No es la primera vez que el cine argentino se acerca -ya sea desde la ficción como desde el documental- a la figura y al mito del Gauchito Gil, ese santo pagano de los desposeídos. Esta transposición del libro Colgado de los tobillos, de Orlando Van Bredam, a cargo del guionista y director Cristian Jure (Pepo, la última oportunidad y Alta Cumbia) apuesta a la épica de aventuras sin demasiada sutileza, pero con un despliegue visual bastante atractivo. Narrada en off y construida a través de flashbacks (no conviene adelantar demasiado para no romper con una sorpresa final), Gracias Gauchito es una mirada totalmente reivindicatoria hasta la exaltación de ese héroe popular, esa suerte de Robin Hood autóctono, esa figura milagrosa seguida por millones de argentinos. Es, también, una película revisionista que cuestiona el accionar de los unitarios porteños y el papel en la Guerra del Paraguay con la masacre contra la población local. El film -que por momentos peca de demasiado didáctico y subrayado- expone las injusticias que padeció Antonio Mamerto Gil Núñez en su corta vida (fue degollado a los 38 años), ya desde niño, cuando su padre murió en la guerra, su hermana fue raptada y su familia, expulsada de sus tierras. Ya de adulto (interpretado por el galán Jorge Sienra), este formidable y noble guerrero peleó bajo las órdenes de Zalazar (Diego Cremonesi), pero las atrocidades cometidas por la banda lo hacen desertar. Devenido justiciero de los más débiles (sumado a algún amorío inconveniente), se convierte en el enemigo público número uno de militares y terratenientes, y en el objeto de la veneración de cada vez más personas por sus hazañas y milagros. El relato es vistoso (algo pintoresquista) y combina situaciones bélicas, musicales, eróticas y -claro- del orden de lo místico. La propuesta remite de forma casi inevitable al Leonardo Favio de Juan Moreira y, más acá, a Aballay, el hombre sin miedo, de Fernando Spiner. Salvando las distancias y sabiendo que las comparaciones siempre son un poco odiosas, el trabajo de Jure, de todas formas, resulta más que digno.
Walter Adolph Georg Gropius fue un reconocido arquitecto, urbanista y diseñador alemán. Hace 100 años fue, además, fundador de la Escuela de la Bauhaus, una de las corrientes racionalistas más famosas e influyentes del mundo. El centenario ya era una buena excusa para un documental, pero su aporte a la arquitectura de nuestro país es lo que animó a Molnar a filmar -aquí y allá, en Buenos Aires y en Berlín- Konstruktion Argentina. El recurso “ficcional” al que apeló Molnar es la figura de un joven arquitecto (James Wright y la voz en off de Ivo Marusczyk) que, cual detective, sigue las pistas de la relación de Gropius con la Argentina. Así, para desarrollar una investigación académica, nos lleva por mercados populares, bancos, hospitales como el Churruca, catedrales, silos, salas y hasta estaciones de subte o la mismísima sede central del ACA, todas ligadas directa o indirectamente a la Bauhaus. Con una buena investigación (se sabe que los materiales de archivo no abundan por estos lares) y un sencillo y efectivo acercamiento a los edificios en cuestión, Konstruktion Argentina nos recuerda dos cosas: que no solo la arquitectura italiana, española o francesa influyeron en el paisaje urbano porteño y que Buenos Aires sigue teniendo unas cuantas joyas que muchas veces ni siquiera miramos.
La historia de Freddie Mercury, por sobre todo, la música Bohemian Rhapsody tiene tantos elementos para ser destacada como flancos por donde ser cuestionada. Está en cada espectador -si es más o menos fanático de Queen , y más o menos exigente en cuestiones dramáticas y narrativas- discernir si el balance es positivo o no. Lo que sí queda claro es que esta película sobre Freddie Mercury y su relación artística y afectiva con el resto de la banda británica luce muy atada a las fórmulas y convenciones de las biopics musicales, tironeada entre lo que quiere y lo que debe ser. Así, su abordaje de los aspectos más conflictivos del cantante (así como su homosexualidad y el sida) resulta timorato, puritano y, por momentos, incluso estereotipado. ¿Qué tiene para ofrecer como contrapeso? Una esforzada y lograda caracterización del protagonista a cargo de Rami Malek, una minuciosa reconstrucción de época y una impecable producción musical que reconstruye grabaciones y actuaciones en vivo. Es cierto que la película tiene algunos picos emotivos (como cuando trabajan en el estudio), pero en los 134 minutos se acumulan también escenas mediocres y diálogos tan didácticos como forzados. Es como si la película fuera una recopilación de grandes éxitos de la banda. Claro que, tratándose de Queen, grupo que regaló varios de los mejores temas de las décadas del 70 y 80, no resulta peyorativo. A buscar, entonces, la sala con la pantalla más grande y con el mejor sonido Dolby para disfrutar de esta épica musical sin dejar de mover las piernas en la butaca.
