Maestras del engaño es producto de dos tendencias imperantes en Hollywood: en primer lugar, porque es una remake de Dos pícaros sinvergüenzas, exitoso film de 1988 con Steve Martin y Michael Caine, y en segundo, porque ubica ya no a dos hombres, sino a dos mujeres como protagonistas de esta comedia ambientada en la sofisticada Costa Azul francesa. Tras la reciente Las estafadoras, Anne Hathaway regresa como Josephine Chesterfield, una mujer de clase alta experta en el arte del fraude. Penny Rust (la ascendente Rebel Wilson) es su opuesto: una muchacha sin demasiados recursos económicos, sutilezas ni matices que viaja con lo puesto. Ambas terminarán siendo socias (y por momentos, también rivales) en su intento de engañar a un multimillonario (Alex Sharp). Las contradicciones entre la elegancia de Josephine y la vulgaridad de Penny (y los diferentes estilos de comedia que, por lo tanto, proponen Hathaway y Wilson) son el eje de una película que en sus primeros minutos parece dar una saludable vuelta de tuerca en estos tiempos de empoderamiento femenino (hay algo de la serie Killing Eve), pero termina cediendo a los lugares comunes y los estereotipos más rancios. En su ópera prima, el director galés Chris Addison desperdicia el talento de sus protagonistas y, así, la proporción de buenos gags durante la hora y media de enredos es llamativamente baja.
En Muere, monstruo, muere, segundo largometraje del guionista y director Alejandro Fadel, hay un poco de todo: excesos propios del gore con múltiples decapitaciones, sangre y vísceras que remiten al terror clase B, elementos del policial y del western moderno y, claro, una amenazante criatura diseñada en parte con animatronics y en parte con sofisticados efectos visuales, pero también una búsqueda existencialista, reflexiones intelectuales y sesudas referencias e inspiraciones de la historia del séptimo arte (David Lynch, David Cronenberg, John Carpenter, Guillermo del Toro, Tod Browning, James Whale, Jacques Tourneur y Jack Arnold, entre otras). Se trata, por lo tanto, de un péndulo constante entre el cine de género y una apuesta autoral con resultados tan inquietantes como, en muchos pasajes, estimulantes. Lo que empieza como un triángulo romántico entre Francisca (Tania Casciani); su marido, David (Esteban Bigliardi), y su amante, el policía Cruz (Víctor López), deriva luego hacia la investigación de una serie de asesinatos (mujeres con las cabezas degolladas) y el misterio de quién es en verdad el monstruo del título. En el medio, Fadel nos llevará desde el encierro en un hospital neuropsiquiátrico (la paranoia, la esquizofrenia, el delirio, el insomnio y el escuchar voces forman parte de la propuesta) hasta un extraordinario trabajo en exteriores que realza aún más los méritos que Fadel ya había tenido en su ópera prima, Los salvajes. Con una prodigiosa fotografía de Julián Apezteguía (el mismo de El ángel) y Manuel Rebella, un elenco muy sólido (el jefe de la policía rural interpretado por Jorge Prado es un personaje notable capaz de filosofar y luego incursionar en el humor absurdo) y una puesta en escena que a partir de tomas panorámicas transmite la inmensidad desoladora e imponente de la zona andina de Mendoza en invierno, Fadel regala una experiencia cautivante y al mismo tiempo exigente. Film lleno de búsquedas, de riesgos, de sorpresas y concretado con muchas ínfulas, Muere, monstruo, muere constituye una rareza concebida a contramano de un cine argentino que en muchos casos suele pecar de demasiado austero, adocenado y minimalista. Fadel nunca esconde sus ambiciones ni disimula su apuesta al riesgo. El resultado es una película que desafía todos los prejuicios, las convenciones, los lugares comunes y las expectativas del espectador con una historia fascinante e inasible que muta todo el tiempo de registro, de climas y hasta de conflictos.
