Matías, Tomás y Pedro tienen 12 años, son amigos y compañeros en una escuela pública del conurbano bonaerense. Ni sus padres ni el colegio los contienen demasiado y, por lo tanto, se van dejando llevar por sus impulsos y por sus ansias de nuevas experiencias. La opera prima de Giulianelli (32 años, egresado de la FUC), estrenada en el último Festival de Pusán (Corea del Sur), se inicia como un retrato minimalista/costrumbrista (los chicos comen con sus familias, se hacen la rata, juegan al fútbol y a la Play), pero todo cambia cuando encuentran en la casa de uno de ellos una pistola. La tragedia acecha y no tardará en explotar. Lo que sigue es un viaje al desconcierto, un ritual de iniciación (a la adultez) que emprenden los dos amigos sobrevivientes y la hermana del muerto hasta poder iniciar el duelo. Es cierto que los tópicos que aborda Puentes han sido ya bastante transitados por el cine, pero Giulianelli sortea buena parte de los obstáculos que se le presentan con una puesta en escena cuidada y rigurosa, sin cargar las tintas ni caer en la bajada de línea, apostando a su mirada melancólica sobre la soledad de la preadolescencia y confiando en la empatía que generan sus jóvenes actores. Puede que Puentes no tenga nada demasiado revolucionario para ofrecer, pero el pequeño universo que atesora, las historias mínimas que describe, están llenas de nobleza y de convicción.
Trágico y brutal film sobre vampiros Un género clásico revisitado con lo mejor de lo actual. Entre tanta película reciente sobre vampiros concebida con adolescentes carilindos, fórmulas prefabricadas y mucha astucia de marketing, la demorada llegada a la cartelera local con copias en fílmico de esta joya sueca que reinventa el género con las herramientas más nobles y genuinas del cine resulta un acontecimiento digno de ser celebrado. Este film de Tomas Alfredson (que ya ha sido contratado por Hollywood para dirigir a Nicole Kidman y Gwyneth Paltrow) está basado en un guión que John Ajvide Lindqvist escribió a partir de su propio best-seller. Los protagonistas son Oskar (Kare Hedebrant), un chico de 12 años, inteligente y retraído, que es objeto de las burlas más crueles por parte de sus compañeros de escuela en un suburbio de Estocolmo; y Eli (Lina Leandersson), una nueva vecina de su misma edad y tan solitaria como él, pero con una gran diferencia: bebe sangre. Entre ellos surgirá una relación de amistad, comprensión mutua y un incipiente amor preadolescente. El tándem Lindqvist-Alfredson, con la invalorable ayuda de los dos intérpretes, concibe una extraña y fascinante combinación entre el cine de terror (hay escenas muy sangrientas), una conmovedora épica romántica y un implacable retrato sobre la violencia, los excesos y las contradicciones dentro del universo escolar y sobre el patetismo del mundo adulto con sus miserias de pueblo chico-infierno grande (abusos, paranoia, alcoholismo). Bella y melancólica, trágica y brutal, lírica y fatalista, digna de Nosferatu pero también del cine de Ingmar Bergman, Criatura de la noche está muy lejos de ser un producto efímero y demagógico sustentado en el impacto fácil (de hecho, el uso de los efectos visuales es mínimo y siempre funcional a las búsquedas narrativas). Se trata de una película para analizar, admirar y "degustar" incluso más de una vez. Una de esas sorpresas que aparecen muy de vez en cuando. Una cita insoslayable para aquellos que disfrutan de los géneros clásicos cuando son revisitados con los mejores recursos del cine moderno.