Logrado thriller de vínculos El guionista y director venezolano -radicado en Santa Fe- Arturo Castro Godoy ya había demostrado su capacidad como narrador en Silencio y ahora ratifica sus condiciones en esta intensa historia ambientada en su ciudad de adopción que tiene como protagonista a Lucía (Julieta Zylberberg), madre soltera de un niño con Asperger.
Un muy simpático y por momentos emotivo trabajo (que cabalga con soltura entre el documental y la ficción) de la directora de Pompeya, Mujer lobo y Hasta que me desates. Lo que pudo ser apenas un documental institucional y didáctico termina siendo un viaje de (re)descubrimiento personal, una emotiva exploración de la identidad, una mirada a las diferencias culturales y generacionales en 50 Chuseok (el título remite al festival de la cosecha, que es la principal celebración anual de los coreanos). El inicio del film tiene que ver con la propuesta de rodar un documental con motivo de cumplirse 50 años de la llegada de la primera oleada de inmigrantes coreanos a la Argentina. Y quien oficia de presentador de la película es Chang Sung Kim, reconocido actor de TV y cine (Los simuladores, Graduados, El marginal, Permitidos, etc.). En esos primeros minutos lo veremos a Chang Sung Kim, un tipo muy simpático y canchero, comiendo un asado con actores amigos (Daniel Valenzuela, Mike Amigorena, Juan Palomino), jugando al fútbol o asistiendo a shows de K-Pop en Buenos Aires. Nada excepcional ni demasiado auspicioso. Sin embargo, a los pocos minutos, al protagonista le ofrecen viajar a Corea -país al que no ha vuelto en 48 años- y allí nace una nueva película: más intensa, más divertida, más vital, más sensible. Tamae Garateguy (Pompeya, Mujer lobo, Hasta que me desates y codirectora de la saga de UPA!) aparece en pantalla junto con el resto del equipo de filmación haciendo evidente el artificio y la manipulación de toda obra, así sea un documental. Ese recurso, sin embargo, no le hace perder frescura ni interés a una narración que los lleva no solo por ciudades como Seúl, Incheon, Busan, Bucheon y Daejeon, sino más precisamente en busca de los orígenes del propio Chang Sung Kim, quien pese a su cinismo inicial termina quebrándose en más de una oportunidad. Es cierto que el film -que tiene una simpática música de Christian Basso- resulta por momentos un poco caótico y derivativo (aunque una larga escena del equipo comiendo es parte también de la propuesta de “intercambio cultural”), pero 50 Chuseok nunca pierde su encanto, su vitalidad, su frescura, su espíritu lúdico y -también- sus picos emotivos para acercarse a la intimidad de un coreano con alma porteña que regresa a sus tierra. Un puente entre dos mundos. Tan lejos, tan cerca.