Olavi Launio (Heikki Nousiainen), un veterano galerista, acude a una subasta de arte en Helsinki, donde descubre una pintura sin firma, pero que él intuye a partir de cierta documentación que podría ser del maestro ruso Ilya Repin y tener por lo tanto un valor muy superior al que se pide. Luego de una larga puja con un comprador ruso, se queda con el cuadro, aunque lo concreto es que no tiene los 10.000 euros que ha ofertado. Tendrá entonces pocas horas para conseguir -como sea, de donde fuere- esa suma. Quien también parece entusiasmarse con la operación y con la obra es su nieto Otto (Amos Brotherus), un joven a quien no ha visto en mucho tiempo. De hecho, el protagonista -arisco, huraño, altanero, gruñón- nunca ha sido muy afecto a la vida familiar y eso ha generado una distancia muy grande de su hija Lea (Pirjo Lonka), quien ha criado sola a Otto en medio de múltiples dificultades y acumula un fuerte resentimiento hacia su padre. La película -algo subrayada y afectada por momentos por un sentimentalismo poco frecuente en el cine finlandés- pendula entre el drama familiar y una suerte de thriller ambientado en el despiadado negocio del arte, donde las trampas, confabulaciones y traiciones están a la orden del día. Este film agridulce, narrado con solvencia en su clasicismo old-fashioned y sostenido por buenas actuaciones, recorre caminos bastante previsibles a la hora de trabajar cuestiones como la culpa, la reconciliación y la redención en medio de fuertes diferencias generacionales, aunque tiene algunos momentos de cierta intensidad psicológica y emocional que la convierten en una propuesta atendible.
El melodrama lacrimógeno no está bien visto, no tiene prestigio ni buena prensa. Las películas sobre las adicciones, tampoco: dicen que son “espanta público”, que la gente no quiere ver conflictos duros en pantalla, que ya bastante con la vida real. Sin embargo, cuando se producen películas como Regresa a mí habría que romper con los prejuicios, con las prevenciones. No es que estemos frente a una obra maestra del cine contemporáneo, pero hay en este film de Peter Hedges (director de Fragmentos de abril, Dani, un tipo de suerte y La extraña vida de Timothy Green; y guionista de ¿A quién ama Gilbert Grape? y Un gran chico) una profundidad psicológica, una sensiblidad artística y una calidad actoral que no merece el desprecio de aquellos cínicos ávidos al rechazo automático. Ben is Back, afirma el título original, y eso es lo que ocurre: el Ben Burns que interpreta Lucas Hedges (hijo del realizador) vuelve sin avisar al hogar familiar un día antes de la Navidad, pese a que está internado hace varios meses en una clínica para tratar una adicción a las drogas duras que le han generado muchísimos y severos problemas en el pasado (mejor no spoilear). Ante la sorpresa de su madre Holly (Julia Roberts), su hermana Ivy (Kathryn Newton) y los integrantes de la nueva familia que Holly ha formado con su marido afroamericano Neal (Courtney B. Vance) y dos pequeños hijos, Ben -de 19 años- les asegura que está todo bajo control, que aceptará las reglas que le impongan, que no reincidirá en el consumo (lleva 77 días sobrio), pero nadie parece creerle demasiado. Será Holly quien lo siga a sol y sombra para que no se tiente ni se descarrile como tantas veces antes. Lo que sigue es una épica familiar sobre la culpa, el amor y las lealtades con trasfondo navideño que en su segunda mitad se sumerge en terrenos del thriller (y el submundo del tráfico de drogas). Más allá de algunos excesos (casi inevitables dentro de un género como el melodrama), Regresa a mí tiene como principal mérito que maneja con inteligencia las perspectivas -disímiles, claro- de los distintos personajes y desafía todo el tiempo las expectativas del espectador. Por eso, a pesar de los pruritos que este tipo de historias pueden generarnos, la película de los Hedges (padre e hijo) con un muy valioso aporte de Julia Roberts bien merece una oportunidad.
