El director rumano Corneliu Porumboiu -creador de notables largometrajes de ficción, como Bucarest 12:08; Policía, adjetivo; Cae la noche en Bucarest, y El tesoro, además de documentales como El segundo juego e Infinite Football- cambia por completo de rumbo y de registro con un atrapante e ingenioso thriller rodado en parte en su país, pero que tiene también varias secuencias filmadas en La Gomera del título original, una de las más pequeñas islas de las Canarias españolas. Tráfico de drogas, un tentador botín de 30 millones de euros, traiciones cruzadas entre gánsteres y policías, una bellísima femme fatale siempre en el medio, un lenguaje impensado (conformado íntegramente por los silbidos a los que alude el título internacional en inglés, The Whistlers) para comunicarse a la distancia sin ser descubiertos, obsesión por las cámaras de vigilancia y múltiples referencias cinéfilas tanto al film noir francés (el protagonista Cristi, un agente corrupto devenido parte de la mafia que interpreta Vlad Ivanov, remite al Lino Ventura en las películas de Jean-Pierre Melville) como a los westerns de John Ford (con imágenes de Más corazón que odio incluidas), pasando, nada menos, por la célebre escena de la ducha de Psicosis, de Alfred Hitchcock, son solo algunas de las piezas de un complejo rompecabezas que solo puede armarse llegando hasta un singular final rodado en Singapur. Porumboiu recicla, pero luego subvierte y resignifica los elementos del cine de género (o de géneros), en un film rebosante de canciones (arranca con la voz de Iggy Pop interpretando "The Passenger" y luego hay temas a cargo de Jeanne Balibar, Ute Lemper, Lola Beltrán y música clásica de Richard Strauss), de virtuosismo en la estructura del guión y en su montaje (está narrado en episodios no cronológicos centrados cada uno en distintos personajes) y muy buenas ideas de puesta en escena. Algunos cinéfilos quedarán algo perplejos porque La Gomera, que tuvo su estreno mundial en el marco de la Competencia Oficial del último Festival de Cannes, nada tiene que ver con el austero e intimista cine rumano basado en conflictos familiares, pero si se acepta cambiar el chip e incursionar en un nuevo universo el resultado es tan fascinante como estimulante.
Todo comienza, por supuesto, con los inconfundibles acordes del gran John Williams, la frase "Hace mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana" y el rodante con enormes letras amarillas que nos explica el contexto de la historia. Un ritual que se inició hace 42 años y que con esta novena entrega llega a su fin. Imposible entonces no ponerse algo solemne y bastante nostálgico con una saga que marcó a varias generaciones de cinéfilos y generó un negocio multimillonario que incluye infinidad de spin-offs, producciones animadas, nuevas series como The Mandalorian y merchandising de todo tipo. Con J.J. Abrams nuevamente en el guion y la dirección (ya había rodado el Episodio VII, titulado El despertar de la fuerza), y luego de un octavo film (Los últimos Jedi) que, con Rian Johnson al frente, decepcionó a buena parte de los fans, El ascenso de Skywalker resulta un cierre acorde con los deseos de todos: convincente, impecable, cristalino, contundente, eficaz. Pero, al mismo tiempo, parece tan diseñado, tan subrayado, tan calculado, incluso por momentos tan demagógico, que se extraña una dosis mayor de audacia. Una película que ya es parte de la historia grande del cine por darle cierre a una de las sagas más populares del planeta, pero que está lejos de hacer historia por sus atributos estrictamente artísticos. Dicho de otro modo, es casi imposible no conmoverse con ciertas escenas, ante determinadas revelaciones, con los diversos desenlaces que se producen en los últimos minutos, pero en muchos casos esa emoción surge a partir de cuestiones más simbólicas o afectivas que cinematográficas. Sin entrar en detalles ( spoilers) que puedan enturbiar