Luego de Mi verano de amor y de la consagratoria Ida (ganadora en 2015 del premio Oscar a Mejor Película en Idioma No Inglés superando a Relatos salvajes), no era fácil para este talentoso realizador polaco salir airoso con una nueva historia de época en blanco y negro, pero -a pura elegancia, rigor y talento- consiguió otro muy valioso film que narra durante varias décadas la historia de un amor épico e imposible en tiempos de represión y le valió nada menos que el galardón a Mejor Director en el último Festival de Cannes. Pantalla casi cuadrada (4:3), estilizado blanco y negro, y apenas 84 minutos la alcanzaron a Paweł Pawlikowski para construir un melodrama romántico con aires musicales y estética de film noir realmente extraordinario. Un ejemplo de síntesis, rigor, austeridad y belleza para mostrar el devenir de un amor imposible que recorre la posguerra entre Polonia y Francia. Son más de 20 años de tortuosa pasión y (des)encuentros entre una cantante y un músico que luchan contra algo mucho más fuerte que su relación: la maquinaria represiva, la falta de oportunidades y un sino trágico que parece apoderarse de ambos. Wiktor (Tomasz Kot) y Zula (Joanna Kulig) se conocen en el marco de un conservatorio de arte. El es uno de los seleccionadores de talentos; ella, una entusiasta aspirante con un oscuro pasado. Desde 1949 y hasta bien entrada la década de los '60 los veremos ir y venir, desde Varsovia a París, entrando y saliendo legal o ilegalmente, buscándose, encontrándose y rechazándose. Las contradicciones y la permanente incomodidad marcarán la tónica de un film donde la figura de Stalin (en murales y telones) y la presencia de los burócratas de turno dominarán también parte de la escena. En Cold War cada plano es de una belleza y una intensidad conmovedoras (por momentos me recordó al Christian Petzold de Barbara y sobre todo de Ave Fénix) con dos protagonistas extraordinarios y buenos personajes secundarios (por allí aparece la gran Jeanne Balibar). Quizás un poco gélica y quirúrgica, la película escapa de la demagogia y la concesión (escatima los “grandes momentos”) para constituirse en una tragedia impiadosa sobre esos tiempos de Guerra Fría y amores destrozados.
Si uno analiza la taquilla anual en la Argentina encontrará que los tres films más vistos en lo que va de 2018 fueron lanzados por Disney: Los Increíbles 2 (3.530.000 espectadores), Coco (3.140.000) y Avengers: Infinity War (2.860.000). Uno podría inferir entonces que el más tradicional y popular de los estudios está pasando por uno de sus momentos más creativos, pero hay que advertir que se tratan de dos producciones animadas surgidas de su sociedad con Pixar y de una película de superhéroes fruto de su acuerdo con Marvel. Mientras tanto, en el terreno de los proyectos propios de live-action las cosas van de mal en peor. Uno creía que la penosa Un viaje en el tiempo, de Ava DuVernay, había sido un fracaso irrepetible, una anomalía dentro de una compañía que desde hace décadas suele tener buen ojo y timing para las historias fantásticas destinadas al consumo familiar. Sin embargo, con El Cascanueces y los Cuatro Reinos los problemas se repiten y, en algunos casos, incluso se profundizan. Al guión de Ashleigh Powell (y al film en general) le caben los términos de cocoliche, pastiche, una acumulación y mixtura de elementos, recursos, estilos y medios que jamás funcionan y nunca se potencian: hay fastuosas escenografías, ambiciosas coreografías de ballet, iconografía navideña, situaciones en el terreno fantástico, un exuberante despliegue de efectos visuales para, por ejemplo, presentar a un agresivo ejército de ratones y muchos intérpretes reconocidos (si bien la protagonista Clara está a cargo de la joven Mackenzie Foy figuran desde Keira Knightley hasta Helen Mirren, pasando por Morgan Freeman) que aparecen sobreactuando o en papeles sin matices ni profundidad psicológica. Todo en el film luce unidimensional, como parte de un gran decorado, de un concepto de diseño que luego no pudo cristalizarse como se esperaba en el set. Producción costosa (133 millones de dólares sin contar los gastos de lanzamiento), El Cascanueces y los Cuatro Reinos nunca alcanza a fluir ni mucho menos a entretener demasiado. En la comparación, eleva a la por momentos bastante similar Alicia en el País de las Maravillas, de Tim Burton, a la categoría de obra maestra. El director original, el sueco Lasse Hallström (a quien alguna vez admiramos, por ejemplo, en ¿A quién ama Gilbert Grape?) entregó un corte que no convenció y los productores entonces contrataron a Joe Johnston (responsable de algunos títulos notables como Rocketeer y Cielo de octubre) para que filmara cuatro semanas adicionales. Ambos figuran en los créditos como codirectores (algo que no suele aceptarse en los Estados Unidos, salvo que esto quede claro desde el comienzo como ocurre con los hermanos Coen o los hermanos Russo), pero en ningún caso se percibe el sello personal de alguno de ellos.