Tras los recientes premios recibidos en prestigiosos festivales como los de San Sebastián, Sundance, Guadalajara, Toulouse y Bafici, la ópera prima de esta joven guionista y directora uruguaya se ha convertido en una de las principales revelaciones del cine latinoamericano de los últimos meses. El film narra el derrotero de Rosina (Romina Bentancur), una chica de 14 años que vive con su familia (un poco disfuncional y en plena crisis económica) en un balneario que sufre la falta de agua y una presencia de tiburones no del todo confirmada que alerta a los integrantes de la comunidad. Mientras tanto, nuestra incansable heroína ayuda a su padre (Fabián Arenillas) en un microemprendimiento dedicado al mantenimiento de jardines y piscinas en el que uno de los empleados es Joselo (Federico Morosini), un muchacho algo más grande que ella que pronto se convertirá en su objeto de deseo y obsesión. Tragicomedia con algunos elementos clásicos del subgénero del coming-of-age, pero con una impronta y una cadencia bien uruguayas, Los tiburones está narrada con sensibilidad y encanto en su mirada al deseo y el despertar sexual, las diferencias generacionales y la incomodidad, el desconcierto, la frustración y las pequeñas victorias íntimas de una adolescente que se siente sola, distinta e incomprendida en medio del siempre arduo camino en busca de la identidad.
Lorenzo (Joaquín Furriel), un artista plástico cincuentón, intenta rearmar su carrera y su vida afectiva. Tras una tortuosa experiencia familiar que incluyó la pérdida de la tenencia de sus hijas y un alcoholismo que le ha dejado secuelas, ahora tiene una nueva esposa, una bióloga llamada Sigrid (la noruega Heidi Toini), que queda embarazada y permite augurarle una segunda oportunidad en el terreno de la paternidad. Pero desde el inicio (porque el film está narrado con permanentes saltos temporales) sabremos que las cosas no le han salido demasiado bien a nuestro antihéroe. Sin spoilear (como buen thriller las definiciones y resoluciones de los diferentes enigmas llegarán muy cerca del final), Lorenzo debe enfrentar diversos conflictos judiciales y allí entrarán a jugar dos personajes secundarios, pero esenciales: su amigo Renato (Luciano Cáceres) y Julieta (Martina Gusman), una abogada que está en pareja con Renato y que alguna vez estuvo fue alumna y luego novia de Lorenzo. En principio, ambos serán muy comprensivos y solidarios con el protagonista, pero ellos también están inmersos en su propio drama porque no pueden tener hijos. Es que la paternidad (y de forma lateral la maternidad) está siempre en el centro de este thriller psicológico tan potente como incómodo, tan provocador como fascinante, tan sorprendente como inquietante. Es cierto que no todas las escenas resultan tan fluidas, elegantes y sutiles como este tipo de propuestas requieren, pero -más allá de ciertos subrayados y de algunos deslices en la parte final- el realizador de El Patrón, radiografía de un crimen ratifica su solvencia como narrador, su capacidad para la dirección de actores y, sobre todo, para la construcción de atmósferas ominosas (por momentos, en especial con la aparición en el caserón de una amenazante partera de origen alemán interpretada por Regina Lamm, hasta coquetea con acierto con el género de terror) con la ayuda del siempre talentoso DF Guillermo “Bill” Nieto (Leonera, La luz incidente, No dormirás). Del realismo de El Patrón, radiografía de un crimen a una fábula que se va enrareciendo cada vez más hasta llegar a lo surreal y lo pesadillesco en El hijo, la dupla Schindel-Furriel construye otra convincente exploración sobre la manipulación psicológica. En su segundo largometraje de ficción, el director de documentales como Rerum Novarum y Mundo Alas explora con más hallazgos que carencias, con más apuesta al riesgo que descanso en fórmulas probadas, cuestiones como la obsesión, el control, la culpa, y los traumas que se acumulan y regresan. Así, la película, ambigua y perturbadora, nos obliga siempre a reflexionar sobre cuestiones sobre las que creemos tener posiciones tomadas e inamovibles. No se trata de un mérito menor.
