Tras filmar Que Dios nos perdone, Rodrigo Sorogoyen rodó otro thriller coescrito con Isabel Peña y protagonizado por Antonio de la Torre. En el caso de El reino de la corrupción (ganadora de siete premios Goya), el eje es el mundo de la política y su corrupción estructural en el ámbito de un gobierno autonómico (la historia está ambientada en 2008). Manuel (De la Torre) es vicesecretario de gobierno, pero en su horizonte está reemplazar a su jefe. Sin embargo, los medios comienzan a hacer denuncias de irregularidades que salpican a su círculo cercano. Hasta que su nombre aparece y todos aquellos que le abrían las puertas empiezan a cerrárselas y a evitarlo: de político estrella a indeseable. Solo contra todos (contra un sistema perverso que se blinda) iniciará un intenso, vertiginoso y cada vez más peligroso raid para salir lo más airoso posible. Sorogoyen es un narrador virtuoso, con una sólida puesta en escena y creador de sofisticados planos secuencia, pero tiene en el caso de El reino de la corrupción dos problemas: el uso abusivo de una música electrónica machacante para darle "nervio" al relato y una tendencia a explicar por demás (a subrayar) todo lo que en principio estaba sugerido. Es como si no confiara del todo en su talento como guionista y director (que lo tiene) ni tampoco en la inteligencia del espectador. De todas maneras, se trata de un thriller político (y también sobre el papel manipulador de ciertos medios) que se sigue con interés.
El realizador de Nordeste rodó este documental no solo durante el largo debate previo, las masivas movilizaciones callejeras y las sesiones parlamentarias (aprobación en Diputados y rechazo en Senadores) sino que, en el aspecto más conmovedor, viajó por toda la Argentina para reconstruir historias de vidas marcadas por las trágicas consecuencias del aborto clandestino (desde el caso de Ana María Acevedo en Santa Fe o el de Belén en Tucumán hasta otros menos conocidos). También hay opiniones de religiosos, abogadas, médicas y referentes feministas y algunos pocos minutos dedicados a exponer la otra campana (Salvemos las dos vidas y sus pañuelos celestes). De todas maneras, no se trata de un informe periodístico que le otorga el mismo espacio a dos posturas antagónicas, sino una película con posición tomada y recursos del documental político conocido como agitprop con frases, datos y cifras en tipografía gigantesca que cubren toda la pantalla. Dora Barrancos, Mayra Mendoza, Nancy González, Martha Rosenberg, Victoria Donda, Mónica Macha, Mario Sebastiani y muchas adolescentes y jóvenes de movimientos feministas, artísticos y estudiantiles aportan su visión del tema en un film de estructura clásica, armado convencional, espíritu didáctico y -para cierto sector- efecto movilizador.
La risa puede ser contagiosa o perturbadora, nerviosa o catártica, alegre o irritante, amable o incómoda. Y todo eso se siente (a veces al mismo tiempo) cuando el Guasón de Joaquin Phoenix lanza a cámara cada una de las decenas de carcajadas que muchas veces se terminan confundiendo con llantos, angustia, resentimiento y desesperación. Esas respuestas tan disímiles, incluso opuestas, son las que genera también la película en su conjunto, que algunos creen (creemos) es poco menos que una obra maestra y que muchos críticos, como por ejemplo alguien que respeto como Stephanie Zacharek destruyó en Time con los términos más indignados que se recuerden. Así de profunda es la grieta cinéfila que, seguramente, se potenciará todavía más cuando el film se estrene en todo el mundo y los amantes de las películas de cómics se sientan directamente estafados. Podrá gustar mucho, poco o nada, pero lo primero que hay que decir sobre Guasón es que es una auténtica anomalía en el Hollywood actual. No solo porque no tiene nada que ver con la producción previa de DC sino porque subvierte todas las fórmulas, los cánones, los dictados y los lugares comunes del cine contemporáneo a gran escala. Es un film sobre el surgimiento de un villano psicópata que -a nivel narrativo, interpretativo y visual- le escapa a la estructura, el ritmo, el tono, la acción, el perfil psicológico y la búsqueda de empatía e identificación a la que apunta hoy el 99,9% de la producción mainstream. No hay aquí vértigo ni demagogia, sino deformidad y provocación. Mucho se ha escrito ya sobre las vinculaciones entre este film de Todd Phillips y el primer Martin Scorsese (sobre todo Taxi Driver y muy en especial El rey de la comedia), pero me parece que Guasón dialoga en general con la bravura, el delirio y la audacia de ese Nuevo Hollywood que reinó entre mediados de los '60 y principios de los '80. La película arranca con una escena en la que unos muchachos le roban al Arthur Fleck disfrazado de payaso un cartel que él sostenía para ganarse unos dólares como “publicidad humana”. Nuestro antihéroe los persigue, pero -cuando se los topa en un callejón- será víctima de una feroz golpiza. Y a los golpes, en medio de un mar de mentiras, con una madre postrada, con siete medicamentos psiquiátricos distintos para contener sus trastornos mentales, vive (subsiste) este hombre que sueña con ser un cómico de stand-up y lo único que recibe son decepciones o directamente agresiones físicas. Si es cierto eso de que los mimos y payasos son los favoritos para las burlas, al de Joaquin Phoenix no le sale una bien. Ni siquiera cuando en plan Patch Adams va a un hospital infantil con enfermos terminales. El contexto de Ciudad Gótica también es fundamental para entender el agobio social y los desequilibrios mentales. Una urbe roñosa, degradada, plagada de ratas gigantes, con paredes y vidrios grafiteados, llena de vecinos descontentos, dominada por profundas y crecientes diferencias de clase. En ese marco, Arthur y su risa incontinente e inoportuna (lleva incluso una tarjeta para explicar que sufre de un desorden de comportamiento que no puede controlar) se irá desinhibiendo y liberando de las represiones internas para transformarse de ese tipo contenido que se dedicaba a lavar y alimentar a su madre Penny (Frances Conroy) a un vengador desatado que encuentra una inesperada legión de seguidores. No importa aquí demasiado la mitología de DC ni la tradición del cómic (aunque la ligazón con el Thomas Wayne y su hijo Bruce sí está trabajada) porque lo que en verdad le interesa al director de ¿Qué pasó ayer? (aquí también coguionista) es ahondar en los condicionamientos sociales (un Estado que abandona toda asistencia a los más desfavorecidos por recortes presupuestarios), exponer el creciente odio al “raro” o distinto; y lo fácil que es hacerse de un arma y embarcarse en un raid de ojo por ojo. Cualquier analogía o paralelismo con la realidad no es pura coincidencia... Si bien el film propone una actuación larger than life de Joaquin Phoenix (con rienda suelta para bailar como en un musical o clavar unas tijeras como en un giallo), lo cierto es que Guasón es mucho más que un ego trip de un actor mayúsculo. La forma en que Phillips filma los sueños proyectados y alucinados del protagonista (como la relación con la vecina Sophie que interpreta Zazie Beetz) o la participación de Robert De Niro como el popular conductor de un talk show televisivo Murray Franklin (en un juego de espejos opuestos con su Rupert Pupkin y el Jerry Langford de Jerry Lewis en El rey de la comedia) van construyendo un relato fascinante y portentoso en su dimensión y alcances psicológicos. ¿Que por momentos la crítica al “sistema” resulta un poco subrayada? Puede ser, pero Phillips trabaja siempre la denuncia con acidez y apelando a elementos puramente cinematográficos: lo visual siempre está por delante de la bajada de línea. Además, la fotografía de Lawrence Sher, la música original de la islandesa Hildur Guðnadóttir y la extraordinaria selección musical también ayudan a construir climas que fascinan e impactan, pero sin los estímulos efímeros de tanta producción mainstream sino con las desgarradoras desventuras de un personaje que nos hace pasar por todos los estados de ánimo imaginables: un ser detestable pero en algunos pasajes querible, un hombre patético pero con ciertos sesgos entrañables, una víctima que se convierte en victimario. El que ríe último...
Tras Actrices y Un castillo en Italia, Valeria Bruni Tedeschi dirigió esta tragicomedia que la tiene también como protagonista en el papel de Anna, una mujer que es abandonada de la peor manera por su marido (Riccardo Scamarcio) y se instala con su hija adoptiva en una hermosa casona de la Costa Azul para escribir allí el guion de su próxima película. Lo hace acompañada por muchos familiares, amigos y empleados (interpretados por un seleccionado de figuras como Pierre Arditi, Valeria Golino, Noémie Lvovsky, Yolande Moreau, Vincent Perez y Xavier Beauvois) por lo que Nuestros veranos tendrá una estructura coral. Por el paradisíaco entorno, su elenco de lujo y la audacia de Valeria Bruni Tedeschi, Nuestros veranos prometía mucho, pero el resultado final es decepcionante. Una película caótica, que avanza a los gritos y a los golpes (literalmente), llena de confesiones (como cuando la protagonista dice haber sido violada a los 7 años) en una acumulación infinita de frustraciones, resentimientos, agobios, tristezas, dolores, resignaciones, manipulaciones, reproches cruzados y algún que otro romance. Nuestros veranos comienza dentro de ese subgénero de películas francesas con largas charlas en almuerzos al aire libre, pero luego opta por un histrionismo más propio del cine italiano con un humor más recargado, exagerado y absurdo que eficaz. Un film que nunca encuentra su tono. Ni su brújula.
