión. El film no es gracioso, no es mordaz ni provocativo, sino más bien torpe y patético. El Adolf Hitler de Levy es un pobre tipo, un ser miserable, impotente, depresivo y lleno de traumas producto (Freud de manual) de los abusos infligidos por su padre cuando era un niño. Vemos al mayor genocida de la historia jugar en su bañera con barquitos de guerra como si fuera un nene con sus patitos (foto) y nos damos cuenta de que muchas veces del grotesco no se vuelve. La trama es más o menos así: un director teatral judío (el gran Ulrich Mühe, visto en La vida de los otros) es retirado de un campo de concentración para que ejerza como profesor de dicción de un Führer demasiado inseguro pocos días antes de dar un discurso a la nación, el 1º de enero de 1945. En verdad, se trata de un complot de Goebbels y compañía, que pretenden montar un atentado contra él para sacárselo de encima. A su vez, está el dilema moral del profesor judío, que tiene la oportunidad de matarlo con sus propias manos o de salvar a su familia del Holocausto. Si la premisa puede sonar interesante en algún aspecto, Levy dilapida cualquier atisbo de ingenio o inteligencia con una puesta en escena grandilocuente, obvia y superficial, que nunca encuentra el punzante tono tragicómico que una historia de estas dimensiones necesitaría para salir airosa. Una película que ni siquiera da para el escándalo ni la polémica. Un film decididamente olvidable.
Los "grandes éxitos" de la degradación argentina Tengo un recuerdo lejano, pero positivo de Río Escondido y, por lo tanto, fui a ver este nuevo film de Mercedes García Guevara con cierto entusiasmo. Además, contaba con un interesante elenco en el que aparecían desde Ana Celentano hasta Nahuel Pérez Biscayart, pasando por Marta Lubos, Guillermo Arengo y el veterano Duilio Marzio. Para qué. Una decepción absoluta. No sólo se trata de una película muy inferior a aquella sino que además le contrapone al intimismo y al lirismo de ese largometraje de 1999 una grandilocuencia, unas ambiciones desmedidas, una impostación y una nula credibilidad en el caso de Silencios. Película coral a-la-Robert Altman, Silencios aborda demasiados tópicos sin profundizar en ninguno y cayendo finalmente en la explicitación obvia, casi didáctica (para que quede claro, ¿viste?). Una mera descripción de las subtramas nos llevaría a decir que en esta película se aborda, entre muchos otros temas, el abuso sexual de menores por parte de curas, las carencias de familias pobres sin presencia paterna y con muchos hijos, robos de todo tipo y color, violaciones, consumo de cocaína, voyeurismo, prostitución juvenil, adolescentes con trastornos alimentarios, incomunicación entre padres e hijos, diferencias sociales, padecimienstos de los ancianos... Todo eso en apenas 90 minutos de una narración torpe, sin matices ni sutilezas, con actuaciones recargadas (se salvan Celentano y muy pocos más), diálogos ampulosos y situaciones inverosímiles. La película se pretende un fresco de la Argentina degradada post-2001, pero se reduce a una serie de pincelados de brocha gorda, una acumulación de estampitas, de "grandes éxitos" de la miseria nacional. Una película fallida, un paso en falso para una directora que prometía y que, por ahora, se quedó en eso.
La violencia está entre nosotros La película arranca con una escena de lo más inocente (una maestra cantando con sus pequeños y encantadores alumnos), continúa con lo que en principio aparece como un viaje romántico de fin de semana a un paraje idílico (su novio planea proponerle matrimonio durante un camping a orillas de una laguna) y, poco a poco, el film se convertirá en una sangrienta odisea que coquetea con el gore, con esa violencia social propia de los films de los años '70 y con cierta mirada sobre los insalvables conflictos generacionales y los miedos de la burguesía a-la-Funny Games, de Michael Haneke. Este debut en la dirección del guionista James Watkins tiene dos protagonistas con mucha química (incluso erótica) como la bella Kelly Reilly y el hoy de moda Michael Fassbender (Bastardos sin gloria) y una tensión que -en buena parte de la historia- está sólidamente construida y sostenida en el crescendo del enfrentamiento con un grupo de adolescentes liderado por un monstruoso y sádico muchacho. Se le podrán objetar ciertas decisiones de la puesta en escena (como la profusión de tomas aéreas cenitales), de verosimilitud (la caprichosa utilización o no de los celulares) y hasta de índole ético/moral (el paso de víctimas a victimarios), pero la pesadillesca Eden Lake consigue con buenos recursos generar la atracción, la identificación, la perturbación y la incomodidad necesarias para movilizar al espectador. Un digno exponente del cine de género británico como para ir despidiendo el año.