En dos pasajes de este documental sobre el extraordinario cantautor uruguayo Alfredo Zitarrosa (1936-1989) se lo ve acompañado durante kilómetros y kilómetros por decenas de miles de personas el 31 de marzo de 1984, día en el que regresó a Montevideo tras ocho años de exilio, y luego cantando en un recital también multitudinario en el estadio Centenario. Sin embargo, para quienes crean que se trata de una película épica sobre los grandes éxitos de un artista y militante popular deberán saber que Ausencia de mí es exactamente lo contrario: un registro intimista sobre el dolor del exilio, la censura, la distancia y la decepción. Zitarrosa tuvo que abandonar su tierra en 1976 y deambuló por Buenos Aires primero y luego por Madrid y Ciudad de México. La añoranza lo convirtió en poco menos que un fantasma, un hombre que luchaba contra los efectos de la ausencia, la desesperanza y el miedo al olvido. A partir de materiales de archivo inéditos (el film comienza con la decisión de sus hijas de donar al Estado su gigantesca colección de fotos, escritos, grabaciones, objetos e instrumentos) y de una sensibilidad nunca subrayada, la guionista y directora argentina Melina Terribili expone las facetas más íntimas, frágiles, tiernas y dolorosas de ese hombre de apariencia dura, gestos solemnes y voz grave que escribió y cantó versos cargados de belleza, dulzura y verdad.
Una despedida a lo grande. Así podría definirse a Avengers: Endgame , esplendoroso cierre de la saga y de toda una etapa del Universo Cinematográfico de Marvel (MCU) que se inició hace ya más de diez años ( Iron Man data de 2008). Cuando llegan los títulos finales (cabe indicar que esta vez no hay escenas post créditos) aparecen los nombres de... ¡45! figuras, todas de notable trayectoria en Hollywood, aunque varias de ellas tienen apenas un par de planos y parlamentos durante las tres horas de película. De la China a Bertotti, todos los famosos que fueron a ver Avengers: Endgame Es que, si bien son Los Vengadores originales los auténticos protagonistas de esta fiesta (con aportes no menores de otros superhéroes como Capitana Marvel, Hawkeye o Ant-Man), nadie se queda fuera de esta celebración. Porque es cierto que hay en el film algunos momentos trágicos, esos inevitables sacrificios que cimentan y subrayan el heroísmo, pero este "final de juego" nunca pierde su espíritu lúdico, su veta melancólica y una emotividad que pocas veces se había alcanzado en el MCU. Desde situaciones intimistas sobre las relaciones familiares de los personajes hasta la épica batalla que se produce cerca del final, en Avengers: Endgame hay prácticamente de todo: acción, humor, romance y drama. Es imposible en este contexto que el film de los hermanos Joe y Anthony Russo resulte todo lo sólida y coherente que el cinéfilo más tradicional puede exigir, pero al mismo tiempo -aun en su inevitable acumulación- regala varias de las secuencias más intensas y conmovedoras de la franquicia. Es cierto que todo cierre, toda culminación conlleva de por sí una carga emotiva adicional, pero en esta suerte de viaje de egresados, de concierto de despedida de una gran banda, la mayoría de las actuaciones y de las resoluciones de los conflictos terminan siendo satisfactorias, por más que el cliffhanger de Avengers: Infinity War se resuelva apelando a un recurso a esta altura bastante remanido como el de la máquina del tiempo (con chistes varios sobre Volver al futuro incluidos) y que tenga más finales que las sagas de Peter Jackson ( El señor de los anillos y El hobbit). Así planteadas las cosas, Avengers: Endgame resulta -más que nunca- un ritual, una experiencia de catarsis colectiva, un tributo y el canto del cisne para ciertos personajes tanto en lo individual como en la interacción grupal. Son tres horas que los fans seguirán con aplausos, risas y, sí, con llantos. Preparen los pañuelos.