La llegada del final Edificios que se derrumban como castillos de naipes, autopistas que se quiebran como si fueran de arcilla, cruceros que se hunden por las olas de un tsunami? El fuego sale de las entrañas de la Tierra y las aguas todo lo inundan en esta nueva película de un obsesivo y consecuente cultor del Apocalipsis como el alemán Roland Emmerich. El cine del director de Día de la Independencia, Godzilla, El patriota, El día después de mañana y 10.000 A.C. suele convocar multitudes ávidas de emociones fuertes. Sus historias -construidas gracias a un enorme presupuesto (en este caso, 260 millones de dólares) y a un bombardeo de imágenes diseñadas con efectos visuales generados en computadoras- apela al impacto y al morbo que provoca el género catástrofe. Así, a partir de unas profecías (las milenarias predicciones de los mayas para el año 2012) y de una supuesta justificación científica (las reacciones físicas que generan las erupciones solares terminan calentando el centro de la Tierra y desatando luego explosiones dignas de partículas nucleares), Emmerich nos llevará al fin del mundo y a una posterior resurrección con connotaciones bíblicas. Es indudable que cierto sector del público se siente atraído hacia un espectáculo que nos describe cómo las ciudades se desmoronan y millones de personas mueren aplastadas, pero entre destrucción y destrucción Emmerich es incapaz de construir un solo personaje, un diálogo, una situación dramática que trascienda el clisé, el estereotipo, la fórmula, el lugar común. La acción salta de la Casa Blanca al parque nacional de Yellowstone, del Tíbet a Londres, de París a la India y los personajes van desde el presidente estadounidense (Danny Glover) y su hija (Thandie Newton) hasta un geólogo (Chiwetel Ejiofor), pasando por un padre (John Cusack) que intenta reivindicarse ante sus dos hijos y su ex esposa (Amanda Peet), y un desquiciado profeta y conductor radial que viene anticipando el fin de los tiempos (Woody Harrelson), pero en ningún caso el film alcanza un mínimo de carnardura humana, de rigor psicológico, de empatía y, así, los 158 minutos se hacen cada vez más difíciles de sobrellevar. Por lo tanto, entre tanta explosión y muerte, sólo sobreviven el vértigo y el impacto, mientras la emoción genuina y la sensibilidad brillan por su ausencia.
Este segundo largometraje de Mazza narra una historia de amor entre un hombre que se dedica a entrenar gallos de riña y una viuda bastante más veterana que él. Mazza -un porteño que parece obsesionado con historias de pequeños pueblos del interior- se traslada ahora a una zona árida e inhóspita de Catamarca para contar la relación afectiva entre dos seres parcos y solitarios. El resultado es valioso, más allá de algunos innecesarios simbolismos o de ciertos excesos pintoresquistas. Con una fotografía en HD que luce mucho más cuidada y ambiciosa que la precaria pero promisoria El amarillo, Gallero hace gala de un gran rigor y austeridad para describir -con los tiempos propios de los personajes y de la dinámica del lugar- cómo se va profundizando la conexión entre los dos protagonistas, más allá de las diferencias de edad y de personalidad. Hay en Gallero algo de Japón, de Carlos Reygadas, y bastante del cine popular de Leonardo Favio. Y hay una consolidación de un director con un universo y un estilo propios: Sergio Mazza.
De la opera prima de Mazza ya escribí en varios momentos (tras su presentación en el BAFICI y en Venecia) y en distintos medios. Este austero melodrama rural sobre una enigmática cantante de un pueblo perdido de Entre Ríos fue rodado a pulmón, casi sin recursos, y con un resultado sorprendente por su intensidad y personalidad. Un joven extraño y perdido llega a un bar/cabaret de pueblo y queda subyugado por una misteriosa cantante (Gabriela Moyano, toda una revelación). Una película sobre amores obsesivos, construida a base de climas y pequeñas observaciones, que trabaja en los límites imprecisos entre la ficción y lo documental.
Menos de lo mismo Alcanzar la originalidad es algo difícil en todos los ámbitos, pero más aún en el campo de la animación. La tentación de repetir fórmulas estéticas, narrativas y temáticas (con alguna mirada irónica como para justificar cierto guiño cómplice hacia el espectador) termina siendo demasiado fuerte para muchos guionistas y directores. Una semana atrás se estrenó en los cines argentinos Planet 51, un intento europeo sub-Shrek por reciclar los tópicos de la animación hollywoodense. Similar es ahora el caso de Igor, un sub-Tim Burton/Henry Selick que resulta ya no sólo demasiado derivativo de El extraño mundo de Jack sino también Frankenstein, El jorobado de Notre Dame, Robots y El Hombre Elefante. Igor es un... Igor, una suerte de casta de jorobados desclasados que se desempeñan como asistentes de despiadados cienfíticos en el Reino de Malaria (no es traducción). Pero la trágica existencia del Igor protagónico cambia por completo cuando su amo muerte y puede dar rienda suelta a sus ansias de inventor y dar vida a su gran creación: una mujer gigantesca con cierto parecido a Betty Boop que se convertirá también en su objeto del deseo. Hay reyes malvados que se burlan de su pueblo, competidores crueles y dispuestos a todos, exóticas mascotas y laderos que intentan sin suerte convertirse en comic-relief y una Feria de Ciencias para el final. Entre la comedia y el terror (sin divertir ni aterrorizar demasiado), Igor resulta, apenas, una discreta historia que entrega un trabajo de animación correcto pero sin grandes hallazgos. Una película más.
