Esta producción israelí rodada en Ucrania y hablada en inglés mixtura tradiciones y leyendas surgidas de la cábala judía con elementos propios del género fantástico y de terror para una historia ambientada en la Lituania de 1673. Más allá de la audacia y del riesgo asumido en este film codirigido por los hermanos Doron y Yoav Paz (los mismos de Jeruzalem), la propuesta es más interesante en su planteo y en algunos de sus aspectos analizados de manera independiente (como el trabajo en la fotografía y los efectos visuales) que en su resultado final. En la línea de La bruja, de Robert Eggers, y otros relatos de horror que transcurren en tiempos muy lejanos, Golem narra la historia de Hanna (buen trabajo de Hani Furstenberg), una mujer que ha perdido un hijo siete años atrás y eso le ha generado un profundo trauma; la frustración de su marido (Ishai Golan), y el repudio de la comunidad del pueblo, ya que la maternidad es considerada la principal función de la mujer. Las cosas se complican aún más para ella y los lugareños cuando la aldea es invadida por violentos vecinos que escapan de una plaga, primero, y por la criatura sobrenatural a la que alude el título, después. Demasiado "autoral" o intelectual para los cultores del cine de terror y demasiado extrema para quienes buscan cine de arte, Golem se termina quedando -en varios sentidos- a mitad de camino.
Fiel a su espíritu épico, grandilocuente, apabullante, el alemán Roland Emmerich reconstruyó a gran escala (con un presupuesto de 100 millones de dólares que le permitió un portentoso despliegue de efectos visuales para coreografías aéreas y navales) la batalla de Midway ocurrida en junio de 1942 y considerada un punto de inflexión en la evolución de la Segunda Guerra Mundial. En ese sentido, puede afirmarse sin reservas que la nueva película del director de Día de la Independencia, Godzilla, El patriota, El día después de mañana y 2012 cumple con creces con las expectativas de aquellos que quieren ver espectaculares escenas bélicas. El problema surge, precisamente, entre enfrentamiento y enfrentamiento. El engranaje dramático, los pasajes “intimistas”, los momentos en que se deciden las estrategias militares, los diálogos con apelaciones heroicas, las actuaciones sin sutilezas (el elenco es notable, pero cada una de las figuras parece estar puesta en la trama como una fichas sobre el tablero del T.E.G.). De estructura coral, Midway pendula entre el punto de vista del bando estadounidense y el de los japoneses (con mucho más espacio para los primeros, claro) y, dentro de una narración que incluye a decenas de personajes con grandes intérpretes en pequeñas participaciones, tiene como protagonistas a Dick Best (Ed Skrein), el mejor piloto de la armada y líder de un escuadrón capaz de concretar las mayores hazañas en medio del fuego enemigo. Los otros personaje con cierto (no mucho) desarrollo son el también piloto Wade McClusky (Luke Evans), el oficial de inteligencia Edwin Layton (Patrick Wilson) y el líder en estrategia militar Chester Nimitz (Woody Harrelson). El resto es puro espectáculo de batallas por los aires y las aguas del Pacífico (imponentes los ataques a los portaaviones japoneses). Tras la humillación de Pearl Harbor, llegará la revancha de Midway con una exitosa resolución en la que (esto es Hollywood) hay tanto de estrategia militar como de intuición y azar. Lo dicho: si el espectador pretende un film serio y profundo como los que han propuesto directores como Steven Spielberg, Terrence Malick, Clint Eastwood o Kathryn Bigelow, Emmerich no es precisamente un continuador de esa tradición (aunque se permite un simpático homenaje a John Ford). El suyo es un cine clase B, pirotécnico y superficial, para consumir con un balde de pochoclos y sin demasiadas exigencias.