Tras su paso por la Competencia Oficial del Festival de Cannes 2018, se estrena en los cines de la Argentina esta nueva película que reúne a la dupla conformada por el director y el actor de Une affaire d'amour, Algunas horas de primavera y El precio de un hombre. Un cine político, urgente y combativo que recuerda por momentos al Laurent Cantet de Recursos humanos y a algunos títulos de la filmografía del británico Ken Loach. Stéphane Brizé y su actor-fetiche Vincent Lindon regresan tras Une affaire d'amour, Algunas horas de primavera y El precio de un hombre con una película que describe con espíritu documentalista y cámara en mano a-la-cinéma verité la lucha de los sindicalistas que representan a 1.100 operarios despedidos tras el cierre de una fábrica alemana de autopartes ubicada en Francia. Las medidas de protesta (tomas, protestas callejeras), los violentos choques con la policía, las arduas y discontinuas negociaciones con el gobierno y con los patrones (y sus múltiples representantes) conforman el núcleo de la primera mitad, mientras que en la segunda se abre la posibilidad de encontrar un comprador y empiezan a ver las grietas, las diferencias entre los distintos sectores gremiales: los más duros que no quieren ceder un centímetro y los que empiezan a ver con buenos ojos las compensaciones económicas extraordinarias que ofrece la empresa además de las indemnizaciones legales. Vincent Lindon se luce -como casi siempre en su carrera- en el papel del íntegro líder obrero que carga con la responsabilidad de encabezar la lucha y -claro- de sus consecuencias muchas veces inmanejables (e inimaginables) en medio de fuertes dilemas éticos y morales. El film -que remite por momentos al Laurent Cantet de Recursos humanos y al cine social del británico Ken Loach- es valioso, urgente, necesario, pero también bastante arduo porque no da respiro (solo hay una subtrama íntima en la que el Laurent Amédéo de Lindon sigue el embarazo de su hija) y las asambleas y ruedas de negociaciones se hacen un poco largas. Cine político sin concesiones en una edición muy combativa como la de Cannes 2018.
En su segundo largometraje después del aclamado debut con The Childhood of a Leader, el guionista y director Brady Corbet filmó una ambiciosa, audaz, provocadora y decididamente controvertida película que vincula el ascenso a la fama de una cantante pop y sus posteriores miserias con cuestiones como la violencia escolar y el terrorismo internacional. Lo que diferencia a Vox Lux de cualquier película sobre el negocio de la musica es que desafía todas las convenciones y encasillamientos. Claro que en esa búsqueda permanente por incomodar también puede resultar abrumadora y desconcertante. Corbet (un artista lleno de ínfulas e ideas) va de lo satírico a la denuncia, del cinismo a la empatía con resultados desiguales, pero siempre con un desparpajo que se agradece. Las dos horas de Vox Lux (cuyo nada modesto subtítulo en el original es “un retrato del siglo XXI”) están divididas en un prólogo y dos grandes partes. En la escena inicial vemos a un estudiante acribillar en 1999 a docentes y compañeros en una escuela de Staten Island. La escena remite a la masacre de Columbine y en ella Celeste (interpretada por Raffey Cassidy) recibe un disparo, pero milagrosamente escapa de la muerte. Dos años más tarde, siendo apenas una quinceañera, ella se convierte en la gran esperanza pop y se empieza a montar a su alrededor toda la maquinaria del show business: discográficas, giras, manager (Jude Law), coreógrafos, especialistas en relaciones públicas y un largo etcétera. Corbet define a Celeste como una combinación entre Katy Perry, Madonna, Lady Gaga, Sia, Demi Lovato y Taylor Swift, pero también describe la intensa, endogámica, posesiva relación con su hermana Eleanor (Stacy Martin), el verdadero talento en las sombras. En la segunda mitad pasamos de 2001 (sí, hay referencias a los atentados a las Torres Gemelas) a 2017 y allí Corbet hace otra apuesta fuerte: Celeste, ahora de 31 años, es interpretada por Natalie Portman (tan insufrible como deslumbrante en un personaje tan o más angustiante y torturado que el de la bailarina de El cisne negro), mientras que el de su hija preadolescente Albertine es encarnado por... Raffey Cassidy. Esta fábula fáustica sobre el costo (altísimo) de la celebridad (sobre todo para los prodigios que pasan casi sin preámbulos de una inocencia infantil a una adultez llena de presiones y exigencias), sobre el oportunismo y la hipocresía de la industria del entretenimiento tiene sus excesos (la ampulosa narración en off a cargo de la voz grave de Willem Dafoe, las constantes referencias a los actos terroristas en distintas partes del mundo), pero nunca deja de atrapar y por momentos de fascinar. A eso hay que sumarle la fotografía en 35mm de Lol Crawley y la banda sonora de ese maestro recientemente fallecido que fue Scott Walker y el balance termina siendo positivo.