la experiencia más gozosa, puede decirse que Rey ( Daisy Riley) es ahora sí la auténtica protagonista de esta entrega final. Más allá de la permanente tensión entre ella y el Kylo Ren de Adam Driver (que incluye conexiones a distancia, duelos con sables de luz, una contradictoria relación de amor-odio y la tentación que comparten a la hora de acercarse al lado oscuro de la fuerza), es Rey quien carga con el peso dramático del relato para convertirse en una heroína moderna. Sí, hasta la clásica Star Wars se adaptó a las exigencias de estos tiempos. Como quedó dicho, El ascenso de Skywalker tiene un poco de todo: algunos momentos de heroísmo y humor con los personajes de Finn ( John Boyega), Poe Dameron ( Oscar Isaac) y Lando Calrissian (el veterano Billy Dee Williams), la presencia de los queribles robots (R2-D2, C-3PO, BB-8 y hasta alguna flamante incorporación), los aportes menores pero decisivos de dos mitos como Leia Organa (se reciclaron y adaptaron viejas tomas hechas con Carrie Fisher) y Luke Skywalker ( Mark Hamill), alguna que otra sorpresa como muertos que reaparecen en escena a partir de visiones trascendentales, ciencias oscuras o clonaciones, y las vueltas de tuerca finales que permiten cerrar todos los círculos y que los distintos viajes internos y externos se resuelvan de manera satisfactoria. Así, sin demasiado riesgo ni sofisticación, pero con indudable solvencia y profesionalismo, puede decirse que J.J. Abrams llega a la meta sorteando todos los obstáculos y las presiones en tiempo y forma. Misión cumplida.
Tati (Nicole Rivadero, toda una revelación) tiene 13 años y vive en una casilla de la Isla Maciel con su padre Osvaldo (Sergio Prina), un remisero alcohólico con el que no tiene precisamente una relación armónica. Tampoco le va demasiado bien con sus compañeras de colegio, donde es víctima constante de bullying, ni con las calificaciones (está a punto de repetir). En verdad nuestra heroína tiene una extraña obsesión: ser la botera a la que alude el título; es decir, la responsable de manejar uno de los botes que cruzan el Riachuelo entre la isla y La Boca. Pero los problemas son dos; su padre decide vender la precaria embarcación que poseía y además ella no tiene la más mínima idea de cómo remar. Aparece entonces un chico un poco más grande (17) que le enseñará el oficio y, en medio de ese proceso, cierta atracción surgirá entre ambos. La ópera prima de Sabrina Blanco es una historia de iniciación (no solo sexual) que describe también el paso de la niñez a la adultez (quizás un poco prematura por las duras condiciones de vida) en una época pasada (imprecisa pero no muy lejana). Con una clara impronta dardenniana en el enfoque estilístico y humanista, pero también con una potente mirada femenina (no solo la directora y la protagonista son mujeres sino también buena parte del equipo técnico y artístico), La botera decide concentrarse en las contradicciones, angustias, inseguridades, confusiones, dilemas, rabias y deseos de Tati y dejar el contexto hostil en el trasfondo. Es cierto que hay viñetas que muestran el machismo, la descontención, el embarazo adolescente, la precariedad de la atención sanitaria en los barrios populares y vulnerables, pero todo eso queda en un segundo plano (nunca se subraya) para poner el foco en el retrato íntimo de una chica que tiene que ocuparse también de cuestiones domésticas mientras lidia con la ausencia de un modelo femenino, con la curiosidad propia de su edad y con los celos y envidias que le genera ver lo que otros tienen y ella no. Las andanzas con Kevin (al parecer su único amigo), sus represiones y timideces que se van atenuando cuando gana en seguridad (hermoso el momento en que se anima a sumarse a una coreografía en un baile grupal en un merendero en el que suele colaborar) son parte de la construcción de este austero, riguroso, sutil y finalmente emotivo retrato sobre la búsqueda de la identidad.