Este documental de Juan Manuel Repetto que se estrena en el Gaumont sigue durante varios años a Carlos Bianchi, un hombre que quedó ciego de pequeño, vivió durante mucho tiempo en el Instituto Román Rosell de San Isidro, pero logró formar una familia (su esposa, Carla, también es no vidente) y pudo ingresar y luego coordinar parte de los paneles del Laboratorio de Evaluación Sensorial y Vida Útil del INTI a partir de una capacitación muy minuciosa en el uso de los sentidos, en especial el gusto y el olfato. Simple y didáctico, este retrato lo muestra con sus dudas y angustias (como cuando se siente culpable por un accidente que casi le cuesta la vida a uno de sus hijos), pero también con fuerza interior.
Transposición de la novela homónima publicada hace tres décadas por Juan Gruber, Así habló el cambista supone un brusco giro en la filmografía más bien minimalista de Federico Veiroj. Con una historia de época, una narración más clásica, intérpretes reconocidos y un presupuesto bastante más importante, este quinto largometraje del director uruguayo lo encuentra incursionando en nuevos terrenos, sorteando desafíos hasta hace poco impensados, y arriesgándose con personajes, conflictos y dilemas morales inéditos en su obra. Hay momentos en que afloran cierto cinismo y crueldad que nunca habíamos visto en sus trabajos, pero la elección de este material que pendula entre el drama familiar, la comedia negra y el thriller resulta una bienvenida rareza que Veiroj maneja con absoluta ductilidad. Tras un extraño prólogo ambientado en Jerusalén en tiempos de Jesús, la película se sitúa en la Montevideo de 1975 (la acción luego será salpicada por unos flashbacks que nos transportarán a 1956, 1962 y 1966) y en esos tiempos de dictaduras militares que ya estaban dominando o asomaban en Uruguay, Argentina, Chile y Brasil nos econtramos con Humberto Brause (un por momentos irreconocible Daniel Hendler), antihéroe perfecto que es el cambista al que alude el título. Pero lo suyo no pasa solamente por comprar y vender dólares a inversores o turistas sino de lavar plata de políticos y otras personas vinculadas con el poder. En principio, el film se centra en una relación maestro-alumno (el mentor de Brause es el Schweinsteiger que interpreta Luis Machín), pero luego todo se va complejizando, enrareciendo hasta hacerse cada vez más oscuro e incómodo. El protagonista se casa con la hija de Schweinsteiger, Gudrun (Dolores Fonzi, impecable en el papel de una mujer tan fría y frustrada como despiadada y manipuladora), e inicia un descenso a los infiernos no solo en el ámbito matrimonial sino también de los negocios (sucios): traiciones, estafas, corrupción y vínculos con unos pesados que traen plata manchada de sangre desde la Argentina (atención al Bonpland de Benjamín Vicuña). Con una ajustada pintura de época (Montevideo es ideal para estos viajes al pasado, pero la dirección de arte también es muy cuidada), Así habló el cambista parece por momentos una mixtura entre Rojo, de Benjamín Naishtat, y cierto patetismo propio del cine de los hermanos Coen. La música de Mahler, Bach y Mozart le otorga al film algo de pompa y solemnidad, aunque Veiroj no se priva del humor negro a la hora de abordar una historia sobre la tentación, la codicia y esos límites que cada uno está dispuesto (o no) a traspasar para estar en sintonía con sus ambiciones.