Este enésimo regreso de la franquicia apuesta en principio por una bienvenida “lavada de cara” no solo respecto de la serie original del período 1976-1981 sino también en relación con las varias películas que luego aprovecharon la fórmula. Aquí hay una guionista y directora mujer (la reconocida actriz Elizabeth Banks en su segunda incursión detrás de cámara luego de Más notas perfectas), protagonistas veinteañeras como las londinenses Ella Balinska (23) y Naomi Scott (26) y la californiana Kristen Stewart (29), un espíritu millennial y una clara conciencia feminista. En ese sentido, Banks emprende la lucha correcta en el contexto actual de Hollywood, pero apelando a las armas incorrectas. En principio, porque en su búsqueda del empoderamiento femenino cae en todos y cada uno de los clichés del “Girl Power”. En la película cada demostración de la potencia e independencia, cada apelación al discurso aspiracional y cada exaltación de la autoconfianza de las protagonistas resultan obvias, subrayadas y, en definitiva, poco interesantes. Parece como si a la guionista y directora le hubieran dado vía libre en este terreno y, en vez de trabajar estas cuestiones tan actuales con humor, ironía y desparpajo, se hubiese decidido por hacer una declaración de principios. Tal es así que no hay en las dos horas de narración un solo personaje masculino medianamente atractivo. Una suerte de reverso de ese cine machista que durante tanto tiempo encasilló a la mujer a puro estereotipo. Pero hay en esta Angeles de Charlie modelo 2019 un segundo “pecado” que resulta aún peor: la película pretende ser cool, canchera, moderna, juvenil y solo logra serlo en muy pocos pasajes. Es como si las chicas muchas veces estuvieran posando para el poster y, así, el relato carece en demasiados pasajes de fluidez, consistencia, elegancia y capacidad tanto para provocar como para entretener. Hay un McGuffin (un revolucionario dispositivo que permite generar “energía límpia”, pero que la corporación que lo ha diseñado no ha probado lo suficiente con el consiguiente riesgo de seguridad), hay conflictos generacionales (los “viejos” son el mítico y aquí desaprovechado Patrick Stewart y, a sus 45 años, la propia Banks) y algo que la saga de James Bond ha impuesto: el cine de aventura “turístico” con escenas que transcurren en Los Angeles (obvio), pero también en Río de Janeiro, Estambul, Hamburgo, Berlín y otras ciudades. En varios pasajes (incluidas las imágenes post títulos) hay constantes homenaje a distintas actrices que pasaron por la saga. Es una suerte de evocación y reivindicación de los sucesivos aportes que los diversos ángeles de Charlie hicieron por consolidar el lugar de la mujer dentro del género de acción. Un gesto valioso, pero también un poco forzado. Celebremos entonces estos tiempos de Time's Up y MeToo con muchas películas, pero si es posible con mejores recursos y resultados que esta de Elizabeth Banks.
Tras esa notable ópera prima que fue Los globos (2016), Mariano González construye en apenas 70 minutos una película de fuertes implicancias emocionales. Sólido, concentrado y potente, este drama narra las desventuras de Luisa (impecable actuación de Sofía Gala Castiglione), una joven con doble trabajo: por un lado, colabora en un taller donde se fabrican réplicas de Budas y otras figuras en cerámica y, por otro, suma ingresos como babysitter. Mientras cuida al pequeño Felipe se produce un accidente y el chico sufre una grave intoxicación por lo que es internado de urgente. Desesperados, los padres del pequeño, Carla (Laura Paredes) y Sebastián (Edgardo Castro), le echan la culpa a ella y a su novio Miguel (el propio González), quien justo estuvo al cuidado de Felipe en el preciso instante del infortunio. La culpa es una de las constantes de este film que tiene a Sofía Gala Castiglione casi todo tiempo en pantalla. Es ella quien intentará -como puede, como le sale- saber cómo está el pequeño y ofrecer las disculpas del caso. La otra parte le responde con constantes negativas y hasta con amenazas de acciones judiciales. Luisa se debate entre cubrir a su novio (que parece estar en su mundo) a pura lealtad y el deseo de distanciarse por el rechazo, indignación, angustia, bronca, desesperación y dolor que toda la situación le genera. El cuidado de los otros resulta -como buena parte de la literatura de Paul Auster o Ian McEwan, por ejemplo- un impiadoso, desgarrador e inteligente estudio sobre el azar y la precariedad con la que convivimos. Lo que en determinado momento parece pura armonía en solo un instante puede transformarse en un infierno inmanejable. De todo eso está construido este austero, preciso y al mismo tiempo provocador e inquietante film que ratifica a González como un autor para seguir muy de cerca.