John Cena se convirtió en una figura de inmensa popularidad como multicampeón de lucha libre en la WWE. Tratando de seguir los pasos de Dwayne "The Rock" Johnson, fue incursionando cada vez con mayor asiduidad (y en papeles más importantes) en el cine hasta llegar al protagonismo absoluto en Jugando con fuego, una fallida comedia en la que interpreta al jefe de un patético escuadrón de bomberos californianos que se especializan en lanzarse desde helicópteros en medio de incendios de alto riesgo. Tras una espectacular escena inicial en la que salvan a decenas de automovilistas que habían quedado varados en medio de las llamas en un bosque, la película abandona casi por completo la acción para apostar por el humor. Claro que (salvo en una escena a puro slapstick con los protagonistas resbalando sobre una mancha de aceite) los sucesivos pasos de comedia no funcionan. El Jake Carson de John Cena y sus tres laderos (Keegan-Michael Key, John Leguizamo y Tyler Mane) deberán ocuparse luego de hospedar en el cuartel a tres hermanos (una adolescente y dos niños) y la "misión" no les resultará nada simple. El director Andy Fickman ( Entrenando a papá) maneja tanto este conflicto como una subtrama romántica entre Jake y la doctora Amy Hicks (Judy Greer) con el "piloto automático" de la comedia familiar: no hay capacidad alguna de sorpresa, de provocación, de emoción. Una sumatoria de fórmulas. Una acumulación de lugares comunes.
Los primeros minutos de esta ópera prima describen la dinámica cotidiana de un centro para madres adolescentes de bajos recursos que manejan en Buenos Aires unas veteranas y rígidas monjas italianas. Las tensiones entre las muchachas (todas embarazadas o con niños pequeños) y las religiosas son permanentes, pero también los roces entre las internas. Dentro de un relato coral, Maura Delpero -directora italiana radicada en la Argentina- fija la atención en Luciana y Fátima (interpretadas con convicción por las debutantes Agustina Malale y Denise Carrizo), amigas tan opuestas como complementarias: la primera, siempre rebelde; la segunda, más concienzuda. El film expone las dificultades y angustias de estas jóvenes que fueron madres antes de tiempo, sin contar en muchos casos con la seguridad económica, la madurez emocional ni las ganas íntimas de tener hijos y ocuparse de ellos. Lo hace con sensibilidad, sin golpes bajos, sin juzgar a sus criaturas por sus carencias o excesos. La película da un vuelco cuando llega a la institución sor Paola (Lidiya Liberman), única religiosa joven que, más allá de cierta timidez, rápidamente se siente atraída por el mundo de las adolescentes, en especial por el de Fátima y el de Nina, la descontenida pequeña hija de Luciana. Narrada con rigor y austeridad, pero al mismo con inteligencia en sus planteos y profundidad en su entramado psicológico, Hogar resulta un film emotivo e inquietante en su mirada de la construcción de la identidad femenina, de las contradicciones y los códigos de lealtad que se establecen entre mujeres de muy diferentes orígenes y condiciones sociales.