Los primeros minutos de Pájaros de verano parecen dignos de un documental etnológico sobre los indios Wayuus que viven en la península caribeña de la Guajira, al norte de Colombia y Venezuela. Los usos y costumbres, los ritos ancestrales (la iniciación de una niña que pasa a ser mujer, los bailes, los casamientos arreglados -incluso en términos económicos-, el lugar clave de los ancianos y de los denominados “palabreros” para resolver los conflictos entre los distintos clanes) forman parte de ese segmento inicial de una película inspirada en hechos reales que comienza en 1968 y seguirá el derrotero de sus personajes hasta bien entrada la década de 1980. Pero Pájaros de verano no es solo un film sobre las tradiciones y el honor de esas tribus sino también una película sobre el surgimiento del narcotráfico en la zona que termina a pura escena de acción, con elementos dramáticos de claro sesgo shakespeareano, situaciones que remiten a El Padrino o Scarface (y otras más por el lado de Narcos). La llegada de un foráneo a un tradicional clan de estructura matriarcal (Ursula, interpretada a pura convicción por Carmiña Martínez, es la líder indiscutida) constituye el punto de partida. Es que Rapayet (José Acosta) deberá iniciarse en la compraventa de marihuana para conseguir el dinero y pagar la dote de su casamiento con la hija de Ursula, Zaida (Natalia Reyes), y luego comenzará a crecer en el negocio del narcotráfico a fuerza de enfrentamientos, traiciones cruzadas y -claro- conexiones con los “blancos”. Dividida en cinco episodios o “canciones”, Pájaro de verano tiene una típica estructura de surgimiento, apogeo y caída, con sus coloridos personajes, costumbres y lugares que inevitablemente están siempre al borde del pintoresquismo y diálogos que en su mayoría son en el idioma de esos pueblos originarios. La película se sigue con interés y las imágenes tienen una potencia indiscutible, aunque cuando se desata la guerra entre clanes (que manejan intereses opuestos en el negocio de la droga y en algunos casos ya con vínculos con mafiosos de Medellín) la narración tiende a desbordarse en esa espiral de violencia, donde la sed de venganza, el ojo por ojo, es capaz de destruir vidas, familias y hasta milenarias tradiciones.
La deuda a la que alude el título de la nueva película de Gustavo Fontán es la que tiene Mónica (Belén Blanco) por no haber pagado una cuenta de un cliente de la oficina en la que trabaja. El dinero que usó para cuestiones personales no es demasiado (15.000 pesos), pero suficiente como para generar un conflicto con el compañero que la descubre (Walter Jacob) y probablemente con sus jefes. “Mañana lo resuelvo”, asegura. Mónica no está pasando precisamente por un buen momento personal en lo económico, pero tampoco en lo afectivo, con relaciones tirantes tanto con su hermana Laura (Andrea Garrote) como con su parejas actuales y pasadas (Marcelo Subiotto, Edgardo Castro). Angustiada, simbolizando un malestar social que la excede pero de la que es un claro exponente, nuestra antiheroína inicia un viaje de 14 horas a lo profundo de la noche y del conurbano bonaerense en busca de dinero, sexo efímero y encuentros casuales en un bingo con ruido de máquinas tragamonedas de fondo. La deuda tiene un envoltorio de thriller psicológico, pero Fontán (quien se ha dedicado en su carrera más al cine experimental que al narrativo) decide escamotear los elementos más ligados al cine de género para construir una película bressoniana que resulta siempre enigmática y por momentos subyuga con sus climas sórdidos (notable trabajo del DF Diego Poleri), en su exploración de la dolorosa intimidad y las extrañas motivaciones de una mujer en crisis, sin contención y sin rumbo en un mundo cínico donde sobra alienación y falta ternura.
Sergio Garces (Diego Peretti) se gana la vida como extra en múltiples rodajes (incluidos algunos de cine porno). Apodado “El Francés” por sus amigos, supo ser de joven cantante de covers de Serge Gainsbourg, con quien comparte las iniciales S.G. a las que alude el título. Ya cerca de los 50 años, actúa con la irresponsabilidad y el desenfado de un adolescente, mientras debe lidiar (incluso en estrados judiciales) con una incapacidad absoluta para controlar sus ataques de ira y su tendencia a la fabulación. Además, la vida lo enfrentará a una racha de infortunios y le dará unos cuantos golpes (literales): desde un fuerte accidente en bicicleta hasta alguna golpiza. En el marco de un festival simil BAFICI, conoce a Jane (Julianne Nicholson), una vulnerable programadora estadounidense que se obsesiona por él, aunque el protagonista parece más interesado en el fútbol (estamos en pleno desarrollo del Mundial 2014 en Brasil) que en algún compromiso afectivo. Con una omnipresente narración en off con la voz de Daniel Fanego, esta película codirigida a cuatro manos por la libanesa Rania Attieh y el texano Daniel García apuesta por la comedia negra, premeditadamente desafiante, que remite a cierto patetismo del cine de los hermanos Coen y por un humor muchas veces deforme que ubica a Peretti en la línea del Barry Egan de Adam Sandler en Embriagado de amor, de Paul Thomas Anderson. Así, cinéfila, melómana y futbolera a la vez, se trata de una propuesta provocativa, que escapa siempre de la norma, de las convenciones y de lo previsible. Una auténtica rareza.