Tres generaciones se encuentran en una casona campestre para pasar allí las fiestas de fin de año. La abuela Meme (Marilu Marini) recibe a sus dos hijos, Emilio (Luis Ziembrowski) y Sergio (Daniel Hendler), quienes llegan acompañados por sus respectivas familias. Más allá de su estructura coral (hay tiempo suficiente como para entender las características, comportamientos y reacciones de los distintos personajes), Hernández le entrega el punto de vista al grupo de Emilio y, más precisamente, a su esposa Luisa (Érica Rivas) y a su hija Ana (Ornella D'Elía), quien a los 14 años suele padecer extraños episodios de sonambulismo (algo que al parecer viene de familia). El matrimonio no pasa precisamente por su mejor momento y la adolescente está en pleno despertar sexual. Los conflictos no tardan aparecer y no solo entre ellos tres. En un almuerzo surge un tema pendiente: Meme (quien ha perdido a su marido) y Sergio quieren vender la propiedad, mientras que Emilio pretende mantenerla. Por su parte, la tardía llegada de Alejo (Rafael Federman), hijo de Sergio y un seductor compulsivo que ha regresado hace poco al país, no hace más que amplificar las tensiones. Calor, campo, piscina, alcohol, coqueteos, comilonas, discusiones no exentas de cinismo, ironía y resentimientos... Los sonámbulos dialoga en un principio con cierto cine francés del estilo de Las horas del verano, de Olivier Assayas, o Verano del '79 (Le Skylab), de Julie Delpy, aunque sin caer en excesivos devaneos intelectuales (pese a que varios personajes forman parte del negocio editorial) y luego va derivando hacia algo más denso, perturbador y, en definitiva, siniestro. Es precisamente el desenlace lo que seguramente mayores incomodidades y debates generará entre el público, aunque también es cierto que Hernández sintoniza sin hacerlo demasiado obvio, recargado ni subrayado con estos tiempos en los que la violencia machista y las búsquedas de empoderamiento y sororidad femeninas están reconfigurando el mapa social. Más allá de que no todos los conflictos tienen el mismo espesor dramático, la misma implicancia emocional o la misma sutileza en su resolución, Los sonámbulos es una obra de indudable maestría, inteligencia y madurez desde la puesta en escena (los planos secuencia, la cámara en mano, el uso de la luz natural, etc.) y, en especial, desde una asombrosa dirección de intérpretes (a las notables actrices y actores citados hay que sumarle a una Valeria Lois que carga en su Inés con todas las secuelas del puerperio y el amamantamiento). Así, entre el coming-of-age con sus deseos de pubertad, sus inevitables angustias y sus ritos de iniciación; el drama familiar en el que quedan expuestas en toda su dimensión la incomunicación, la degradación (desintegración) de ciertos vínculos y las diferencias generacionales; el amor y los códigos de lealtad que afloran en una relación madre-hija; y una tensión creciente que nos permite avisorar algún estallido de violencia, Los sonámbulos encuentra recursos, hallazgos y atractivos suficientes como para mantener “despierto” al espectador.
Este segundo largometraje del belga Guillaume Senez luego de la promisoria Keeper (2015) narra las desventuras de Olivier (notable trabajo de Romain Duris), jefe de área en una inmensa distribuidora de ventas online a-la-Amazon. El protagonista, más allá de su eficiencia laboral, dedica buena parte de su tiempo y esfuerzos a la lucha sindical en tiempos de empleos precarizados, pero cuando su angustiada esposa abandona el hogar sin dejar rastros ese hasta entonces padre bastante ausente de 39 años debe hacerse cargo por completo del cuidado y la crianza de sus dos hijos, también atribulados por la repentina desaparición de su madre. Las contradicciones íntimas de Olivier, sus limitaciones tanto en el terreno afectivo como en las cuestiones prácticas cotidianas, los súbitos cambios de paradigmas y de prioridades que enfrenta y la solidaridad de las mujeres que lo rodean (hay una hermosa aparición de Laetitia Dosch en el papel de Betty, la hermana actriz del protagonista) son algunos de los elementos principales de este sólido, visceral, potente y humanista drama social que tiene fuertes conexiones con el cine de sus compatriotas Jean-Pierre y Luc Dardenne, así como con películas francesas del estilo de Recursos humanos, El empleo del tiempo y La guerra silenciosa. El título original, Nuestras batallas, define a la perfección el espíritu del film, que va de lo individual a lo familiar y de allí a lo social (y viceversa), porque expone en toda su dimensión y en sus múltiples facetas y alcances las pequeñas (y no tan pequeñas) luchas que un hombre de mediana edad debe emprender cada día para su subsistencia y la de sus seres queridos en los distintos terrenos de su vida.