Quince días antes de su estreno en Netflix, Los dos papas llega a los cines con múltiples elementos de interés para el público argentino: parte del rodaje se realizó en reconocibles locaciones locales, hay varios actores nacionales en el elenco como Juan Minujín, María Ucedo, Germán De Silva y Cristina Banegas, pero sobre todo tiene como eje la historia del cardenal Jorge Mario Bergoglio desde su juventud y hasta convertirse en el papa Francisco. Dirigida por el brasileño Fernando Meirelles ( Ciudad de Dios), Los dos papas se basa en una serie de intensas conversaciones que transcurren en 2012 entre el por entonces Benedicto XVI (Anthony Hopkins) y el cardenal Bergoglio (Jonathan Pryce). Mientras el alemán Joseph Ratzinger se ve cada vez más afectado por los escándalos financieros y morales que lo rodean, el argentino tiene decidido presentarle su renuncia. Los sucesivos encuentros entre ambos (de miradas opuestas sobre el estado de las cosas en el mundo en general y en la Iglesia en particular) irán acercándolos incluso desde el disenso y permitiéndoles compartir sus dudas, culpas y traumas. En el caso de Benedicto, su mal manejo de los escándalos de abusos sexuales; en el de Bergoglio, su polémico accionar durante la última dictadura militar. Más allá de que la "argentinidad" de Bergoglio se presenta con ciertos clichés (bailes de tango, fanatismo por el fútbol), los flashbacks que exponen el pasado del protagonista durante las décadas de 1950 (cuando abandona a último momento un casamiento pautado y se convierte definitivamente en un hombre de fe) y de 1970 (cuando se enfrenta a otros jesuitas por sus negociaciones con la Junta Militar con el objetivo de salvar unas cuantas vidas) lucen cuidados y bastante bien documentados (el guionista es Anthony McCarten, un experto en biopics tras La teoría del todo, Las horas más oscuras y Bohemian Rhapsody). El principal problema es, sobre todo, de verosímil, ya que el look de Minujín poco tiene que ver con el de la versión joven de Bergoglio. Con dos notables actuaciones de Pryce y Hopkins, quienes exponen en toda su dimensión las contradicciones psicológicas, espirituales y morales de sus personajes, una notable reconstrucción en los estudios Cinecittà de la Capilla Sixtina, un impecable uso de los efectos visuales para exponer la dinámica interna y externa del Vaticano, un amplio despliegue musical (con connotaciones dramáticas) que va desde Abba hasta los Beatles, pasando por varias composiciones de Dino Saluzzi y unos cuantos logrados momentos de humor que matizan la solemnidad de la historia, Los dos papas surge como una atractiva película con mucho material para el debate artístico, político y religioso.
Para aquellos cínicos que descreen del poder catártico del cine, Las buenas intenciones es un ejemplo contundente de cómo una historia real marcada por la tragedia puede transformarse en un hecho artístico dominado por la sensibilidad, el lirismo y el amor. Lo mejor de la ópera prima de García Blaya es que ha logrado transformar el dolor en belleza. Gustavo (Javier Drolas) es un hombre divorciado y padre de tres hijos, que no es precisamente un dechado de responsabilidad. Con su amigo Néstor (Sebastián Arzeno) manejan una disquería (estamos en la década del 90), aunque los números no cierran. Su exesposa (Jazmín Stuart) tiene nueva pareja (Juan Minujín), pero se la pasa quejándose por las constantes impuntualidades e incumplimientos económicos de Gustavo, un típico slacker de caótico hogar y más afecto a las trasnochadas, los romances casuales, el fútbol, manejar su Torino y fumar marihuana que a dedicarse a su familia. Cuando Cecilia le informa que va a radicarse con su novio y los tres chicos en Paraguay, Gustavo lo acepta con una mezcla de enojo, tristeza y finalmente resignación. Sin embargo, Amanda (Amanda Minujín), la mayor de los hermanos, está decidida a quedarse con él. Las buenas intenciones es una tragicomedia sobre la relación padre-hija, una película sobre el amor por la música (hay algo del universo del Nick Hornby), una carta de amor a los padres torpes y un ensayo sensible y por momentos conmovedor sobre el sacrificio, la pérdida y la reconciliación.