Lo que nos acecha en la oscuridad de la noche Actividad paranormal logra su cometido: inquietar El director israelí (radicado en Estados Unidos desde los 19 años) Oren Peli rodó en 2007, con apenas 15.000 dólares, en una sola locación (un departamento en las afueras de San Diego) y con un puñado de actores desconocidos un pequeño film de terror que se convirtió en uno de los fenómenos de marketing más importantes de la historia del cine. El fenómeno ya ha sido analizado en términos económicos (sólo en los Estados Unidos lleva recaudados 110 millones de dólares) y, por eso, bien vale concentrarse en sus alcances artísticos y, ya desde una mirada más sociológica, en el por qué de semejante aceptación mundial que excede por mucho sus indudables, pero limitados valores cinematográficos. La premisa, sencilla, es la siguiente: Micah (Micah Sloat) y Katie (Katie Featherston) son una pareja joven que se muda a una casa. La felicidad por semejante logro pronto se ve empañada por unos extraños ruidos que empiezan a sentir por las noches. El novio?un obsesivo consumidor de todo tipo de dispositivos tecnológicos? decide dejar su cámara digital prendida mientras duermen para luego analizar por las mañanas las imágenes. No hay dudas: la actividad paranormal del título existe. Y más aún: alguien (o algo) los está amenazando. La llegada de un psíquico no hace otra cosa que confirmar sus peores presunciones y, a medida que pasa el tiempo, la situación se va tornando cada vez más complicada. El espectador (voyeur) resulta un testigo privilegiado de los hechos sobrenaturales, que Oren Peli va dosificando de manera sabia, con un buen trabajo con el fuera de campo y apelando a los inevitables efectos de sonido. Es cierto que hay algunos elementos que se manejan con bastante capricho (por qué por momentos se activa la alarma del lugar y en otros no) o que el nivel actoral es de discreto para abajo, pero el film logra su cometido: inquietar, sugestionar y, finalmente, asustar, dejando además un efecto residual que crece y se resignifica incluso cuando el público ya abandonó la sala. Actividad paranormal es el triunfo de una buena idea por sobre el gran presupuesto, por sobre el cine sustentado en el bombardeo de efectos visuales generados por computadora e incluso por sobre sus evidentes limitaciones técnicas y artísticas. Es la victoria de un proyecto que sintoniza a la perfección con el universo de las home-movies, de la generación YouTube, de la sociedad hiperconectada, de la tecnologia al alcance de (casi) todos. Una película pequeña que creció no sólo gracias al ingenio del marketing y el furor de Internet sino también por la identificación que genera y los sustos que provoca. Es decir, con el espíritu de la cultura pop y las armas nobles del género de terror.
Sobreviviente en busca de una vida mejor Wang Chao retrata los profundos cambios en China Con películas como El huérfano de Anyang y Luxury Car , Wang Chao se ha convertido en uno de los directores que mejor han retratado los profundos cambios socioeconómicos de la China de la última década. En esa misma línea se ubica Ri ri ye ye (Día y noche), película que refleja la crisis en las zonas rurales -aquí, más precisamente en un pueblo ligado a la explotación de una mina de carbón- y el traslado de buena parte de las poblaciones campesinas hacia las grandes ciudades. Tras una explosión accidental en uno de los pozos, el Partido Comunista decide indemnizar a los sobrevivientes para que puedan buscar nuevos trabajos en las urbes. Sin embargo, Guangsheng decide quedarse en el lugar -convertido casi en un pueblo fantasma- y, gracias a las nuevas políticas de apertura, alquilarle la mina al Estado. A pesar de la culpa que siente por no haber podido salvar a su maestro, el protagonista se irá convirtiendo en un exitoso empresario capitalista atraído por la sociedad de consumo (comprará auto, casa y ropa). La película resulta, así, una interesante aunque algo obvia descripción del salto del socialismo a la economía de mercado. Además, Wang Chao traza unas alegorías bastante elementales, cierto paralelismo entre la impotencia sexual del protagonista y la insatisfacción social, y se arriesga con una veta entre espiritual y trascendente que incluye la aparición del maestro muerto para hacerle algunos pedidos familiares y ofrecerle a su discípulo la paz y el perdón que éste necesita. Los desoladores paisajes dominados por el viento y la aridez resultan el ámbito perfecto para desarrollar esta cruda historia sobre las fuertes contradicciones de la nueva China, en la que las expresivas imágenes tienen mucha mayor preponderancia que los escasos diálogos. Sin llegar a la contundencia ni a la profundidad del cine de su compatriota Jia Zhang-ke, Wang Chao consigue una película que nos permite conocer el estado de las cosas en uno de los rincones más interesantes y menos conocidos del planeta.
Esta opera prima de la bosnia Jasmila Zbanic ganó -entre otros premios- el Oso de Oro en la Berlinale 2006. Es que Grbavica (aquí rebautizada como Sarajevo, mi amor) es exactamente el tipo de películas que suelen triunfar en la competencia del festival alemán. Historias políticamente correctas, trascendentes, "importantes", con una mirada humanista, desgarradoras en su moraleja y prolijas en su confección. No es el tipo de cine que más me gusta (con su acumulación de calamidades y su denuncia recargada), pero reconozco que está bien hecha y que, en varios sentidos, funciona. Una relación madre-hija (el padre, ausente, será el motor de la tragedia) es el eje de esta historia ambientada tras la guerra de los Balcanes. Y precisamente las secuelas -brutales, demoledoras- del conflicto bélico se convertirán en el trasfondo de la película. Esma concurre a un grupo terapéutico para mujeres en problemas, recibe una miserable ayuda del Estado, pero no puede ni siquiera juntar 200 euros para un viaje escolar de su rebelde hija Sara, de 12 años. Por lo tanto, no le queda más remedio que aceptar un trabajo nocturno como camarera en un bar manejado por la mafia local. El machismo, la violencia, la descontención escolar, los traumas con los hombres, la culpa y los secretos más escabrosos del pasado reciente son algunos de los tópicos que Zbanic aborda con conocimiento de causa (hay bastante de autobiográfico en el film) y con sensibilidad, aunque por momentos la guionista y directora cede a la tentación de la explicitud y la obviedad. De todas formas, Sarajevo, mi amor -con sus notables actrices y su honestidad brutal- resulta un impiadoso retrato de uno de los puntos del planeta donde el odio racial y la indiferencia o el oportunismo de las grandes potencias se combinaron para dar lugar a uno de los mayores genocidios de la historia.