“¿Mira quién viene a cenar”, podría ser el título de la película. En efecto, este largometraje basado en la popular serie emitida entre 2010 y 2015 tiene como punto de partida la llegada a Downton Abbey de una carta oficial informándo que el rey Jorge V (Simon Jones) y la reina María (Geraldine James) han decidido hospedarse una noche en la fastuosa residencia de los Crawley como parte de su gira por Yorkshire. La noticia, por supuesto, sorprende y convulsiona tanto a los dueños de casa como a los sirvientes, que esperan estar a la altura de las circunstancias. Poco durará esa expectativa, ya que pronto se enterarán de que los monarcas planean llevar para la cena y el desfile a sus propios organizadores, cocineros, mozos, etc. A medida que los enviados de la Corona se van instalando en Downton Abbey crecen las tensiones con los Crawley y sus empleados, pero Julian Fellowes desde el guión y Michael Engler (un veterano director del mundo de las series, incluidos 4 episodios de esta, pero con escasa experiencia en cine) desde la puesta en escena nunca abandonan un tono ligero, superficial y basado sobre todo en ese irónico humor negro que tan bien manejan los británicos. Habrá alguna que otra intriga palaciega, desavenencias políticas con los irlandeses, flirteos y romances (hétero y homosexuales), internas entre los trabajadores, desajustes en el protocolo, fastuosas cenas y bailes, pero todo con un espíritu zumbón. Es que en el universo de Downton Abbey hasta los elementos más trágicos (o los cínicos y despiadados one-liners que dispara Violet, la condesa viuda de Grantham interpretada a sus 85 años por la genial Maggie Smith) ocurren como de manera casual, casi en plan lúdico. La pregunta del millón es, inevitablemente, si Downton Abbey -la película- se sostiene por sí sola en lo artístico y, si bien la respuesta es positiva, también es cierto que no tiene demasiado sentido para los no iniciados en la serie de Fellowes. Son dos horas disfrutables para cualquier cinéfilo en su exposición de los usos y costumbres de principios del siglo XX, sí, pero lo serán mucho más para los que han seguido de cerca, con una sonrisa casi permanente, las tragicómicas desventuras de estos queribles personajes durante nada menos que seis temporadas.
Con más de 30 largometrajes como actor, Edward Norton solo había incursionado en la dirección hace casi dos décadas con Divinas tentaciones (Keeping the Faith, 2000). Finalmente pudo concretar un proyecto por el que luchó durante mucho tiempo: la transposición de la novela homónima de Jonathan Lethem, que Norton (en un cambio no menor) decidió ambientar en 1957. Se trata de una mixtura entre el thriller de gangsters, el drama romántico y el cine de denuncia que es más convincente cuando se analizan por separado cada uno de sus aspectos que en el todo. Las actuaciones (empezando por la extraordinaria del propio Norton), la impresionante reconstrucción de la Nueva York de los '50, la notable banda sonora con aires jazzísticos de Daniel Pemberton, la exquisita fotografía de Dick Pope... Cada elemento de Huérfanos de Brooklyn brilla por sí solo, pero la narración por momentos carece de la fluidez y de la potencia emocional que requería. Así, el film se disfruta solo de a ratos porque en otros se imponen la frialdad, el distanciamiento, la artificialidad y resulta difícil empatizar y consutanciarse del todo con la trama. Norton interpreta a Lionel Essrog (también lo llaman Brooklyn y Freakshow), un detective privado con síndrome de Tourette que lo lleva a decir cosas inapropiadas en los momentos más inoportunos. Sin embargo, es también un investigador obsesivo y temerario que se enamorará de la activista Laura Rose (Gugu Mbatha-Raw) y terminará enfrentándose con Moses Randolph (Alec Baldwin), un personaje claramente inspirado en Robert Moses, el todopoderoso funcionario que se dedicó a barrer zonas marginales ocupadas por pobres e inmigrantes para construir los puentes, autopistas y grandes edificios que le dieron la fisonomía actual a Nueva York. En la línea de Barrio Chino, Huérfanos de Brooklyn es una épica con asesinatos, chantajes, confabulaciones y corrupción. Durante los 144 minutos del film, Norton se dio todos los