Vuelta de tuerca Uno podría buscarle reparos, encontrarle cuestionamientos (cierto pintoresquismo for export en la mirada sobre Buenos Aires, la selección de "grandes éxitos" del tango en el repertorio, un déjà vu a-la-Buena Vista Social Club, algunos pasajes ficcionalizados que resultan demasiado calculados, armados y forzados), pero El último aplauso no deja nunca de ser un documental llevadero y emotivo. Los films sobre viejas glorias del tango (aunque en este caso los protagonistas nunca llegaron a ser "glorias") tienen casi siempre el mismo formato (historias de vida, recuperación no exenta de nostalgia, exaltación de sus virtudes artísticas y la reivindicación final), pero aunque uno sepa de antemano que todo terminará "bien"; en este caso, con el regreso de los cantores al Bar El Chino, el derrotero de estos queribles personajes se sigue con interés, con la ternura con que uno vería las desventuras de simpáticos tíos y abuelos que, más allá de su patetismo y de sus miserias, cantan como los dioses y llevan la pasión por la música en la sangre. Concebida no sólo para el consumo local sino para su exhibición en Alemania, Japón (ambos países coproductores) y otros ámbitos en los que el tango es un producto festejado, El último aplauso comenzó siendo una cosa en 1999 (un trabajo sobre el mítico Bar El Chino de Pompeya y sobre su dueño, Jorge García), pero la muerte de éste, en 2001, obligó a repensar el relato. Kral optó, entonces, por seguir a tres de los cantantes (un hombre y dos mujeres) que se presentaban todas las noches en el lugar y que, tras el fallecimiento del Chino, decidieron no volver más y prácticamente abandonaron la música. Gracias a la película (y en la línea de la mencionada Buena Vista Social Club, Rerum Novarum o Café de los Maestros), Cristina de los Angeles, Inés Arce y Julio César Fernán vuelven a los escenarios, acompañados por los jóvenes integrantes de la Orquesta Típica Imperial. Sus anécdotas íntimas, las charlas de café, los ensayos y el show final forman parte del entramado que Kral construyó para "salvar" al proyecto original. Una vuelta de tuerca arriesgada, pero que le sale bastante bien, apoyado en un sólido trabajo de cámara, sonido, edición y -claro- en el carisma y el talento de sus protagonistas.
Reconciliables diferencias Así como en otro estreno reciente (el film turco Los tiempos de la vida), en Mar negro el disparador de la historia es el conflicto que en muchas familias genera el cuidado de los ancianos. Aquí, la veterana Gemma (gran interpretación de Ilaria Occhini, premiada en Locarno por este trabajo) sufre la muerte de su marido y los hijos deciden contratar a Angela (Dorotea Petre) una joven inmigrante ilegal rumana para que la cuide en un departamento de Florencia. Gemma está dolorida, enojada, resentida y, por supuesto, su víctima no puede ser otra que la dócil y bienintencionada Angela, que apenas balbucea algunas palabras en italiano y tarda en encajar con la idiosincracia de su nuevo país. Entre la tiránica patrona y la joven que no puede permitirse perder el trabajo (poco a poco, iremos conociendo su precaria situación en Rumania) la situación resulta siempre tensa, cruel, casi de sometimiento. La película -que tiene algunos elementos que remiten a Como la sombra, de Marina Spada- adquiere un rumbo bastante previsible (surgirán ciertos rasgos de humanidad en la señora italiana, algunas confesiones de la joven inmigrante y, así, se irá abriendo un hueco para el entendimiento mutuo), pero al menos el debutante Bondi sortea buena parte de las convenciones de la corrección política que suelen imperar en este tipo de historias. Las actuaciones de las dos protagonistas, ciertas pinceladas socioculturales (como la cobardía y los prejuicios de los vecinos respecto de los inmigrantes) y el tono cuidado, nunca altisonante, por el que opta Bondi hacen de Mar negro un film valioso.