Ganadora del premio a la mejor dirección en el Festival de Locarno, la chilena Dominga Sotomayor ratifica y consolida en Tarde para morir joven el talento y la sensibilidad que había insinuado hace seis años en su ópera prima, De jueves a domingo. Si bien en el medio filmó Mar en la costa argentina, De jueves a domingo y Tarde para morir joven podrían analizarse como un díptico inspirado en experiencias autobiográficas. En el caso de este tercer largometraje, está ambientado entre fines de 1989 y principios de 1990; es decir, las postrimerías de la dictadura de Augusto Pinochet: tiempos de cambios. En un ámbito rural en las afueras de Santiago, unas cuantas familias se plantean la posibilidad de vivir en comunidad, aunque las condiciones son bastante precarias y se perciben diferencias no menores entre los distintos integrantes. En ese contexto, los adolescentes atraviesan sus propias experiencias de iniciación y empiezan a sentir las contradicciones respecto de los adultos. La obra de Sotomayor prescinde de las tramas clásicas, de las construcciones dramáticas tradicionales, para apostar, en cambio, por el retrato coral, la construcción de climas y el trabajo sobre los estados de ánimo. Bella, lírica y melancólica, "dialoga" con las películas de Mia Hansen-Løve o Maren Ade y, si sus interlocutoras fueran argentinas, con las de Celina Murga, Milagros Mumenthaler o Lucrecia Martel. Un cine concebido con fluidez, elegancia y una poderosa capacidad de seducción.
Con Menace II Society y Dead Presidents, los hermanos Hughes fueron figuras insoslayables de la explosión del cine afroamericano de la década de 1990. El tiempo pasó y ahora uno de ellos, Albert, reaparece en solitario con un film muy particular en su apuesta: una mixtura entre el viaje prehistórico (en la línea de 10.000 a.C., de Roland Emmerich), la épica de supervivencia y una historia de unión ante la adversidad entre un adolescente y una loba. Más allá de cierto abuso de tomas panorámicas de bellos paisajes y de ciertas escenas en las que el exceso de efectos visuales convierten al relato casi en un film animado, cabe indicar que esta es una película de aventuras espectacular en el mejor sentido del término. Porque es puro espectáculo visual (prácticamente prescinde de los diálogos) y porque lo hace con recursos dramáticos y narrativos tan sencillos como eficaces. En el prólogo de esta historia ambientada hace 20.000 años vemos cómo Keda (Kodi Smit-McPhee), un joven que cumple sus ritos de iniciación como cazador, es abandonado por el resto de los hombres de la tribu, quienes lo consideran muerto tras caer por un precipicio. Pero el protagonista sobrevive y luego deberá emprender un largo viaje de regreso acompañado por una loba también herida como él en medio de la escasez de alimentos, la falta de energía e impresionantes tormentas de nieve. Una película por momentos fascinante y siempre inspiradora.
Hace 40 años, John Carpenter estrenaba una película hecha con mínimos recursos (costó 325.000 dólares), pero que se convirtió en un clásico del subgénero slasher con un asesino serial llamado Michael Myers que se escapaba de un neuropsiquiátrico y -usando una máscara blanca- aterrorizaba a un pueblo con un baño de sangre durante la noche de Halloween. Luego llegaron las inevitables secuelas y hasta el reboot a cargo de Rob Zombie. La saga ya sumaba diez películas (varias de ellas bastante confusas en su continuación de la historia) y esta undécima entrega es la que más directamente conecta con la original a partir de la construcción de un crescendo dramático hasta llegar al duelo final entre el Myers de Nick Castle y la Laurie Strode de Jamie Lee Curtis (la baby sitter de 1978 hoy convertida en... abuela). David Gordon Green realiza con absoluta eficacia el doble juego de respetar (venerar) y al mismo tiempo modernizar el clásico de Carpenter con una sabia generación del suspenso seguida de una explosión de violencia sádica. El director de Más fuerte que el destino no se aparta demasiado de las fórmulas del género y tampoco profundiza en ningún personaje, pero el resultado artístico es más que satisfactorio y el comercial tan rentable que en su apertura el film ha batido no solo todos los récords de la franquicia sino también unos cuantos dentro de la fecunda historia del género.