gustos: desde varias hermosas escenas musicales en un club de jazz de Harlem hasta contar con el aporte de un elenco que incluye no solo a los intérpretes ya citados sino también a Bruce Willis, Willem Dafoe, Cherry Jones, Leslie Mann y Bobby Cannavale, entre varias otras figuras. Aunque por momentos resulte una película para admirar antes que para sentir, Huérfanos de Brooklyn es un viaje al pasado lleno de elementos fascinantes, con ese know how técnico y visual que solo Hollywood está en condiciones de ofrecer por cuestiones presupuestarias, unas cuantas escenas logradas e imágenes sobrecogedoras. Quedó dicho que está lejos de ser un film completamente convincente, pero la experiencia de apreciarla en pantalla grande en las mejores condiciones de proyección y sonido no deja de ser altamente recomendable
En el marco de la guerra entre Netflix y las grandes cadenas de exhibición y en medio de las polémicas por las opiniones de Scorsese sobre las películas de Marvel, se presentó en la clausura del Festival de Mar del Plata cuatro días antes de su lanzamiento en un puñado de salas argentinas esta extraordinara épica de tres horas y media de duración que los muchos cinéfilos amantes de la filmografía del realizador de Taxi Driver, Toro salvaje, Buenos muchachos y Casino podrán disfrutar en pantalla grande desde este jueves 21 y los suscriptores del popular servicio de streaming tendrán a su disposición a partir del miércoles 27 de noviembre. Uno podría decir que toda película fue hecha para ser disfrutada preferentemente en pantalla grande, pero no es lo mismo una historia austera y de cámara con dos personajes que transcurre en una sola locación que un film de 150 millones de dólares de presupuesto ambientado durante las décadas de 1950, 1960 y 1970 con las prodigiosas dimensiones narrativas, visuales, sonoras y musicales de El Irlandés. Lamentablemente, producto de la extensa batalla (sin visos de tregua por el momento) entre los exhibidores y Netflix por el sistema de “ventanas” (período de exclusividad para la explotación en las salas), apenas dos salas la exhibirán en CABA y GBA. En el resto del mundo el gigante del streaming alquiló (y en algunos casos hasta compró) históricos y gigantescos teatros que se llenaron de decenas de miles de cinéfilos ávidos por ver los 210 minutos mágicos de Scorsese y su banda de amigos en las mejores condiciones. En un mercado minúsculo y degradado como el argentino solo hubo chances de verla dos veces en el Auditorium de Mar del Plata y apenas 58 pantallas (la inmensa mayoría del interior) están confirmadas para su estreno comercial. Pero basta de lamentos (cada una de las partes del conflicto comercial tiene sus argumentos y razones que son atendibles y hay que respetar) y vayamos a la película, que se ubica entre los mejores trabajos de un director que tiene 25 largometrajes de ficción y un puñado de también notables documentales. Y eso que estamos hablando de alguien que filmó nada menos que Calles salvajes, Taxi Driver, Toro salvaje, Buenos muchachos, La edad de la inocencia, Casino, Pandillas de Nueva York, Los infiltrados y El lobo de Wall Street, solo por nombrar algunos de sus títulos más recordados (podrán agregar varias otras joyas a esta arcón de tesoros, claro). A partir del guion que el cotizado Steven Zaillian (La lista de Schindler, Misión: Imposible) escribió sobre el bestseller I Heard You Paint Houses que Charles Brandt publicó en 2004, Scorsese construyó un film que sintoniza con varios temas (obsesiones) que lo acompañan desde siempre como los códigos de los gangsters, los límites que impone el poder, la lealtad, la amistad a través del tiempo, las contradicciones familiares, la culpa y la búsqueda de la redención. El libro de Brandt, el guión de Zaillan y el relato de Scorsese se centran en la figura de Frank “The Irishman” Sheeran (De Niro), veterano de la Segunda Guerra Mundial y camionero desde 1947 devenido en asesino a sueldo de la mafia de Filadelfia que durante muchos años fue algo asi como la mano derecha de Jimmy Hoffa (Al Pacino), el despótico líder del poderosísimo sindicato de los Teamsters (camioneros) que desapareció de forma misteriosa en 1975. Ese lugar esencial de Sheeran