Dos ancianos se comunican a través de una aplicación de citas online, se encuentran en un restaurante y en la charla admiten que han “maquillado” un poco la información. Inician luego una suerte de sereno romance, comparten algunas “inversiones” (de él sabremos enseguida que es un estafador profesional) y, a partir de entonces, comenzará una serie de sorpresas que, como en todo buen thriller, es mejor no anticipar. No es novedad (teniendo en cuenta incluso el título de la película) que los juegos de seducción, la mentira, el engaño, las confabulaciones, las trampas cruzadas y ciertos hechos del pasado que regresan al presente en forma de venganza estarán en el centro de la escena de este film dirigido con mucho oficio y bastante eficacia por el prolífico y ecléctico realizador de Dioses y monstruos, Kinsey: El científico del sexo, Soñadoras: Dreamgirls, El quinto poder, La Bella y la Bestia, Mr. Holmes y hasta dos entregas de la popular saga Crepúsculo / Amanecer. Y tampoco es novedad que, para sostener este duelo casi siempre circunscripto a dos personajes, este juego de gato y ratón (en el que nunca se sabe a ciencia cierta quién es quién), se necesitaban dos intérpretes de la experiencia, el aplomo, la ductilidad y la solvencia de Ian McKellen y Helen Mirren. Es cierto que hay buenos aportes secundarios de Jim Carter (el asesor financiero del Roy Courtnay de McKellen) y de Russell Tovey (el nieto de la Betty McLeish de Mirren), pero El buen mentiroso -que bebe de las fuentes de Patricia Highsmith, John le Carré y David Mamet- se termina sobreponiendo a algunas dosis de crueldad y a ciertos subrayados en su estructura de thriller psicológico con ínfulas moralistas gracias a dos intérpretes sabios, nobles y virtuosos, pero que jamás necesitan regodearse en su indudable capacidad expresiva.
Gore y comedia negra se conjugan a la perfección en esta película de la dupla Matt Bettinelli-Olpin y Tyler Gillett que comienza dentro del subgénero de noche de bodas y luego deriva hacia un juego de escondidas con una familia de psicópatas multimillonarios siguiendo una vieja tradición que consiste en cazar (sí, con “z”) a la novia de turno. Claro que nuestra heroína llamada Grace (Samara Weaving, que tiene un look que es casi un calco de la también australiana Margot Robbie) no se rendirá tan fácilmente y lo que sigue será un vertiginoso exponente de terror gótico (aunque la historia transcurre en la actualidad) en una descomunal mansión histórica y con personajes encantadoramente desquiciados: además de Weaving, se lucen Mark O'Brien (como el flamante esposo que se debate entre el amor por Grace y la lealtad con su familia), Henry Czerny (el padre), la gran Andie MacDowell (la madre), Nicky Guadagni (la excéntrica tía), Adam Brody (el hermano del novio) y varios integrantes más de un clan tan perverso como sádico. Quizás cada uno de los elementos de Boda sangrienta no sea particularmente novedoso si se lo analiza de forma independiente, pero todos ellos -en su conjunto y sobre todo en su sabia combinación- conforman un bienvenido festival de sangre y gags construido a partir de un humor negrísimo que se disfruta de principio a fin. Un impecable exponente de cine de género.
Con películas como Forty Shades of Blue, Keep the Lights On, Love is Strange y Por siempre amigos, Ira Sachs se convirtió en uno de los directores más venerados del cine independiente estadounidense. Con Frankie -que compitió por la Palma de Oro en el último Festival de Cannes- dio un giro en su filmografía al rodar en la bellísima ciudad portuguesa de Sintra y alrededores con un auténtico seleccionado del cine mundial: Isabelle Huppert, Marisa Tomei, Brendan Gleeson, Greg Kinnear, Pascal Greggory y Jérémie Renier. Aunque el título en singular remite al personaje de una exitosa actriz que interpreta con la ductilidad de siempre Huppert, estamos ante una película coral que transcurre durante una jornada veraniega en ese paradisíaco enclave. Allí se reúne la conflictuada protagonista con familiares, colaboradores y amigos en un relato que abordará amores, separaciones, reconciliaciones, enfermedades, despedidas, redenciones y hasta algún milagro (Sintra es famosa además por sus aguas curativas). El film se inscribe en esa suerte de subgénero de "extranjeros que viajan por Europa". Hay algo de pintoresquismo y de ciertos lugares comunes burgueses en esta propuesta, que alterna drama y comedia, costumbrismo y lirismo (hermoso el plano final también con ínfulas de Kiarostami), pero Sachs termina saliendo airoso del desafío con los aportes sustanciales del brillante fotógrafo portugués Rui Poças ( Tabú, Zama) y de sus talentosos intérpretes.