La primera secuencia de Ad Astra es extraordinaria: en un “futuro cercano” (sic) un grupo de astronautas se encuentra trabajando en una gigantesca antena pensada para detectar vida extraterrestre. Cuando decimios gigantesca es porque mide kilómetros y kilómetros de altura. Una explosión genera una tragedia con decenas de víctimas, pero Roy McBride (Brad Pitt) nunca pierde la calma, alcanza a cortar la energía, se lanza al vacío, logra controlar su cuerpo en la caída y luego termina apelando a un paracaídas (agujereado por la cantidad de elementos que se desprenden tras el estallido) para un aterrizaje de emergencia y decididamente forzoso. Tras recuperarse de esos cimbronazos, Roy -un hombre experimentado, curtido, solitario (no ha tenido hijos y su pareja interpretada por Liv Tyler lo ha abandonado harta de su obsesividad laboral, su permanente distancia, su ensimismamiento y los riesgos que la misma conlleva)- es convocado para encabezar una misión espacial. Sus superiores le informan que su padre, un famoso astronauta llamado Clifford McBride (Tommy Lee Jones), a quien todos creían muerto desde hace 30 años, en verdad podría estar vivo en el espacio sideral en el marco de un viejo proyecto denominado Lima (sin reminiscencias peruanas). Y no solo eso: también podría ser el causante de la acumulación de desastres que azotan la Tierra (sobrecargas eléctricas producidas por estallidos radioactivos que derivan en incendios y accidentes aéreos) y que tuvo solo uno de sus episodios en la explosión vista en la secuencia inicial. Según los jerarcas militares, esa amenaza que pone en riesgo incluso al Sistema Solar se debe a rayos cósmicos que surgen de explosiones cercanas a Neptuno. Conmovido, fascinado y movilizado por las noticias y por el encargo, Roy sale hacia Neptuno (con escala intermedia en Marte) en busca de su padre. No conviene adelantar nada más de una trama que tendrá más de una sorpresa y vuelta de tuerca, pero -si bien habrá varias escenas en el espacio que Gray filma con buenas dosis de tensión y suspenso- hay que aclarar que Ad Astra está más cerca de 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick; Solaris, de Andrei Tarkovsky; Interestelar, de Christopher Nolan y -sin llegar a semejante experimentalidad- de la reciente High Life, de Claire Denis, que de la ciencia ficción pura y dura, aunque en verdad si tuviésemos que definirla sería algo así como una nueva versión de Apocalipsis Now en el espacio más algunas ínfulas de Malick. Lejos del crowd-pleaser, se trata de una película que exige un compromiso que, quizás, cierto sector del público más ávido de estímulos constantes y cierta demagogia no esté dispuesto a otorgarle. Puede que la película peque también por momentos de cierta solemnidad (en especial en el uso de la voz en off), que desperdicie a buenos intérpretes (Donald Sutherland, Ruth Negga, John Ortiz, Natasha Lyonne) en papeles secundarios sin demasiado desarrollo, pero el corazón de la película (un cowboy del espacio que puede manejar todo... menos sus sentimientos) late a la perfección. Brillante narrador lleno de ideas formales, James Gray aprovecha los efectos visuales y el aporte del excepcional DF Hoyte Van Hoytema (Criatura de la noche, El topo, Ella, Interestelar, Dunquerke) no para regodearse (como la inmensa mayoría de sus colegas) sino para usarlas en función de las búsquedas dramáticas. En ese sentido, Gray encontró en Pitt al rostro perfecto, a su aliado natural. Cuando muchos lo habían encasillado como un galancito sin ductilidad, a los 55 años el bueno de Brad les contestó este año con un uno-dos inapelable: su Cliff Booth en Había una vez... en Hollywood y este atribulado y conmovido (conmovedor) Roy McBride. A sacarse entonces el sombrero. O el casco.