Dos a entenderse Con Chop Shop y Man Push Cart, Ramin Bahrani había presentado credenciales para ser considerado un muy probable gran director. Con Goodbye Solo se confirma como una de las voces (miradas) más interesantes del panorama indie norteamericano. Dos personajes (uno, de mediana edad, taxista, nacido en Senegal, radicado en Carolina del Norte, casado por segunda vez con una mujer latina que está embarazada, y que parece salido de La felicidad trae suerte, de Mike Leigh; el otro, anciano, gruñón, resentido y depresivo, interpretado por un ex guardaespaldas de Elvis Presley y que parece salido de un film de John Cassavetes), una "excusa" argumental (un viaje a una montaña que el viejo quiere hacer ¿para suicidarse? y su relación con el conductor africano que debe llevarlo) y mucha sensisibidad, profundidad psicológica y amor por el cine son los elementos que le bastan a Bahrani para redondear una pequeñísima-enorme película. Red West, ex marine, ex boxeador, ex gángster, ex amigo, chofer y guardaespaldas de Elvis, y Souleymane Sy Savane, un actor nacido en Costa de Marfil casi sin experiencia profesional, son William y Solo, la pareja-desapareja, los opuestos que no se complementan pero finalmente se entienden, se aceptan, en esta fábula sentimental (y a mucha honra) sobre el respeto y la lealtad, que escapa con sabiduría al pintoresquismo de las películas sobre inmigrantes del Tercer Mundo e incluso a los golpes bajos tan habituales en las historias sobre relaciones padre-hijo o en aquellas en las que -como aquí- aparece en escena una encantadora niña, hijastra del entusiasta Solo. Esta película -que en los Estados Unidos se estrenó en marzo y todavía continúa en cartel- está inspirada, según el propio realizador, en ciertos trabajos del gran Roberto Rossellini, pero para mí, más allá de su innegable sello indie, adquiere sobre el final una dimensión visual y emocional casi digna del cine de Naomi Kawase. Su estreno en un mercado tan achicado como el argentino, en copias en fílmico (es notable el trabajo del director fotografía Michael Simmonds) resulta, por lo tanto, una hazaña, un verdadero milagro.
Identidad sustituta Esta superproducción animada de 55 millones de euros de presupuesto se presentaba como la gran esperanza europea (española) dentro de un mercado tan lucrativo (y competitivo) como el familiar. Si bien se utilizaba como argumento de venta el slogan "de los creadores de Shrek" (el guionista es Joe Stillman, que participó en las dos primeras entregas de la saga), se podía esperar algo más que una muy discreta imitación del formato hollywoodense. La película, en vez de plantear una alternativa a la fórmula más elemental de DreamWorks, resulta un producto muy menor, prefabricado y demasiado calculado, en función de lo que se supone es hoy el gusto del público globalizado. El más o menos ingenioso punto de partida tiene que ver con dar vuelta el tradicional esquema de invasor-invadido. Aquí es un egocéntrico y fanfarrón astronauta de la NASA el que llega al plácido y encantador Planet 51 del título para sembrar allí la paranoia y alentar el militarismo frente a lo desconocido. Pero el capitán Charles T. Baker (Dwayne "The Rock" Johnson en la versión norteamericana) encontrará la solidaridad de un entusiasta joven que acaba de conseguir su primer trabajo como asistente de asistente en el Planetario del lugar (Justin Long) y de sus "simpáticos" compinches. Habrá -como siempre- un par de malvados (el general que interpreta Gary Oldman y el científico despiadado que encarna John Cleese) y un objeto del deseo para la subtrama romántica (Jessica Biel). Habrá que ver si aquí se exhibe la versión subtitulada en alguna función nocturna, porque yo tuve que padecer la doblada para América Latina y está lejos de resultar satisfactoria. La animación es correcta (estándar, diría), hay un par de ideas inspiradas (que tienen a repetirse y, por lo tanto, a diluirse) y una tendencia al chiste fácil y, sobre todo, al guiño y la referencia "cinéfila" obvia y torpe. Enumeremos: Terminator, 2001: Odisea del espacio, Cantando bajo la lluvia, La Guerra de los Mundos, Apollo 13, Star Wars... y demasiados elementos ya vistos en Monstruos vs. Aliens, WALL-E, Hombres de Negro, E.T. y las películas de zombies. En definitiva, un intento (fallido) por hace cine de Hollywood fuera de Hollywood. Menos de lo mismo.