en esta fascinante historia de confabulaciones políticas y negociados multimillonarios resultó toda una novedad, ya que "El Irlandés" ni siquiera figura en la biopic Hoffa, que Danny DeVito estrenó en 1992. Tras un largo y bello plano secuencia inicial descubrimos a un Sheeran anciano y postrado en un asilo. Será desde esa silla de ruedas y con la inconfundible voz en off de De Niro que nos contará durante las siguientes tres horas y pico los atrapantes hechos de esta saga de crímenes, alianzas y traiciones, peleas sindicales, procesos judiciales y desencuentros familiares. Esta “El Padrino” de Scorsese fue concebida como una sucesión de auténticas coreografías fílmicas en las que se lucen no solo su portentoso virtuosismo narrativo sino también la fotografía de Rodrigo Prieto, la edición de Thelma Schoonmaker, el diseño de arte de Bob Shaw y las decenas de temas de blues, de rock, de jazz, de mambo o de la canción italian que van de Fats Domino a Muddy Waters, pasando por Jerry Vale, la orquesta de Pérez Prado o Van Morrison con Robbie Robertson (este último autor también de la música incidental). Y mención especial para los efectos visuales liderados por el argentino Pablo Helman que permitieron “rejuvenecer” a los personajes para narrar desde su juventud hasta su vejez. En su reencuentro con Robert De Niro luego de Casino (hace... ¡casi un cuarto de siglo!) y en su primera colaboración con Al Pacino, Scorsese consigue algo muy difícil en el cine contemporáneo: ser épico e intimista, desgarrador y sutil a la vez, mostrando el costado hiperviolento, pero también las facetas vulnerables de sus criaturas, que conviven con su ambición y sus traumas, con su sadismo y sus miedos. Una típica historia de surgimiento, apogeo y derrumbe, pero sin dejar de lado sus múltiples facetas, lecturas y derivaciones (con notables irrupciones de humor negro). Así, mientras en el trasfondo vemos grandes hitos de la Historia (desde la elección y posterior asesinato de JFK hasta los sucesivos conflictos con Cuba), Scorsese nunca pierde el foco en la relación entre el Sheeran de De Niro, el Hoffa de Pacino y el mafioso Russell Bufalino, brillantemente encarnado por Joe Pesci. Un descomunal trío actoral en estado de gracia, a la medida de y en sintonía con las ambiciones, búsquedas y logros de ese auténtico e incombustible maestro del cine del último medio siglo que es Martin Scorsese. Gracias por tanto.
En la línea de famosos thrillers políticos de la década de 1970 (Todos los hombres del presidente, Los tres días del cóndor), Reporte clasificado es una contundente película de denuncia inspirada en hechos reales. Daniel J. Jones (el prolífico y “todoterreno” Adam Driver) es el héroe menos pensado, un tipo común que en circunstancias extraordinarias se enfrenta al sistema (nada menos que a la CIA y al gobierno). La senadora demócrata Dianne Feinstein (Annette Bening) le asigna a Jones la investigación de un programa secreto creado durante la administración de George W. Bush tras los atentados sufridos el 11 de septiembre de 2001. No es spoiler (porque el film aborda el tema ya en sus primeros minutos) indicar que los procediminentos autorizaban la tortura psicológica y física a los prisioneros para obtener confesiones y justificar también puertas adentro el generoso presupuesto disponible. Pero aunque el tema de la tortura recorre el film (Reporte clasificado se conecta en ese sentido con el documental Standard Operating Procedure, de Errol Morris), el eje tiene que ver con los dilemas éticos y morales, con la obsesión del protagonista para prácticamente abandonar su vida personal y dedicarse durante más de cinco años en un sótano sin ventanas a llegar a la verdad. Riguroso, preciso, inteligente, descarnado, impiadoso (pero por momentos un poco arduo por lo ambicioso y minucioso del relato), este primer largometraje como director en Hollywood del cotizado guionista Scott Z. Burns (habitual colabordor de Steven Soderbergh) desnuda las mentiras, hipocresías y excesos de la CIA, pero también exalta los mecanismos de control que tiene una democracia republicana para, a partir de la división de poderes, evitar abusos inadmisibles incluso en los peores momentos de crisis.